
Ilustración: Pablo Picasso: "Dos mujeres leyendo" (Acto 3) 1934
Esas buenas alumnas…
Decir que las mujeres son, en términos generales, mejores estudiantes que los hombres, es ya parte del sentido común, y Uruguay no es excepción a la regla. Desde que inician su ciclo primario, las niñas rinden mejor, repiten y se rezagan menos que los varones, y abandonan sus estudios mucho después. Esto se expresa, en términos estadísticos, como un mayor porcentaje de varones en primaria, debido a su mayor repetición y al estancamiento que eso genera dentro del nivel. La educación media, representa el ciclo en el cual la diferencia de actitud y respuesta dentro del sistema educativo, se expresa de modo más dramático, a través de altas tasas de abandono general, que afectan, principalmente, a los estudiantes hombres y pobres.
La mejor performance de las mujeres alcanza mayor visibilidad, desde comienzos de este siglo, en la universidad, cuando llegan a representar casi dos tercios de los estudiantes de la UdelaR, y el 70% de los estudiantes de postgrado. Este es un fenómeno llamativo. En los países centrales, las tasas de feminización de estudiantes universitarios son elevadas, pero la cobertura de este nivel, muy superior a la de Uruguay, logra alcanzar a los varones en una mayor proporción. Por otro lado, en los países más pobres, las mujeres suelen ser una minoría en las aulas universitarias, retenidas en sus hogares por las obligaciones que derivan de pautas socio-culturales que reproducen su subordinación social. En los países centrales, por otro lado, el carácter pago de la matrícula contribuye a que el acceso por sexo sea más equitativo. Para las clases medias y altas, la inversión en educación de sus hijas e hijos no presenta problema alguno. Es en las clases bajas donde la decisión de pagar por educación, o, según un costo de oportunidad, dejar de ganar dinero en el tiempo dedicado a estudiar, es un problema que no siempre tiene una fácil solución. Para los pobres, el estudio debe conjugarse con el trabajo remunerado y con el no remunerado, y sólo quienes logran conciliar las múltiples obligaciones derivadas de las necesidades de la vida, logran hacer efectiva la oportunidad de educación gratuita que abre la Universidad. Este es, a todas luces, el caso de las mujeres.
En una investigación de largo aliento que llevamos a cabo dentro de la Udelar, resultó, en efecto, que las mujeres, en particular, las mujeres pobres, se muestran sumamente hábiles en el manejo de múltiples actividades que les demandan sus roles de trabajadoras remuneradas, no remuneradas y estudiantes, y sin mostrar fatiga o frustración por ello. El esfuerzo de llevar adelante largas jornadas de trabajo, estudio y trabajo doméstico, es naturalizado y relatado como una simple parte de la vida:
...de mañana me levanto, estudio un poco, hago algunas tareas de la casa, pero siempre y cuando el día anterior haya dejado la comida pronta, así no tengo que cocinar para el mediodía; entro a trabajar dos y media de la tarde, está el tema económico también, (...) entonces claro, salgo cuarenta minutos antes para no tomarme ómnibus, llego a casa, (...) a veces también las reuniones con grupos, digo, después del trabajo, y cuando llegaba a casa, (...) tener que preparar la comida para el otro día, trataba de organizarme así… (Ent.1f).
“…me pasó desde siempre, cuanto más ocupada estoy mejor me va (risas), es impresionante. (…) cuando estoy realmente encasillada y tengo que ordenarme, organizarme, y el tiempo lo tengo limitado (…es) cuando mejor me va y cuanto más cosas hago... más ganas de hacer cosas tengo. (Beatriz, G1)
Comparemos estos discursos, femenino, con dos discursos masculinos recogidos en el mismo trabajo:
…entré a laburar, y ahora a principios del 2006 arranqué la facultad, me anoté en las clases de 4to. (…) y no soporté, y trabajaba seis horas y media, tenía cuatro horas de clase y... no me daba, ta! Y yo tenía compañeras de laburo, compañeras de trabajo que estudiaban Medicina, Abogacía, que eran compañeras mías, trabajaban lo mismo que yo, trabajaban y estudiaban, y yo no pude, no pude, no digo que sea imposible, yo no podía, yo llegaba a casa muerto y hacía cualquier cosa menos estudiar, tá, y dejé de laburar, digo, también tá, tengo esa suerte, pude, pude dejar de trabajar y decidir seguir estudiando, pero tenía compañeras que lo hacían, yo no pude (Juan G1).
…las veces que se me cruzó por la cabeza dejar la... la carrera, y creo que, eh, las carreras universitarias son... algunas son largas, este (…) a veces te hacen sentir que estás perdiendo el tiempo, (…) igual yo sigo peleándola, pero por momentos he visto gente que ha abandonado, por decir “noooo, ya está loco!, ya está!, tengo 23 años y estoy acá, frente al nabo este que... está a mi nivel” (risas), entonces, claro, entonces hay como una especie de decir, “nooo, ¿qué hago acá?, me voy a laburar y a hacer algo más productivo”, sentirte más productivo en la vida, ¿no? (Rodrigo G1)”
[Beatriz interrumpe] Yo estoy de acuerdo contigo, pero digo, no creo que sea válido, vos no podés… ¿porque el que está adelante es un nabo voy a dejar mi carrera? ¿y es válido? para mí eso no es válido.
Estos discursos de hombres y mujeres universitarios pueden considerarse “típicos” en sentido weberiano, es decir, no necesariamente representativos de la mayoría de estudiantes hombres y mujeres, pero sí “característicos” de los discursos de cada una de las categorías. Podríamos citar varios otros casos en el mismo sentido, pero no hemos registrado casos inversos. Lo característico de las mujeres es aceptar como lógico y natural que estudiar requiere un esfuerzo adicional a sus demás tareas, que están dispuestas a hacer, mientras que para los hombres la opción entre trabajar o estudiar es una disyuntiva real que se plantea ante la perspectiva de un tiempo prolongado de esfuerzo y cansancio. Estas disyuntivas pueden presentarse igualmente en clases acomodadas, pero tienen en ellas una más fácil resolución, por la vía de resignar el trabajo remunerado en favor de una apuesta por los mayores ingresos futuros que reportarán los estudios universitarios. Teniendo una base económica familiar de la que sustentarse, los estudiantes de clases superiores pueden estudiar sin tener que trabajar. Es en las clases bajas donde la capacidad de conjugar con éxito el trabajo remunerado, no remunerado y estudio, juega a favor de las mujeres, y penaliza a los hombres.
Una consecuencia inmediata de este fenómeno, es que, aunque los estudiantes procedentes de clases bajas ingresan en mucha menor proporción que los de otras clases sociales, en los hogares más vulnerables, las mujeres tienen mayor éxito educativo que sus hermanos varones. Es decir, que las tendencias de la sociedad a reproducirse a través del sistema escolar -legitimando los lugares privilegiados a través de la distribución de credenciales en favor de los estudiantes de clases más altas y castigando a los de clases bajas por su falta de capital cultural heredado mediante la reprobación y la repetición- son contradichas por el esfuerzo sostenido de las mujeres provenientes de hogares de clases desfavorecidas. Entre las clases medias altas y altas, el seguir estudios universitarios es algo que prácticamente se da por supuesto, lo que genera una participación más o menos pareja entre hombres y mujeres. Sin embargo, bajando en la escala social, se aprecia una creciente participación de las mujeres.
Dicho de otra manera, los estudiantes varones provienen de hogares con capital cultural superior al de las mujeres en todas las áreas, diferencia que alcanza valores máximos para los hombres que estudian dentro de las áreas tecnológicas y de ciencias de la naturaleza. Por otro lado, más de la mitad de estudiantes mujeres de Ciclo Inicial Optativo vienen de un hogar con clima educativo muy bajo o bajo, y también lo son el 42% de las mujeres del área social y el 41% del área de la salud. Como se ve, las mujeres logran, con mayor probabilidad que los hombres, superar con creces el nivel educativo de su hogar de origen. El esfuerzo de hacer una doble o triple jornada, en el contexto de una universidad de acceso libre y gratuito, no es ajeno a estos resultados. De hecho, las mujeres, a excepción de lo que ocurre en algunas carreras muy masculinizadas, como son las ingenierías, logran egresar también en una proporción mayor que los estudiantes hombres.
La especialización disciplinar, la respuesta del mercado de trabajo, y la liberación cuestionada
Tras las cifras generales de la feminización estudiantil, se esconde, sin embargo, un importante sesgo determinado por la especialización disciplinar, ya que no todas las carreras están feminizadas. Las carreras de la salud, (Medicina, Psicología, Enfermería, las tecnologías médicas), las del área social (Sociales, Humanidades, Ciencias de la Comunicación e Información, Ciencias Económicas) y algunas del área tecnológica, como Química, presentan las mayores tasas de feminización. Por otro lado, Agronomía y las carreras de la Facultad de Ingeniería, presentan elevadas tasas de masculinización, con el 61 y el 80% respectivamente. En Ciencias, la distribución es dispar según las carreras.
Esta distribución consagra, a los ojos de algunos teóricos de la sociología de la educación y de los estudios de género, la división tradicional del trabajo entre hombres y mujeres, según la cual a los hombres les corresponde el dominio técnico del mundo y su transformación, y a las mujeres las funciones de reproducción y cuidado, tales como la salud física, psicológica y social, la educación, y lo que vagamente podría llamarse la cultura general, y el interés en “lo humano”. En los hechos, se argumenta, este avance de las mujeres en el nivel universitario, no es más que un modo de atarse a las tareas más tradicionalmente femeninas y, por tanto, subordinadas, de estar en el mundo y adaptarse a él. Más que liberarse de sus cadenas, las mujeres estarían puliendo los eslabones y candados que las condenan a la reproducción del sistema patriarcal. Al decir de Beck (1998) y Bourdieu (1999), todo cambia, para que todo siga como está.
El mundo del trabajo tampoco es tan equitativo a la hora de reconocer las titulaciones y las calificaciones obtenidas por las mujeres como es la universidad, mientras ellas estudian. Como es sabido, las mujeres sufren mayores tasas de desempleo, y deben pagar, por su condición de mujeres, el precio de una brecha salarial que se incrementa a medida que se eleva el nivel educativo y la edad de hombres y mujeres. En edades jóvenes y para niveles educativos bajos, hombres y mujeres obtienen remuneraciones salariales. Pero cuando el nivel educativo es universitario y más, y en las etapas etarias donde hombres y mujeres empiezan a acceder a cargos de mayor responsabilidad, a partir de los 40-45 años, la brecha en las remuneraciones comienza a ampliarse por dos fenómenos coincidentes: por un lado, los hombres acceden con mayor probabilidad a cargos de relevancia, como son la alta gerencia, altos cargos políticos y de responsabilidad. Por otro, las mujeres que acceden a los mismos cargos, los desempeñan con menores niveles de ingreso. Y ello no ocurre sólo en el ámbito privado.
La propia UdelaR, que reconoce con sus títulos el esfuerzo y la capacidad de las mujeres, no responde de la misma manera a la hora de seleccionar a sus docentes e investigadores. Las mujeres, que egresan en una proporción de alrededor del 65%, sólo representan el 56% de los docentes que inician la carrera como Grado 1. Los hombres, al inicio de la carrera están sobrerrepresentados, en términos generales, en relación con los egresados: 44% de docentes frente al 35% de egresados. A medida que avanza la carrera docente, la selección es exactamente inversa a la que ocurre entre los estudiantes. Los hombres son preferidos desde el primer grado, y la preferencia del sistema por ellos se incrementa a medida que se asciende en el grado docente. En cargos de asistente (gr. 2), las mujeres alcanzan su mayor participación porcentual, con el 59% de los docentes, y a partir de allí, comienzan a perder peso porcentual: en los cargos de Profesor Adjunto (gr. 3), las mujeres son el 51% de los docentes, y este será el último cargo donde serán mayoría. En el Grado 4 son el 42% y en el Grado 3, el superior, sólo el 34%. La UdelaR nunca ha tenido una Rectora o Vicerrectora mujer, y recién en el período actual de gobierno, ha ingresado una Prorrectora (de Investigación), en cuatro Pro-Rectorados existentes. Las mujeres ocupan sólo un tercio de los Decanatos. Algo similar ocurre en ANEP, que nunca ha tenido su Consejo Directivo Central presidido por una mujer, a pesar de la notoria feminización de la enseñanza inicial y primaria y media.
Estas cifras ilustran un fenómeno recurrente en los estudios de género: el “techo de cristal” en las carreras de las mujeres, es decir, la existencia de un conjunto de barreras discriminatorias que operan contra las mujeres, pero que no tienen expresión clara. Son invisibles, como el cristal, pero se interponen entre las mujeres y las más altas recompensas y reconocimientos impidiéndoles acceder a los lugares y cargos más prestigiosos y de mayor poder. Las mujeres llegan al mínimo grado en el cual pueden asumir las mayores responsabilidades, el Grado 3, o Profesora Adjunta, desde el cual pueden hacerse cargo de proyectos, de cursos de grado y postgrado y participar en condiciones de igualdad en todas las actividades universitarias. Eso sí, sin acceso al salario y al poder (los cargos de dirección, por ejemplo, son ocupados, salvo excepciones, por grados 4 y 5), que sí tienen en una proporción mucho mayor, los hombres. Como decíamos, al mayor grado de la carrera universitaria, las dos terceras partes son hombres, y la tercera parte de las mujeres que han llegado allí, ha tenido que sobreponerse a situaciones de acoso, violencia institucional, discriminación, marginación y postergación, ejercidas en la universidad pública, por la universidad pública, en razón de su sexo. La Universidad que reconoce los méritos de las mujeres como estudiantes y por lo tanto les permite el acceso a los títulos de mayor jerarquía del país, dejar de reconocer esos mismos méritos cuando lo que distribuye es escaso: los cargos, en particular los más altos, con los más altos reconocimientos y recompensas, y con el mayor poder. O tal vez, los reconoce tanto, que se ve obligada a recurrir a la violencia institucional, para descartar a aquellas mujeres que, al enarbolar sus credenciales, reclaman un reconocimiento que no se les quiere otorgar.
A partir de este tipo de evidencias, repetidas en todo tipo de instituciones y alrededor del mundo, se ha desarrollado una poderosa línea de crítica feminista que acusa a la educación de la reproducción de las desigualdades de género y no sólo de clase social, según los planteos reproductivistas clásicos. Los altos niveles educativos recientemente alcanzados por las mujeres no sólo no las beneficiarían, sino que además contribuirían a perpetuar y a legitimar la división tradicional del trabajo entre hombres y mujeres a través de una doble vía: recompensando a las mujeres en forma desigual en el mundo del trabajo, y favoreciendo la especialización disciplinar que condenaría a las mujeres a las ocupaciones socialmente menos valoradas. Las mujeres, después de todo, se habrían esforzado en vano.
En efecto, falta mucho por hacer en el mundo del trabajo para igualar las oportunidades laborales de las mujeres en relación con los hombres, sobre todo en los cargos de mayor responsabilidad. Pero difícilmente puede atribuirse a la educación, los mecanismos de discriminación que emplea el mundo del trabajo, aunque ese mundo del trabajo esté compuesto en parte por las mismas instituciones que educan. Tal como hemos afirmado en otros lugares, el carácter reproductor o transformador de los sistemas educativos, debe ser evaluado según las recompensas distribuidas por los mismos sistemas educativos, y no por otros mundos ajenos a ellos. Como observamos en el caso de la clase social, por ejemplo, es claro que la escuela y la educación media castigan a los estudiantes pobres, al no proveerles de los conocimientos que los demás jóvenes ya traen incorporados desde su hogar cuando entran al sistema escolar. Desprovistos de la capacidad de adquirir conocimiento en la escuela, los más pobres repiten, se rezagan, y terminan abandonando sus estudios. Pero esto no ocurre de la misma manera en el caso de las mujeres, que captan con claridad las reglas de los sistemas educativos y se atienen a ellas para aprovechar, vía el esfuerzo, todo el conocimiento que puedan obtener. La escuela, consistente con las normas que dice respetar, las premia con egreso y con títulos en mayor proporción que a sus coetáneos varones. Culpar a la escuela de la discriminación laboral, es no saber detectar, en el mundo del trabajo, sus propios mecanismos de reproducción de la desigualdad.
El otro argumento, el de la especialización disciplinar, merece una mayor atención. Como es notorio, buena parte del movimiento feminista y de algunas de sus voces en organismos internacionales, denuncia la falta de mujeres en las ciencias y en las tecnologías, como si las ciencias básicas fueran las únicas ciencias valiosas, y las tecnologías los únicos medios válidos de cambiar al mundo. De esta sobrevaloración de cierto tipo de ciencias y de ciertos tipos de aplicaciones, derivan, como consecuencia, todas las medidas de estímulo a las vocaciones científicas (“duras”) en las niñas y mujeres, incluídos los premios que recompensan a aquellas que han incursionado en terrenos masculinos, en particular el científico, como si sólo a ellas le correspondiera el carácter transformador de las nuevas relaciones educativas, académicas y profesionales. Para quienes sostienen estos argumentos, que el premio sea otorgado, por ejemplo, por L’Oreal -aquella marca de cosméticos que publicitaba sus productos para el teñido del cabello bajo el eslogan “porque yo lo merezco”-, parece no tener nada que ver con la reproducción de un modo único de ser mujer; simplemente un pequeño detalle que puede ser pasado por alto. Mientras tanto, el 80% de las estudiantes en carreras del área de la salud, en carreras sociales, o incluso en la educación (mayoritariamente fuera de la universidad), quedan invisibilizadas y menospreciadas, en comparación con quienes incursionan en ciencias y en técnicas que siguen manteniendo el mayor prestigio social y siguen mereciendo las mayores recompensas económicas.
Bien vistos, estos esfuerzos en favor de la feminización de las “ciencias”, vienen a ser expresiones del orden socio-sexual que se busca discutir. ¿Por qué deberíamos aceptar, sin más, que las ciencias básicas son más valiosas que las ciencias sociales y humanas? ¿Por qué deberíamos aceptar, sin más, que las clínicas son menos valiosas que las tecnologías, que la educación es menos importante que otros “cultivos”, o en términos más generales, que tenemos que subordinar la “praxis” a la “techné”? ¿No será que, en estos esfuerzos por promover la situación de las mujeres en el campo académico, intelectual, profesional y político, estamos aceptando una visión del mundo impuesta por el modo de conocer, de vivir y de crecer tradicionalmente masculino? ¿No terminaremos, de este modo, dando por buenos los postulados positivistas de la división entre sujeto y objeto, de la escisión entre la humanidad y la naturaleza, y de la independización de la racionalidad instrumental orientada a dominar el mundo que fue tan criticada por la Escuela Crítica de Frankfurt desde mediados del siglo pasado? Si no fuera así, si no estuviéramos presos de la idea de que las actividades tradicionalmente masculinas son superiores, ¿por qué no premiamos a los hombres que se dedican a la enfermería, al trabajo social, a la pediatría, y en general, a todas las carreras que hoy están altamente feminizadas? Si sólo fuera la voluntad de igualación de oportunidades, deberíamos hacerlo.
Pero no. Porque no se percibe que, en este caso, lo que se valora no es la ocupación en sí, sino el hecho de que sean hombres quienes la desempeñan. Bien mirado, es evidente que los hombres que se dedican a carreras tradicionalmente femeninas, reciben mayor reconocimiento que las mujeres destacadas dedicadas a la misma actividad. ¿Acaso no son hombres los principales chefs del mundo, aunque las mujeres siempre han cocinado? ¿No son hombres también, los principales diseñadores de moda y estilistas, aunque las mujeres siempre se han dedicado a coser y a peinar? ¿No son los hombres los que hablan con autoridad sobre la crianza de los niños pequeños y sobre la educación de niños y adultos? Premiar a los maestros hombres porque han incursionado en una actividad femenina, sería premiarlos doblemente, porque muy probablemente ya ocupen los más altos cargos en los organismos de gobierno de la educación, en la dirigencia de los sindicatos y serán escuchados con respeto independientemente de lo que realmente digan, porque no es lo que hacen -trabajar bien- sino lo que son -hombres- lo que realmente es valorado en la sociedad.
Y es que, desde el Neolítico hasta hoy, vivimos en sociedades donde la paternidad, la masculinidad, y todos los atributos asociados a ellas reciben la mayor de las valoraciones sociales y abren las puertas a los más altos privilegios. Entonces, lo que cabe no es premiar a las mujeres por dedicarse a las carreras de los hombres, sino examinar, con calma nuestros propios prejuicios patriarcales, nuestra valoración por aquellas cosas que las mujeres no hacen porque mayoritariamente no les gusta hacer (como las matemáticas, la ingeniería, y la tecnología), y nuestra desvalorización de aquellas que sí prefieren, en las que quieren profundizar y en las que se quieren profesionalizar, como salud, la educación, la relación con otros, y la acción política y social. Porque mientras no exista evidencia objetiva de que es mejor construir un puente que salvar vidas o mejorarlas, será difícil fundamentar por qué es mejor que las mujeres ingresen a ingeniería que a pediatría, si al mismo tiempo no nos esforzamos para que los hombres se inclinen hacia las carreras ligadas con la salud, la sociedad y la educación. Debemos estar dispuestos a ser conscientes de la jerarquía disciplinar heredada, subsidiaria de un orden social-sexual que naturaliza la inferiorización de las tareas tradicionalmente femeninas, y la sobrevaloración de lo masculino, para examinar, con serenidad, las enormes potencialidades del libre acceso a todos los tipos de conocimiento de parte de todos los miembros de nuestra sociedad, sea cual sea su sexo o su orientación sexual.
En suma…
Si algo ha caracterizado a las sociedades desde el advenimiento de la modernidad, es la conciencia del valor del conocimiento como vía privilegiada para el mejoramiento de la vida humana en todas sus dimensiones, culturales, sociales, psíquicas y físicas, tanto en términos individuales, como a escala planetaria. De la mano del “sapere aude” (“atrévete a saber”) kantiano, el conocimiento racional, con pretensiones universalistas, impulsó las principales transformaciones de los últimos siglos, desde el vertiginoso cambio científico técnico y el reconocimiento de los derechos humanos que ha mejorado la vida de muchos de los habitantes del planeta por un lado, a la aplicación sistemática de la tecnología al servicio del exterminio masivo de personas por la industria bélica, y la sobreexplotación de las capacidades productivas del planeta. En este panorama, la conquista femenina de tantos espacios públicos, tal vez sea, junto con la tecnológica, la única revolución triunfante del siglo XX.
Más allá de las ventajas indudables que estos avances de las mujeres tienen para ellas mismas, hoy parece más claro que nunca, que las capacidades femeninas, incrementadas, ampliadas y diversificadas por los efectos de la educación y de la libertad de pensamiento y de imaginación, han venido a generar cambios cualitativos en la calidad de las democracias del último siglo, contribuyendo a generar debates más complejos sobre los fines de las sociedades, y participando en el diseño y aplicación de nuevas políticas sociales y educativas, orientadas a proteger a los grupos más vulnerables. Su incorporación al mundo del trabajo remunerado, ha contribuido además a incrementar las capacidades productivas de las sociedades. Simultáneamente, esos mismos avances han contribuido a que las nuevas generaciones de hombres hayan comenzado a mirar con nuevo interés y compromiso, y con otra sensibilidad, su papel como padres, compañeros, amigos o colegas de las mujeres, y se han mostrado progresivamente más dispuestos a establecer relaciones igualitarias y cooperativas. Hombres y mujeres, al comienzo del siglo XXI, empiezan a darse cuenta de que también es necesario que ambos conjuguen sus esfuerzos para establecer una nueva relación con la naturaleza y el planeta, de los que se ha abusado durante el reinado acrítico de la racionalidad puramente instrumental. Muchos e importantes desafíos habremos de enfrentar en el futuro inmediato. Pero en todo caso, la incorporación de las mujeres a los procesos reflexivos de las colectividades en búsqueda del bien común, es ya un hecho irreversible, que sólo puede tener efectos positivos. Sólo falta que hombres y mujeres terminemos de reconocer nuestro carácter de iguales y actuemos en consecuencia.
* Adriana Marrero es Doctora en Sociología (Universidad de Salamanca), Licenciada en Sociología (Universidad de la República - UDELAR) y Profesora de Educación Media graduada en el IPA. Es Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Social de la UDELAR e investigadora nivel 2 del Sistema Nacional de Investigadores.
Referencias
BECK, U. (1998) La sociedad del riesgo (Barcelona, Editorial Paidós)
BOURDIEU, P. (2000) La dominación masculina (Barcelona, Editorial Anagrama)
FEMENÍAS, M.L. (2002) Perfiles del feminismo iberoamericano, Buenos Aires, Catálogos.
Universidad de la República. Generación 2015. Perfil de Ingreso de grado de los estudiantes universitarios, en: http://gestion.udelar.edu.uy/planeamiento/wp-content/uploads/sites/27/2017/12/Informe-Ingresos-2015-para-web.pdf
Universidad de la República. Síntesis estadística 2016-2017, en: http://gestion.udelar.edu.uy/planeamiento/wp-content/uploads/sites/27/2018/02/S%C3%ADntesis-estad%C3%ADstica-2016-2017-WEB.pdf
Universidad de la República: http://www.universidad.edu.uy/renderPage/index/pageId/129