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  • Sandino Núñez

La resistencia

1. Desembaracémonos rápidamente de un problema. Planteada desde un lugar intelectual de izquierda, la cuestión “qué se juega y qué no en las elecciones de octubre” no podría haber surgido en los dos períodos electorales anteriores. No con esa carga dramática. Surge ahora, y llena de sentido. Entonces se dirá: es porque el Frente Amplio puede perder las elecciones. Y es verdad. Es por eso. Entonces, para mi oído, la pregunta esconde un segundo orden de cuestiones mucho más específicas. En este segundo nivel, parece importar menos el tema objetivo (las elecciones, lo que se juega, su importancia, etc.) que el interpelado, el sujeto a quien se le realiza la pregunta. Usted, que ha sido de izquierda toda su vida y para quien la política ha sido y es una práctica, una militancia, una escritura, una idea: ¿no entiende que tres períodos consecutivos de gobiernos de coalición de izquierda no muestran más que los últimos ruidos de la política adaptándose al capital, o del capital digiriendo a la política?, ¿no ha servido la izquierda electoral uruguaya para mostrarnos que si la política no es un pensamiento y un lenguaje que analiza y critica al capitalismo, si no se inscribe en la historia de una emancipación y de una superación de los juegos automáticos del capital, entonces se le ha amputado el órgano de su razón superior?, ¿no será mejor que pierda las elecciones, en suma, ya sea porque estamos enojados con ella y queremos verla sangrar, o porque entendemos que un revolcón electoral podría liberarla un poco de la fascinación por ganar, por los votos y las sillas en el legislativo, e inyectarle una nueva fuerza intelectual? Ya, rápidamente, a esta última pregunta contesto no.

2. Aunque había empezado mucho antes, fue en gran parte durante las administraciones de izquierda que en Uruguay se le da forma cotidiana a una ontología de empresarización radical de toda la biosfera. Un día nos despertamos rodeados de emprendedores, de microempresarios, de clientes, de gerentes o gestores, de proyectos, de desarrollo, de consumo y turismo, de educación o enseñanza planteada técnicamente como el aporte gratuito del Estado a la empresa para capacitar su fuerza de trabajo, en fin. El capitalismo pareció haber alcanzado su concepto, no debido a la izquierda (ciertamente), pero sí, en buena parte, durante la izquierda. Y ahí comienzan pequeñas desconexiones ideológicas, esquizias o incoherencias, molestas como mosquitos. No hay una correlación clara entre capital y derecha. Tampoco una enemistad inherente entre capital e izquierda. El despliegue triunfal del capitalismo no está ligado necesariamente a cuestiones doctrinarias o ideológicas. No es verdad que lo que nos separa de una sociedad justa, madura y buena es que los sectores y pensadores dominantes estén en la ciudad política y en el poder. Ya no podemos alegar simplemente que la izquierda gobernante es una falsa izquierda, y dramatizar la desilusión y la pérdida quejándonos de traidores y oportunistas. Eso es adolescente y superficial: hay que llevar las cosas más lejos. La izquierda en el poder ha servido para mostrarnos que quizás nunca debimos soñar con tomar el poder votando. Y que demócratas y pacifistas se queden tranquilos: no estoy pensando en lucha armada. Estoy pensando en que el plebiscito entre los votos y las armas (el eje alrededor del cual se refundó la política uruguaya en los años 80) nos ha sustraído la profundidad, la riqueza y la creatividad de un pensamiento y una práctica verdaderamente políticos. Pero todavía hay que dar un paso más: quizás ya no hay que plantearse la lucha política en términos de poder. Veamos brevemente.

3. Un capitalismo que ha alcanzado su concepto es aquel que hace cada vez más innecesaria la palabra capitalismo, hasta que terminamos por olvidarla. Es el capitalismo que ya no está ahí, pero no por alejarse de nosotros sino por acercarse demasiado: tanto, que ahora no tenemos la distancia conceptual necesaria para pensarlo y decirlo. Es el que ha hecho de la lógica de la economía el axioma básico de intelección de lo social, de la historia y de la propia política. Pero también, mucho más profundamente, el que ha hecho una alianza antigua y básica con la naturaleza y con la economía de sus leyes eternas e inhumanas. El capitalismo que alcanza su concepto es el que pierde la sustancialidad y los límites de un modo del ser de la economía o un modo histórico de la producción, para pasar a ser el propio “ser sin modos” que estaba detrás: el propio ritmo, el propio empuje vital, la respiración y el metabolismo de un gran organismo global que crece, produce, circula, intercambia, se reproduce y se diversifica. El capitalismo que alcanza su concepto es el que puede desinvestirse: puede desprenderse de las viejas relaciones sociales y políticas (capitalistas) para liberar su esqueleto glacial de relaciones técnicas, fuerzas productivas y cantidad abstracta, libres ya de recorrer su camino inmanente, previamente codificado, de desarrollo, perfeccionamiento y evolución tecnológica, sin los obstáculos y sin las patologías humanas de la historia, de lo social y de la política. Es lo que he referido, en otros lugares, como dinámicas de capital sin capitalismo.

4. Estas dinámicas definen el modo de una lucha. Esa lucha, que a lo largo de la historia moderna ha adoptado modos diferentes y hasta contradictorios, que ha tenido momentos jurídicos e institucionales, momentos doctrinarios, momentos científicos y teóricos, momentos militares de táctica y estrategia, momentos explosivos de desesperación y de urgencia (y que sin dudas ha sido todos esos momentos: no hablo de modos falsos de aparición de una lucha verdadera), esa lucha, decía, adquiere ahora una forma básica y esencial que antes estaba oculta. Es una lucha mucho más silenciosa, discreta y frágil, pero mucho más radical. Es una lucha analítica y crítica. Una lucha que no se define por su magnitud ni por su duración ni por su urgencia. Se define por su profundidad y por su necesariedad. Se trata de una lucha no empírica, y diría, se trata de una lucha ontológica y no epistémica. No es una lucha por la verdad (el enunciado científico, digamos) sino por las condiciones históricas que hacen que hablemos de verdad y sentido. No va contra tales o cuales nociones de economía política, o por una refutación de argumentos falsos o malos (económicos, sociológicos o políticos) para suplantarlos por conceptos o argumentos buenos y verdaderos. No va contra un argumento sino contra una lógica. No va contra un contenido (abstracto) sino contra una forma (histórica). Es una lucha de la política contra toda la economía política. Es la lucha, digámoslo así, de un alguien contra un algo. La resistencia de un sujeto contra una tecnología o una máquina empresarial ilimitada y global que extrae valor directamente de un “capital humano” (hecho de homo oeconomicus, de funcionalidades, competencias, destrezas, desempeños y creatividad) siempre en sintonía y en convergencia técnica con los axiomas de la economía política: producción, reproducción, crecimiento, cantidad, desarrollo, perfeccionamiento. Es una lucha histórica y social contra una máquina abstracta que opera naturalmente. Es la lucha de la paciencia contra la ansiedad: la lucha de una capacidad subjetiva de quebrar, suspender y analizar el tiempo, contra la tendencia inercial a dejarnos arrastrar por un flujo temporal maníaco que procede en un continuo de síntesis y avances hacia futuros posibles (que son futuros ya pensados, futuros baldíos, sin nada verdaderamente nuevo).

5. Y diría que menos o más que una lucha, se trata de una resistencia. La lucha o la guerra es un enfrentamiento: supone dos individuos, dos bandos o dos ejércitos. La guerra siempre es territorial, y por tanto es clara y nítida. La resistencia en cambio, tal como quiero pensarla aquí, es mucho más gris, resbaladiza y vidriosa. No hay dos bandos, no hay perímetros ni líneas que separen y den exterioridad a las acciones y al lenguaje del enemigo, no hay un concepto claro de enemigo sobre el cual disparar cuando llegue el momento. La resistencia parece pertenecerle más al tiempo que al espacio. Hay un sujeto que se opone, y se entiende como algo opuesto, a un ambiente material y simbólico hostil (y con esto quiero decir que no se trata solamente de un organismo que intenta sobrevivir en condiciones complicadas, y que se va a mantener en modo de supervivencia pasiva hasta que pase el temblor). La resistencia procura mantener un hilo, sutilísimo a veces, y siempre a punto de perderse detrás del ruido sostenido de la forma dominante. Ese hilo nos recuerda siempre que lo que nos domina es lo que nos determina, y por eso no puede entenderse en términos clásicos de hegemonía. La forma dominante o la racionalidad dominante no es el poderoso artefacto externo que vence e impone su doctrina, su “visión del mundo”, su razón y su dinámica a golpes de poder o de prestigio simbólico (aunque esto efectivamente se haya hecho y se siga haciendo). La racionalidad dominante es sintética y a priori (pues surge de las propias prácticas que nos socializan): es la que se instala en el estatuto discreto y silencioso de un axioma, de una lógica y de un “sentido común”. Es interna e inconsciente, es una forma elemental, inmediata y siempre ya dada, que no parece requerir legitimación ni explicación alguna. La forma racional dominante es, para utilizar la expresión de Benjamin, el enemigo que no ha dejado de vencer. La historia no es el relato sobre el mundo o la “visión del mundo” que cuentan los vencedores: eso es de una superficialidad casi irritante. Ocurre más bien que nuestro mundo, nuestra realidad y nuestra racionalidad es el resultado de la historia del Otro venciendo siempre. Y esa historia, entre otras cosas, nos ha provisto de la idea misma de que hay un mundo al que se le agregan signos, relatos, ideologías o “visiones”. Hace medio milenio que el mismo enemigo nos vence sistemáticamente.

6. Lo dominante se expresa en la cantidad. Por eso es que los gobiernos de mayorías o consensos o la democracia electoral y sus criterios cuantitativos, no pueden ser nunca la forma de la práctica política: son más bien la expresión misma del despliegue de la racionalidad dominante en un ciclo ritual de triunfo y de redundante legitimación a través de la cantidad. Pero que gobernar ya no parezca ser más que el arte estéril de lo posible y una simple y triste gerencia de las cifras y los indicadores de la buena salud del capital, más el señuelo barato de la promesa desarrollista de las grandes inversiones, o que la política institucional haya sido totalmente reducida a un circo electoral y mercantil y ahora sintetizada en un reality show, no implica que ahí no se juegue algo. Ese algo quizás no se relacione en forma evidente con la lógica de una lucha anti-capital: pero no deja de tener su importancia e incluso su urgencia. Una aclaración antes de decir más. Siempre me he resistido a pensar la política en términos de urgencia. La urgencia es la forma más inmoral del chantaje y uno de los motores más potentes de la cultura del realismo capitalista (para usar la expresión de Mark Fisher) y de la democracia mediática (para usar la expresión de Núñez). La urgencia es ese resorte que nos hace saltar de la profundidad de nuestra concentración política a la escena pragmática de todos los días en la que todo se está incendiando o hundiendo incesantemente, esa realidad avasallante en la que no hay tiempo que perder ya que “siempre tenemos que hacer algo antes de que ocurra la catástrofe”. Por lo tanto ese llamado a no descuidar la política institucional porque ahí se juegan ciertas cosas urgentes no deja de tener una parte muy ruin. Pero lo cierto es que es necesario asumir esa parte ruin: es la que nos alejará del narcisismo romántico de la causa perdida y nos ayudará a superar nuestra irreductible condición de almas bellas. Seguir clavados en el virtuosismo de la exterioridad pura, enfurruñados e indignados, quejándonos todo el tiempo de la izquierda electoral y de todos los políticos al punto de no entender ya cuál es el verdadero problema o el verdadero objetivo, es de una superficialidad tan necia como la de aquellos followers que creen estar construyendo aquí y ahora la sociedad del futuro. Es obvio que la izquierda electoral no va contra la máquina-capital (aunque también es obvio que ya lo sabíamos desde el primer momento, pero manteníamos la desmentida). Y es razonable que eso moleste, deprima y decepcione. El asunto es que esa molestia, esa depresión y esa decepción (aunque dibujen un estado psicológico que nos hace intelectualmente sensibles a ciertos aspectos de la realidad social y política que antes —cuando estábamos enamorados menos de la revolución que de su inminencia— no éramos muy capaces de notar) no pueden nunca ser la referencia de nuestra práctica. El objetivo es el capital, y no la izquierda electoral en el gobierno. El objetivo es el capital, y no el liberal, el desarrollista, el friedmaniano o el keynesiano.

7. Una vez limpio el campo de ese espíritu malo, entendemos que la resistencia es mucho más valiosa y más profunda. No se mide ni se cuenta: no tiene una magnitud y tampoco una duración. No estamos enfrentados a un enemigo que vayamos a derrotar o a derrocar en cuestión de años o décadas. Ninguna emancipación del capital puede medirse en la escala de una generación, ni de dos ni de tres generaciones. Entender eso es el primer sacrificio y el primer duelo. Robustecer la propia resistencia, dibujar a la conciencia y al sujeto, sostener una inteligencia analíticamente vigorosa y críticamente radical y destructiva, reinvestir lo social de política: esos son algunos de los desmesurados objetivos. El capital no es nuestro futuro posible: es la propia lógica de los futuros posibles. La racionalidad predictiva y el cálculo. Esos futuros posibles son, por fuerza, futuros ya pensados. Eso nos conduce a la paradoja de tener que pensar en un futuro que, hoy, no puede pensarse. Si asumimos con seriedad la perspectiva de una resistencia larga y paciente que ha logrado entender la temporalidad de su práctica política (crítica, analítica, educativa) de una forma distinta al tiempo de cuenta regresiva de la catástrofe económica o bio-ecológica, de la democracia electoral, del éxito o del fracaso y de las demandas de la urgencia, quizás podamos entender el verdadero valor de la urgencia misma. Y quizá podamos entender que esa nada que se juega en la escena electoral no es una nada indeterminada. Ofrece variaciones y fluctuaciones según quién esté ahí, en el gobierno: según quién administra el papel del Estado frente al mercado y al capital. No es una cuestión ideológica. El Estado es un tamaño, una magnitud. No es lo mismo que opere como una amortiguación o una contrafuerza de la catástrofe capitalista generalizada, y (algo que me interesa especialmente) de la catástrofe de las defensas simbólicas y políticas y del prolapso de lo social, debido al empuje generalizado del mercado, el valor abstracto, la empresa, la competitividad, los medios y la masa, a que opere como un facilitador servil, o como un suicida lento que se vuelve cada vez más raquítico con las coartadas del déficit fiscal y de la contención del “gasto público”. Sabemos que ese frente (la administración del papel del Estado frente al capital) no es el lugar de una verdad, sabemos que ahí solamente se juegan acciones para atenuar o retrasar (o impedir) la evolución natural del capital: formas cada vez más violentas, agresivas y extremas, inscriptas en su tendencia automática y en su ceguera maquínica.

Si estamos en modo Dios (o modo almas bellas), demasiado concentrados en nuestro objetivo superior, el asunto de quién esté en el gobierno parecerá insignificante y su importancia parecerá casi nula: detalles de la pequeña historia contingente que no cuentan para la gran historia que estamos construyendo discretamente (al fin y al cabo los gobiernos se suceden y se alternan para reproducir y administrar el capital). Pero el alma bella será consciente de su lucha recién cuando sea consciente de sí misma. Cuando entienda que su fantasía de exterioridad, de incontaminación e inocencia proviene del barro contingente de la pequeña historia que ella desprecia, y que esa pequeña historia, por tanto, sucia, entreverada y mezquina, es lo que la determina y la sostiene “por dentro”. Así que una posición de lucha no es habernos elevado por encima de las patologías del mundo para denunciarlas, sino entender que estamos hechos de esas patologías y que debemos asumirlas y enfrentarlas. Y esa “terapia” es también el tono de la resistencia.

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