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  • Ignacio de Boni*

Las armas de la (auto)crítica


Cuando me decido a escribir sobre algo que está pasando cerca mío, aquí y ahora, con la intención de describirlo lo más lúcidamente posible, me siento un gil. Un gil que trata de agarrar algo que no se puede, que se le escurre entre los dedos, como un niño agachado sobre un charquito que quiere vaciarlo sacando el agua de a puñados. Traigo este absurdo para remarcar el punto de que aunque siempre terminen siendo aproximaciones torpes e insuficientes, la escritura ayuda a darle cierta forma al flujo continuo y natural en el que pasan las cosas en la vida.

Seguramente sea algo inherente al acto de escribir, que se cumple en cualquier actividad intelectual o en cualquier intento por querer expresar un sentimiento. Pero por ahora conservo la modestia y me limito al campo del que provengo: diría que en las ciencias sociales, entendidas en su versión más amplia como el pensamiento científico acerca de la sociedad, escribir es un intento por agarrar algo que no se puede. ¿Por qué este carácter etéreo de los objetos de pensamiento y escritura se da particularmente en el caso de las ciencias sociales? Porque se ocupan de estudiar fenómenos que no son entidades objetales y visibles, como un árbol o un dulce de membrillo, sino que son construcciones sociales intersubjetivas, formadas por un entramado de prácticas y discursos cotidianos que se generan en las relaciones sociales y que no tienen, en sí mismos, un carácter material inmediato. No tienen cuerpo, así que no se pueden tocar, y en principio tampoco tienen nombre, así que no se pueden decir.

Creo que la función básica -pero fundamental- de la escritura en ciencias sociales es ponerle nombre a las cosas sobre las que piensa. Pensarlas para decirlas y decirlas para seguir pensándolas, pero ahora con mayor precisión. Nombrar, señalar y recortar algo del continuo natural del mundo, es mucho más que un requisito para comenzar a tratarlo: es ponerlo a existir; o más, es ponernos a existir a nosotros en relación con ese algo. Nuestros deseos y acciones orientadas a la transformación de lo que no nos gusta (de lo que consideramos injusto, opresivo, cruel, indigno), tanto en nosotros mismos como en lo que nos rodea, dependen mucho de la capacidad que tengamos de sacar para afuera lo que nos pasa. Es posible que ese acto por sí sólo no allane del todo el camino, pero seguro lo vuelve menos difuso y más firme. ¿Acaso hay un acto político más imprescindible y más potente que decir lo que nos pasa, sea en el lenguaje que sea?

La formación en ciencias sociales suele estar compuesta por herramientas teóricas, metodológicas, y por un gran acervo de expresiones y conceptos técnicos que, se espera, lo vuelvan a uno capaz de ponerle el nombre justo a cosas que todo el mundo más o menos sabe que existen, pero que no se saben poner en palabras. Puestas a disposición de un colectivo o de un espacio de militancia política, estas herramientas son muy útiles, porque permiten establecer conexiones en medio de esa nebulosa de sensaciones e ideas sueltas, poniéndolas a interactuar dentro de un orden a través del cual se puede intentar comprender lo que pasa y delinear una guía para la acción.

Lamentablemente, este gran potencial de acción y transformación política que tienen las ciencias sociales, dado por su capacidad de des-cubrir cosas que forman parte de nuestra vida pero que no podemos distinguir así nomás, encierra también sus peligros.

En primer lugar, es muy delgada la línea divisoria entre ser útil por su capacidad para nombrar, y ostentar la palabra mediante un éxtasis nominalista que vacía esa capacidad de todo su sentido político y encorseta la complejidad del mundo dentro de los términos técnicos o teóricos usados para describirlo. A menudo nos creemos que el mundo funciona exactamente igual que el modelo artificial que construimos para entenderlo, lo que además de ser un error epistemológico grave, muchas veces es una práctica intencionada para no admitir las limitaciones de las ciencias sociales. Nombrar algo por el simple ejercicio autocomplaciente de hacerlo, para jactarse de la agudeza propia, es tan soberbio como ingenuo, ya que implica creerse la locura de que mediante ciertas categorías clasificatorias se puede agarrar el caos, hacerlo entrar en un frasco, pegarle una etiqueta rimbombante y mostrarle el logro a los demás: así está el mundo, amigos.

El acto de nombrar algo o de nombrarse a uno mismo, de decir qué es lo que (nos) pasa, puede ser liberador si apunta a superar el estado de desorientación que genera inercia o parálisis, y a direccionar la potencia colectiva hacia un fin común, pero no si se lo toma como un fin en sí mismo, o si se cree que el mero hecho de ponerle nombre a los problemas es la operación que los resuelve. Incluso este fetichismo de la palabra, que a esta altura es una epidemia en las ciencias sociales, suele ir acompañado de un lenguaje barroco por su hiper tecnicismo, intencionadamente sobrecargado de palabras difíciles para impresionar a la tribuna, formando una maraña de sustantivos fríos y largos que terminan en “ción” y cuya pronunciación excita a quienes los dicen y a nadie más, como en un monólogo de Julio Ríos. Un prestigio social adquirido por el hecho de resultar inentendible, demasiado elevado para la gente común y pedestre.

En segundo lugar, la archiconocida relación entre el saber y el poder. La utilización de un lenguaje técnico, que en general responde más a la intención de intimidar al interlocutor que a la necesidad de usar todo ese palabrerío para explicar algo, se debe a la férrea voluntad de las ciencias sociales de legitimar su discurso e imponer su cientificidad y veracidad en temas que son muy cotidianos y de los que todo el mundo opina. Con su arsenal de teorías, métodos y términos, las ciencias sociales se atribuyen el monopolio legítimo de la palabra sobre la sociedad y sus estructuras. De esta manera, invalidan cualquier otra mirada, mandan a callar cualquier otra forma de decir que no se ajuste al modelo de producción e interpretación científica (supuestamente riguroso, fundamentado, imparcial; en fin, superior).

Ahora bien, si el saber es una fuente de poder que determina los temas de los que se habla (y los que no), los enfoques que se les dan, lo que está bien y lo que está mal, entonces esforzarse por mantener esa distancia de saber es reproducir relaciones de poder donde unos saben, así que pueden hablar, y otros no, así que tienen que escuchar y dar la razón. Las ciencias sociales hacen eso, aunque jamás lo admiten, por la sencilla razón de que todo poder es más efectivo cuanto menos visible es. Tantas veces decimos que las ciencias sociales contribuyen a develar los mecanismos de dominación ocultos ejercidos por la clase dominante. Y eso es cierto. El problema es qué pasa cuando las mismas ciencias sociales forman parte de la clase dominante, con una postura elitista respecto al conocimiento que fortalece las relaciones de dominación fundadas en el saber y el poder que éste conlleva. Nos pasamos cuestionando otras formas de dominación, pero casi nunca la nuestra.

Es imposible que las ciencias sociales puedan contribuir a un proyecto de emancipación o transformación si no se dan de frente contra estos problemas. Necesitamos una crítica epistemológica sobre qué criterios utilizamos para producir y validar nuestros saberes, y sobre todo una crítica ético-política que apunte a determinar para qué están sirviendo esos saberes, cómo los estamos comunicando, qué intereses están favoreciendo, y cómo hacemos para que jueguen del lado de la lucha popular y no sean meros insumos para la reproducción del poder de las élites económicas, políticas e intelectuales de las que nosotros mismos formamos parte, o al menos trabajamos para ellas, legitimándolas con el sello del conocimiento científico. La primera crítica apunta al neopositivismo, la segunda al neoliberalismo. Ambos conforman la alianza técnico-ideológica que domina el campo de las ciencias sociales en la actualidad.

Si hay que hacer una tercera crítica, acaso la más importante, es a nosotros mismos. No a los neo positivismo y liberalismo como estructuras abstractas y ajenas que nos imponen sus lógicas horribles contra nuestra voluntad, sino a cómo nosotros, al mismo tiempo que las criticamos, hacemos uso de esas lógicas para acomodarnos, para distinguirnos y para defender nuestros nichos de poder y prestigio. Transformar las ciencias sociales para que ayuden a cambiar lo que hay en lugar de mantenerlo, implica en primer lugar transformarnos a nosotros, quienes las ejercemos. Tenemos que asumir que la torre de marfil no es tanto un lugar en el que estamos parados, sino una marca de clase que llevamos dentro, que nos genera culpa y goce a la vez, y que por esto último es más resistente que todas las estructuras externas juntas. Tenemos que luchar contra nosotros mismos para que esa marca que llevamos desaparezca. Abolir, en el encuentro con el otro, esa distancia que siempre estamos imponiendo. Mientras no la veamos, nos hagamos los tontos o nos limitemos a señalarla y nada más, seguiremos siendo parte del problema aun queriendo contribuir a su solución.

Por si esto fuera poco, la postura elitista adoptada por el espíritu hegemónico en las ciencias sociales genera ciertas imágenes desde adentro y desde afuera, ambas igualmente perjudiciales. Desde adentro de nuestras micro-comunidades intelectuales nos vemos como seres superiores, especialistas precisos y rigurosos que miden su prestigio en número de papers publicados y le cantan la justa a grandes masas de ignorantes que no pueden entendernos. Para el afuera somos unos charlatanes, medios chantas pero inofensivos, que viven en las nubes y no saben lo que pasa en el mundo real. Quienes se benefician de esta polaridad generada por el enclaustramiento de las ciencias sociales, son los que entienden que en verdad no son ninguna de las dos cosas, y manipulan a su conveniencia su poderosa función política: la capacidad técnica, bendecida por su carácter científico, de fijar discursos, condicionar decisiones importantes y construir realidades.

Dicho todo lo anterior, uno podría preguntarse qué sentido tiene seguir insistiendo con las ciencias sociales, por qué no aceptamos que su ejercicio lleva inevitablemente a reafirmar relaciones de poder basadas en su saber socialmente hegemónico, y que por tanto, o directamente forman parte de la clase dominante, o al menos ésta las pone a jugar a su favor como aparato discursivo productor y legitimador del orden vigente. La respuesta es sencilla: no hay nada en la esencia de las ciencias sociales que diga que sólo pueden comportarse de esta manera. Orientadas hacia otra dirección, pueden abrir fisuras en lugar de asegurar continuidades. Pueden asumir el compromiso ético de denunciar las relaciones de opresión en lugar de naturalizarlas, relativizarlas o limitarse a ponerles nombres sofisticados y helados. Y pueden y deben, también, contribuir en espacios de construcción de subjetividades políticas y participar de la representación de quienes tenemos que emanciparnos.

Para posibilitar este giro, necesitamos reivindicar el potencial que tienen para pensar, decir y actuar sobre lo que pasa y sobre lo que nos pasa. No sólo permiten elaborar sistemas de ideas mediante ciertos métodos de pensamiento, sino que las propias herramientas que brindan pueden emplearse en su contra, como armas para su propia crítica. Es decir, cuando uno critica el narcisismo, el elitismo o la endogamia de las ciencias sociales, lo hace apelando a esquemas de pensamiento, categorías analíticas, vocabulario y formas de expresión sacadas de ellas mismas. Y bienvenido sea.

De hecho, es precisamente lo que estoy intentando hacer. Supongo que a esta altura es obvio, pero prefiero transparentarlo del todo: yo formo parte de lo que critico. Me formé ahí, en ese campo, y me muevo dentro de sus círculos. Por más esfuerzo que ponga en disimularlo, el registro académico me sale solo; una forma de expresarme media pomposa y rígida que hace de este texto una muestra más o menos representativa del carácter elitista que le achaco a las ciencias sociales y a la excesiva formalidad de su escritura. Justamente, creo que la fijación de esta formación hace que me resulte difícil encontrar otros registros que no estén teñidos del suyo. Si hay algo que tenemos que hacer es animarnos a usar otros registros, abandonar la comodidad de lo que nos sale automáticamente y encima mantiene distancias que hay que cuestionar y suprimir. Pero a la vez entiendo que esta forma de expresión también aporta, aunque implique la ironía de estar haciendo lo que se critica. Tal vez su valor está precisamente ahí: reconocer algo que hacemos mal, pero reconocerlo de esa misma manera, como prueba terminante de que no estamos pudiendo hacer algo distinto de eso. De esto. Además, para que no nos gane el pesimismo, ¿no habla bien de las ciencias sociales el hecho de que las mismas herramientas con las que construyeron su poder puedan ser utilizadas para cuestionarlo y transformarlo? Para desmontar una estructura, ¿no es bueno tener a mano las herramientas utilizadas para construirla?

Si pensamos que sí, entonces tiene que ejercerse con toda, dentro de las ciencias sociales y desde una perspectiva de izquierda, un pensamiento crítico que apunte a cuestionar su función política, es decir: qué es lo que hacen, y sobre todo, qué es lo que podrían y deberían hacer (pero no hacen). Esa sería una autocrítica útil y a la vez un impulso hacia el cambio. A su vez, este giro necesita de una buena dosis de imaginación, riesgo y deseo, de animarse a; todos ingredientes vedados por las élites académicas, pero que hay que rescatar por lo útiles y maravillosos que son, tanto para las ciencias sociales como para el pensamiento en general.

Me quedé mucho rato en el lado oscuro de las ciencias sociales, cuando mi intención de fondo es destacar sus puntos luminosos. No solamente brindan las herramientas para hacer su autocrítica y transformarse; también tienen la capacidad -y para mí, en última instancia, la obligación- de impulsar un cambio radical. ¿Cómo? Pensando sobre nuestras condiciones de existencia, denunciando las relaciones de dominación y trazando rumbos posibles para una práctica política que apunte a erradicarlas, lo que implica la creación de subjetividades políticas decididas a luchar contra esas relaciones de dominación con el fin de liberarse de ellas. Impugnar al capitalismo y contribuir en el proceso necesario para superarlo, digámoslo claro. Digámoslo más.

Si una de las primeras certezas con las que uno se cruza cuando empieza a estudiar ciencias sociales es que el mundo es un lugar horrible para muchísima gente, y que eso se debe a cierto modo de producir y organizar la vida humana, a veces me pregunto cómo mierda nos da el rostro para seguir haciendo ciencias sociales como si nada, en lugar de usarlas para luchar contra las injusticias que ellas mismas nos hicieron ver. Cómo mierda no sentimos, además de la obligación, el deseo de hacer eso. Con lo poderoso que puede ser ese deseo, y con lo lindo que es sentirlo.

Si hay una certeza mínima que se puede extraer del desconcierto generalizado que inmoviliza a los muy diversos espacios, organizaciones y discusiones de la izquierda crítica de la “era progresista”, es la sensación de que algo está pasando. Puntualmente, de que hay un modelo que fue muy valorable en algunos aspectos pero muy insuficiente en otros, y que ahora está llegando a su fin. De que estamos, digamos, en un momento bisagra. No me interesa meterme a discutir cómo se llama el modelo que se agota, aunque lo más intuitivo sea identificarlo gruesamente con los años mozos del Frente Amplio en el gobierno.

La verdad es que no sé si realmente está pasando algo. En general desconfío de esas percepciones difusas que al sentir que el piso se mueve y que no quedan certezas de las que aferrarse, pronostican un cambio inminente e inevitable. La mejor manera de asegurar la continuidad de las etapas históricas es remarcar su carácter pasajero poniéndolas en constante movimiento y bajo la posibilidad del cambio: miren que ya llega su hora, como vino se va, va a desaparecer y en su lugar vendrá otra. Si siempre está pasando algo, o si siempre algo está a punto de cambiar, entonces nunca pasa ni cambia nada. El piso que siempre se está moviendo, es el que nunca se rompe. ¿O acaso muchos de nosotros no vivimos toda nuestra vida en un mundo donde todo cambia constantemente, donde no hay nada seguro, y por eso mismo vivir en esa vorágine es la cosa más estable que conocemos?

Claro que estamos en un momento bisagra, pero no necesariamente porque algo está pasando, sino porque están dadas las condiciones para que algo pase, para que alguien, un sujeto político, lo haga pasar. No hago esta diferencia para tirármela de sutil, sino para enfatizar el papel que juega el sujeto en este rollo. No existe por sí mismo algo-que-empieza y algo-que-termina sin que aparezca un sujeto que irrumpa y marque una ruptura en la que algo se deja atrás y algo distinto se construye hacia adelante; o más bien, hacia otro lado. A esta altura parece tonto recordar que la inercia, la siempre tan falsa neutralidad, la cómoda resignación del “qué le vas a hacer”, del “está complicado”, llevan a la prolongación indefinida de las cosas tal como están.

Las ciencias sociales tienen que trabajar en ese proceso de subjetivación, de construcción de un sujeto que de su anomia saque su fuerza y rompa esta inercia de máquina en la que todo -incluido él mismo- funciona perfectamente por fuera, mientras está podrido por dentro. Por supuesto que la subjetivación y la ruptura son instancias materiales, que se hacen con la conciencia y con el cuerpo, y no el resultado de procedimientos científicos. Ahora bien, las subjetividades disidentes que emerjan de esas instancias serán mucho más potentes si se entraman con el pensamiento y el conocimiento que pueden aportar las ciencias sociales. Pero si vamos a pedirle al pueblo que piense, entonces también le tenemos que exigir a las ciencias sociales que sientan.

En definitiva, las ciencias sociales tienen que ayudarnos a hacer ese corte porque tienen todas las herramientas no solo para narrar lo que está pasando, sino para imaginar otros futuros posibles, para nombrarlos como una forma de convencernos de su posibilidad pero también de que no van a llegar solos por más que los esperemos (¿no es esa la gran enseñanza, la gran decepción que nos ha dejado el progresismo?). Y para todo esto, las ciencias sociales necesitan recuperar el deseo y el erotismo de su palabra, su sentimiento y su capacidad de hacer sentir; pero también recuperar la fuerza política y material de su palabra, sus pies y sus manos, su corazón latiendo. Que deje de ser la mercancía frígida en la que la hemos convertido y libere su potencia contenida para decirnos qué nos pasa y qué tenemos que hacer. Y hacerlo.

Todavía nos falta pensar mucho sobre cómo bajar a tierra estas intenciones: qué acciones tomar, en concreto, para generar esos espacios de construcción de subjetividades y colectivos disidentes. Entre todos los campos en los que pueden surgir respuestas a esta pregunta (desde el arte a la militancia sindical), quienes queremos contribuir desde las ciencias sociales, tenemos que manejar la tensión entre caer en argumentos anti intelectuales esencialistas que lleven a su disolución, y las defensas del vanguardismo científico en el que élites despegadas del resto compiten entre sí y acumulan poder y prestigio. Ambas posturas inhiben todo el potencial político que tiene pensar, decir y actuar sobre la realidad con el fin de transformarla.

 

* Sociólogo. Integrante del colectivo entre.

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