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  • Nicolás Duffau*

Apuntes para una historia de la Policía oriental. 1826-1876


Imagen: Reseña histórica de la Policía de Buenos Aires, Leopoldo López, 1911.



I. Cuando pensamos desde el presente en las tareas que cumple la Policía es probable que rápidamente acudan a nuestra memoria imágenes de hombres y mujeres vestidos de un perfecto azul, salpicados de dorado, que se encargan de perseguir a los delincuentes. Esa imagen atemporal que guardamos de la Policía, esa idea según la cual la institución siempre estuvo allí para proteger a los ciudadanos honestos, dista mucho de su historia. En estas notas propongo algunas líneas de trabajo para abordar distintos momentos de la historia de la Policía en el siglo XIX.


La historiografía uruguaya ha asistido en las últimas dos décadas a una renovación temática y metodológica en los estudios sobre el siglo XIX. Una lista sumaria de temas no suficientemente abordados por la historiografía política tradicional y que comienzan a ser considerados en la actualidad incluye la formación de la ciudadanía, los espacios de socialización política, las ideologías, la creación de la institucionalidad estatal, abordajes desde la historia conceptual, entre otros. En este contexto, la historia de las instituciones de control social en Uruguay es un área de trabajo hasta el momento escasamente atendida por la historiografía académica. Por ejemplo, no contamos a la fecha con abordajes sostenidos o líneas de investigación que hayan estudiado desde una perspectiva social y política la historia de la Policía. La bibliografía existente se reduce a trabajos producidos desde las memorias y enfoques institucionales en los que predomina una mirada encomiástica. Estos enfoques vinculan la historia de la Policía a una posición nacionalista y presentan las distintas etapas históricas que atravesó dicha institución como parte del proceso inequívoco de formación de un Estado centralizado. Esta versión selectiva del pasado institucional sirve para trazar una visión canónica, un legado de honor y un tono moralista; una verdadera empresa cultural destinada a los agentes del presente.


Desde una visión cuestionadora de esos planteos históricos tradicionales, podríamos decir que en los primeros años de funcionamiento lejos estuvo la Policía oriental de constituir una fuerza homogénea y difícil resulta analizar su historia como una mera sucesión de acontecimientos que derivaron en la formación de un cuerpo estable y, por consiguiente, punto de llegada de una entelequia llamada Estado oriental. Desde sus primeros días, las atribuciones y alcances de la Policía fueron interpeladas por distintos actores, que incluso llegaron a cuestionar la utilidad de unas fuerzas represivas que convivían con el Ejército, pero también con jueces de paz, tenientes alcaldes y una miríada de autoridades locales.


Con esta perspectiva, periodizaremos algunos momentos en la historia de la institución, para estudiar la existencia de otros centros de poder que convivieron en un medio político y social aún no estructurado. En estas breves líneas queremos plantear una historia inconclusa, identificar tramos, conocer actores, desentrañar redes sociales, políticas y económicas, a sabiendas que no será posible hacia fines del período considerado plantar “la Policía decimonónica presentó estas características”.


En primer lugar, creemos que la búsqueda de un nuevo orden interno, de un disciplinamiento social, la movilización de recursos centralizados, no siempre cristalizaron en una institucionalidad acabada, limitada, restringida a determinadas formas. Ese postulado hermenéutico que busca el relacionamiento de etapas para subsumir el análisis a un fin queda descartado desde nuestra perspectiva. Más que buscar un centro vertebrador sería conveniente analizar la formación estatal como la interacción de diversas capas, intereses –públicos y privados- y hasta tempos completamente diferentes según la rama de la administración, que permitan ver el paulatino surgimiento de instituciones centrales. Pero centrales en la doctrina más que en la práctica.


En segundo lugar, resulta imprescindible abandonar la visión tradicional acerca de la institución policial, que por lo general es presentada solo como el instrumento dócil de las fuerzas rectoras de la dominación, como una herramienta de los sectores dominantes. Nuestro trabajo busca indagar en el trasfondo social, político y hasta filosófico que posibilitó la aparición de un cuerpo policial que pretendió ser estable.



II. Desde su fundación el Cabildo de la ciudad de Montevideo quedó encargado del nombramiento de los representantes locales que cumplían con el control del orden público tanto en el recinto amurallado como en los extramuros más cercanos. El Cabildo, cuerpo colegiado integrado por vecinos, cumplía cuatro funciones centrales: gobierno o policía, justicia, hacienda y guerra. El “Derecho indiano criollo” se valía para las funciones relativas a policía de los “bandos de buen gobierno” promulgados por gobernadores, intendentes y virreyes. Eran bandos de buen gobierno las normas relativas a la limpieza de las calles, el alumbrado público, el tránsito, la higiene pública, el juego de azar o apuestas, el ornato público, entre otros. Esos bandos no tenían que ver directamente con la criminalidad o el delito, ya que la seguridad (llamados “causas de hermandad”) estaba dentro de las potestades de los alcaldes ordinarios y de hermandad, funcionarios de los cabildos tanto en la metrópoli como en las Indias. Los alcaldes ordinarios se encargaban de la vigilancia dentro de las ciudades, para lo cual estaban acompañados de partidas de vecinos que debían participar de las rondas.


El crecimiento demográfico y edilicio de Montevideo, y el contexto de las reformas borbónicas, provocaron la división de la ciudad en distintas jurisdicciones llamadas cuarteles y barrios, de las cuales se encargaba un alcalde. El alcalde era seleccionado de entre los vecinos, no dependía del Cabildo y era un auxiliar de justicia sobre las causas civiles (no sobre las eclesiásticas o militares).


El inicio del período revolucionario en el Río de la Plata, y los intentos de transformación social y administrativa, provocaron numerosas discusiones sobre la formación de una fuerza policial. Las guerras de independencia propiciaron diversas transformaciones, generadas como influjo de un pensamiento liberal, en algunos casos antimonárquico, y racionalizador de los recursos estatales que contribuyeron a repensar las funciones de las instituciones encargadas de las tareas que hoy llamaríamos de “seguridad”. Los hombres públicos que actuaron durante los procesos de independencia mostraron una profunda preocupación por el mantenimiento del “orden”.


Un punto importante en esa historia de la formación de una institución policial tuvo lugar en octubre de 1826. El nuevo andamiaje administrativo impulsado por la Sala de Representantes de la Provincia Oriental, a la sazón la principal autoridad entre las fuerzas revolucionarias que luchaban contra la ocupación brasileña, buscó diversas formas de desligarse de las configuraciones del poder local. Una de ellas eran los cabildos los cuales, por ley aprobada el 6 de octubre de 1826, fueron disueltos. Las autoridades capitulares cesarían en sus funciones a partir del 1º de enero de 1827. [1] Una vez disueltos los cabildos, el nuevo reglamento de Justicia de enero de 1827 propuso una nueva distribución de las funciones que hasta entonces había desempeñado el ayuntamiento y separó las funciones policiales de las de justicia. La administración de justicia, ejercida hasta entonces por los Alcaldes Ordinarios, pasó a manos de los Jueces Letrados, Jueces de Paz, fiscales, Defensores de Menores y un Tribunal Superior de Apelaciones.


El reglamento de Policía del 25 de enero de 1827 estableció que los alcaldes de barrio pasaran a ser “inmediatos auxiliares del Departamento de Policía” bajo las ordenes de los comisarios y “prestarán el auxilio que demanden los Jueces Ordinarios, para la prisión de cualquiera persona, u otra medida que sea necesaria para hacer respetar las leyes.”[2] La promulgación del reglamento estuvo acompañada de la creación del Departamento de Policía de la Capital, que pasó a ser el órgano rector de la autoridad policial en todo el territorio.


El Departamento dependía del Ministerio de Gobierno, que también controlaba las comisarías del interior. En la teoría la sucesión de disposiciones relativas a las tareas “policiales”, colocaron dicha función en manos de autoridades civiles y deslindaron al Ejército de cualquier responsabilidad policial. Pero en la práctica los militares tenían, y seguirían teniendo a lo largo del siglo XIX, enorme influencia en la gestión del orden interno. Probablemente a raíz de estos conflictos de intereses, en 1834 el representante diplomático francés sostenía que las “funciones de policía [estaban] mal definidas todavía.”[3] La Policía como nueva forma de garantizar el orden no fue aceptada sin enfrentamientos o sobresaltos. Expresivo de ese posible malestar son las palabras del militar José Brito del Pino, para quien la disolución de los cabildos había provocado la aparición de una miríada de “Jueces, Alcaldes, Tenientes Alcaldes, reconocedores, comisarios, partidas de comisarios y otra porción de empleados sin objeto” mantenidos con “impuestos que pechan a todas las clases.”[4]


El 14 de agosto de 1829 el Poder Ejecutivo dispuso la creación del cargo de jefe de Policía del Estado y designó para la función al coronel Ignacio Oribe –hermano del militar Manuel- hombre involucrado en el proceso independentista. Una de las primeras resoluciones de Oribe fue designar a dos militares como sus cargos de confianza más directa: Rafael Eguren y el mayor Manuel Argerich pasaron a ser los auxiliares del jefe de Policía del Estado.[5] Esta nueva autoridad se radicó en Montevideo, primero de los problemas señalados por algunos de los hombres públicos del período, en la medida que de la ciudad cabecera dependía el poder centralizador y capaz de contener a los poderes locales surgidos tras la revolución de independencia. Por el contrario, para algunos el programa de pacificación y centralización estatal debía radicarse bajo una única autoridad legal pero fuera de Montevideo.


El 14 de agosto de 1829 una ley creó las Jefaturas Políticas y de Policía. Esa nueva figura quedó consagrada en la Constitución de 1830, en su artículo 118 que estableció que “en el pueblo cabeza de cada Departamento” se encargaría a “un agente del Poder Ejecutivo” que llevaría “el título de Jefe Político, y al que corresponderá todo lo gubernativo de él; y en los demás pueblos subalternos.” Para ser jefe político eran requisitos sine qua non: “ciudadanía en ejercicio”, “ser vecino del mismo Departamento, con propiedades cuyo valor no baje de cuatro mil pesos, y mayor de treinta años.”[6] La historiadora Ana Frega señaló que la creación de las Jefaturas fue una manifestación partidaria del centralismo o sistema de unidad que formaba parte de las discusiones políticas del constitucionalismo hispanoamericano, pero que a su vez chocó con los regionalismos que debilitaron esa pretensión centralizadora.[7]


Los jefes serían designados por el Poder Ejecutivo ya que tenían vinculación directa con la facción gobernante, por lo que era poco frecuente que continuaran con su función una vez finalizada la actuación del gobierno de turno. Por eso eran autoridades tan inestables y, por ende, su situación repercutía en la función policial. Una constante de todo el período será el ingreso de un nuevo jefe, con él sus hombres de confianza y la consiguiente destitución de todos los que ocupaban funciones, incluso en los escalafones más bajos. En otros casos, resultó frecuente que al abandonar de forma abrupta la jefatura, el responsable de la policía llevara consigo a todo el personal subalterno que, con las armas del Estado, pasaba a formar parte de la oposición a un nuevo gobierno.


Cada Jefatura contaría con un despacho provisto con un oficial auxiliar (en el caso de Montevideo dos), treinta cabos celadores y ciento setenta celadores. Cabos y celadores serían reclutados, según la ley, de los integrantes de cuerpos del Ejército “que queden sobrantes y reúnan las mejores aptitudes.” Si bien sus aptitudes podrían ser las mejores, un número indeterminado de integrantes de las fuerzas militares eran desertores, sometidos a la leva, vagabundos, convictos, enviados a los batallones para purgar su pena. No sería descabellado pensar que una parte considerable de los mil ochocientos hombres que, por ley, debían ser enviados a las comisarias de los nueve departamentos que en ese entonces formaban la Provincia Oriental, tuvieran un pasado asociado al delito o a la vagancia. Esa tónica para el reclutamiento, asentada en antiguos vagos y desertores, marcó todo el período considerado. A su vez los permanentes retrasos en el abono de los salarios volvían el trabajo poco atractivo y sujeto a las zafras en las actividades rurales. Dato que aleja aún más la historia de la Policía de la formación de un cuerpo estable desde sus orígenes.


La sucesión de diversas disposiciones, incluso contradictorias entre sí, ponen en entredicho por un lado la visión historiográfica que presenta la evolución policial como una sucesión de hitos y por otro demuestran que las disputas al interior de la Provincia Oriental, las rivalidades entre Ejército y Policía, dificultaron la centralización de la capacidad coactiva capaz de mantener el orden interno en manos de un único actor. El cónsul francés en Montevideo consideró que la legislación sobre Policía y Justicia constituía “un inmenso caos de disposiciones incoherentes y contradictorias, diseminadas sin orden y sin método en diversos códigos, unos más antiguos que otros, todos sin embargo vigentes, y de los que cada uno contiene un mayor número de leyes, tal vez, que acciones humanas.” Este “espantoso dédalo” se había aumentado con “todas las medidas especiales y locales, adoptadas por los varios poderes que sucesivamente han gobernado este desdichado país.”[8]


Durante su segunda presidencia, iniciada en 1838, Rivera suprimió las policías del interior, confiando el servicio de seguridad rural al Ejército de línea. Podríamos pensar que probablemente “don Frutos” recurrió al Ejército porque allí se asentaba su arraigo y mayor peso político. Aunque ese mismo año se creó una Intendencia General de Policía, que funcionó en Montevideo, pero se encargó de regular el funcionamiento de la institución en todo el país, al tiempo que llevó adelante distintas medidas para profesionalizar el servicio. Sin embargo, cualquier intento de profesionalización y de ordenamiento de la autoridad policial debió lidiar con el contexto de la Guerra Grande (1838-1852), que dificultó la actividad administrativa. A la presencia de varios ejércitos que lucharon en territorio de la Provincia Oriental, se agregó la coexistencia de dos cabezas administrativas, un gobierno, llamado de la Defensa, asentado en Montevideo, y otro, al mando de Manuel Oribe, ubicado en la zona del Cerrito. El esfuerzo de guerra, la importancia que cobraron los militares en el transcurso del conflicto, el caos organizativo y la pauperización económica llevaron a que la autoridad policial fuera meramente nominal.


El fin de la guerra en 1852 dejó las arcas del Estado oriental en una situación calamitosa –y seriamente comprometidas como consecuencia de los tratados firmados con el Brasil-, la ruina de la producción pecuaria y una grave crisis demográfica. Todo ello no fue ajeno al estado de la Policía local, si nos guiamos por los partes e informes enviados por los jefes de los departamentos a los ministros de Gobierno y Guerra.


En su presidencia Juan Francisco Giró (1852-1853) sugirió que los cargos jerárquicos de la policía fueran desempeñados por militares. Esta situación se mantuvo luego de la renuncia de Giró en setiembre de 1853 e incluso el triunvirato que, en forma temporal, ocupó la presidencia de la República, permitió que “los Jefes Políticos de los Departamentos” quedaran “sujetos a las ordenes del espresado Sor. Com.te Gral.” de campaña “hasta nueva resolución.”[9] A su vez, una ley del 22 de junio de 1854, estableció que la condición de militar no inhabilitaba para desempeñar tareas como Jefe Político y de Policía.


El contexto pos bélico estuvo marcado por las crisis económicas y la votación anual de un presupuesto general de gastos que provocaban la disminución de efectivos –sobre todo celadores- quienes abandonaban la institución por las demoras en el pago o los bajos salarios que tornaban la tarea poco atractiva. A ello se agrega el clima político que generaba permanentes situaciones de inestabilidad y cambios de gobierno. En 1854 el presidente de la República, el general Venancio Flores, presentó un proyecto de reorganización de la Policía Nacional, por el cual se creaba una Intendencia de Policía, que, desde Montevideo, pasaría a ser el organismo rector de la actividad policial. Pero en las cámaras se aprobó un proyecto alternativo que designó al Jefe de Policía de Montevideo como superintendente de toda la fuerza.


En una nota de noviembre de 1859 el flamante jefe político y de policía de Montevideo, Pedro P. Bermúdez, informó al ministro de Gobierno, Antonio de las Carreras, sobre las tareas que cumplía en el cargo. El escrito es interesante para ver lo que dependía de un jefe político y sus subordinados: limpieza, ornato público, control de mercaderías, higiene, edificaciones, además de las rondas para prevenir el delito.[10] ¿Qué tenían en común recolectar basura, matar a los perros o perseguir a supuestos criminales? Una respuesta posible sería vincular la función policial con la prevención de los hechos, un tipo de racionalidad policial que apuntaba sobre todo a anticipar los acontecimientos y evitar los desórdenes. En ese posicionamiento también se escondía una forma de pensar la ciudad, una idea según la cual el orden se debía mantener a toda costa, porque la falta de orden restaba autoridad.


Es a partir de la década de 1850 que se aprecia un proceso por el cual la Policía abandonó algunas de las actividades propias de los cabildos dieciochescos y encontró nuevas funciones. A comienzos del período buena parte de la sociedad y de las autoridades políticas atribuían a la labor policial actividades de tipo comunitario. Al encargarse de la higiene, el ornato, el tránsito, etc., lo que la Policía hizo fue prolongar las tareas que hasta el período revolucionario estaban en manos de intendentes, virreyes, alcaldes, que se ocupaban de lo relativo a población, calles, veredas, edificación, tránsito, abastos, moralidad pública, trabajo. Esas tareas se complementaron, conforme avanzó el siglo XIX, con funciones de seguridad interna. En la segunda mitad del siglo XIX, la visión sobre la Policía como un actor comunitario comenzó a transformarse en posiciones que defendían el carácter militar y con una responsabilidad exclusiva en evitar la comisión de delitos y la función de perseguir a los delincuentes. Esta idea colocó en el centro el debate las reformas policiales que impulsaron la idea de una policía de seguridad.


Esa policía de seguridad afincó la división territorial de los cuerpos, a través de comisarías secciones y la presencia callejera de oficiales, serenos y celadores. De esta forma las autoridades buscaban que ningún rincón quedara por fuera de su mirada y control. A ello se agregaba un sistema de patrullas vecinales, estratagema colaborativo que buscaba incluir a los habitantes de la ciudad en el cumplimiento de las funciones policiales.


La historiografía “tradicional” sobre la Policía identifica la década de 1870 como el período que permitió la “modernización” de la institución. El 22 de junio de 1874 fue promulgada por la Asamblea General la ley que “reorganizó” la Policía. Por medio de esta disposición quedó establecido que el personal policial de cada uno de los departamentos quedaría integrado por el Jefe Político, tenientes que pasaron a denominarse sub-delegados, comisarios, sub-comisarios, vigilantes y un cuerpo de guardias civiles que sustituyeron a los celadores, quienes también conformaban el último grado del personal subalterno. También se establecieron los requisitos para ingresar a las fuerzas policiales, se formaron nuevas comisarías y secciones judiciales.[11]


El 9 de octubre de 1876 se aprobó un nuevo reglamento para las policías rurales, fijando algunos criterios para la campaña que hasta entonces se regía por las normas generales de Policía.[12] Esta disposición se complementó con el Código rural vigente desde 1876 pero reformado en 1879. La nueva norma intentó saldar algunas dificultades generadas por la geografía y que llevaban a que los jefes políticos perdieran control sobre algunas comisarías de campaña. Asimismo fue un paso más en la consolidación de los derechos de propiedad. La defensa irrestricta de la propiedad, una de las principales preocupaciones de los sectores económicos más poderosos, fue una de las causas que reconfiguraron las tareas policiales e inclinaron sus funciones hacia la prevención del crimen.


Esa supuesta “Policía moderna” no estuvo exenta de problemas y conflictos ya presentes en el período previo. Sin embargo, también inició un desarrollo institucional y un proceso de tecnificación que llevaron a que la historiografía planteara el período en que gobernó Lorenzo Latorre como una época de “modernización” estatal.

* Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Profesor e investigador de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Miembro del SNI.

[1] “Cabildos, Administración de Justicia”, en Colección legislativa de la República Oriental del Uruguay por Matías Alonso Criado, Montevideo, s.d., 1876, tomo I, p. 9.

[2] “Policía. Su organización y reglamento”, en Colección legislativa, tomo I, p. 21.

[3] “Informe del señor Cónsul de Francia en Montevideo, M. Raymond Baradére, al Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia”, Montevideo, 1834, en Alfredo Castellanos, “Dos informes acerca de la República Oriental del Uruguay en 1834 y 1835”, en Revista Histórica, Montevideo, julio de 1958, tomo XVIII, números 82-84, p. 440.

[4] José BRITO DEL PINO, Diario de la guerra del Brasil llevado por el Ayudante José Brito del Pino. Agosto de 1825 a Noviembre de 1828, Montevideo, s.d., 1956, pp. 352, 353.

[5] Archivo General de la Nación, Documentos de la Administración Central (en adelante AGN-DAC), Fondo Ex Ministerio de Gobierno y Ministerio del Interior, caja 785, carpeta 21, documentos 556 [Montevideo, 19 de agosto de 1829], 560 [Montevideo, 20 de agosto de 1829].

[6] Constitución de la República Oriental del Uruguay, artículos 118 a 121, tomada de http://www0.parlamento.gub.uy/constituciones/const830.htm

[7] Ana FREGA, “La vida política”, en Ana Frega, (coordinadora), Uruguay. Revolución, independencia y construcción del Estado. 1808-1880, Montevideo, Planeta-Fundación MAPFRE, 2016, tomo I, América Latina en la Historia Contemporánea, Uruguay, pp. 71, 72.

[8] “Informe del señor Cónsul…”, p. 449.

[9] AGN, DAC, Fondo Ex Ministerio de Gobierno y Ministerio del Interior, caja 1012, s.c., s.n. [Colonia, 7 de noviembre de 1853].

[10] AGN, ex Archivo General Administrativo, Policía del Departamento de Montevideo. Copiador de notas. 1859-1861, libro 193, s.f. [Montevideo, 22 de noviembre de 1859].

[11] “Organización de la Policía. Reglamentación de su personal” [6 de julio de 1874], en Colección legislativa de la República Oriental del Uruguay por D. Matías Alonso Criado. 1873-1878, Montevideo, Imprenta Rural, 1878, tomo IV, pp. 197-201.

[12] “Policía. Reglamento general de policías rurales y departamentales de la campaña”, en Colección legislativa, tomo IV, pp. 467-481.

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