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  • Mariana Escobar y Mariana Matto*

Mientras el lobo no está. Desaprender el juego del miedo


Ilustración: Mariana Escobar

"¿Sabes tu del miedo?

Sé del miedo cuando digo mi nombre."

Alejandra Pizarnik

Las baldosas del patio de la escuela estaban rotas, mis pies inestables en ellas saltaban mientras en ronda cantábamos “juguemos en el bosque mientras el lobo no está. ¿Lobo está?”, y una voz grave respondía desde atrás de un árbol “me estoy poniendo los pantalones”. Las risas nerviosas, la cosquilla, las ganas de hacer pichí. El lobo estaba a punto de salir, ya se había puesto los pantalones y nosotras jugábamos en el bosque, esperando que apareciera. El juego era siempre estar pendientes, alertas, el juego era temer. Sabíamos que cuando el lobo terminara de vestirse detrás del árbol de la escuela, vendría por nosotras. Lo que no sabíamos es que aquí se preparaba también el preámbulo de nuestra experiencia social como mujeres.

Cuando éramos niñas, el Bosque era un lugar imaginario, escenario de un juego que luego se convertiría en espacio real por el cual deberíamos transitar inexorablemente. Aprendimos sus reglas agarradas de las manos, esperando al Lobo que se vestía paso a paso para salir a acecharnos. En el juego, nuestro cuerpo de niñas se familiarizaba con reglas que en sí mismas lo trascienden, porque los juegos son también metáforas que se inscriben en los espacios sociales y sus relaciones, los afectos y las tramas que a través de estos se manifiestan. En el bosque empezaba el camino sinuoso de asimilación del miedo, y entre árboles y animalitos, sus implicancias performativas se hacían lugar a lo largo de nuestras crianzas porque al entender sus reglas, entendíamos también que sólo podíamos correr de las fauces del monstruo o sentir su respiración aún cuando no está.

La oscuridad (la soledad)

En esa calle oscura con círculos de luz del cadencioso alumbrado público, hasta el sonido del eco de mis pasos me asusta. La soledad no debería asustarme pero el bosque es tan perfecto que siento su nariz respirando mi perfume aunque no esté, aunque solo esté dentro mío como bestia acurrucada en mi propio miedo. El bosque es tan Perfecto que no hace falta lobo para que yo me sienta presa: en cada rama un ojo inexistente, en cada hoja la potencial amenaza del susurro del viento. Ningún espacio se salva de él. En todo se filtra, es húmedo e incómodo pero sentirlo no debería ser igual a acostumbrarse.

Si el Lobo es una configuración hiperbólica del miedo y su personificación, el bosque es un depósito de signos, el espacio ominoso donde todo ocurre o puede ocurrir, el lugar desde el que se organizan nuestros pequeños terrores íntimos. Todas las estrategias aprendidas desde la infancia tienen que ver con un peligro latente, como cuando encorvábamos la espalda para que nuestros senos incipientes no se notaran porque de camino a la escuela había un tipo que nos perseguía mientras decía todas las cosas que nos haría, o cuando volvemos a casa en la madrugada, alertas porque sabemos que nuestro cuerpo en el espacio público nunca nos pertenece. El lobo adentro, y la soledad aún estando acompañadas, “¿Viajas sola? ¿Vivís sola? ¿Estás sola?” estructuran también el dispositivo del miedo en nuestros cuerpos.

En el bosque temo como una presa a ser cazada porque mi cuerpo es apropiable, y cuando mi cuerpo no me pertenece, mi lugar de enunciación es frágil, mis gritos son débiles, mi voz de mujer apenas se oye en el espacio público, o se hace lugar en los resquicios aún no ocupados de la intimidad del hogar o junto a otras mujeres, porque los espacios públicos son siempre espacios en disputa, territorios en los que el Lobo extiende su dominio.

Pido la palabra y aprieto las piernas, siento el corazón en mis oídos, como un corazón delator. Ellos ven las venas de mi cuello latiendo, insinuándose, sofocándome. “Me toca a mí”, digo como disociada. Me piden que hable más alto y eso me obliga a volver a prestar atención, reacciono porque de verdad creo que importa lo que te estoy diciendo. Hablo, los obligo a escuchar mi voz, mis palabras. Mirame, te estoy hablando. No repito esto de memoria, te estoy diciendo lo que creo, no te manipulo, no hago gimnasia contigo, te digo lo que pienso. La mirada del otro (siempre varón) me debilita, me intimida, escatima mi lugar de reconocimiento.

El incendio (dejar que arda)

El miedo nos advierte, siembra una sospecha incómoda, desesperante como la de un incendio, y es porque arde que debe ser resuelta. Entonces ¿cuál es la potencialidad del miedo? El miedo es síntoma de lo que debe ser cambiado radicalmente: carne, piel y músculos que empiezan a escapar de los movimientos aprendidos: salgo de la parálisis porque algo empieza a arder, porque es inminente defenderme.

Siento las manos de mis amigos en el brazo, apretándome, reteniéndome. La música al mango, mi boca gritando, mis puños cerrados, mi cuerpo temblando. Las voces de mis amigos diciéndome que pare, las voces de mis amigas diciéndome “tranquilizate, estás como loca”, mi cuerpo tenso en guerra, mi cuerpo defendiéndose como autómata mientras es atacado, mi cuerpo potente. Ese culo que tocas es mío, ese cuerpo que ultrajas es mío. Desatas esta trenza, transformas mi miedo en violencia.

El miedo visceral nos permite reaccionar. Para decir basta, antes tuve miedo, antes sentí asco, antes odié. Primero me odié a mi misma, porque seguro yo tuve la culpa, yo lo provoqué, yo me puse ese jean ajustado para ir al baile, me emborraché, subí el ascensor hacia su apartamento como hipotecando mi sexualidad, y cuando empezamos a chuponear ya quería irme, pero no. Si fui solita hasta ahí, me metí en la cueva del lobo. Ahora soporto silenciosamente las consecuencias, yo lo provoqué y todas bien sabemos que el lobo no controla sus instintos, mucho menos sus castigos ejemplarizantes. Pero un día dijimos basta, echamos al lobo de adentro y dejamos de sentir culpa para sentirnos fuertes. Empezamos a decir NO.

La experiencia afectiva es compartida y nunca se mueve en una sola dirección, la vergüenza, el asco, la culpa tienen claroscuros. Pero si el miedo es nuestra experiencia compartida, también lo es la del Lobo. La voracidad masculina manifiesta en su capacidad siempre latente de darnos muerte, expresa groseramente su propio miedo: el despojo de su masculinidad. Dejar de ser lobo es caer en un abismo de sentido, y no hay significantes nuevos que puedan contener aún esta experiencia de pérdida, de castración, de dislocación.

El bosque es la escena de nuestro hogar, que como en la vida misma nunca es un lugar seguro para nosotras. El bosque son nuestros espacios de militancia, el bosque es la calle en el día y mucho más en la noche, el bosque es un viaje, un baño de discoteca o el espacio familiar que no pudo cuidarnos cuando el tío abusó de nosotras. Por eso el gesto más sutil desata el mecanismo del miedo, casi como una conducta aprendida a pura supervivencia. Este miedo nos avisa, señala con grandes luces y marquesinas que necesitamos no negarlo más.

Como cuando me insultaste y te me viniste arriba con los ojos desorbitados pero sólo te acercaste un poco, ciertamente no me tocaste ni con la punta del dedo, pero tu cuerpo enorme es tan intimidante y sé, como una terrible premonición, que ese gesto contiene tu capacidad de dejarme vivir, como la de matarme. Además del miedo a vos, sentí un miedo distinto y avergonzante, el que consagra tu impunidad: temía ser ridiculizada cuando contara esto, que me trataran de loca, de exagerada, de histérica. De que casi ningún compañero pudiera ver tanta violencia contenida en una sola escena.

Lo que nos pasa por el cuerpo parece ser una experiencia intransferible, pero el miedo es a la vez un dolor individual y un trauma compartido, algo que me pertenece en la más profunda intimidad pero que me conecta con otras. Es una experiencia social, política y dolorosa. Si descubro en la otra un dolor similar, la entiendo, la abrazo, la cuido, su dolor es también el mío. Nosotras hicimos del miedo una trinchera, usamos la adrenalina para defendernos, y si no nos creen ya no importa, el lobo asusta pero su impunidad se resquebraja como la corteza vieja de los árboles.

El espejo que se vuelve potencia

Sabemos que del miedo no nos despojamos fácilmente, bajo su influjo se reitera al infinito la sensación de peligro, de alerta. Lo mismo que moviliza al sentido común punitivo que pide botas y cárcel, nosotras lo resignificamos, lo instalamos en la escena pública, lo ritualizamos y lo hacemos resistencia. Rastreamos las pistas y llegamos al artefacto para recorrer sus mecanismos, porque reconocer la naturaleza de nuestro miedo nos abre el camino para desmantelar sus dispositivos.

Nuestras emociones se encuentran imbricadas en las tramas sociales, y la economía política de los afectos en el capitalismo puede movilizar los discursos más reaccionarios pero también los más liberadores. Si las emociones son constructos sociales tan potentes como para que el miedo al otro justifique su eliminación o restablezca un orden de milicos y patriarcas, entonces habrá que desmontarlo desde las raíces.

Así, el feminismo pasa a ser un nuevo marco de interpretación y gestión del miedo colectivo. La reflexión entre mujeres vuelve inteligible esta experiencia compartida y la vuelca en potencia creativa, en resistencia. ¿Pero de qué naturaleza es nuestro miedo, y de cuál el miedo que clama la bota para restituir el orden, para ser el Lobo mismo cuidando el bosque?

Si pensamos en los afectos y su capacidad performativa, la proyección política del miedo deja ver al menos dos formas posibles de manifestarse: su uso necropolítico al delimitar un otro peligroso y deshumanizado. La creencia de que para mantener la estabilidad social precisamos bota y cárcel, existe bajo la nominación de otros que siempre son pobres, extranjeros, disidentes.

Por otro lado, su contraparte: la proyección de la esperanza. Cómo los afectos alteran la esfera pública y cuál es su potencialidad política es algo que las mujeres hemos comprendido: el miedo puede mutar en la reacción que permite el cambio, el miedo puede cambiar de bando (porque en eso se nos va la vida). Si el miedo me da la posibilidad de reaccionar contra lo injusto, entonces alberga la esperanza, y nuestra esperanza repite a gritos que la única forma es cambiarlo todo.

* Integrantes del consejo editor de Hemisferio Izquierdo.

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