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  • Mariana Meerhoff*

Sobre la Ley de Riego, los efectos sobre el ambiente y una discusión necesaria


Ilustración: Mariana Escobar

La campaña de recolección de firmas para impulsar un referéndum que derogue la nueva Ley de Riego genera la posibilidad de intercambiar y discutir sobre la ley, los cambios productivos, sociales y ambientales que promueve, el modelo de desarrollo impulsado en nuestro país, y también, por qué no, hacia dónde va el mundo en materia ambiental y productiva. Estos intercambios y discusiones estuvieron prácticamente ausentes en el proceso de aprobación parlamentaria. La rápida aprobación de las modificaciones a la Ley de Riego vigente desde 1997 fue inmediatamente acompañada de reclamos y críticas desde varios sectores de la población, entre ellos, prácticamente toda la colectividad académica especializada en el funcionamiento de los ecosistemas acuáticos continentales, es decir, lagos, lagunas, arroyos, ríos y embalses. Aún más rápido fue el trámite de discusión pública de la reglamentación de la ley, al habilitarse un plazo de una semana luego de que el texto se hiciera público para recibir comentarios de actores sociales y de la población en general.

Las voces críticas desde la academia alertaron sobre varios de los efectos ambientales que la aplicación de la nueva ley generará (ver varias notas de prensa desde octubre de 2017). Esto no debe inducir a pensar que la ley vigente hasta ese momento era inocua desde un punto de vista ambiental. Por el contrario, la ley anterior era igualmente mala e incluso carecía de las mínimas salvaguardas ambientales que la nueva ley incluye, tales como la incorporación del concepto de caudal ambiental (definido, según el proyecto de Decreto Reglamentario respectivo, como el régimen hidrológico de un cuerpo o curso de agua o sus tramos, necesario para sostener la estructura y funcionamiento de los ecosistemas correspondientes y el mantenimiento de los servicios ecosistémicos asociados en la cuenca) y la necesidad de una evaluación ambiental estratégica en ciertas circunstancias. Sin embargo, la nueva ley tiene como objetivo lograr lo que la anterior logró a medias: promover de forma clara e intensa la proliferación del riego agrícola en el país. Esta promoción parte del supuesto de que la producción agrícola debe intensificarse, y de que la “frontera agrícola” no puede expandirse mucho más dados los tipos de suelo y los usos típicamente asociados. Asimismo, se basa en el supuesto de que la producción agrícola en muchas zonas del Uruguay está limitada por el acceso al agua.

Estos supuestos de por sí ameritarían un gran intercambio a nivel técnico y social. En particular, el objetivo del MGAP de pasar de producir alimento para un número actualmente estimado de 20.000.000 a producir para unas 50.000.000 de personas, debería ser sujeto de una profunda discusión. Se esgrimen motivos económicos e incluso motivos aparentemente solidarios con el resto de la humanidad: se espera que en pocos años seamos unos 9 billones de personas conviviendo en el planeta, y todos deberíamos tener asegurada nuestra alimentación. Sin entrar en aspectos fundamentales de las razones del hambre en el mundo y de cómo podríamos erradicarla con la cantidad de alimento existente, o aún menos, si hubiera voluntad de lograr una mayor eficiencia y justicia en la producción, cosecha, acopio, procesamiento, traslado, distribución, venta, y un consumo saludable de los alimentos; esa discusión debería al menos hacer foco en la relación entre la producción de alimento y los impactos provocados en el ambiente donde éste se produce. Y en los costos económicos, ambientales y sociales asociados a corto, mediano y largo plazo a esa producción y que no están incluidos en los balances económicos, que son típicamente cortoplacistas y excluyentes de las “externalidades” ambientales.

En particular, a nivel mundial es muy clara la relación entre la agricultura y el deterioro de los ecosistemas naturales, a través de una serie de procesos que modifican cómo funcionan los ecosistemas terrestres y también los de agua dulce. Esto lleva en muchos casos a la ocurrencia de “sorpresas” ambientales, es decir, efectos inesperados difíciles de prever y en frecuentemente, imposibles de revertir (Gordon et al. 2008). La agricultura genera en primera instancia la sustitución del ecosistema terrestre presente, en nuestro país representado por los pastizales o campo natural en la mayor parte del territorio, con la pérdida de las especies de plantas y animales nativos y de los procesos fundamentales que generaban (tales como el control de plagas, la amortiguación de fluctuaciones climáticas, polinización, entre otros). La agricultura promueve además la pérdida de suelo por erosión, que puede minimizarse con ciertas prácticas pero nunca evitarse del todo. Promueve la salinización así como una disminución del volumen de agua subterránea, y el ingreso de un conjunto diverso de agroquímicos (insecticidas, herbicidas, funguicidas, etc.) y fertilizantes, que son arrastrados con el agua de lluvia y terminan ingresando a los lagos y arroyos de las cuencas agrícolas, y en última instancia al mar. El uso agrícola y agropecuario intensivo suele aplicarse hasta el límite que permite la tierra, eliminando en muchísimos casos los bosques nativos o humedales que rodean los cursos de agua y que actúan como esponjas reteniendo gran parte de los contaminantes que ingresan desde la tierra (las llamadas “zonas buffer”, por el término en inglés). Todos estos efectos hacen que los ecosistemas naturales vayan perdiendo su capacidad natural de resistir impactos externos, y que llegado cierto punto, se transformen de forma irreversible. Esa capacidad natural de resistir hasta cierta medida esos impactos y de recuperarse luego de que ocurrieron los mismos (características denominadas “resistencia” y “resiliencia” de los ecosistemas, respectivamente), hace que muchas veces no veamos impactos ambientales negativos de manera inmediata a la ocurrencia de la intervención humana o incluso que no los veamos en el sitio donde ocurrieron. Ese período de ausencia de cambios visibles es variable según la magnitud de las intervenciones, el estado de salud previo del ecosistema, la historia de usos del ecosistema y la cuenca, y el clima local, entre otras características. Así como demoramos en percibir los impactos, también vamos a demorar en percibir cambios positivos cuando los impactos se detienen o se mitigan. Por ello, es frecuente escuchar que las prácticas agrícolas no generan efectos indeseables en el agua porque hasta hace pocos años no se observaban, o que las (aún incipientes) medidas de manejo y control que se están aplicando en algunas zonas del país no tienen los efectos esperados y por lo tanto deberían discontinuarse. Ambas afirmaciones tienen consecuencias prácticas muy peligrosas ambientalmente, y parten del desconocimiento acerca de cómo funcionan los ecosistemas en general y los ecosistemas de agua dulce en particular.

En este momento, ya no se puede negar el nivel de deterioro alcanzado por muchísimos de nuestros sistemas de agua dulce, deterioro que se ha acelerado en los últimos 10-15 años de manera coincidente con la expansión e intensificación agrícola que ha experimentado el Uruguay. Los niveles de nutrientes en agua y en particular de fósforo (en su mayor parte proveniente de los fertilizantes fosfatados) superan ampliamente los niveles máximos permitidos según la normativa vigente, y los niveles que permiten un funcionamiento natural y sin grandes riesgos sanitarios para la población (Goyenola et al. 2015). Actores asociados al sector agrícola sostienen que la aplicación de buenas prácticas y de los planes de uso y manejo de suelos debería bastar para evitar estos impactos indeseables sobre el agua dulce. Estas medidas son sin duda imprescindibles, pero son insuficientes para evitar la eutrofización y sus consecuencias. El aumento de los niveles de fósforo en el agua se ha acompañado de un expansión geográfica, aumento en la frecuencia e intensidad, y en la cantidad de especies dominantes de cianobacterias potencialmente tóxicas en el agua superficial del Uruguay (Bonilla et al. 2015). Estos microorganismos, que en condiciones naturales ocurren en bajo número, pueden producir toxinas muy perjudiciales para la salud humana y animal, y que no son fácilmente extraíbles una vez presentes en grandes concentraciones. Para muchas de estas sustancias, sabemos que aún no existe la tecnología que las pueda remover. No en Uruguay, sino en el mundo. También sabemos que en el Uruguay se están muriendo miles de colmenas por año por la aplicación de pesticidas en zonas agrícolas (Antúnez et al. 2017) y que en muchos cursos de agua hay altos niveles de restos de plaguicidas que ya se están encontrando en los tejidos de los peces que habitan esas aguas (Ernst et al. 2018). Entre un 10 y un 15% del territorio nacional se ha transformado sólo en los últimos 15 años, pasando de campo natural a agricultura intensiva o forestación. Esta porción del territorio está recibiendo fertilizantes y otros agroquímicos para alcanzar los niveles de productividad necesarios para dichos cultivos. O sea, es esperable que veamos más problemas ambientales y en particular en la calidad del agua dulce en los próximos años, en zonas donde aún esta problemática no muy notoria.

La promoción de riego agrícola, además de promover el modelo de desarrollo agropecuario intensivo en términos generales, promueve en particular la construcción de embalses de los cuales se extraerá el agua para el riego. Los embalses tienen una serie de efectos particulares, que se agregan a los efectos generales de la agricultura. Esta nueva ley, por lo tanto, promoverá los dos mayores problemas de las aguas dulces a nivel mundial: la eutrofización y la fragmentación de los cursos de agua; procesos que ponen en riesgo la seguridad hídrica de la población (Vörörsmarty et al. 2010; Carpenter et al. 2011). A nivel internacional desde hace décadas están muy documentados los efectos sociales y ambientales de los embalses y represas, sobre todo de aquellos creados para producir electricidad ya que por su gran tamaño han sido los más monitoreados (Winemiller et al. 2016). Los embalses generados sobre cursos de aguas corrientes generan la transformación de un ecosistema terrestre a uno acuático (las zonas que son inundadas y quedan conformando el lecho del embalse), y la transformación de un ecosistema de aguas corrientes a uno de aguas quietas. Además, interrumpen el flujo de agua así como la conexión que tenía ese curso con la zona terrestre aledaña, la llamada planicie de inundación. Una de las primeras consecuencias ambientales de esta fragmentación es la pérdida de las especies que necesitan recorrer los cursos de agua para poder cumplir con todas las etapas de su ciclo de vida, como los peces migradores. La importancia ambiental, así como económica y en muchos lugares social de los peces migradores es enorme. En muchos sitios del mundo estas especies son la principal fuente de proteína para los pueblos que viven sobre los ríos. El movimiento de estos peces (decenas o centenas de km varias veces a lo largo de vida) genera un movimiento de materia, nutrientes y energía que acerca lugares geográficamente muy distantes y permite el mantenimiento de otros organismos y procesos.

Los embalses actúan como puntos de recolección de todo lo que ha ocurrido en la cuenca hasta ellos, transformando muchas sustancias que ingresan por las nuevas condiciones físicas que tiene este nuevo ecosistema. Las zonas inundadas bajo el agua actúan como fuente de materia orgánica y nutrientes durante décadas. Los cambios en la velocidad del agua y la profundidad del sistema generan que se retengan sedimentos que previamente seguían el curso de agua y llegaban en gran medida hasta la costa. Su atrapamiento por parte de los embalses aumenta la erosión y genera la pérdida de playas y planicies de inundación aguas abajo del embalse. Recientemente, además, se ha determinado la enorme importancia de los embalses como emisores de gases de efecto invernadero, en particular de gas metano. El funcionamiento de los embalses, a diferencia del funcionamiento del curso de aguas corrientes que le dio origen, ya no está regulado por fluctuaciones climáticas como el patrón de lluvias y la temperatura, sino que está regulado de manera totalmente artificial en función de las necesidades de uso del agua, tanto sea para generar electricidad como para alimentar el riego o el consumo humano. Este desacople del ecosistema y su biota respecto de los factores que lo regulaban naturalmente, genera un nuevo escenario para el cual la biota original no está adaptada. Como consecuencia, otros organismos se ven favorecidos por el cambio de condiciones y es frecuente que especies invasoras aumenten en número e impacto a partir de los embalses, con efectos económicos y ambientales enormes. Asimismo, las condiciones hidrológicas y químicas son muy favorables para muchas especies de las ya mencionadas cianobacterias y por ello se espera un aumento aún mayor de floraciones potencialmente tóxicas. La pérdida de biodiversidad provocada por la generación de embalses y represas es uno de los efectos más documentados internacionalmente (Vörörsmarty et al. 2010, Winemiller et al. 2016). Y mantener lo que queda de biodiversidad, sepámoslo o no, es crucial para nuestra existencia ahora y lo será aún más en el futuro.

A nivel internacional se está debatiendo la relación costo-beneficio de las represas y embalses y su sustentabilidad desde distintos puntos de vista (Chen y Olden 2017). En esa relación se debe considerar mucho más que el potencial beneficio económico reportado por la generación de electricidad o el aumento de productividad agrícola al aumentar el riego. Los costos incluyen no sólo los costos económicos de la construcción de estos emprendimientos, sino los costos sociales y ambientales asociados. La gran mayoría de estos costos ambientales no han sido valuados económicamente, lo que constituye un enorme desafío para la economía como disciplina y como práctica. A pesar de ello, a nivel internacional se comienza a establecer que los mismos beneficios económicos pueden lograrse con menores impactos ambientales (menor impacto de la fragmentación de los ríos, menores pérdidas de biodiversidad, menores emisiones de gases de efecto invernadero, etc.), según la ubicación y características del diseño e incluso la operación de las represas y embalses. Asimismo, ya es claro que los criterios puramente hidrológicos para determinar los caudales ambientales no alcanzan para mantener el funcionamiento deseable de los ríos (Poff et al. 2010; Arthington et al. 2018).

El Uruguay tiene ya unas 100 represas y embalses catalogados como grandes (definidos por tener una altura de presa de más de 15 m o un volumen de agua superior a 3 millones de m3), más de 1350 embalses registrados para riego, y decenas de miles de pequeños embalses y tajamares para riego de pequeña escala y consumo del ganado. En los decretos de reglamentación de la nueva ley de riego se han incluido algunos criterios, muy generales, que esperan disminuir algunos de los impactos ambientales de los embalses. Sin embargo, la visión global de ordenamiento del territorio no es uno de ellos. La generación de más embalses para riego no tiene ni tendrá los mismos impactos en todo el país. Algunas zonas no resisten más intervenciones, sino que por el contrario, requieren de medidas sumamente fuertes de rehabilitación y recuperación, si queremos que la calidad del agua dulce se recupere y se aleje de niveles de alto riesgo para la población. Sabemos que los impactos ambientales de distintas intervenciones son más que la suma de los impactos separados. Sabemos además que el cambio climático, a partir de diversos procesos a escala de las cuencas y a escala de los propios ecosistemas de agua dulce, promoverá un mayor ingreso y mayor impacto de los nutrientes, y una peor calidad del agua (Moss et al. 2011; Ockenden et al. 2017). El diseño y operativa de los embalses en el Uruguay no incluye criterios ambientales que permitan un funcionamiento mínimamente natural de los cursos de agua, como se demuestra con la desaparición de varias especies de peces en nuestros grandes ríos ocurrida hace décadas, y una y otra vez con eventos de mortandades masivas de peces en varios embalses y represas que hoy se viralizan en las redes sociales.

Todos estos aspectos deberían llevar la discusión fuera de la dicotomía planteada desde ámbitos impulsores de la nueva ley, en la cual quienes planteamos críticas hemos sido calificados como “cultores del subdesarrollo”, “obtusos”, “conservadores”, “de derecha”, entre otros epítetos, que pretenden descalificar al mensajero de un mensaje que no se quiere escuchar. La campaña de recolección de firmas, y una eventual campaña para el referéndum, habilita espacios para esa discusión necesaria. Quedan planteadas muchas preguntas, que podrían alimentar un debate profundo en nuestra sociedad. Algunas son:

¿Cómo podemos pretender alimentar a 50 millones de personas de manera sustentable ambientalmente, cuando la forma de producción elegida para alimentar a 20 millones ha promovido el deterioro masivo de nuestros recursos acuáticos y el envenenamiento de suelos y biota terrestre y acuática?

¿Cómo evitaremos que siga y aumente la contaminación sólo con planes de buenas prácticas agrícolas, que además de parciales son incumplidos por el 40% de los productores analizados según datos del MGAP?

¿Cómo evitaremos que el aumento masivo de embalses, en una matriz productiva cada vez más intensiva, no genere impactos previsibles e imprevisibles cuando los embalses no siguen protocolos de diseño u operación con criterios ambientales? ¿Cómo lograremos que actores privados sigan esos criterios, cuando incluso aquellos embalses y represas gestionados por el propio estado no lo hacen?

¿Cómo podemos definir cómo usar nuestro territorio hoy y en el futuro sin un programa permanente, financiado, homogéneo y estandarizado de monitoreo del estado de nuestro ambiente y de rehabilitación de ecosistemas degradados? ¿Qué recursos económicos y qué voluntad política tenemos para ello?

¿Cómo nos enfrentaremos a los desafíos impuestos por el cambio climático, cuyos efectos actuarán sobre ecosistemas debilitados, aún menos resistentes y resilientes que los actuales?

¿Cómo podemos apostar a que la ciencia mañana generará soluciones a los problemas ambientales que estamos generando, cuando decidimos ignorar lo que la ciencia especializada tiene para decir hoy?

*Mariana Meerhoff, PhD en Ciencias (Universidad de Aarhus, Dinamarca), MSc en Biología (PEDECIBA-Universidad de Liverpool), Lic. en Biología (UDELAR).Profesora Agregada del Departamento de Ecología y Gestión Ambiental, Centro Universitario Regional del Este, UDELAR. Investigadora Nivel II, ANII.

Referencias

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