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  • Por: Agustín Cano

México: dolor y pueblo


Fotografía: Rodolfo Angulo (Agencia Cuartoscuro México)

No hay otra forma de comenzar a narrar una catástrofe que no sea en primera persona. Dónde estábamos cuando comenzó el sismo, qué sentimos, qué atinamos a hacer, son el tipo de cosas que nos contamos atropelladamente, luego de abrazarnos, apenas nos reencontramos con los amigos. Ese conjunto de detalles (habíamos bajado a comer a la fonda de la cuadra, recién nos habían traído el consomé, Emilio ya estaba en su sillita manipulando una tortilla) se fijan en la memoria con la fuerza de quien se aferra a una orilla. Como si necesitáramos suturar una continuidad ordinaria que el sismo rompió y que, al reunirla, nos confirmara vivos.

Por lo cercano del epicentro del terremoto, cuando sonó la alerta sísmica ya estábamos inmersos en cementos movedizos. Lo primero que sentimos fue como si un gigante durmiente sobre el que habíamos estado sentados se desperezara de repente y nos levantara como una ola. Dimos un salto, arrancamos a Emilio de su asiento y procuramos llegar hasta el centro de la calle que en ese momento parecía una cinta transportadora desquiciada. Aunque lo que nos podía tragar era el suelo, mirábamos para arriba preocupados por el movimiento de los postes de luz y su maraña de cables, el vaivén de los altos edificios a ambos lados y la posibilidad de la caída de objetos de las azoteas o desprendimientos de las construcciones. El temblor duró menos de un minuto pero se trata de una medida engañosa. No es lo mismo un minuto cualquiera que un “minuto escala Richter” en el que caben todas las crónicas, la mayor desesperación y dos posibilidades finales. Cuando cesó, dirigimos nuestras piernas temblorosas a la esquina, hasta los canteros de la avenida lejos de las torres. Una vez se apagó la sirena antisísmica empezamos a escuchar llantos, alarmas de autos, gritos de gente llamándose. No había señal de teléfonos, se había cortado la luz y bastaron pocos minutos para darnos cuenta de cuan dependientes somos de los celulares e internet. La gente deambulaba por la calle con los teléfonos alzados, buscando señal como quien caza mariposas. Más consciente que nosotros de la necesidad de reunir víveres para lo que pudiera venir, Emilio nunca había soltado su tortilla.

* * *

Todo lo que sigue luego del temblor ya se narra, en lo principal, en tercera persona y se erige sobre una suerte de recimentación social que el sismo provoca cuando descubrimos que, por lo pronto, allí estamos echados a nuestra suerte. En lo inmediato la escala es vecinal. Nosotros nos apoyamos en la generosidad de Lola, el sentido práctico de Pariente, la calma imperturbable de Don Mario, el pozole de Xochi, el abrazo con una vecina a la que antes apenas saludábamos con un cabeceo austero. Y así en cada edificio, en cada cuadra, en cada colonia, por toda la ciudad, forjando una trama solidaria tan expansiva como las ondas sísmicas. Todos quienes han escrito sobre el tema destacan lo mismo y sin embargo no se trata de un lugar común, sino más bien de un común asombro y una común emoción ante la inmediata capacidad de autoorganización popular para asistir a los rescates con varias horas de antelación respecto a la respuesta oficial, y a su vez solucionar el conjunto de problemas prácticos que se suscitan cuando en medio de una catástrofe una ciudad de 22 millones de habitantes queda sin luz, sin agua, sin teléfono y sin semáforos.

En su primer comunicado el presidente Peña Nieto pidió a la gente que se quedara en su casa. Es probable que el anuncio animara a salir a los pocos que no lo hubieran hecho ya. Lo cierto es que por las calles transitaban ríos de gente en todas direcciones. De inmediato jóvenes y adolescentes, que parecían haber estado preparados desde siempre, se hicieron cargo de ordenar el tránsito (hay que conocer Ciudad de México para calibrar en su justa medida esta tarea) posibilitando el avance de las ambulancias y los camiones con cuadrillas de obreros que abandonaron las obras en que trabajaban para dirigirse a los edificios derrumbados.

Un terremoto provoca una repentina comprensión de nuestra insignificancia ante las fuerzas de la naturaleza. Algo que se produce como experiencia antes que como conciencia razonada. De modo similar sucede con el sacudón social que se desató a partir del sacudón telúrico. Con razón Castoriadis llamó “magma” a la totalidad abierta de significaciones imaginarias desde las que la sociedad humana se crea y recrea (instituye) a sí misma.

Como una suerte de verificación empírica intempestiva de las tesis de Kropotkin sobre el “apoyo mutuo” como motor de la evolución, la ciudad se convirtió en un inmenso laboratorio de autogestión solidaria. Colapsada la maquinaria de la normalidad, abombado el Estado, emergió la respuesta social organizada caóticamente desde el principio de “a cada uno según sus necesidades urgentes y de cada uno según sus posibilidades solidarias”. Los Topos (organización de rescatistas surgida en el terremoto de 1985 que los mexicanos consideran como una suerte de ángeles de la guarda) organizan de inmediato el rescate de sobrevivientes en los edificios derrumbados. Los centros de acopio se colman de alimentos, agua y medicamentos. Los donantes de sangre rebasan las posibilidades de respuesta de los hospitales. Los vecinos arman brigadas para cuidar del pillaje a los edificios que debieron ser evacuados (a las tesis darwinistas tampoco le faltan defensores). Un grupo de técnicos informáticos diseñan la plataforma digital #Verificado19S cuyo sistema de actualización colaborativa permite limpiar de errores, sistematizar y difundir al instante la información sobre necesidades de voluntarios, herramientas o medicinas en derrumbes, albergues y centros de acopio.

Las filas de voluntarios para ayudar a los rescatistas se extienden por más de una cuadra en cada edificio caído. Por allí pasan hombres y mujeres de todas las edades ofreciendo agua, café, pan y frutas a los voluntarios. De boca en boca circula la información sobre lo que pasa en el derrumbe (“a la una es el cambio de turno”, “ya llegó el ejército, no nos dejarán entrar”, “apaguen los cigarrillos que hay fugas de gas”). De boca en boca por toda la fila circula el llamado a determinados especialistas (obreros calificados, ingenieros, analistas de estructuras). A mi lado hay una socióloga y un estudiante de filosofía. “¿Sirven analistas de estructuras sociales?”, bromeamos, mientras nos prometemos estudiar “algo útil” en el futuro. De una camioneta sin identificación entregan guantes y botas. Mientras la cadena Walmart lucra con ventas extraordinarias, una tlapalería de barrio entrega herramientas gratis a los voluntarios. Por la calle pasan las cuadrillas de bicicletas y motos llevando y trayendo encomiendas. También hay una de skaters compuesta por chavos que no superan los 15 años. Un vecino abre la puerta de su casa y ofrece baño, internet y luz para cargar celulares. En la vereda de enfrente, un restaurante pone en la vereda una mesa con jugos y tortas. Más allá un taller ofrece reparación gratuita de las bicicletas de los voluntarios. A pocas cuadras de allí, en uno de los albergues, en medio de un trajín de hormiguero, un grupo de mariachis, ataviados con sus ropas típicas aporta lo suyo entonando clásicos del género.

La universidad pública está a la altura de las circunstancias. En Ciudad Universitaria la UNAM organiza, instruye y equipa brigadas que parten para los sitios afectados en la capital, pero también a Puebla y Morelos. Hay brigadas de ingenieros y arquitectos evaluando los edificios dañados. Se habla de miles de construcciones con daño estructural. La ciudad se ha vuelto una trampa y la actividad de los ingenieros se asemeja a la de los rastreadores de minas luego de una guerra. Hay brigadas de médicos y psicólogos recorriendo las zonas afectadas, atendiendo en los albergues, trabajando con los niños. Hay brigadas de veterinarios y bufetes jurídicos. Estudiantes de la UAM y la UNAM arman un mapa de empresas con edificios dañados que pretenden seguir funcionando exponiendo a sus trabajadores. Los estudiantes son fuerza motriz principal de la solidaridad. Las asambleas estudiantiles se multiplican por las facultades y resuelven no reanudar las clases para seguir trabajando en las brigadas. “Nadie a las aulas todos a las calles”, gritan. En la Facultad de Filosofía y Letras una pancarta dice: “Nuestra arma es la solidaridad, no volveremos a tu normalidad”.

Cuando reaccionó, el Estado intentó primero contener y finalmente controlar la respuesta social. Al cuarto día ya había ocupado militarmente los sitios de los derrumbes, y llegó a reprimir a los voluntarios que intentaban impedir el uso de maquinaria pesada que el gobierno se apresuró a querer utilizar contrariando lo indicado en los protocolos de rescate. El caso de mayor confrontación se dio en el derrumbe de una fábrica textil en la Colonia Obrera. Allí fue la Brigada Feminista la que se puso al hombro el apoyo a las tareas de rescate así como la denuncia de la situación de dicha textil en la que trabajaban muchas mujeres indocumentadas de origen chino y centroamericano. La Brigada Feminista exigió una lista de las mujeres allí empleadas así como planos confiables del lugar, información que nunca apareció, todo lo cual plantea la posibilidad de estar ante un caso de trata de personas. La textil de la calle Chimalpopoca se volvió un símbolo para el movimiento social mexicano por guardar tristes reminiscencias respecto al sismo de 1985. En aquella oportunidad murieron más de mil costureras atrapadas entre los escombros de fábricas hacinadas de gente y maquinaria. No se sabe aún cuantas mujeres estaban trabajando en la textil al momento de su colapso el 19 de setiembre pasado. Los desastres naturales no son tan naturales como parece. Es desolador comprobar que 32 años después nada ha cambiado.

El derrumbe de la textil y la muerte de un número indeterminado de costureras no fue un tema priorizado por los grandes medios de comunicación, en particular los gigantes Televisa y TV Azteca. En consonancia con el comportamiento de los gobernantes que buscaban capitalizar políticamente la tragedia y se paseaban ante las cámaras con sobreactuada afectación e impolutos cascos amarillos, los grandes medios buscaron sacar provecho también y se sumergieron en una miserable competencia por el raiting. Nada como una situación extrema para comprobar los alcances del concepto empresarial de la libertad de prensa. El punto más alto de esta dinámica perversa fue el invento, pergeñado por Televisa y la Marina mexicana, de un supuesto rescate de una inexistente niña (a la que bautizaron marketineramente como “Frida Sofía”) en el derrumbe del Colegio Rébsamen. En medio del drama real que vivían las familias de esos niños, Televisa, al parecer con pescado podrido que le vendió la Marina, transmitió durante más de 20 horas cada detalle del “rescate” al que llegó a denominar como “el símbolo de México”. La mentira, insostenible, se derrumbó al fin, pero para entonces Televisa había tenido récord de audiencia en todas las horas que duró el falso rescate. ¿A quién se le puede ocurrir hacer algo así? No es difícil imaginar a un alto CEO de la mega-empresa mediática, uno de esos que ven oportunidades allí donde los demás ven tragedia, ideando la estrategia en su cabeza exitosa y su espíritu arrojado, paladeando el pico de rating, negociando con la Marina un acuerdo del tipo “todos ganan”. Así lo sugiere la presencia de Pedro Torres, productor estrella de Televisa, dentro de la zona de exclusión del colegio colapsado, vistiendo chaleco policial.

Mientras todo esto pasaba en el universo paralelo de políticos, militares, televisoras y comedidos televidentes, en las calles se sigue dibujando un paisaje social que combina destrucción, dolor, rebeldía, belleza y caos. La gente desbordó el Estado para autogestionar la sociedad. Imagino que un estallido revolucionario debe estar compuesto por escenas muy parecidas a las sucedidas en los derrumbes, los refugios, los centros de acopio, las redes de información alternativa, las calles. Otros, antes, ya se habían maravillado ante este fenómeno que marcó a fuego a quienes vivieron el terremoto de 1985. Carlos Monsivais escribió entonces: “Son las multitudes que en la primera jornada de solidaridad se vieron forzadas a organizarse por su cuenta, la autogestión que suplió a una burocracia pasmada” [1]. Y Elena Poniatowska dijo: “nació la certeza de que la gente podía ejercer el mando, de que la sociedad era capaz de responsabilizarse de sí misma, tomarse de la mano, resolver problemas inmediatos” [2]. Peligrosa certeza: se entiende la preocupación de los gobernantes porque la gente se quedara en la casa, por dispersar a los voluntarios, controlar todo eso, volver a la normalidad.

Comprobada la crisis de legitimidad del régimen político mexicano, y comprobada la capacidad de autogestión de la sociedad, la pregunta que se cae de madura es ¿cómo hacer para que el acontecimiento social desatado por el sismo no se agote en sí mismo y tenga canales de continuidad? En cualquier caso, el 19 de setiembre de 2017 marcará a fuego a una generación de jóvenes que salió masivamente a las calles y los escombros. El tiempo dirá si, además, posibilita una transformación cualitativa en las posibilidades articulatorias de la heterogeneidad fragmentada de los colectivos y las organizaciones populares mexicanas y demás expresiones de la potencia que el sismo liberó.

Mientras tanto, los padres y madres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en medio de las movilizaciones por los 3 años de la desaparición de sus hijos, viajan a Ciudad de México a colaborar con los rescates. Las vidas atrapadas en los escombros de edificios cuya fragilidad el gobierno se apura en tapar son las mismas que las de los estudiantes desaparecidos, tapados también por la “verdad oficial”. Hay un México del abajo para el que todas las vidas son la misma vida porque es la misma, también, la impunidad.

Nada podemos hacer para evitar que la tierra tiemble pero sí para terminar con la ambición criminal de la especulación inmobiliaria que construye edificios que se convierten en trampas mortales, la corrupción que lo posibilita, la impunidad que lo resguarda y la rosca empresarial que vuelve a lucrar con tragedias que se podrían haber evitado. Sea como sea el movimiento que algún día ponga fin a la infamia del capitalismo en el mundo, será arraigado en las fuerzas sociales que el sismo del 19 de setiembre desató en México, o no será.

* Uruguayo residente en México. Integra el Consejo Editor de Hemisferio Izquierdo.

Notas:

1) Carlos Monsiváis: “Tras el sismo, manipulación, autoritarismo, minimización” (Revista Proceso, Nº465, 30/09/1985).

2) Elena Poniatowska: “Nada, nadie, las voces del temblor” (México, ediciones Era, 1988).

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