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Vania Markarian**

Juventud, izquierda y contracultura en el 68 uruguayo*


Foto: Sepelio de Liber Arce en la explanada de la Universidad de la República, Aurelio González (15 de agosto de 1968)

En la memoria de gran parte de la generación que emergió a la política hacia fines de los sesenta en Uruguay, 1968 es el año de los “mártires estudiantiles”, de las “medidas prontas” y del “pachecato”. Las imágenes de violencia y autoritarismo dominan también los relatos de los primeros analistas de lo que, a falta de mejor rótulo, seguimos llamando “pasado reciente”, donde el lustro anterior al golpe de Estado de 1973 tiene las marcas indelebles de la radicalización política y la polarización social. Efectivamente, si algo distingue a quienes nacieron a la vida política en esa época, seguramente sea una visión heroica de la militancia donde la violencia se asumía como parte del compromiso con el cambio social y los cuerpos se ponían al servicio de las ideas. La posibilidad de matar y morir por una causa era parte del ethos revolucionario. La vida y el reciente sacrificio del Che Guevara seducían a miles de jóvenes (y a otros que no lo eran tanto).

¿Qué más nos dice una mirada atenta de las movilizaciones estudiantiles de 1968, año de irrupción del protagonismo juvenil en las calles de Montevideo y de expansión de los diferentes grupos de izquierda? Lo primero es que la relación entre el movimiento estudiantil y el crecimiento de la izquierda es más compleja de lo que suele parecer en los relatos de muchos testigos y analistas. Los meses álgidos de la movilización fueron pocos, los mismos de anteriores ciclos de protesta estudiantil, entre el comienzo de los cursos en marzo y la cercanía de los exámenes en octubre, cuando las clases en los liceos (donde empezó todo el lío en torno al subsidio del boleto) habían sido suspendidas por las autoridades de la enseñanza. Fue recién entonces que el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T) dio cuenta en un documento oficial de la importancia de la movilización estudiantil, aconsejando seguir su ejemplo. Y fue también recién entonces que muchos de los jóvenes movilizados, que no podían ya acceder a los locales de estudio, encontraron un espacio alternativo de militancia y engrosaron una organización que tenía hasta ese momento un par de cientos de integrantes. La imagen heroica de la guerrilla, sobre todo a partir del secuestro de Ulysses Pereira Reverbel en agosto, atrajo a muchos. Pero la inclinación por ciertas formas de violencia callejera ya estaba extendida entre los estudiantes, siempre en diálogo con los nuevos métodos, cada vez más abiertamente represivos, del gobierno. En ese contexto, también la Unión de Juventudes Comunistas (UJC), ramal juvenil del Partido Comunista del Uruguay, fue una alternativa atractiva, sobre todo luego de que el asesinato de Liber Arce el 14 de agosto mostrara la voluntad de entrega de sus cuadros. No parece un dato menor que Susana Pintos y Hugo de los Santos, asesinados por la policía en setiembre, se hubieran afiliado a la UJC sólo un mes antes, en reacción a la muerte del estudiante con nombre de mártir. Fueron dos de los miles de nuevos afiliados de ese año. De esta forma, dos de las principales organizaciones de la izquierda del momento capitalizaban un ánimo rebelde que desde sus comienzos había desbordado las formas y espacios tradicionales de protesta, incluyendo los gremios auspiciados por los comunistas, como la Coordinadora de Estudiantes de Secundaria del Uruguay, y hasta algunas instancias de la antigua, plural y prestigiosa Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, que se unió más tarde a las luchas. Otros muchos grupos, más o menos grandes, más o menos estructurados, se formaron o crecieron al calor de esas desbordantes movilizaciones.

Esto nos lleva al segundo punto que quiero enfatizar. El protagonismo juvenil en las movilizaciones de 1968 impactó a toda la izquierda uruguaya y cruzó los debates en curso sobre las “vías de la revolución”, especialmente sobre la importancia y la oportunidad de la lucha armada en el continente, y la agencia de los diferentes actores y sectores sociales en la promoción del cambio social. Así, mientras los comunistas negaban el carácter generacional de las protestas y trataban de explicar el papel de los estudiantes como aliados de la clase obrera, otros grupos veían en los jóvenes movilizados factor detonante de la lucha revolucionaria en Uruguay. Algo de esto aparece en las fuentes que dan cuenta de las fuertes discusiones ideológicas y políticas de la izquierda uruguaya de la época. Una lectura de documentos menos transitados, sobre todo los referidos al campo de la cultura y el arte, muestra, a su vez, el impacto en la conformación de identidades políticas a nivel local de una serie de ideas y prácticas de circulación global sobre el significado de “ser joven”. Si la consigna “sexo, droga y rock and roll” de alguna manera encapsula esas nuevas pautas culturales, digamos que en 1968 era claro que los jóvenes uruguayos que se unían a las diferentes opciones de izquierda también innovaban en las formas de vivir y representar su sexualidad y estaban atentos a un mercado musical donde la juventud era un segmento privilegiado. De las drogas parece haberse hablado menos en esos círculos. En todo caso, lo que quiero decir es que esas novedades atravesaron a la “vieja” y a la “nueva izquierda” y hasta ponen en duda la utilidad de una división muy tajante, dado que, al menos en el caso uruguayo, una amplia gama de la izquierda creció con los jóvenes portadores de tales novedades. No parece arriesgado afirmar que sin sus experiencias conjuntas en las calles de Montevideo sería difícil terminar de entender la formación del Frente Amplio dos o tres años más tarde.

Y diría todavía más: hubo una serie de procesos más o menos ajenos al campo de la política que prepararon el terreno para que muchos integrantes de esa generación se movilizaran primero y se encuadraran militantemente después. Fue leyendo el nuevo ensayismo latinoamericano y el revisionismo histórico rioplatense, pero también a los beatniks de Estados Unidos y al “malditismo” francés, fue escuchando a Daniel Viglietti y a Violeta Parra, pero también a los Beatles, Bob Dylan, Joan Baez y los Shakers (y bailando los nuevos ritmos) que muchos empezaron a asociar la idea de ser joven con la de ser rebelde en todas las áreas de la vida. Claro que sin Pacheco y las Medidas Prontas de Seguridad, sin las marchas de los “cañeros” de Artigas, sin la inédita represión policial, sin la prédica guevarista, la “teoría del foco” y la divulgación de algunos conceptos marxistas y leninistas, sin Cuba y el “campo socialista”, sin Vietnam y tantos otros hitos y banderas de diferente signo ideológico, ese espíritu no habría devenido compromiso militante con la fuerza que tuvo en esos años. Pero ya parece ser momento de recordar que antes que “héroes y mártires de la revolución” (y todavía mucho antes de que la ola autoritaria los transformara en “víctimas de las violaciones a los derechos humanos”), esos jóvenes pensaron que podían disfrutar de las novedades culturales de su época sin por eso apartarse de la politica: tirar un “molotov” una tarde luego de escuchar música “beat” en la casa de un amigo de la barra o decidir que la mini era más práctica que la maxifalda para huir de la policía en una “relámpago”. Y nada de eso banaliza sus experiencias políticas. Por el contrario, aunque las relaciones entre las fuerzas de izquierda y la contracultura juvenil, obviamente atravesadas por las industrias culturales y las fuerzas del mercado, fueron tensas y complejas, es claro que es en el punto de intersección entre esos mundos donde se revela, en toda su complejidad, lo que significa desde nuestro presente haber sido joven de izquierda en los años sesenta.

*Publicado en Brecha con el título "La revolución en minifalda" el 19 de julio de 2013.

** Doctora en Historia Latinoamericana (Columbia University, 2003) y Licenciada en Ciencias Históricas (Universidad de la República, 1996). Ha enseñado e investigado en la Universidad de la República, New York University, Columbia University, City University of New York, Princeton University, Universidad Nacional de General Sarmiento y el CLAEH. Tiene numerosas publicaciones sobre el período de la Guerra Fría de Uruguay y Latinoamérica entre las que se destaca el libro "Left in Transformation: Uruguayan Exiles and the Latin American Human Rights Networks, 1967-1984" (Nueva York: Routledge, 2005). Su último libro es "El 68 uruguayo: El movimiento estudiantil entre molotovs y música beat" (Buenos Aires: Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2012). Actualmente es responsable del Área de Investigación Histórica del Archivo General de la Universidad de la República e integra el Sistema Nacional de Investigadores del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay.

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