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Mario Real*

Lo que la gente quiere


Imagen: Serie Black Mirror

Desde un tiempo a esta parte -que podría ubicarse cronológicamente en la caída del Muro de Berlín, aunque desde la perspectiva teórica que desarrollo esto no pueda considerarse así- solemos asistir a una dinámica democrática inmersa en una lógica mediática, según la cual el núcleo de la actividad responde menos a interponer un juicio, visión o doctrina sobre la realidad, que al monitoreo incesante y obsesivo de lo que “el Público” quiere.

En un caso, la eficacia del radar que permite captar el pulso de ese público se traduce en un volúmen importante de rating, en el otro de votos. Puede decirse entonces, que ambos comparten la característica de transformar cualidad en cantidad. Entonces, una pregunta que me parece pertinente plantear es: ¿qué es el público y cuál es la forma que estructura su modo de ser? La respuesta que obtengo parece razonable: la cantidad.

Y si puedo decir que la cualidad se traduce en cantidad, o que un producto mediático o político alcanza un monto de rating, seguidores, likes -que se traduce en pautas publicitarias y sponsoreo, que se traducen en dinero- o de votos -que se traducen en dinero-, es porque lo contrario también es cierto. Es decir, que la cantidad ya estaba desde siempre estructurando lo mediático y lo político en tanto producto.

El “valor de cambio” arrincona a la Política hacia la inseguridad, la corrupción, los vaivenes de la Macroeconomía, hacia el aire del “valor espectáculo” en donde el concepto no respira. El dinero adoptando transitoriamente la forma de una mercancía para refluír -no estoy seguro de que exista este término- en más dinero. A este movimiento Marx le llamó Capital.

Y si detrás del “empoderamiento” del público propio de la democracia mediática nos encontramos con la cantidad abstracta, resulta difícil asociar este proceso a una lógica de liberación, en tanto lo social (que indefectiblemente involucra el juicio sobre lo justo, lo verdadero, lo pertinente, lo bueno) se subsume en última instancia al criterio técnico del “más que”, un funcionamiento incesante cuyo destino es sintetizarse en la cifra como garantía de prolongación al infinito. Y esto es así, porque la cifra no está ahí sino para perfeccionarse y porque el perfeccionamiento no es sino un principio técnico, no político.

El público juega el papel de ese “supuesto Otro que cree” y que no cesa de mirarnos, que pide que actuemos para él y nos demanda adaptabilidad o muerte.

Ese Otro -nuestra propia fantasía- , en tanto posa su mirada en nosotros, ha disuelto ya el límite público/privado, ser/apariencia a tal punto que lo que “somos” no puede ser ya separado de nuestra chata biografía -la preeminencia de la figura del candidato y de los datos que componen su trayectoria personal y familiar y la escasa relevancia de lo que trasciende más allá de este contorno, nos marcan la pauta de que el Rey ya no es otra cosa que el cuerpo del rey- o de lo que “mostramos ser”, sin posibilidad de corte alguno. Asesores, coaches, publicistas, etc., van moldeando a gusto del consumidor, la “presentación del yo” del candidato. Y lo de presentación debe tomarse muy en serio, porque es correlato del decaimiento de la representación -según la cual no importo sino como portador de una causa o idea que me inviste simbólicamente-. Esta caída de la Ley moral/simbólica como “ilusión necesaria”, se encuentra en el centro de la judicialización de lo social, entendida como proliferación de normativas, procedimientos y protocolos que orientan la acción, en una lógica recursiva que alcanza hasta los aspectos más microscópicos y cotidianos.

Se trata de un escenario que arma su serie de figuras patológicas, que beben de su fuente y se retroalimentan entre sí. Entre ellas quiero mencionar al ciudadano litigante, despojado de toda responsabilidad subjetiva, que se vive a sí mismo como víctima de omisiones o trastocamientos en la regla administrativa que hace a la buena gestión de la vida. No es capaz de distinguir entre sensatez y realismo.

También el desafiante compulsivo de la norma sufre de la misma vulnerabilidad, construida a partir de un límite exclusivamente externo que lo estructura como tal. El muro o dispositivo tecnológico de seguridad es el propio estímulo que automáticamente lo incita a su atravesamiento.

Y por supuesto, debo hacer una mención a la matriz narcisista de exposición sin cuartel propia de nuestra cultura empresarial/emprendedora -sumamente reactiva a la aprobación/desaprobación-, dispersa en todo el espacio social, que lejos de ser inocua, libera en el cuerpo social un flujo de energía vital sin fricciones que nos condena a la acumulación más brutal de ansiedad. Todo ese monto energético no puede desembocar sino en estallidos aluvionales de euforia, depresión y violencia extremos, a falta de una construcción de defensas simbólicas medianamente robustas.

Una de las lecciones que nos dejó Lacan, de la que conviene echar mano si queremos pensar la maquinaria Capital/medios/masa, es que lo que se reprime en lo simbólico indefectiblemente vuelve en lo real. Pero habría que cuidarse de ver esta represión como el resultado de un mecanismo social meramente coercitivo -de poder- que opera sobre nuestros cuerpos. De esta manera, estaremos descuidando un aspecto clave de la reproducción de esta lógica: el goce.

El exceso de placer que experimentamos en ese “mostrar” nuestro saber hacer experto y desarrollar la ritualística que parece llevarlo siempre “más allá”, funciona como el puntapié del pasaje al próximo andarivel del espectáculo. De allí nuestra inmersión profunda en el simulacro realista comprometido con el mejoramiento de “sí mismo”, donde las alternativas disponibles convergen estrictamente con la realización del código en el cual tienen lugar.

Volviendo al tema de qué significa el Público, quiero pensar el sentido de fundamentar expresiones políticas, educativas, artísticas, etc., en función de lo que quiere la gente.

Como forma gruesa de anticipar mi postura y sin ninguna pretensión de rimbombancia, digo que la gente no quiere nada. Y esto porque entiendo al público como algo extremadamente volátil, forjado en su subjetividad por la propia plasticidad del capital. Y es por esta razón que el Cambio provoca una adhesión y un efecto de contagio sumamente eficaz entre nosotros, a condición -y consecuencia- de ser vaciado por completo. La clave de la fascinación es su asignificancia, y su transformación de significante -siempre social- a la “forma en que funcionan las cosas”. Cabe pensar a modo de ejemplo, el lugar axiomático que ocupa la Alternancia en la democracia liberal global, cuya enunciación repetitiva por parte de políticos y periodistas carece de toda densidad ideológica. Las alusiones a la preservación de la salud del sistema y la evocación de otras metáforas sanitaristas nos colocan en una experiencia orgánica de lo social, donde lo que está en juego es la defensa y prevención de la sociedad como cuerpo biológico frente a virus acechantes.

Otra vez, lo político reducido a un mero ejercicio de profilaxis y prolongación paranoica de la vida.

Para responder definitivamente a la pregunta: lo que el público y todos queremos es seguir viviendo, es decir, nada.

Por último, debo mencionar al dispositivo tecnológico estrella a la hora de aproximarnos a una descripción rigurosa del público, generador de tantos desvelos, expectativas, algarabías y decepciones, principalmente en tiempos electorales cada vez más prolongados: las encuestadoras y sus vedettes mediáticos, los llamados analistas políticos.

Las reflexiones de estos analistas, de periodistas y del público, luego de concluido provisoriamente el ciclo electoral el domingo 24 de noviembre, se vuelcan masivamente hacia el tema de la equivocación o no de las encuestas, sobre si estas inciden sobre la realidad, o el impacto de fenómenos que no lograron captar.

Lo que me interesa discutir sobre esto, es que planteadas así las cosas, no hay ninguna posibilidad de que las encuestas se equivoquen, y esto es sencillamente porque la realidad -o más bien su principio- no se equivoca, porque no engaña ni miente; y aunque despotriquemos en una gran desmentida, el universo de las encuestas es nuestra realidad.

Este universo no es deconstruible en tanto discurso, relato o ideología -no alcanza con tratarlo como una construcción social e histórica, aunque lo sea-, sino que constituye el “mundo natural”, una especie de “segunda naturaleza” que funciona como el suelo de nuestra capacidad de representar, estructurándonos por dentro sin fisuras.

En una muestra de acrobacia dialéctica hegeliana, el momento del fracaso coincide con el del blindaje consagratorio. El dispositivo de medición, por cuya hendija se proyecta nuestra mirada, ya está desde siempre listo para dar su próximo paso hacia el mea culpa epistémico-metodológico que lo acerque un pasito más a su objeto maravilloso, que hoy en día se ha desplazado desde el propio objeto hacia las leyes de su comportamiento.

Se hacen y harán reflexiones sobre los ajustes necesarios para ponderar a los indefinidos o captar anomalías respecto al comportamiento esperado; se pondrá énfasis en el aprendizaje que significa para el sistema de encuestas el nuevo panorama fragmentado de partidos, etc.

Sugiero que es precisamente este reconocimiento el garantiza el pasaje del juego a su próximo nivel. La promesa de que el coyote atrape al correcaminos se vigoriza, solo basta afinar un poco más el lápiz.

Lo que queda siempre y cada vez más en pie luego de este gran ruido, es el carril de la urgencia predictiva, proyectiva y programática por el que corremos todos todo el tiempo. Debemos cuidar psicótica y obsesivamente todos los detalles para evitar que la próxima cifra arroje un resultado peor -¿para que otra cosa puede estar la cifra sino para ofrecernos esa advertencia?-, es decir, no contradecir lo que el futuro ya comprometió.

Entonces lo que hay que atreverse a decir es que la Política solo puede ser política de liberación, y esto quiere decir, ese gesto extraordinario de resistencia que opera como un herida en este estado natural de nuestra experiencia. Esto -por sobre todas las cosas- implica necesariamente desembarazarnos del Futuro mediante un ejercicio de crítica radical de su despliegue como estado de catástrofe inminente, entender esa catástrofe y el esfuerzo narcótico de evitarla en términos de una catástrofe -por decirlo de alguna manera- anterior.

De ahí que la perspectiva teórica de que la catástrofe ya ocurrió y que el futuro no es otra cosa que “pulsión de repetición” -lo único implacable es el Futuro-, significa la apertura de una mínima muesca ante esa fuerza avasallante, y tal vez -¿quién sabe?- asome a la mirada aquel aire olvidado que el despliegue de la historia nunca dejó ser.

* Sociólogo

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