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  • Juan Wahren*

Bienes Comunes, Movimientos Sociales y “Territorios Insurgentes” en América Latina


Imagen: Laura Becerra

En las últimas décadas, América Latina vive una verdadera expoliación de sus bienes comunes, o recursos naturales si usamos la versión mercantilizadora del capital para referirnos a la naturaleza.

En tiempos de extractivismo, los gobiernos de todos los signos políticos, las empresas transnacionales y los organismos financieros y de gobernanza global se han montado sobre los beneficios que genera el uso intensivo de los bienes comunes que aún permanecen en los territorios de Nuestra América: minerales, hidrocarburos, tierra, biodiversidad, agua son recursos cada vez más escasos a escala global y aquellos que eran considerados hasta hace poco tiempo (y retomando nuevamente la gramática mercantilizadora del capital) como “recursos renovables” se tornan “ no renovables”, como sucede con la tierra y el agua potable. El uso intensivo de estos bienes comunes como mercancía es más rápido que la capacidad de renovación del propio ciclo de la naturaleza y que sumados a la contaminación exponencial y la crisis climática de escala global hacen que estos elementos de la naturaleza ya no se renueven para el “ciclo de la vida” humano y natural como antaño. Esto es el “Consenso de los Commodities” del que nos habla la socióloga argentina Maristella Svampa (2012), y que ha provocado la multiplicación de conflictos territoriales a lo largo y ancho del continente.

Estos avances del extractivismo generan luchas y resistencias que, a su vez, se transforman muchas veces en creación de diversas alternativas al sistema-mundo hegemónico capitalista/colonial/patriarcal/antropocéntrico. Muchos de los movimientos sociales que resisten al extractivismo (re)crean a la vez sus propias formas de producir en reciprocidad con la naturaleza, conforman sus propios sistemas de salud y/o educación, construyen sus propias formas de decidir a través de autogobiernos de diferentes escalas y diversas formas de justicia popular y/o comunitaria, elaboran sus propias formas de comunicación y autodefensa. Todo esto comporta un escenario donde esas alternativas abonan a proyectos de autonomía y poder popular, sea esto un objetivo explícito de los movimientos y/o un proceso que se genera de hecho más allá de las premisas políticas e ideológicas de cada movimientos social.

En este escenario, irrumpe con fuerza el concepto de territorio y los procesos de territorialización de los movimientos sociales, para ello nos proponemos profundizar brevemente en esta categoría que tiene un carácter explicativo importante y proponer conceptos que abonen al debate de ideas pero también a las practicas políticas emancipatorias. En este sentido, consideramos que ademas del extractivismo por sobre los bienes comunes existen otros tipos de extractivismo, entre ellos, el “extractivismo epistemológico” por medio del cual distintos organismos de la gobernabilidad (tanto nacional como global) se apropian de ideas y conceptos surgidos de las propias luchas sociales y/o del pensamiento crítico académico para extraerles su potencia emancipatoria y licuarlos hasta convertirlos en conceptos “amables”, capaces de atenuar discursivamente las aristas más negativas de la expansión del sistema mundo hegemónico. Así, por ejemplo fue expropiada la noción de desarrollo sustentable y está siendo expropiada la idea/acción del Vivir Bien/Buen Vivir de los pueblos indígenas andinos. Por ello, nos proponemos abonar a la construcción de conceptos que no puedas ser apropiados y extraídos desde los discursos oficiales de la gubernamentalidad. Como veremos un poco mas adelante, la propuesta es que para denominar estos procesos de territorialización emancipatoria y de creación de alternativas de los movimientos sociales utilicemos el concepto de “territorios insurgentes”.

Consideramos junto a Raúl Zibechi (2003) que la presencia del territorio y la cultura de los actores subalternos en los intersticios de las relaciones de dominación, son las que habilitan los procesos autonómicos. En estos casos es dónde se introduce la problemática del territorio como un espacio en disputa, construido por actores sociales antagónicos que resignifican ese espacio geográfico determinado, lo habitan, lo transforman, lo recrean de acuerdo a sus intereses, formas de vida y de reproducción social.

Así, los territorios se conforman como espacios geográficos pero al mismo tiempo se constituyen como espacios sociales y simbólicos, atravesados por tensiones y conflictos. El territorio aparece dotado de sentidos políticos, sociales y culturales. En efecto, “el territorio no es simplemente una sustancia que contiene recursos naturales y una población (demografía) y, así, están dado los elementos para constituir un Estado. El territorio es una categoría densa que presupone un espacio geográfico que es construido en ese proceso de apropiación- territorialización- propiciando la formación de identidades- territorialidades- que están inscriptas en procesos que son dinámicos y mutables; materializando en cada momento un determinado orden, una determinada configuración territorial, una topología social” (Porto Goncalves, 2002:230, nuestra traducción)

Definimos al territorio como un espacio geográfico atravesado por relaciones sociales, políticas, culturales y económicas que es resignificado constantemente- a través de relatos míticos- por los actores que habitan y practican ese espacio geográfico, configurando un escenario territorial en conflicto por la apropiación y reterritorialización del espacio y los recursos naturales que allí se encuentran.

Se configura en definitiva un territorio yuxtapuesto atravesado por relaciones de diálogo, dominación y conflicto entre diversos actores sociales, así como por sus diversos modos de utilizar y significar esos mismos territorios y recursos naturales. El territorio aparece entonces como una categoría compleja, móvil y en permanente movimiento y proceso de resignificación y disputa.

En efecto, la idea de territorio no puede separarse de la noción de conflicto entre diferentes actores sociales en un proceso dinámico de territorialización, desterritorialización y reterritorialización que implica a su vez una resignificación de las identidades sociales de los actores que habitan y practican esos territorios. En última instancia, el territorio es un espacio multidimensional donde los actores sociales producen y reproducen la cultura, la economía, la política, en definitiva, la vida en común (Wahren, 2011)

El geógrafo brasileño Bernardo Mancano Fernandes plantea que el territorio es un “espacio apropiado por una determinada relación social que lo produce y lo mantiene a partir de una forma de poder (...) El territorio es, al mismo tiempo, una convención y una confrontación. Exactamente porque el territorio pone límites, pone fronteras, es un espacio de conflictualidades” (2005:276, nuestra traducción). Así, el territorio es mucho más que un espacio geográfico, se encuentra cargado de sentidos y formas de ser rehabitado y reconstruido, y es esta multiplicidad de usos y sentidos la que se expresa, en muchas ocasiones, a modo de disputa territorial.

En efecto, creemos que este anclaje territorial es una de las características singulares de los movimientos sociales de América Latina, esta reterritorialización en parte es producto del avance del capital, es “la respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja territorialidad de la fábrica y la hacienda, y a la reformulación por parte del capital de los viejos modos de dominación” (Zibechi, 2003), pero de alguna manera es también una apuesta o elección de los propios movimientos que recuperan y resignifican políticamente sus territorios al tiempo que construyen o resignifican políticamente sus identidades como campesinos, indígenas, trabajadores desocupados o piqueteros, vecinos autoconvocados, etc. Así, para los movimientos sociales de América Latina, “el territorio aparece como un espacio de resistencia y también, progresivamente, como un lugar de resignificación y creación de nuevas relaciones sociales” (Svampa, 2008:77).

Desde esta construcción particular y contingente que se desarrolla en los momentos de latencia de los movimientos, es que podemos pensar a los espacios en los cuales algunos movimientos sociales interactúan, como “territorios en disputa”. En estos territorios los movimientos sociales despliegan su potencia política, construyen los “laboratorios clandestinos para el antagonismo y la innovación” de los que nos habla Melucci (1994) para describir los momentos de latencia. En definitiva, los movimientos sociales “territorializados” complejizan e innovan, creando en esas prácticas desplegadas en el territorio otros modos de pensar y practicar la economía, la salud, la educación, la política, la cultura, etc.

En este sentido, aquellos movimientos que se plantean algún tipo de construcción política, social, económica y/o cultural en el territorio en el que interactúan, necesariamente entran en conflictualidad con un “otro” que también disputa el territorio, lo modela y lo controla; la “construcción de un tipo de territorialidad significa, casi siempre, la destrucción de otro tipo de territorialidad, de modo que la mayor parte de los movimientos socio – territoriales se forman a partir de procesos de territorialización y desterritorialización” (Fernandes, 2005:279, nuestra traducción). Estos procesos comportan tanto transformaciones en el territorio como en los actores en disputa. En este sentido es que puede pensarse a los movimientos sociales que luchan por los recursos naturales o por demandas arraigadas en una identidad territorial como “socioterritoriales”, como movimientos que procuran demarcar y controlar sus territorios, generalmente en disputa con otros actores sociales como el Estado y/o empresas multinacionales. Así puede afirmarse que “el territorio es un espacio de vida y de muerte, de libertad y de resistencia. Por esa razón carga en sí su identidad, que expresa su territorialidad” (Fernandes, 2005:278, nuestra traducción)

Consideramos también que el proceso de resignificación del territorio, con sus particularidades, adquiere dimensiones performativas para los movimientos sociales, ya que pone en práctica nuevas formas de organizar lo social, lo económico y lo político. En definitiva, al poner en práctica estos “campos de experimentación social” (Santos, 2003), los movimientos sociales dan cuenta en lo cotidiano de estos nuevos mundos que se proponen construir. El territorio aparece, entonces, como una esfera donde la acción de los sujetos, implica nuevas reconfiguraciones que escapan, contingentemente, a los propios sentidos de los actores, participen o no dentro de los movimientos sociales en cuestión. La construcción de viviendas, la defensa de bosques, o fuentes de agua dulce, los proyectos productivos autogestionados, la creación de escuelas, etc.; habilitan novedosas lecturas de los actores que se aglutinan alrededor de ese territorio, al apropiarse de esa resignificación, la fortalecen, la complementan y/o la disputan; pero de todas maneras se construye una “interface territorial” desde la cual el territorio y las identidades sociales pueden ser redefinidas. El territorio es, entonces, un espacio complejo, atravesado por las relaciones entre distintos actores sociales, provenientes de diversos anclajes estructurales con asimetrías de recursos materiales y simbólicos; un espacio complejo atravesado por el conflicto y la propia indeterminación de lo político y lo social.

Este proceso de territorialización de los movimientos sociales genera una disputa concreta en el territorio; una disputa que adquiere, entonces, un sentido político. Esta disputa en la “interface territorial” implica así una confrontación de mundos sociales y políticos con otros actores (por ejemplo, el Estado, empresas petroleras y de agronegocios, emprendimientos forestales, etc.) que nos interesa comprender en este trabajo. Estos movimientos sociales territorializados; campesinos, pueblos indígenas, trabajadores desocupados, etc.; emergen con fuerza en el espacio público enfrentando a los escenarios estructurales construidos desde las políticas neoliberales. La tierra y los recursos naturales que se encuentran en estos territorios, resultan en la actualidad en elementos estratégicos para la reproducción del sistema económico hegemónico. Así, “la desterritorialización productiva (a caballo de las dictaduras y las contrarreformas neoliberales) hizo entrar en crisis a los viejos movimientos, fragilizando sujetos que vieron evaporarse las territorialidades en las que habían ganado poder y sentido. La derrota abrió un período, aún inconcluso, de reacomodos que se plasmaron, entre otros, en la reconfiguración del espacio físico. El resultado, en todos los países aunque con diferentes intensidades, características y ritmos, es la re-ubicación activa de los sectores populares en nuevos territorios ubicados a menudo en los márgenes de las ciudades y de las zonas de producción rural intensiva” (Zibechi, 2003:186).

Cuando los movimientos sociales practican y habitan esos territorios de manera preponderante frente a las lógicas hegemónicas despliegan su dimensión creativa a partir de sus propias lógicas sociales, políticas, económicas y culturales, ligadas a formas de autogobierno, autogestión y autonomía. En definitiva, cuando esa territorialidad subalterna es resignificada- en tanto experiencia vital de los propios actores sociales a la vez que experiencia alternativa y disruptiva con las formas hegemónicas- como un “campo de experimentación social”, es cuando la nominamos como “territorio insurgente” (Wahren, 2011)

Podemos observar que los territorios en América Latina aparecen en primera instancia signados por el Estado Nación que surge de los procesos de independencia del siglo XIX. Es el Estado Nación el agente ordenador de los territorios de la antigua colonia y de aquellos nuevos territorios incorporados por medio de la conquista sobre los últimos pueblos indígenas libres. Este proceso de reordenamiento territorial- de reterritorialización- signado por el Estado Nación tuvo múltiples facetas narrativas- míticas- y múltiples dimensiones en su intervención en el territorio (militar, cultural, educativo, sanitario, económico y político). Por ejemplo en Argentina, la narrativa alrededor del “Desierto” para nominar los territorios conquistados a los pueblos indígenas que habilitó el reordenamiento económico concreto de esos territorios en torno a grandes haciendas ganaderas. Este proceso de territorialización del Estado Nación se cristaliza como una territorialidad hegemónica, que denominamos “territorialidad soberana”, que contiene de manera subalterna esas otras formas de habitar y practicar el territorio. De esta manera se va conformando un territorio yuxtapuesto, atravesado por distintas territorialidades que se encuentran invisibilizadas pero no desterradas de ese espacio geográfico determinado.

Con la crisis del Estado Nación aparecen nuevas formas hegemónicas de ocupar esos territorios ligadas al avance sobre los recursos naturales por parte de empresas transnacionales y del agronegocio, esta nueva territorialidad “neoliberal/transnacional” reterritorializa nuevamente esos territorios y en ese avance no sólo cuestiona la territorialidad del Estado Nación, sino que pone en jaque a esas otras formas de habitar y practicar el territorio que se encontraban soterradas. Esta nueva reterritorialización en disputa es la que habilita la resignificación de viejas identidades y la conformación de otras nuevas conformándose así un “territorio abigarrado”[1] que contiene en conflictividad permanente a diferentes actores sociales que practican y habitan de modo diferenciado- y en muchos casos de manera mutuamente excluyente- esos territorios. Estas diferencias implican, en muchos casos, modos particulares de disputa territorial y modos yuxtapuestos de resignificar esos territorios, constituyendo así territorios abigarrados, atravesados por conflictos, negociaciones, donde existen modos hegemónicos y modos subalternos de habitar y practicar los mismos.

De este modo, denominamos como “territorialidad extractiva” a aquellas formas de despliegue territorial hegemónicas del sistema/mundo capitalista/colonial ligadas a la explotación intensiva de los recursos naturales por parte de empresas nacionales y/o transnacionales que implican reconfiguraciones territoriales y cuya lógica de acumulación se encuentra signada por el aprovechamiento ilimitado de los recursos naturales y la consiguiente devastación del entorno físico y biológico de ese espacio geográfico y el despojo y la exclusión de los otros actores sociales que habitan y practican esos territorios.

Así, las empresas extractivas objetivizan a los territorios, los (re)construyen y (re)significan como mercancías. La Naturaleza y los habitantes de ese espacio geográfico son objetivados como recursos naturales y como recursos humanos respectivamente. En este sentido, el discurso utilitario reemplaza el término Naturaleza con el término recursos naturales, focalizando en esos aspectos de la Naturaleza que pueden ser apropiados para el uso humano […] las plantas consideradas valiosas devienen cultivos, las especies que compiten con ellas se estigmatizan como hierba, y los insectos que se las comen son estigmatizados como plagas (Scott 1998:13, en Ceceña 2008:72).

En efecto, el capitalismo no sólo mercantiliza la Naturaleza sino que el propio capital “rehace a la Naturaleza y a sus productos biológica y físicamente (y política e ideológicamente) a su propia imagen y semejanza” (O´Connor 2003:33) en una transformación que selecciona a algunos componentes de la Naturaleza como mercancías y a otros como desechos. Lo mismo sucede con las poblaciones, aquellas personas que no pueden ser utilizadas como mano de obra resultan elementos sobrantes que dejan de contar en el esquema productivo, salvo como “externalidades”.

Los actores paradigmáticos de esta lógica de intervención en el territorio son las empresas transnacionales, nacionales y estatales de las ramas productivas-extractivas paradigmáticas de la actual etapa capitalista signada por la “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004) hidrocarburos, agronegocios, forestales y mineras.

Las identidades sociales aparecen como categorías móviles y fluidas en un proceso de reconfiguración que aparece influenciado por dimensiones estructurales- económicas, políticas, culturales, etc.- y dimensiones subjetivas ligada las dinámicas de la acción colectiva en su doble faceta de visibilidad y latencia, en estos casos los momentos de latencia implican los procesos de territorialización. Así, con diversas limitaciones, contradicciones y potencialidades, inherentes a todo “campo de experimentación social”, los movimientos sociales conforman un entramado de proyectos autogestionados, demandas políticas y sociales de autonomía y/o autogestión; y formas de acción colectiva que marcan y reconstruyen un territorio determinado; intentando articular así una novedosa y particular manera de practicar y habitar el territorio y utilizar los recursos naturales, así como conformando una apuesta hacia nuevas formas de vivir en comunidad. El territorio aparece, entonces, como un espacio de subjetivación para los movimientos sociales que habilita la reconstitución del tejido comunitario a través de la doble experiencia de la acción colectiva: el momento de la visibilidad en los cortes de ruta y las movilizaciones, como también el momento de la latencia desplegado en el territorio por los proyectos comunitarios, productivos y los procesos de regeneración cultural y productiva que realizan, con sus particularidades, los movimientos socio-territoriales latinoamericanos. En efecto, si bien es cierto que cada vez que un movimiento social realiza acciones colectivas de protesta en el espacio público pone en juego su propia identidad; también, como intentamos demostrar en este trabajo, podemos afirmar que el territorio - disputarlo, habitarlo, practicarlo, transformarlo- también consolida y/o reifica este proceso identitario, complementa la resignificación identitaria que brinda la visibilidad de la acción colectiva, la complejiza y la enriquece. Es así, como estos dos momentos de la acción colectiva se retroalimentan y transforman mutuamente en el marco de los proyectos emancipatorios de los movimientos sociales anclados en los territorios.

El despliegue territorial de los movimientos sociales implica entonces nuevas prácticas políticas y económicas que, junto a novedosas formas de acción colectiva, religan a diferentes actores sociales excluidos, que con sus propias prácticas ensayan la constitución de nuevos modos de vivir en sociedad, por fuera de los límites tradicionalmente fijados por la institucionalidad del Estado-Nación. Al mismo tiempo, el reordenamiento territorial que realizan las empresas multinacionales con su lógica extractiva y mercantilizadora de los recursos naturales excluye a la mayoría de la población de la región. Así, el sentido último y estratégico de la territorialidad de los movimientos sociales pareciera ser la conformación de un nuevo orden social en y desde el territorio en disputa, reconfigurando no sólo la relación y el uso de la tierra y los recursos naturales, sino reconstruyendo los lazos sociales y resignificando las lógicas de gobierno y representación política, es decir, la gestión de la propia comunidad. Es de esta manera que afirmamos que los movimientos sociales que se territorializan habilitan la posibilidad de mantener, desde la latencia, sus características disruptivas con el sistema institucional, conformando en el territorio un esquema performativo de nuevos modos societales. A estos esquemas performativos los conceptualizamos como “campos de experimentación social” (Santos, 2003) ligados a nuevas formas de autogestión territorial, que habilitan a estos movimientos sociales una perdurabilidad disruptiva anclada en el territorio; proceso que permite superar la denominada “encrucijada de los movimientos sociales” que plantea una dicotomía entre la opción “institucionalizadora” o la opción “autorreferencial” restringida a los reclamos sectoriales de los movimientos sociales.

En definitiva, lo que se reconstruye a partir de las acciones colectivas y del proceso de territorialización es un sentido de pertenencia social. Más aún, podemos afirmar que el devenir del propio movimiento social anclado en el territorio, entre la visibilidad y la latencia, es el que habilita la reconstrucción de los lazos perdidos, de las identidades desmanteladas por esas condiciones estructurales que si bien condicionan, no determinan un proceso social dado ni tampoco determinan en una dirección unívoca la conformación de ciertas identidades sociales. Son, entonces, las propias acciones colectivas y el “habitar” los territorios los que otorgan y reifican las identidades de los sujetos. Es, en este sentido, que hablamos de la “politicidad” de los movimientos sociales, ya que éstos no operan en esta esfera únicamente cuando irrumpen en el espacio público, sino que lo hacen cotidianamente con sus prácticas territoriales, allí donde los actores sociales reifican sus identidades. Esta característica de la territorialidad de los movimientos sociales, que surge a partir de las propias experiencias de distintas organizaciones sociales de América Latina, puede vislumbrarse en diversos movimientos campesinos y de pueblos indígenas; pero también en algunos movimientos de trabajadores desocupados, movimientos ambientalistas, fábricas recuperadas por sus trabajadores, movimientos barriales/vecinales, etc. Es a estos movimientos a los que podemos caracterizar como movimientos “socio-territoriales” o “territorializados”; donde la territorialidad radica en la reapropiación social, cultural, económica y política de un espacio geográfico determinado. Es en ese espacio habitado y practicado socialmente donde estos movimientos sociales construyen proyectos disruptivos con, por lo menos, alguna de las dimensiones del orden social económico, cultural, político, educativo, sanitario, etc.

Es en este sentido que utilizamos la idea de “territorios insurgentes” para nominar a aquellos espacios geográficos que son habitados y practicados preponderantemente por las lógicas particulares de los movimientos sociales territorializados, por las lógicas subalternas que se basan en la reciprocidad con la naturaleza, en la construcción de autonomía y autogestión de los territorios y los recursos naturales, en el entramado de formas alternativas de producción y distribución del trabajo y la economía. Estos “territorios insurgentes” mantienen las tensiones y conflictos con la “territorialidad extractiva” que es la actual lógica territorial hegemónica del sistema/mundo capitalista/colonial, ligada a la extracción y el uso ilimitado de los recursos naturales estratégicos-hidrocarburos, agua, biodiversidad, recursos forestales, etc.- y a la devastación de las formas alternativas de practicar y habitar esos territorios. En efecto, la “territorialidad extractiva” y los “territorios insurgentes” aparecen como lógicas mutuamente excluyentes y en permanente conflicto. Allí, en algún lugar entre la visibilidad y la latencia, entre el territorio y la ruta; en algún momento entre la acción y la estructura; entre la autonomía y la heteronomía; en algún lugar entre la nostalgia y el porvenir; está, se construye, ese momento disruptivo y creativo de los sujetos que permite construir nuevas identidades sociales y nuevas condiciones de posibilidad de la propia existencia.

Entrecruzados entre estos tiempos, espacios y conceptos se encuentran estos procesos que habilitan la construcción de nuevos mundos de vida y “campos de experimentación social”; experiencias posibles ya por el sólo hecho de irrumpir en la escena pública y reconstruir territorios. Éste es el momento más interesante de los movimientos sociales, el de la creación y la experimentación política y social. Ese tiempo y ese lugar, topográfico a la vez que político, donde se reifican las identidades y los lazos sociales. Ese espacio-tiempo donde todo, incluso lo imposible, es posible.

*Juan Wahren es Sociólogo. Doctor en Ciencias Sociales. Coordinador GER-GEMSAL. IIGG-UBA, Investigador Asistente CONICET.

 

Nota

[1] La noción de abigarramiento social proviene del pensador boliviano René Zavaleta Mercado (2008) quien la trabaja para explicar la sociedad boliviana y, en parte, la sociedad latinoamericana.

Bibliografía

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