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Julia Egan*

Estado obrero, democracia y partido


Francesco Chiacchio, Germinal

Ilustración: Francesco Chiacchio Germinal, tomado de www.francescochiacchio.com

A 100 años del triunfo de la Revolución Rusa abundan homenajes y conmemoraciones del proceso. Sin embargo, a nuestro entender, este resulta un ejercicio conservador. Por una parte, porque supedita el presente al pasado, en lugar de preguntarse sobre el futuro. Por otra parte, porque limita la posibilidad actual de la revolución socialista a repetir lo actuado por los revolucionarios rusos cual “recetas”, cayendo en una lectura religiosa de la historia y de la práctica revolucionaria. Resulta sano, entonces, que se convoque a reflexionar acerca de los problemas que tuvo que enfrentar la revolución rusa, en vistas de encontrarnos mejor pertrechados para pensar la revolución socialista hoy.

En este sentido, la cuestión de la democracia obrera es uno de los ejes centrales para pensar por qué la revolución rusa no pudo lograr un triunfo completo. Partimos de entender que la democracia es una forma de régimen político, que en tanto reglas que regulan las relaciones políticas entre las personas, existe bajo diferentes relaciones sociales de producción. Por lo tanto, no existe democracia “a secas”, sino que su carácter depende fundamentalmente de la estructura de clases sobre la que se asienta. En la democracia burguesa, propia de la sociedad capitalista, su efectividad como régimen radica en que genera la ilusión de la igualdad entre los individuos en la esfera política (todos somos ciudadanos), mientras que las relaciones sociales de producción sancionan la desigualdad de clase entre propietarios y no propietarios de medios de producción - burguesía y proletariado respectivamente. El Estado burgués aparece como el instrumento donde el poder de la burguesía se concentra, con el objetivo de administrar y movilizar de forma desigual los recursos de la sociedad, en torno a su propio interés, la conservación de la propiedad privada de los medios de producción. Así, se erige todo un aparato institucional que actúa en torno a este fin mediante la coacción física y simbólica, desde las fuerzas de seguridad, pasando por la justicia y el derecho, hasta la educación.

En el caso soviético, la revolución de octubre implicó el pasaje de un Estado burgués a un Estado obrero, que expropió política y socialmente al zarismo y la burguesía. Es decir, que el Estado siguió existiendo bajo una forma similar, ejerciendo su función coactiva y administrativa, pero con un contenido de clase distinto, se convirtió en el instrumento de dominación de la clase obrera rusa sobre el resto de las clases. Un aspecto del problema del agotamiento del proceso revolucionario soviético aparece en la relación entre el Estado y el Partido Bolchevique y cómo repercutió sobre la democracia dentro de la clase obrera y los defensores de la revolución. La progresiva asimilación del partido al aparato estatal y la represión interna (fracciones) de toda oposición política, derivó en una progresiva centralización del poder político. A esto se sumó, por una parte, un profundo prejuicio anti intelectual dentro del partido, lo que entra en contradicción con las gran capacidad y producción intelectual de su dirección. Por otra parte, primó una suerte de etapismo, presente en Trotsky, según el cual la lucha ideológico cultural en el proceso revolucionario resulta secundaria respecto de la lucha inmediata por el poder y la resolución de los problemas económicos. Estos tres elementos pueden verse condensados en la lucha que la dirección bolchevique, en cuerpo del propio Lenin, dio contra los intelectuales nucleados en torno a las distintas corrientes de la cultura proletaria. Así, el carácter que progresivamente fue asumiendo el Estado-partido y la oposición a desarrollar una fuerte lucha ideológica que supere la mera crítica a la cultura y la moral burguesas y avance hacia la construcción de una conciencia proletaria, evitó la formación de una reserva político moral que sirviese de recambio ante las desviaciones personalistas y burocráticas. En el marco de la NEP, la prohibición de fracciones internas y la limitación de la libertad partidaria reforzaron la alianza con el campesinado y fracciones pequeño burguesas, que se expresó en la política de “compañeros de ruta”. Por el contrario, si se hubiese sostenido la libertad partidaria y desarrollado una política propia para la cultura proletaria, se habría mantenido un pie en la clase obrera, evitando o al menos mitigando las derivaciones futuras[1].

Entonces, ¿qué lecciones deja este aspecto del proceso revolucionario soviético? Cualquier partido revolucionario debe estimular y practicar la función de la crítica de su propia producción política y cultural. Esto requiere de una democracia interna plena, con libertad de desarrollo de fracciones y tendencias. Además, debe entablar una lucha cultural que represente la línea política del partido en orden de combatir la conciencia burguesa en la concepción obrera de la realidad. Para ello, debe desarrollar un frente específico para la intervención cultural e intelectuales propios ligados a la lucha obrera. Si bien los problemas en torno a cómo será la futura sociedad socialista no se agotan aquí, entendemos que la disputa por la conciencia obrera es un gran déficit histórico del campo revolucionario que sin lugar a duda debe volver a ponerse sobre la mesa.

* Julia Egan es militante de Razón y Revolución, socióloga y miembro del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales, CEICS

[i]Un desarrollo de nuestra posición acerca de la relación del Partido Bolchevique con sus fracciones internas y de la cuestión de la cultura proletaria puede consultarse el prólogo de Eduardo Sartelli a Trotsky, León: Literatura y Revolución. Buenos Aires, Ediciones ryr, 2015.

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