Ilustración: Julio Castillo
El verbo “criminalizar” hace referencia, de modo general, al acto de identificar, establecer o juzgar algo como un crimen y por consiguiente al sujeto que lo practicó como un criminal. Teniendo mínimamente clara esta premisa se nos presentan por lo menos dos interrogantes fundamentales: ¿quién o quiénes deciden qué es un delito? ¿bajo qué premisas se juzgará el delito y a quien supuestamente lo cometió?
Aquí estaríamos entrando en un debate fundamental del derecho, la justicia y la criminología que desde hace ya varias décadas la Teoría Criminológica Crítica ha sabido deslucidar. El delito como categoría jurídica y penal es una construcción social y cultural que tiene como base las concepciones hegemónicas y estructurales en las que se desarrolla determinada sociedad. Así es que al definir algo como delito se construye también al sujeto que será considerado 'delincuente'. Esto quiere decir que no existen conductas humanas que sean por naturaleza “criminales”, sino que lo que existe es una caracterización de ciertos comportamientos como “delito” o “crimen”. Y es esa caracterización lo que se conoce como “proceso de criminalización” (Morás, 2012:7).
Partiendo de estas concepciones básicas, se pueden definir a la criminalización de la pobreza, de la juventud y de la protesta como aquellas prácticas, costumbres y conductas que son seleccionadas para ser juzgadas y punidas por ser realizadas por personas provenientes de los sectores subalternos, pobres y racializados, por jóvenes y por aquellas que cuestionan el orden social imperante. La criminalización de segmentos de la población y de ciertas conductas son algunas de las herramientas que poseen los grupos sociales dominantes para mantener sus estructuras y lugares de poder.
Es así que una sociedad como la uruguaya, estructurada en base a las relaciones capitalistas de producción, que se encuentra marcada por las divisiones y opresiones de clase, raciales y de género que profundizan la desigualdad social, ha elaborado históricamente su concepción jurídica del derecho tomando como eje central la defensa y protección de la propiedad privada. Incluso, la defensa de ésta por sobre la vida de las personas.
En este marco es que podemos mencionar el caso del asesinato de Felipe Cabral, conocido como Plef, un joven graffitero de 30 años que fue asesinado en el barrio Punta Gorda de un tiro de arma de fuego en la cabeza en febrero de este año. El asesinato aún no ha sido aclarado pero desde el primer momento salieron noticias que afirmaban “joven graffitero fue confundido con un delincuente”. ¿En base a qué alguien decide quién es delincuente con solo mirarlo? ¿Con qué argumentos alguien decide quitarle la vida a otra persona por miedo a que se cometa un delito contra la propiedad privada? ¿El arte en los muros también nos da miedo? ¿Acaso vivimos en una sociedad que prioriza la propiedad privada por sobre la vida? La realidad y el caso de Plef nos da muestras de que sí, de que el miedo da fundamento al “gatillo fácil”, del que miedo a un “otro” y a un “posible accionar peligroso” de ese otro hace creer a algunas personas que tienen derecho a quitarle la vida y sus derechos a otros; porque creen que su propiedad vale más que la vida de ese “otro”.
Este caso tiene sus particularidades pero no es una excepción en el Uruguay. El “gatillo fácil” es una práctica que se realiza, no con tanta frecuencia como en nuestros vecinos Brasil y Argentina, no siendo ajena a nuestra realidad. Y aquí quiero recordar el caso de Sergio Lemos, un joven de 19 años asesinado en el barrio Santa Catalina – zona oeste de Montevideo - a fines del 2013. El joven iba en su moto cuando un policía de la Guardia Nacional Republicana le realiza nueve disparos por la espalda que le causan la muerte. La justificación del policía que disparó fue que “coincidía con la descripción de uno de los autores de la rapiña” que estaban indagando y cuando le dieron la voz de alto no paró. Sin posibilidad de defensa y de atención médica, el joven fue ejecutado a sangre fría (1).
Lloviendo sobre mojado
Diversxs investigadorxs (2) han demostrado que en el Uruguay el tema de la supuesta “emergencia nacional” frente a la inseguridad y el delito presenta una gran continuidad histórica, por lo menos en lo referente a la generación de un discurso que resalte un presente altamente peligroso frente al “aumento de delitos”, en relación a un pasado ideal “donde esto nunca habría pasado”. El tema es que si hacemos un análisis - incluso hasta superficial - de la prensa en los últimos 100 años, veremos como los mismos discursos y hasta reformas similares – como las de la baja de la edad de imputabilidad penal, militarización policial y el encarcelamiento – son enunciadas una y otra vez como alternativas a un problema que está presente pero que se reconfigura constantemente y sus raíces son mucho más profundas.
La necesidad de crear, reforzar y fomentar discursos de alarma pública relacionados al delito y a la inseguridad se ha establecido como un elemento central de la política. Con transformaciones en el tiempo debido a los propios contextos históricos y sociales, la construcción del miedo y del “peligro” referencian un “otro” enemigo al cual hay que segregar y, en determinados momentos, “extirpar” de la sociedad: las brujas, lxs afrodescendientes, lxs indígenas, lxs jóvenes u adolescentes pobres, lxs niñxs abandonadxs, lxs “enfermxs mentales”, lxs anaquistas y comunistas, lxs trabajadorxs sindicalizadxs, la guerrilla, 'lxs delincuentxs', 'lxs presxs'.
El mito de las “clases peligrosas” ha sido construído históricamente y lo que hace es estigmatizar a ciertos sectores y estilos de vida de la población, generando que se propague el miedo a un 'otro' perteneciente a los grupos más vulnerables socialmente. Cuando esas dinámicas entran en funcionamiento y se acciona el imaginario social autoritario, punitivo, discriminador y criminalizante estamos reviviendo ese mensaje, estamos redefiniendo a esas “clases peligrosas”.
La activación del “enemigo” de turno atenderá a los momentos históricos particulares que se vivan y a las necesidades que el capital imponga. Hoy vivimos en la región un avance de la derecha más conservadora, miserable y mezquina que poseen nuestras sociedades. Un avance que es vangloriado por el imperialismo norteamericano ya que sus intereses están claramente vinculados con las crisis sociales y políticas que se viven en la región.
El “enemigo” interno que los políticos están identificando como causante de la inseguridad son lxs 'delincuentes', continuamente representados como pobres y racializados, provenientes de barrios periféricos, malvados y sin salvación. Frente a esto, proponen una “guerra al delito” que enuncia palabras viejas para problemas que cada día son más complejos pero que en síntesis tienen la misma raíz: la desigualdad social.
Los discursos de odio en los que se basa esta guerra, niegan lo que ya se ha reconocido por la teoría crítica del derecho desde hace décadas: el delito 'moderno' es fruto de las desigualdades sociales propias del sistema capitalista en el que vivimos; cuando se observa que el 45% de las denuncias realizadas anualmente en el Uruguay son de hurto (3), esta característica parece constatarse. Sin la superación de tal sistema y de las relaciones de producción y sociales que él estructura, el problema del delito no podrá ser realmente solucionado. Así es que “la víctima del modelo económico se vuelve además víctima del modelo punitivo” (Rodriguez Alzueta, 2014:33-34).
En los materiales audiovisuales producidos por la Campaña “Vivir Sin Miedo”(4) se argumenta que la reforma constitucional, entre otras cosas, es necesaria “porque se precisa un cambio en seguridad y es la constitución que garantizará los cambios establecidos en la reforma”; que se exige el cumplimiento de penas “porque los delincuentes recuperan su libertad antes del tiempo establecido en la condena. Esto hace el efecto de “puerta giratoria” entren y salgan con facilidad”.
Más allá de la clara intención de difusión del miedo que contribuye en la continua construcción de la “alarma de la inseguridad”, los argumentos presentados por quienes proponen la Reforma parecen omitir e invisibilizar la actualidad y realidad del problema.
Uno de los principales problemas que tiene la afirmación citada anteriormente es que se oculta el hecho de que en Uruguay una gran parte de las personas privadas de libertad NO POSEEN CONDENA, encontrándose en privación preventiva. Esto quiere decir que están privadas de su libertad sin que se les haya comprobado y juzgado afirmativamente la realización del delito.
Recordemos: acusar y comprobar son cosas sustancialmente distintas. Según datos brindados por la Fiscalía de la Nación, en el 2017 el 69,8% de las personas privadas de libertad no tenían condena, cifra que se redujo a 44% para enero del corriente año. La reducción es destacable aunque no deja de ser una cifra escalofriante. Este hecho configura en sí una violación de los derechos de las personas acusadas y de las garantías constitucionales que deben tener – “todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario” nos enseñaron alguna vez -, así como de las normativas internacionales ratificadas por nuestro país.
La afirmación de que “recuperan su libertad antes del tiempo establecido en la condena” está negando los derechos que tenemos todas las personas de poder reconocer un error cometido por las circunstancias en las que nos encontrábamos; niega, incluso, el propio argumento que utilizan posteriormente de “rehabilitación” ya que no se le puede exigir a una persona que se “rehabilite” si lo que se hace es excluirla, quitarle derechos, ignorar su dignidad humana (basta con visitar algunas cárceles en el país para entender mejor a lo que me refiero).
La imposibilidad de reducción de penas – que es algo que también propone la Reforma - atenta contra derechos garantizados a nivel nacional e internacional y que son el producto de décadas de luchas sociales. Se inscribe la conducta delictiva con una mirada determinante del sujeto sin permitir comprender que el delito es un producto social y que representa una situación particular. Se generaliza el proceso punitivo y se inscribe a la persona infractora en una lógica de “criminalidad crónica”.
La estructura económica expulsa segmentos de la población del mercado laboral, del sistema educativo y los priva de gran parte de los derechos que poseen. Pero esa exclusión es implícita al capitalismo, es una exclusión por inclusión, “es un estar fuera por estar dentro” (Osorio, 2010:92).
El recrudecimiento penal gestionado como respuesta al caos social producido por el neoliberalismo apela al apoyo ciudadano de esas reformas punitivas fomentando el miedo al delito, convirtiendo al temor en negocio -mercantilizando la seguridad con fines económicos y políticos - y proponiendo reemplazar la inclusión social por la guerra al delito.
No podemos olvidar que en las últimas elecciones presidenciales del 2014 también tuvimos que enfrentarnos a los deseos punitivos de los dominantes. Con el plebiscito sobre la baja de la edad de imputabilidad penal [de 18 a 16 años] se movilizó y se concientizó una parte importante de los electores que terminaron por decidir, de cierta manera, por el No a la Reforma.
El tema fundamental es que al momento de aquel plebiscito, años anteriores se habían aprobado en el Parlamento – con apoyo de representantes de todos los partidos políticos- una serie de legislaciones que terminaban vulnerando más los derechos de lxs adolescentes privadxs de libertad y las garantías establecidas por el Código de la Niñez y de la Adolescencia del 2004, contrariando, una vez más, las normativas y acuerdos internacionales que Uruguay ha ratificado.
Algunas de esas normativas fueron: la ley 18.777 que penaliza la tentativa de delitos cometidos por menores de edad (incluida la tentativa de hurto); la ley 18.778 que mantiene los antecedentes penales de los adolescentes hasta por dos años caso el juez lo disponga como “pena accesoria”; la ley 19.055 que, entre otras medidas crea un régimen especial para adolescentes entre 15 y 18 años de edad e impone una pena mínima de un año de privación de libertad para los delitos “gravísimos” (entre los que se encuentra el hurto y la rapiña, los delitos que más cometen adolescentes en nuestro país (delitos contra la propiedad). La privación de libertad en esos casos debe ser cumplida “en establecimientos especiales, separados de los adolescentes privados de libertad por el régimen general” (Artículo 116 bis de la ley 19.055).
Cuando fue el plebiscito de octubre de 2014 muchas de las medidas que se pretendían “decidir” allí, de cierta manera y con las vueltas que la política parlamentaria permite desarrollar, ya habían sido llevadas a cabo.
En síntesis, los diversos actores sociales accionan sus mecanismos de sobrevivencia. Por un lado, los gobiernos “progresistas” han obedecido la lógica neoliberal punitiva y han respondido, en gran parte, con el refuerzo de la agenda punitiva dentro de las políticas de conciliación con los sectores económicos y políticos dominantes. Por otro, la sociedad apela, frente a las inseguridades vividas, a encontrar y condenar a un “culpable” que responda por su situación (5).
Así es que en un contexto de malestar económico e inseguridad social, con el apoyo de los grandes medios de comunicación y de las empresas vinculadas a cuestiones de seguridad, la derecha encuentra la oportunidad perfecta para activar reiteradamente estrategias que profundizan un imaginario social punitivo, distrayendo la alarma social de cuestiones más profundas (Rodriguez Alzueta, 2014:35). Al mismo tiempo que fortalecen mecanismos de control social necesarios para el mantenimiento del orden hegemónico - porque el poder nunca lo perdieron – y para el desarrollo del capital. Al aprovecharse del malestar social existente, la derecha produce y reproduce el discurso de la inseguridad para hacerlo baluarte de sus campañas electorales, configurándolo como un bastión de las críticas hacia los gobiernos “progresistas”.
La “Campaña Vivir sin Miedo” y el plebiscito que se votará en octubre es un elemento más de estos procesos que busca gobernar a través del miedo, intensificando el control y la segregación social de aquellas personas que se conforman como un “peligro potencial”. Peligro que será representado en el 'delincuente' (pobre y racializado, claro) y en aquellas personas que cuestionen el sistema dominante. Para finalizar, es importante alertar a que no alejemos de la mirada crítica el impacto que estas reformas también pueden implicar en la criminalización de la protesta.
*Licenciada en Historia – América Latina y Magíster en Integración Contemporánea de América Latina, por la Universidad Federal de la Integración Latinoamericana (UNILA). Actualmente trabajo como docente de Historia en la enseñanza media en Uruguay y como investigadora en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República (UDELAR). Militante social y feminista contra el avance represivo, la militarización y el encarcelamiento.
Notas
(1) El proceso de investigación fue bastante conturbado e incluso se sospecha de que fue implantada un arma cerca del cuerpo del joven por parte de la policía para poder “justificar” la acción. Hasta la actualidad, solamente el policía que disparó fue procesado con prisión y por el delito de homicidio simple, a pesar de que los familiares sostienen que el joven ya habría sido amenazado en otras oportunidades por ese mismo policía y que los testigos sostienen que nunca fue dada la voz de alto, lo que tipificaría como homicidio con agravantes. Si bien participaron de la acción cuatro policiales, sólo el que disparó fue procesado con prisión.
(2) Algunos de estos debates han sido abordados y discutidos en las siguientes obras: BARRÁN, José Pedro. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. TOMO 2 – EL DISCIPLINAMIENTO (1860-1920). Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental y Facultad de Humanidades y Ciencias, setiembre de 1990; MORÁS, Luis Eduardo (comp.). Nosotros y los Otros. Estudios sobre la Seguridad en tiempos de Exclusión y Reclusión. Montevideo: Ediciones del CIEJ, 2009; FESSLER, Daniel. En busca del pasado ideal. Delitos, delincuentes y <<menores>>. En: GONZÁLEZ LAURINO, Carolina; et. al. Los sentidos del castigo: el debate uruguayo sobre la responsabilidad en la infracción adolescente. UDELAR, Montevideo: Ediciones Trilce, 2013. Pp. 23-44
(3) Información extraída del documento “Actualización mensual de imputaciones alcanzadas Nov. 2017 a Feb. 2019, Principales cambios en la población de adultos privados de libertad” de la Fiscalía General de la Nación. Disponible en http://www.fiscalia.gub.uy/innovaportal/file/5980/1/actualizacion-imputaciones.pdf Acceso: 31/03/2019.
(4) Disponibles en: https://vivirsinmiedo.com.uy/
(5) Siendo que en la gran mayoría de los casos las políticas de “mano dura” irán recaer sobre los sectores más vulnerables que muchas veces son los mismos que aclaman por soluciones frente a sus experiencias concretas de violencia e inseguridad y a sus miedos.
Referencias bibliográficas
MORÁS, Luis Eduardo. LOS HIJOS DEL ESTADO. FUNDACIÓN Y CRISIS DEL MODELO DE PROTECCIÓN-CONTROL DE MENORES EN URUGUAY. Montevideo: Servicio Paz y Justicia – SERPAJ, 2012.
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OSORIO, Jaime. La exclusión desde la lógica del capital. Revista MIGRACIÓN Y DESARROLLO, n.º 14, PRIMER SEMESTRE, México, 2010. Pp 89-104. Disponible en: http://www.scielo.org.mx/pdf/myd/v8n14/v8n14a5.pdf Acceso: 10/10/2017
RODRÍGUEZ ALZUETA, Estebán. TEMOR Y CONTROL. LA GESTIÓN DE LA INSEGURIDAD COMO FORMA DE GOBIERNO. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Futuro Anterior Ediciones, 2014.
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