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  • Silvia Adoue*

La izquierda brasileña: la cáscara y el fruto


Ilustración: "O forró dos bichos", de J. Borges

Los ciclos de la izquierda brasileña

Cuando decimos izquierda, y a partir de la segunda mitad del siglo XIX, nos referimos a la representación política y cultural de las clases trabajadoras. En el caso de Brasil y, en general, de países de capitalismo dependiente, la izquierda representó sectores de las clases trabajadoras, y nunca su totalidad. En particular, y con el ingreso, nunca completo, de nuestra región en el capitalismo competitivo, las organizaciones de izquierda intentaron representar, no sin cierto éxito, parte considerable de los trabajadores urbanos, sobre todo los del sector industrial.

La primera expresión se arraiga en las luchas sindicales de las primeras décadas del siglo XX, con destaque para la acción cultural y organizativa de los anarquistas. En la república oligárquica no había espacio para la acción política legal. Los anarquistas fueron sucedidos por los comunistas, que vieron en la revolución rusa de 1917 un ejemplo vivo de lo que los proletarios podrían hacer en el comando de la sociedad. Su acción acompañó, junto con el crecimiento del proletariado industrial, el de una camada de trabajadores de cuello blanco, de empleados públicos, de militares de baja o media patente. De alguna manera, los comunistas representaban o buscaban representar también a esos sectores, que presionaban para tener participación en la política institucional.

La onda industrializadora durante el período que se conoce como "era Vargas", en el contexto de sustitución de importaciones y pasaje a la hegemonía del imperialismo norteamericano, trajo un crecimiento de las clases trabajadores urbanas. Los trabajadores del campo, con luchas fragmentadas regionalmente, dúramente aisladas y reprimidas, sin continuidad, no podían consolidar representación propia en la esfera política. Las políticas de Estado dirigidas a los trabajadores, con el código laboral impulsado por el presidente Getúlio Vargas, favoreció el crecimiento del Partido Trabalhista, que disputaba con el Partido Comunista la representación de los trabajadores urbanos.

En el contexto de la revolución colonial, con destaque para la experiencia cubana, el trabalhismo desarrolló corrientes programáticas más radicales, de carácter nacionalista, democráticas y propiciando la reforma agraria. Los trabajadores del campo crearon en ese contexto las Ligas Camponesas, el primer movimiento agrario que superaba la base regional y cuyas luchas se galvanizaban en torno de un programa nacional para el campo. Comunistas y trabalhistas eran aliados en ese proceso. Unos y otros esperaban contar con el apoyo de la burguesía industrial para ese programa democrático.

El golpe de 1964 anticipó la contrarrevolución preventiva que se extendería por todo el Cono Sur. Desarticuló la organización creciente de las clases trabajadoras urbanas en comisiones de fábrica, con relativa autonomía de clase, intervino los sindicatos y puso a los partidos políticos de izquierda en la ilegalidad. La represión también desarticuló rápidamente la organización de los trabajadores rurales. La burguesía industrial, dependiente directa o indirectamente del mercado internacional, de la matriz productiva exportadora, no dudó en participar de la nueva alianza política, bajo el gobierno ejercido preponderantemente por militares.

En los primeros años de la dictadura, militantes de izquierda revisaron su táctica de alianzas que desarmaba a los trabajadores y los hacía depender de los sucesivos gobiernos burgueses trabalhistas. Muchos de ellos se lanzaron a acciones armadas en pequeños grupos. Rotos los vínculos orgánicos con las clases trabajadoras, reclutaron no pocos cuadros entre los estudiantes.

La industrialización rápida, con base en los capitales transnacionales, provocó un cambio considerable en la composición de las clases trabajadoras. Setenta millones de brasileños migraron del campo para la ciudad durante el largo período dictatorial. La población urbana pasó de 30% a 85%. Los nuevos proletarios fabriles no tenían la experiencia de las luchas obreras del ciclo anterior al golpe, pero tampoco tenían la experiencia de su derrota. Las huelgas locales comenzaron a partir de 1968 en polos industriales con fábricas que concentraban miles de trabajadores. Las huelgas de la producción incluían en muchos casos reivindicaciones propias del trabajo reproductivo: transporte, salud, educación. Y unían la fábrica y el sindicato con el barrio. La izquierda tenía una nueva cara. Incluía las comunidades eclesiales de base que funcionaban en las parroquias y eran también, en un primer momento, una bisagra entre las luchas de los obreros y sus familias, lugar de sociabilidad de los migrantes y acogida de los militantes perseguidos y clandestinos. Los militantes del ciclo anterior encontraron en ese ambiente una posibilidad de enraizamiento en la nueva configuración de la clase.

Esos movimientos dieron a la clase trabajadora industrial una autoridad social que se iba articulando en un programa nacional de carácter democrático. La formación del Partido de los Trabajadores capturó la riqueza y pujanza de esas nuevas luchas. Si el programa era democrático, el partido era una instancia en que los hombres y mujeres de a pie podían hacer su experiencia política sin la tutela de la burguesía. En la década de 1980, esa izquierda formuló un programa de transformaciones sociales que, si bien era reformista, contaba con direcciones que no representaban una alianza de clases. La pujanza de esa experiencia impulsó la formación de la Central Única de los Trabajadores primero y el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra poco después. El horizonte estratégico que esa articulación formulaba era el socialista.

El más reciente ciclo y sus avatares

En la década de 1990, y después de haber concurrido a elecciones para el poder ejecutivo nacional, pasando para el segundo turno, el Partido de los Trabajadores crecía en autoridad. Representaba el conjunto de las luchas sociales y tenía capacidad de movilización y programa de reformas democráticas para el país. Pero la reestructuración productiva, impuesta por el polo externo de la economía, desarticuló la configuración de las clases trabajadoras urbanas que le dieron origen. Fragmentó su núcleo dirigente y su capacidad de movilización. Los lazos de confianza construidos en los espacios de producción precisaban ser recompuestos. Al mismo tiempo, los triunfos parciales que el crecimiento electoral había traído para el partido retiraron no pocos cuadros de las luchas sociales para la gestión de gobierno, y las transformaciones productivas no les permitían remitirse a la base en la que estaban enraizados en el período anterior. La caída del "socialismo real", a pesar de su efecto devastador sobre los intelectuales de izquierda, no tendría un impacto tan demoledor si ellos hubieran mantenido los lazos orgánicos con las luchas sociales.

Entre las posibilidades de la lucha electoral y la dificultad de la lucha social, el partido optó por la conquista institucional, no sin una lucha en la que la clase trabajadora no tenía ya condiciones de conectarse entre sí e imponerse sobre el partido que había creado. La izquierda que fue expresión política y cultural de las luchas sociales de las décadas de 1970 y 1980 fue transformándose lentamente en una cáscara brillante y relativamente compacta que, a simple vista, no permitía desconfiar que estaba hueca, que la carnadura viva que la formó se había reducido en su forma original. Las clases trabajadoras estaban en otro lugar. Así como en otros momentos de la historia brasileña, los hombres y mujeres de a pie, desconectados unos de los otros, no tenían fuerza para defender transformaciones radicales y ni siquiera pesar en los debates dentro de su partido. El funcionamiento interno de la organización dejó de lado las deliberaciones de base, presionado por el calendario de recambio institucional. Y pasó a comunicarse ya no orgánicamente con el conjunto de la clase, sino a dirigirse a ella a través de la propaganda electoral.

Las alianzas de gobierno fueron cada vez más determinadas por el fin de conseguir puestos en el Estado y garantizar la gobernabilidad. Cuando el partido conquistó la presidencia de la república, ya en el siglo XXI, el horizonte socialista había sido borrado de su programa, así como la lucha de clases como motor de la historia.

Los sucesivos gobiernos del Partido de los Trabajadores aplicaron un programa que administraba la continuidad de la reestructuración productiva, profundizaba la dependencia con una modernización del campo en la forma de integración de las cadenas de los commodities para exportación, en flagrante contradicción con la promesa electoral de reforma agraria. El Estado, como vector de impulso a la especialización productiva, financiaba e invertía en el negocio de explotación agrícola y mineral y aceleraba la construcción de infraestructura energética y logística para la exportación no sólo en el territorio brasileño, sino en toda la región.

A pesar de la aplicación por el Partido de los Trabajadores de un programa favorable al capital, es preciso observar que, en un país dependiente, los diferentes sectores propietarios pugnan entre sí para hacer valer sus intereses particulares. La burguesía, en esas condiciones, no puede formular un proyecto nacional, el consenso sólo se conseguiría frente a una verdadera amenaza de las clases trabajadoras. No era este el caso. Las prácticas de intercambio de favores, o de corrupción pura y simple, son sucedáneo del consenso y permiten la gobernabilidad. Esas rutinas recorren toda la historia institucional del país, como ha sido ampliamente estudiado por la historiografía y por las ciencias sociales, y son estructurales del funcionamiento del Estado. La promiscuidad entre gobernantes y empresarios no es ninguna novedad. Pero resulta escandaloso cuando los gobernantes son cuadros de izquierda. Es decir, se formaron como políticos a partir de las luchas de las clases trabajadoras.

La reestructuración productiva exigía una flexibilización de las relaciones de trabajo que ya venía siendo aplicada desde los últimos cinco años del siglo XX. Para compensar la pérdida de derechos, los gobiernos petistas aplicaron en gran escala políticas de asistencia social de alivio a la pobreza. La relativa estabilidad perdió pie en 2013, cuando el gobierno se demostró incapaz de frenar la movilización en demanda de derechos que habían sido retirados. Ya no era capaz de descomprimir conflictos.

La reorganización del capital en escala planetaria exige nuevos marcos regulatorios nacionales para su funcionamiento. Las burguesías locales precisan adelantarse para integrarse a esa nueva configuración de manera más ventajosa. Al mismo tiempo, el cuadro recesivo la impulsa a una corrida a los recursos del Estado para mantener su tasa media de lucro. Los economistas oficiales calculan esos recursos en 10% del PIB nacional. Es en ese contexto de urgencia que el gobierno de Dilma Rousseff fue golpeado. Los procedimientos de negociación y compensación ya no pueden ser aplicados. La composición de alianzas y el programa de los gobiernos petistas ya no interesan, porque no aseguran que las contrarreformas se realizarán en el plazo deseado.

Lo que viene

Las organizaciones de izquierda que los trabajadores crearon en el ciclo anterior de luchas hace mucho tiempo que no los representan en la esfera política. Aunque una parte importante de esos trabajadores vote al PT, no se reconoce en su programa ni en su estrategia. Y no se moviliza para defenderlo. Las movilizaciones que lo han apoyado no se apoyan en acciones radicales en los espacios de producción. Las contrarreformas de los marcos regulatorios, inclusive aquellas que afectan directamente los derechos de los trabajadores son la consolidación de un proceso que viene ocurriendo desde 1995 sin interrupción, al punto que, y según datos oficiales, 70% de la población trabajadora fue perdiendo esos derechos en todos estos años, en un proceso constante de flexibilización de las relaciones de trabajo en el marco duro de la oferta de empleo de la producción reestructurada.

Con ese cuadro, la mera articulación de un frente electoral de esa izquierda sólo distrae las energías de las tareas enormes que el momento exige. Al mismo tiempo, los gestos en ese sentido patinan como una rueda que gira en falso, porque no tiene un terreno sólido en el cual apoyarse. Como generales sin ejército, los cuadros de la izquierda del ciclo anterior dan órdenes que sólo la militancia profesionalizada y, tal vez, los sectores hasta hoy protegidos por relaciones de trabajo "a la antigua" acatarán. El grueso de los trabajadores perdieron la confianza en esas direcciones y, en parte, en la propia fuerza.

Las movilizaciones de 2013 fueron un ensayo, una oportunidad aprovechada por la gran masa que había perdido la capacidad de luchar articulada y nacionalmente para medir su fuerza, para verse en la calle y sentir su potencialidad. En poco tiempo la clase percibió que no era suficiente salir a la calle. Que es preciso más que eso para reconquistar terreno. Para ponerse en contacto, ganar organicidad, son necesarias luchas continuas, organizadas en los espacios de producción y reproducción. Eso no se consigue en las grandes avenidas.

Las organizaciones de izquierda tampoco van a recuperar en la propaganda electoral la confianza perdida en sus prácticas de gobierno. Ni siquiera pueden pedir el voto de confianza que se da a los iniciantes, el beneficio de la duda o el desconocimiento.

Hay nuevas luchas, esfuerzos de reconstitución del tejido social, de la confianza, pero no pasan por los grandes frentes electorales. Estemos atentos. Y son esos esfuerzos los que van a atraer a los hombres y mujeres que conservan de la izquierda aquello que la define. La izquierda del próximo ciclo nacerá de esas luchas.

* Silvia Adoue es profesora de Literatura en la Universidad Estadual de San Pablo (UnESP) y en la Escuela Nacional Florestal Fernàndez (ENFF)

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