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  • Nicolás Dvoskin*

Argentina: los ajustes previsionales del macrismo. Del blanqueo a la represión


Imagen: foto de German Romeo Pena de la represión policial a la manifestación en contra de la reforma previsional en Argentina (Buenos Aires, 14 de diciembre de 2017)

En los poco más de dos años que lleva de gestión el gobierno de Mauricio Macri sancionó dos leyes tendientes a modificar los regímenes previsionales. La primera, a mediados de 2016, se presentó como “Reparación histórica” para los jubilados, si bien en los hechos funcionó como una heterogeneización de los criterios de acceso en desmedro de los ancianos más pobres. La segunda, a fines de 2017, modificó los mecanismos de cálculo de los haberes y directamente se presentó como un ajuste necesario y doloroso para todos los jubilados, en tanto su aprobación se dio en el marco de una feroz represión a la multitud que se había congregado en la Plaza de los dos Congresos.

Ambas leyes deben ser entendidas como pequeñas modificaciones regresivas a un esquema previsional que vivió durante el kirchnerismo transformaciones sustanciales, las cuales el gobierno quiere revertir pero no tiene el consenso social para hacerlo de golpe. En este sentido, son pequeños pasos previos a una gran reforma previsional que está en discusión casi desde el inicio del gobierno de Macri, la cual permitiría volver a convertir al sistema previsional en el principal engranaje de la liberalización financiera, tal como ocurriera durante los años noventa.

En resumidas cuentas, en el año 1993 se aprobó la creación de un sistema previsional mixto, en el que los trabajadores debían optar por permanecer en el esquema estatal de reparto o elegir una administradora privada de capitalización, donde todos los incentivos y requisitos tendían a la segunda opción. El sistema demostró ser profundamente regresivo, vació las cuentas públicas (porque el Estado se quedó sin recaudar el 80 por ciento de los aportes que antes recaudaba) y habilitó la multiplicación de las ganancias de estas administradoras en tanto hacia 2001 sólo la mitad de los ancianos percibía alguna jubilación (la mayoría de ellos, menor a la canasta básica).

A partir de 2005 se empezaron a promover moratorias tendientes a garantizar un haber a aquellos ancianos que no tenían el mínimo de aportes necesarios para una jubilación ordinaria, de los cuales un 80 por ciento resultó ser mujeres. Estas moratorias no fueron otra cosa que una pensión no contributiva encubierta bajo una fantasía contributiva, que en los hechos dotó de legitimidad al acceso a los beneficios. En 2008 se revirtió la reforma de 1993 y se estatizó el sistema en su conjunto y se sancionó la ley de movilidad previsional, que vinculaba los aumentos de haberes a la recaudación (es decir, los ataba principalmente a los aumentos salariales, ya que de estos dependen los aportes y las contribuciones). En 2014 se relanzaron las moratorias, llevando la cobertura a más de un 95 por ciento. En todo el período los haberes reales subieron –sobre todo los mínimos-, pero los montos siguieron siendo insuficientes en relación con las canastas básicas. Por otro lado, la estatización de 2008 hizo que el Estado se apropie de una enorme cartera de activos que estaban en manos de las administradoras privadas, la cual pasó a constituir el Fondo de Garantía de Sustentabilidad del sistema previsional y a habilitar la participación del Estado en los directorios de las principales empresas del país, dado que un componente central de esa cartera correspondía a acciones.

Este esquema heredado incomodaba e incomoda al macrismo en varios puntos centrales: 1) otorgaba la misma protección a los trabajadores que aportaron los treinta años requeridos y a los que no lo hicieron, contrariando el principio de la meritocracia con el que el gobierno legitima el recorte en el gasto social; 2) requería muchas erogaciones por parte del Estado, principalmente a partir de las asignaciones tributarias a la seguridad social; 3) el Fondo de Garantía de Sustentabilidad operaba como un actor de muchísimo peso en el mercado de valores, al tiempo que la presencia del Estado en los directorios de las empresas era vista como un problema –no tanto para la gestión actual, pero sí hacia el futuro-; 4) el esquema de reparto no permitía la capitalización de aportes y, por ende, las oportunidades de ganancias asociados a un esquema de ese tipo.

La primera de las incomodidades fue atacada con la reforma de mediados de 2016. A tal fin, más allá de la “reparación histórica”, que consistió en una oferta irrisoria para aquellos jubilados que estaban en juicio con el Estado por la mala actualización de sus haberes –la cual sirvió como argumento para la ley de blanqueo de capitales, ampliada luego por decreto para así alcanzar a los funcionarios y a sus familiares-, se lanzó una Pensión Universal a la Vejez para adultos mayores, la cual consiste en un monto de un 80 por ciento de la jubilación mínima para todos los ancianos mayores de setenta años, pero que no genera derecho a pensión para el cónyuge del beneficiario ni puede ser adjudicada si el beneficiario ya tiene una pensión o jubilación. Es decir, se genera, en comparación con las moratorias de años anteriores, una protección disminuida para aquellos ancianos que, en la mayoría de los casos por causas externas a su propia voluntad, no pudieron completar sus aportes.

La segunda incomodidad fue el objeto de la segunda reforma, en diciembre de 2017. Como se trata lisa y llanamente de un ajuste, el gobierno no pudo argüir ningún artilugio sino que tuvo que justificarse sosteniendo lo inevitable –aunque doloroso- de la reducción del déficit. Las medidas tomadas fueron cuatro: 1) un cambio en el cálculo del haber inicial –calculado en relación al último salario en actividad- que lo reduce en aproximadamente un 20 por ciento, 2) un cambio en el cálculo de la movilidad, pasando a depender ahora los haberes de la evolución de la inflación, 3) un cambio en la periodicidad de los ajustes, que genera un perjuicio importantísimo para los jubilados en 2018 y 4) la habilitación para trabajar hasta los setenta años sin que el empleador pueda forzar el retiro, pero manteniendo aun la edad jubilatoria en sesenta años para mujeres y sesenta y cinco para varones. Los tres primeros cambios, entonces, son llanamente un ajuste sobre los haberes previsionales. El cuarto es un paso adelante en el objetivo de modificar las edades jubilatorias. Esta reforma sólo pudo ser aprobada luego de una feroz represión, dado que muchos actores sociales se convocaron a las puertas del Congreso Nacional para reclamar el rechazo a la ley.

Las incomodidades 3 y 4, junto con la edad jubilatoria, son reformas pendientes que tiene en agenda el gobierno nacional. Una comisión está trabajando en eso, pero su implementación dependerá de las correlaciones de fuerzas, dado que el rechazo a las administradoras privadas sigue siendo muy fuerte en la sociedad argentina (1). Las incomodidades 1 y 2 (meritocracia y ajuste) todavía tienen margen para seguir siendo enfrentadas.

En síntesis, el sistema previsional argentino, que lejos estaba de ser perfecto, está siendo atacado por un gobierno que busca que este vuelva a estar al servicio del sistema financiero –es decir, que los aportes de los trabajadores no se deriven directamente a los haberes de los jubilados sino que primero sean canalizados, vía administradoras privadas y sus respectivas comisiones, a la compra de títulos, acciones y bonos-. Las probabilidades de éxito de una nueva reforma (una contra-contrarreforma) dependerán, necesariamente, de la discusión y la resistencia que puedan ejercerse política y socialmente ante un gobierno que no tiene inconvenientes en reprimir salvajemente a quienes salen a la calle para rechazar una reducción de los ingresos de los más viejos.

* Nicolás Dvoskin es economista, politólogo y doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Becario posdoctoral CONICET en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL, Buenos Aires). Miembro de la Sociedad de Economía Crítica.

Notas:

(1) Una alternativa que aparece en la agenda, como paso intermedio hacia la constitución de un sistema previsional de capitalización, es imitar el modelo estadounidense. En Estados Unidos las jubilaciones son estatales y de reparto desde 1935. Sin embargo, existen muchas cajas previsionales complementarias que sí son de capitalización y son administradas por empresas privadas. Estas cajas pueden ser individuales, asociadas a los sindicatos o incluso gestionadas por las propias patronales. En los hechos, la jubilación estatal y de reparto está muy devaluada y la mayoría de los sectores medios tiene que aportar a alguna caja complementaria privada para garantizarse una jubilación digna. Establecer un sistema similar a este –dejando que el sistema estatal de reparto se vaya diluyendo en una caída constante de los haberes reales, pero sin desaparecer- puede ser una de las alternativas que tenga en mente el gobierno.

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