top of page
  • Aníbal Corti*

Pedro Figari y la sombra del fascismo


Imagen: Pedro Figari, Autoretrato, 1925

Pedro Figari (1861-1938) es conocido fundamentalmente por su obra plástica, pero fue también un pensador original. Con casi cincuenta años, publicó su primer y más ambicioso trabajo filosófico: un grueso volumen titulado Arte, estética, ideal (1912). A esa obra siguieron otras a lo largo de los años, entre las que destacan el libro de poemas filosóficos El arquitecto (1928) y la novela utópico-satírica Historia kiria (1930), en la que expone su pensamiento moral, político y social tardío de una manera ingeniosa.

En Arte, estética, ideal Figari desarrolla un pensamiento fuertemente marcado por la idea de progreso —tanto moral como intelectual y material— de la especie humana y de la naturaleza en general. Aunque el propio autor la presente como “biológica”, su filosofía es más bien una forma de evolucionismo metafísico que se apoya parcialmente en algunos resultados de la ciencia de su tiempo. No es propiamente una “filosofía científica”. Podría entendérsela, sin mayor exageración, como una auténtica metafísica del progreso, una filosofía que —como señala Juan Fló— parece una versión secularizada y naturalista de la metafísica hegeliana (1995: 108). La historia natural es concebida, desde este punto de vista, como un proceso de creciente “racionalización” de las formas de vida. El avance constante —la mejora continua de esas formas— puede ser estorbado, pero no definitivamente impedido, porque el proceso de rectificación de errores —la selección natural— es imparable. Todo obstáculo resulta así puramente transitorio. Es posible entorpecer el proceso, pero no detenerlo ni darle marcha atrás. El progreso es una tendencia constante en el largo plazo.

Pero este pensamiento fue cambiando a lo largo de los años.[1] Hay, al menos, dos etapas en el desarrollo de sus ideas filosóficas: un Figari temprano, luminoso y profundamente optimista, cuya obra fundamental es Arte, estética, ideal, y un Figari tardío, más oscuro y pesimista, cuyas ideas se expresan en El arquitecto e Historia kiria. Aunque los principios filosóficos que están en la base de su concepción del mundo no sufren esencialmente modificación alguna, su pensamiento experimenta transformaciones fundamentales de una etapa a la otra. Figari nunca admite haber abandonado ninguna de sus ideas previas. En general se expresa como si hubiera una estricta continuidad en sus planteos, pero no la hay. El juicio nítido y profundamente optimista acerca del progreso de la especie humana que pronuncia en su primera gran obra filosófica se ve drásticamente modificado en sus trabajos posteriores. Este y otros cambios coinciden con un ensombrecimiento general del ánimo de Figari, aunque puede conjeturarse (sobre la base de cierta evidencia que no es completamente concluyente, aunque tampoco puede ser ignorada) que el cambio en sus ideas tiene su origen en la interacción de su pensamiento con el entorno específico europeo en que se movió durante los casi diez años que vivió en París, entre 1925 y 1934.

Como resultado de la interacción con ese entorno, Figari parece haber hecho suyo un diagnóstico desencantado de la civilización europea, un diagnóstico que no había expresado de ninguna manera durante los años de su residencia en el Río de la Plata. Aunque no pueda decirse en modo alguno que Figari se haya convertido hacia el final de sus días en un fascista, es evidente que su diagnóstico tiene puntos de contacto con el discurso fascista.

El fascismo

Aunque se suele hablar del fascismo en singular, lo históricamente correcto, probablemente, sea hacerlo en plural. Los fascismos históricos fueron un conjunto de movimientos políticos que surgieron en las particulares condiciones que generó la primera guerra mundial (1914-1918) y que influyeron activa y determinantemente en la política europea hasta el final de la segunda (1939-1945), cuando fueron colectivamente derrotados. Esos movimientos incluyen al fascismo italiano original, al nacional-socialismo alemán, a la Falange y a las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) españolas, a la Guardia de Hierro rumana, al Partido Rexista belga y a otros movimientos de inspiración similar surgidos en otras partes de Europa en ese período.

Aunque lo correcto probablemente sea, entonces, hablar en plural, adoptaré el singular para referirme a aquellas características que, según creo, son más o menos comunes a todos los fascismos históricos.

El fascismo tiene una cara violenta, que es por lejos la más conocida. Pero también tiene una cara intelectual. Desde el punto de vista filosófico, expresa una forma de rechazo de la modernidad. El fascismo repudia el mundo moderno en la convicción de que la civilización europea está gravemente corrompida por el individualismo, la democracia, el igualitarismo y otros ideales tan ilustrados como absurdos. El panorama es complejo, sin embargo, porque en varias de sus expresiones es también abiertamente moderno, incluso ultramoderno. El fascismo tiene una relación característicamente ambigua con la modernidad: rechaza con furia algunos de sus elementos, pero acepta fervorosamente otros. Mientras que en sus aspectos filosóficos es rabiosa, violenta, decididamente antiilustrado, no rechaza como tal la propia modernidad tecnológica, cuyos productos ensalza y glorifica.

En este sentido, puede notarse una característica que diferencia al fascismo de otros movimientos reaccionarios; a saber, que, aunque rechaza la modernidad, no propone un mero retorno al pasado: no es un movimiento restaurador, sino revolucionario. Es verdad que la revolución fascista sería una revolución conservadora, que vendría a subvertir la subversión moderna del orden tradicional, y por tanto a reinstalarlo, pero no se supone que ello fuera una especie de viaje en el tiempo. Por otra parte, como ha sido observado muchas veces, es cierto que, bajo la superficie de la retórica revolucionaria, los fascismos históricos se alinearon con los poderes fácticos no precisamente para promover una revolución sino más bien para impedirla: no para promover su presunta revolución conservadora sino más bien para impedir una revolución socialista en ciernes.

En cualquier caso, el fascismo es conceptualmente denso y es un fenómeno interesante desde el punto de vista intelectual. No se reduce en modo alguno a la violencia y a la brutalidad, aunque haya incorporado ciertamente grandes dosis de ambas.

En este sentido, los fascismos históricos hicieron un culto vitalista e irracionalista del combate, del arrojo, de la fuerza, a la par que fomentaron un inmenso desprecio por la debilidad. La cultura fascista exalta la acción, la virilidad, la juventud y la lucha, mientras que desprecia a los disminuidos físicos y mentales, a los enfermos, a los criminales, a los miembros de “razas inferiores” y a los revoltosos. Los fascismos históricos introdujeron en la lucha política el lenguaje y los métodos de la guerra, incorporando a la vida civil la experiencia brutal de las trincheras de la primera guerra mundial, que muchos de sus militantes originales, excombatientes de ese conflicto, sufrieron de primera mano. Fue la guerra la que dio a luz al fascismo, aunque sus antecedentes se remontasen al siglo XIX. Y eso que G. L. Mosse llamó “la brutalización de la política” fue uno de sus elementos constitutivos.

Así que la violencia y la brutalidad sin dudas son parte del fenómeno. Volviendo, sin embargo, a sus aspectos filosóficos, uno de los pilares de la ideología fascista es, sin dudas, el desprecio de la modernidad en tanto se supone que esta ha abolido —o, mejor, ha intentado abolir— la trascendencia. El fascismo exalta la modernidad tecnológica, pero abjura del mundo sin alma de la máquina y la materia.

Otro aspecto central de la crítica filosófica fascista de la modernidad es su característico antiigualitarismo. Existe un antiigualitarismo liberal que se caracteriza por afirmar la radical individualidad de las personas y que, consecuentemente, rechaza toda forma de homogeneización social que remita al espíritu de la tribu, de la manada o del rebaño. El antiigualitarismo liberal es relativista, puesto que cada proyecto de vida vale exactamente lo mismo que cualquier otro. Ninguno es mejor o superior, salvo para el individuo que lo adopta para sí. El fascismo no es antiigualitarista en este sentido, sino en uno jerárquico o perfeccionista. Puesto que, sostiene, hay individuos que alcanzan un grado de excelencia o de florecimiento mayor que otros, no todo proyecto o estilo de vida vale lo mismo que cualquier otro. Hay para los fascistas jerarquías más o menos obvias; hay mejores y peores. Muchas veces este planteo tiene una base naturalista, biologicista o racista. En la naturaleza, piensan, las jerarquías se expresan de forma inflexible. No ocurre siempre así en las sociedades humanas. Hay en el núcleo ideológico del fascismo una concepción jerárquica o estratificada del mundo social, muchas veces presentada como reflejo del orden natural. Como el fascismo defiende una idea organicista de la sociedad, bien podría decirse que su antiigualitarismo es también organicista, mientras que el antiigualitarismo liberal es típicamente individualista.

En suma, desde el punto de vista filosófico, el fascismo representa un culto de la modernidad técnica, unido a un pesimismo cultural que se funda en un profundo rechazo de la tradición ilustrada. En este sentido, la difusión de los valores de la Ilustración se identifica con la creciente decadencia de Europa. Esta idea de decadencia en un entorno de floreciente modernidad técnica es un tópico obsesivo de la retórica fascista. La obscena carnicería que fue la primera guerra mundial, sólo superada por la segunda, agudizó la idea de que Europa atravesaba una crisis terminal: agudizó la idea de que su fin, en la propia cúspide de su poder militar y de su desarrollo tecnológico, en la cúspide de las expresiones del progreso material, era inminente.

El primer Figari

En Arte, estética, ideal, Figari se presenta como un crítico feroz de las concepciones que postulan la existencia de un orden sobrenatural, en particular, pero no exclusivamente, el pensamiento religioso. Desde su punto de vista, estas concepciones separan imaginariamente al ser humano de la naturaleza: lo enajenan —en el plano de las ideas— de aquello a lo que está esencialmente unido y de lo que, por lo tanto, nunca podrá ser separado. “Se ha pretendido sustraer al hombre de la naturaleza, sin advertir que está sometido a sus leyes como un insecto, como un grano de arena” (Figari, 1960, III: 56). La ciencia, por su parte, tiende a devolverlo —también en el plano de las ideas— a la realidad natural a la que pertenece: lo reconcilia con su propia condición. La ciencia le permite al ser humano comprender que sus aspiraciones son comunes a todos los organismos vivos y le permite descubrir los mecanismos que explican y determinan los vínculos de solidaridad que ligan a los seres que interactúan socialmente. Todo ello ayuda a encauzar la actividad productiva de la especie dentro de formas cada vez más racionales y más eficientes (Figari, 1960, I: 137 y ss.).

La ilusión de excepcionalidad, que ha llevado al ser humano a tomarse a sí mismo como algo más que un mero ser natural y a soñar con una existencia sobrenatural por venir, responde, para Figari, a un sentimiento antiguo y peligroso: un espejismo, una fantasía que ha tenido consecuencias terribles. Ese sentimiento antiguo, ese egocentrismo cuyos orígenes se pierden en la noche de la historia, se ha mantenido vigente hasta los tiempos modernos, a pesar de los enormes avances de la civilización y el conocimiento. Pero este primer Figari confía en que la mera evolución de la cultura y de la sociedad permitirá dejar atrás la idea ilusoria de la centralidad del ser humano en el universo: la verdad a este respecto se irá instalando gradualmente en las conciencias, hasta desplazar por completo y eliminar las antiguas ilusiones egocéntricas.

Para el Figari de este período poner obstáculos ideológicos a la evolución resulta por completo estéril (Figari, 1960, III: 63). La evolución, a través de la selección natural, va transformándolo todo, y ese proceso evolutivo nos compele al progreso en forma invariable e incesante (Figari, 1960, III: 64). Así, la ley natural conduce a la especie humana a su perpetuo mejoramiento (Figari, 1960, III: 68). La verdadera moralidad, en este marco, es la que se desprende de los dictámenes de la naturaleza; lo malo es actuar contra ella o apartarse de sus grandes orientaciones.

Figari admite que la selección natural es casi siempre un proceso basado en la crueldad: en la lucha por la vida, cada organismo tiende a triunfar, cueste lo que cueste. Pero el ser humano, con mayores conocimientos y con mayores recursos, en vez de someterse de manera incondicional a las formas más crueles de selección, puede adoptar, en su propio beneficio, formas menos brutales, semejantes a las que ya utiliza en la cría y mejoramiento de animales por selección artificial. Al hacerlo, no permite, por ejemplo, que el toro, el carnero o el caballo machos combatan para apoderarse de la hembra: un recurso natural de selección que también ha descartado en su propio ordenamiento social. Por su posición privilegiada, entonces, el ser humano se halla habilitado para favorecer la evolución de la especie sin acudir a la crudeza —“Nature, red in tooth and claw” (“La naturaleza, roja en dientes y garras”), según el célebre verso de Alfred Tennyson— que se observa en las formas de operar de las especies inferiores. “Sería un contrasentido [...] que la humanidad, más inteligente, se rigiera por los cánones que rigen en la selva o en los abismos marinos o en los dominios entomológicos” (Figari, 1960, III: 71).

En lo que hace a los servicios de asistencia, se constata en las sociedades humanas otra excepción a las reglas brutales que operan en la naturaleza, que se suma a la que recién se ha consignado sobre el acceso a las hembras. Las especies inferiores, e incluso las propias sociedades humanas menos desarrolladas, abandonan o eliminan a los débiles, a los enfermos, a los viejos, a los minusválidos y en general a todos los individuos que puedan constituir un obstáculo o una carga para sus pares, mientras que las sociedades humanas más desarrolladas tienden a acogerlos y a darles amparo.

Hay, en síntesis, en el Figari de Arte, estética, ideal, un manifiesto optimismo histórico que lo lleva a la convicción de que el progreso moral de la humanidad es esencialmente inevitable. Uno de los componentes de ese progreso es la reducción tendencial de la violencia en el conjunto de las relaciones humanas. “La guerra, la esclavitud, las extorsiones, el saqueo, los castigos corporales, el duelo; en fin, todos los medios violentos y arbitrarios están en descenso” (Figari, 1960, III: 75-76). La propia historia, la propia evolución de la cultura y de la sociedad, piensa Figari, irá descartando las directivas moralmente erróneas que han tenido vigencia en el pasado —las formas brutales e irracionales de relacionamiento entre los seres humanos—, del mismo modo que la selección natural descarta a los individuos inviables o escasamente adaptados a su ambiente y con ellos suprime los errores o defectos que portan.

El último Figari

Varios años más tarde, durante su residencia en París, Figari parece haberse plegado a ese estado apenumbrado del espíritu del que participaba entonces una buena parte de Europa. Figari tenía su propio diagnóstico, o, mejor dicho, parece haber forjado su propio diagnóstico, a partir, probablemente, del pesimismo ambiental con el que entró en contacto en Francia, por una parte, y de su vieja convicción naturalista metafísica, por otra.

Asqueado del “hombre europeo”, volvió su mirada hacia el “hombre primitivo”, ese que aparece retratado en la serie de “Los trogloditas” y en los dibujitos que ilustran las páginas de El arquitecto, un mamífero escuálido carente de sistemas naturales de armamento o de defensa, pero “estricto, ejecutivo y eficiente” (Figari, 1928: 31). Esos humanos primigenios, que luchaban por su existencia día tras día, y que día tras día eran sobrepasados por una naturaleza exuberante, magnífica y vigorosa, no soñaban, probablemente, con ser el centro del universo o cosa parecida. Esos seres humanos se sabían plenamente integrados a un orden natural que además respetaban, por su grandeza y esplendor. En ese saberse plenamente integrados a la naturaleza había algo bueno y deseable, algo que se perdió en la moderna civilización europea: la guía “sana, fuerte y lapidaria” (1928: 34) de la ley natural. El amable, educado y civilizado ciudadano europeo moderno, por contraste, es para Figari un “liberaloide abofellado y flojo” (1928: 31), que no solamente se encuentra materialmente alejado de la naturaleza, sino que también está alienado ideológicamente de ella.

El Figari de Arte, estética, ideal expresaba una confianza optimista en el progreso de la humanidad, en el florecimiento general de las capacidades humanas con la ayuda de la ciencia y la tecnología. El último Figari, el Figari de El arquitecto e Historia kiria, manifiesta, sin embargo, graves reservas a este respecto y habla lisa y llanamente de un estado de bancarrota civilizatorio (Figari, 1930: 269). Por todas partes advierte esfuerzos ciclópeos, pero inútiles, dispuestos a contener una situación que se parece a un derrumbe o a las aguas de un río en desborde. La explicación de esta crisis la encuentra en los fundamentos mismos de la civilización, pero no en sus fundamentos científicos, sino en la ideología: en las viejas creencias egocéntricas, que no han desaparecido a pesar de los presuntos avances, y que empujan a la civilización europea hacia la ruina. “De este espejismo originario, como desvío cardinal, surgieron las consecuencias que estamos palpando, aun hoy, en medio de una aturdidora eclosión de conquistas científicas y de aplicaciones industriales, las que nos encandilan y jaquean en vez de consolidarnos, dado que ponen de manifiesto todas las incongruencias e incoherencias de nuestra mentalidad, y con ello las de la acción” (Figari, 1930: 267).

Como se ha visto en la sección anterior, Figari había repudiado ya la enajenación del ser humano respecto de la naturaleza con mucha anterioridad, pero ese repudio no había estado acompañado, entonces, por los graves alegatos que aparecen en las páginas finales de Historia kiria acerca de una crisis terminal de la civilización europea. Es que Figari, como también se ha visto, había creído que las antiguas y erróneas directivas ideológicas serían barridas progresivamente de la cultura conforme la evolución hiciera su tarea. Ese pensamiento ya no está presente en las obras de este período. Lejos de haber quedado obsoletas, piensa Figari, las peores ideologías siguen todavía allí, operando como directrices generales que orientan —o que desorientan, más bien— la vida social. El optimismo histórico que albergaba en los tiempos en que escribió Arte, estética, ideal parece haberse diluido por completo, hasta hundirlo en una profunda desesperación.

Figari encuentra necesario desarrollar en forma urgente una nueva conciencia: una conciencia auténtica, no enajenada. Deposita su última esperanza en América. El Viejo Mundo está en bancarrota social, moral, intelectual, política y económica. Es el Nuevo Mundo el que está llamado a tomar el relevo civilizatorio (véase Figari, 1930: 264, nota 1).

El Figari de este período no ha abandonado los principios filosóficos que enunció y defendió en Arte, estética, ideal. Sigue siendo un naturalista; sigue siendo un evolucionista; sigue creyendo en la existencia de un orden moral natural y objetivo, accesible a través de la razón y de la investigación empírica. Sigue pensando que el origen de todos los males que aquejan al ser humano está en su enajenación respecto de la naturaleza, con su consecuencia ideológica: la creencia en una falsa excepcionalidad que lo sitúa imaginariamente en la cima del mundo natural y que lo lleva a concebir la vida terrenal como la antesala de una existencia sobrenatural por venir. Pero ahora su ánimo se ha ensombrecido. Historia kiria no es una síntesis del pensamiento filosófico de Figari, como sostuvo en su momento Jesús Caño-Guiral (1968; 1989), sino más bien el testimonio de un quiebre intelectual, de una discontinuidad en el pensamiento de su autor. Su confianza en el progreso se ha resentido notablemente. Ya no cree que la humanidad avance inconteniblemente hacia la plena realización de sus potencialidades ni que los viejos obstáculos ideológicos vayan a ser removidos con facilidad. Figari se ha convencido de que las directrices ideológicas erróneas están corroyendo las bases mismas de la civilización. Es la civilización del Viejo Mundo la que está llegando a su fin, no las viejas ideologías, que prevalecen alegremente.

Coda

Las limitaciones del espacio que gentilmente me ha ofrecido Hemisferio Izquierdo, y del que ya estoy abusando, además de las mías propias, no me permiten desarrollar quizás de la forma más convincente la tesis central de este artículo; a saber, que el pesimismo del último Figari probablemente haya sido inspirado por el mismo clima intelectual y de época que contribuyó decisivamente a la instalación de los fascismos en la Europa de entreguerras.

Como el fascismo, el último Figari cree que la civilización europea descansa sobre un fundamento erróneo. Como el fascismo, también, el último Figari encuentra en la naturaleza el orden racional que el mundo social debería imitar. Ello no convierte al último Figari en un fascista, ni mucho menos. Pero es indudable que existen ciertas afinidades.

El lector podrá juzgarlas por sí mismo a través de la consideración de, por ejemplo, piezas como la siguiente:

ELIMINACIÓN

La regla es apartar, alejar el fruto picado, para salvar el mejor; pero en los fastos humanos, por acto de compasión, se cuida más del peor, infringiendo la ley natural.

Incompatible según es la suerte del malo y la del bueno, hay que optar, en vez de hacer a todos desdichados en triste promiscuidad, por acto de sensiblería, inconsulta piedad hacia el malo.

De organización selectiva, el régimen normal preciso es que se defienda la suerte del mejor; lo otro es inmoral, atenta en su base a la ley soberana; lo indicado es sancionar.

Por entre el cúmulo de errores inveterados, se redescubre hoy una verdad natural y sencilla, que poseyó nuestra ascendencia más remota: eliminar, tan sencilla y natural.

(Figari, 1928: 75-76.)

* Aníbal Corti tiene una amplia trayectoria como docente e investigador en temas de filosofía de la ciencia, tanto en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República como en el Instituto de Profesores Artigas (IPA).

Notas

[1] Fue Mónica Herrera quien me señaló este hecho en una conversación personal hace algún tiempo.

Bibliografía

Caño-Guiral, J. (1968). Historia kiria: la síntesis de Pedro Figari, Cuadernos Uruguayos de Filosofía, vol. V, pp. 61-82.

———— (1989). Estudio preliminar, en Figari, P. Historia kiria. Montevideo: Instituto Nacional del Libro / Amesur.

Figari, P. (1928). El arquitecto. París: Le Livre Libre.

———— (1930). Historia kiria. París: Le Livre Libre.

———— (1960). Arte, estética, ideal. Tres tomos. Biblioteca Artigas. Colección Clásicos Uruguayos, vols. 31, 32 y 33. Montevideo: Ministerio de Instrucción Pública y Previsión Social.

Fló, J. (1995). Pedro Figari: pensamiento y pintura, en Claps, M. (ed.) Ensayos en homenaje al doctor Arturo Ardao. Montevideo: Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.

bottom of page