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Camila Ramírez

Demonizar al diablo


Imagen: Black Mirror

Bolsonaro, ¿cómo?

La derecha política local ha insistido en simplificar la discusión sobre la ascenso de la ultraderecha en Brasil en torno al rechazo hacia el Partido de los Trabajadores y sus escándalos de corrupción. Si bien la creciente polarización alimenta esta lectura y el voto “en contra de” es una fundamentación esgrimida frecuentemente por los partidarios del candidato del PSL, que el 46% de los votos en primera vuelta haya sido depositado en alguien como Jair Bolsonaro entre 13 presidenciables no puede interpretarse solo de esta forma sin ser mediante un análisis tendencioso que enmascara la intención de culpabilizar sistemáticamente a la izquierda.

¿Cómo puede renacer la ultraderecha? Sin la pretensión de abarcar todas las aristas que han de ser evaluadas para comprender el triste desenlace electoral en Brasil, es necesario hacer hincapié en un elemento crucial: la profanación de la verdad. El foco de los análisis fue puesto en buena medida durante la recta final de la campaña electoral en el alcance de las “fake news”. El envío y reenvío endémico de estas noticias falsas o mensajes engañosos parece haber sido una estrategia ampliamente utilizada durante la campaña (si bien iniciándose como fenómeno de cierta masividad con anterioridad), al tiempo que el propio Bolsonaro intentó suavizar su imagen en las últimas semanas mediante el uso abierto e irrestricto de la mentira. En una insólitamente condescendiente entrevista realizada días antes de la primera vuelta, el candidato negó las acusaciones que se le hacen de despreciar a gays, negros y mujeres y pidió “un audio” o “una imagen” de él realizando estas agresiones. Lo cierto es que –algo que el entrevistador no replicó- hay numerosos audios y videos en los que pueden escucharse declaraciones homofóbicas, misóginas y racistas, así como apologías a la dictadura y la tortura y desprecio notorio por las clases bajas: “prefiero que mi hijo muera en un accidente a que sea homosexual”, “el error de la dictadura fue torturar y no matar”, “soy favorable a la tortura”, “no merece ser violada”, algunas de ellas.

Más allá de los fascistas convencidos que apoyan al brasileño, entre 50 millones de votantes en primera instancia y casi 60 millones en el balotaje ha de haber una mayoría que no se define como tal. Muchos de estos han replicado la postura de su candidato alegando que se ha demonizado su figura cuando sus planteos serían en realidad menos radicales de lo que declaran sus oponentes. Se repite el mantra: “No es homofóbico. No es misógino. No es racista. No es antidemocrático”. Y si lo fuera, no se reflejaría con especial énfasis en sus políticas públicas, aseguran. (Y si lo hiciera, siempre está al alcance la justificación de frenar el caos irremediable de otro gobierno del Partido de los Trabajadores).

Hannah Arendt en “Los orígenes del totalitarismo” (1951) plantea, al analizar la ascensión del nazismo en Alemania: “Para no sobreestimar la importancia de las mentiras de la propaganda tienen que recordarse los muy numerosos ejemplos en los que Hitler fue completamente sincero y brutalmente inequívoco en la definición de los verdaderos objetivos del movimiento”. Esta puntualización puede extrapolarse, salvando las diferencias, al fenómeno de Bolsonaro en Brasil. Es innegable la fuerza de la propaganda y su rol crucial en la campaña electoral. Sin embargo, muchas interpretaciones de este fenómeno han pecado de ingenuidad al hacer recaer buena parte de la explicación en la fragilidad de la verdad en los tiempos de las redes sociales, además de su ya clásica pérdida de importancia ante las apelaciones a lo emotivo, a lo irracional, a la exaltación del desprecio por los otros, a la ridiculización de los argumentos, a la infantilización de las críticas. Sin descartar lo anterior, no podemos empero estudiar este fenómeno de forma unilateral: al otro lado del que extiende la mentira está quien la recibe, la acepta y la replica. Sin entrar en la discusión filosófica sobre la existencia y definición de “la verdad” y asumiendo que aquello que fue registrado y declarado de forma pública se entiende como comprobable en forma legítima, ¿cómo puede llegarse al punto de rechazar con total impunidad la existencia de declaraciones que están al alcance de todos? ¿Cómo puede alzarse un discurso en nombre de la unión, del amor y de la verdad en respaldo a un candidato que pregona lo opuesto? ¿Cómo se puede disentir con los hechos? En una suerte de desfiguración del dilema hermenéutico, se plantean lecturas inverosímiles a frases inequívocas.

Para acercarnos a una respuesta, lo primero que debe hacerse es reconocer una verdad dolorosa: de la mano del engaño está el autoengaño, masas de gente dispuesta a oponerse a lo evidente. Cuando la realidad no es conveniente a su discurso o conjeturas puede creerse en otra, fabricarse otra, y esa ha sido la premisa para muchos de los millones de partidarios de un neofascista que no ha ocultado su condición. Reconocerlo es incómodo para muchos de sus propios votantes pero la política de la posverdad les ha ahorrado el tener que hacerlo.

¿Por qué su apoyo? Es una discusión mucho más extensa y compleja. Pero mientras procesamos las explicaciones y asumimos la tan triste como necesaria posición de resistencia tras una segunda vuelta que corroboró el triunfo del odio, la violencia y la ceguera voluntaria, mientras comienzan a materializarse las consecuencias del “bolsonarismo” como movimiento y el país vecino se prepara para sufrir un nuevo embate contra la justicia entendida en todas sus formas, desde la oposición al totalitarismo y al fascismo hay algo que no podemos permitir: ser acusados de demonizar al diablo.

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