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  • Tamara Lajtman*

Enemigos «made in USA». Nuevas amenazas y seguridad militarizada en América Latina

Imagen: "Is This Tomorrow", Catechetical Guild Educational Society de St. Paul, Minnesota, 1947

La construcción político-ideológica de la figura del comunista subversivo, base de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), influyó de manera definitiva en la vida política de América Latina entre las décadas de 1960 y 1980. La larga lista de golpes de Estado, protagonizados por las fuerzas armadas locales estuvo imbricada, en distintos niveles, por las prerrogativas de Washington en su obsesión por contener la “amenaza comunista” en el continente. Se articularon desde alianzas formales como el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, 1947), que habilita la injerencia militar de EEUU, y la ayuda económica bajo la retórica del desarrollo de la Alianza para el Progreso (1961); hasta planes más encubiertos como la alianza represiva internacional conocida como Operación Cóndor, llevada a cabo bajo cobertura y la asesoría de la CIA, y el adestramiento en técnicas de tortura y contrainsurgencia de militares latinoamericanos en la Escuela de las Américas.

Con la desarticulación del bloque soviético y la consolidación de la hegemonía mundial de Estados Unidos –abriendo camino para un nuevo momento del capitalismo– la construcción político-ideológica del enemigo bajo el paraguas de la DSN fue perdiendo su carácter de elemento cohesionador. En paralelo a la consolidación del neoliberalismo y los procesos de redemocratización de los años noventa se definían las llamadas “nuevas amenazas”: narcotráfico, terrorismo, migración, pobreza, desastres naturales, etc [1].

Un análisis de los documentos Santa Fe (documentos programáticos elaborados por un grupo de asesores del Partido Republicano sobre las relaciones de EE.UU. con América Latina) nos muestra cómo va evolucionando la construcción ideológica de las amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos en paralelo a los enfoques de las políticas de seguridad desarrolladas para América Latina. Así, Santa Fe I, de 1980, se fundamenta en el peligro comunista; en Santa Fe II, de 1988, además del comunismo, el narcotráfico y el terrorismo ocupan lugar central; hasta Santa Fe IV, de 2000 que incluye dentro de las amenazas multidimensionales al “narcoterrorismo” y a la “democracia populista” [2].

En 1980, en vísperas de la asunción de Ronald Reagan (1981-1989) es elaborado el Santa Fe I, “Las relaciones interamericanas: Escudo de la seguridad del nuevo mundo y espada de la proyección del poder global de los Estados Unidos de América”, por un grupo de ultraconservadores del Partido Republicano compuesto por civiles y militares inconformes con la administración demócrata de James Carter (1977-1981).

“El continente americano se encuentra bajo ataque”, sentencia el documento. “América Latina, la compañera y aliada tradicional de Estados Unidos está siendo penetrada por el poder soviético. La Cuenca del Caribe está poblada por apoderados soviéticos y delimitada por Estados socialistas”. Frente a la expansión de la influencia soviética, las propuestas se basan en el estímulo a acuerdos de seguridad regional y el reconocimiento de la vinculación integral entre la subversión interna y la agresión externa. Para ello, “el Comité de Santa Fe insta a que Estados Unidos tome la iniciativa estratégica y diplomática, revitalizando el Tratado de Río [TIAR] y la Organización de Estados Americanos, proclamando de nuevo la Doctrina Monroe, estrechando los nexos con los países claves, y ayudando a las naciones independientes para que sobrevivan a la subversión”. A modo de cierre, infiere que “América Latina es vital para Estados Unidos: la proyección del poder mundial de Estados Unidos siempre ha descansado en un Caribe cooperativo y en una América Latina que ha brindado apoyo”.

En 1988, previamente a la llegada al gobierno de George Bush “padre” (1989-1993) es lanzado el Santa Fe II “Una estrategia para América Latina en los 90” como continuación de las reflexiones del documento anterior. En este momento, además de la amenaza comunista, el narcotráfico, el terrorismo y la inmigración aparecen como factores de desestabilización de los “regímenes democráticos latinoamericanos” que afectan a Estados Unidos. Aquí, vemos como se anticipa, por ejemplo, lo que vendría a ser el Plan Colombia (1998) en la década siguiente:

“Nicaragua y Cuba, Estados satélites de la Unión Soviética en el Hemisferio, se han involucrado en el narcotráfico y establecido relaciones posiblemente dominantes y de cooperación con la mafia que se dedica a las drogas en Colombia. Los vastos recursos que produce el narcotráfico han aumentado la capacidad de la amenaza subversiva, más allá de lo que se concibió inicialmente. La posibilidad de tener que involucrar las fuerzas militares norteamericanas para combatir está públicamente expuesta ante comités del Congreso”.

El documento también se dedica a evaluar y hacer recomendaciones sobre las cuestiones económicas, afirmando que “EEUU debería estimular tanto a través de programas públicos como privados el desarrollo de la empresa privada en América Latina y hacer intentos por acelerar la privatización de las industrias paraestatales”; recomendación que se traduciría en los postulados básicos del Consenso de Washington.

Durante las gestiones de Reagan y Bush la política exterior hacia América Latina se va redefiniendo y el narcotráfico empieza a aparecer el enemigo por excelencia. De hecho, una de las primeras acciones armadas a finales de la Guerra Fría con el argumento de lucha contra el narcotráfico fue la invasión a Panamá en 1989 de forma unilateral por Estados Unidos. Pero la cuestión del narcotráfico, aunque haya marcado la securitización de las políticas antinarcóticos, no tiene el mismo poder simbólico que el comunismo ni tampoco significa una amenaza mínimamente creíble al sistema, sino todo lo contrario. A pesar de su carácter ilegal, es una actividad altamente rentable que, en América Latina, y en cualquier parte del mundo, se articula con la economía formal.

Con los fines declarados de marcar la hoja de ruta de la administración republicana siguiente, en Santa Fe IV, del 2000, se afirma que una cuestión clave para la discusión de la seguridad hemisférica es identificar cual es la amenaza. “Como se discutió en Santa Fe I, II y III, antes Estados Unidos enfrentaba una amenaza relativamente definida, que era comprensible para el americano medio. En la actualidad, esta amenaza se ha vuelto infinitamente más complicada y difícil de definir”. Desde esta perspectiva, el documento se basa en el diagnóstico de la declinación de EEUU sintetizado en “las nueve D”: defensa, drogas, demografía, deuda, desindustrialización, democracia populista posterior a la Guerra Fría, desestabilización, deforestación y declinación de Estados Unidos. A lo largo de todo el escrito se critica la administración demócrata de Bill Clinton (1993-2001) por el “abandono” de la región –léase, dominación disfrazada de multilateralismo, enfocado principalmente en el control de la política económica de los países de la región vía FMI y Banco Mundial– expresado, por ejemplo, en la devolución del Canal de Panamá y la dispersión del ejército en “misiones marginales”.

El documento pone especial énfasis en el hecho de que “los soviéticos han sido reemplazados por los narcoterroristas” (así de caricaturesco), afirmando que:

“El narcoterrorismo es una simbiosis mortal que desgarra los elementos vitales de la civilización occidental, no sólo de Estados Unidos. Más aun, desde sus comienzos relativamente modestos hace unas décadas, el narcoterrorismo se ha vuelto cada vez más global en su naturaleza, convirtiéndose en una herramienta y un arma predilecta esgrimida contra Occidente por sus enemigos jurados. Para las sociedades cómodas, tolerantes y absortas en sí mismas, es una revelación difícil de aceptar el hecho de que tienen enemigos”

Terrorismo como nuevo (renovado) horizonte de confrontación

Los atentados a las Torres Gemelas y al Pentágono en 2001 (11-S) marcaron un punto de inflexión que dio lugar a un nuevo ciclo hegemónico imperial. La figura del enemigo a nivel global se traslada definitivamente a la figura del terrorista que, anclada a la concepción de guerra preventiva, parte de un principio de que todos son potencialmente sospechosos [3]. El terrorismo como nuevo horizonte de confrontación abre espacio para la construcción de imaginarios sustentados en la idea de un enemigo potencial siempre circundante y “se funda en el contrafáctico de lo no ocurrido pero que potencialmente podría ocurrir. Tomando como verdadero lo hipotético, la acción anticipatoria aparece entonces como una ‘corrección’ de la historia” (Bonavena y Nievas, 2012:15).

Paul Pillar, ex miembro de la CIA y antiguo oficial del Ejército de los Estados Unidos experto en contraterrorismo afirma que: “La amenaza de un ataque terrorista es en sí misma terrorismo. Además, la mera posibilidad de ataques terroristas, incluso sin amenazas explícitas, es un problema de contraterrorismo. De hecho, una de las partes más molestas de ese problema se refiere a los grupos que todavía no han llevado a cabo operaciones terroristas (o tal vez ni siquiera se han convertido en grupos) pero puede ejecutar ataques terroristas en el futuro” (Pillar, 2005: 21).

En definitiva, se trata del establecimiento de una línea borrosa entre amenazas “reales” y “potenciales” en que “todos” –y en cualquier lugar del tiempo y del espacio– pueden ser considerados enemigos justificando políticas de unilateralismo radical cuyo instrumento más frecuente son los ataques anticipatorios.

“Nuevas amenazas” y seguridad militarizada en América Latina

La guerra antiterrorista a nivel internacional y la guerra contra el crimen en el interior de los Estados se entrelazan como medios de control global que habilitan el escenario bélico y facilitan las formas más radicales de la violencia represiva (Calveiro, 2012). Se proyectan escenarios de miedo e inseguridad que se insertan en la subjetividad de los colectivos sociales justificando la securitización de todas las esferas de la vida. Ahora bien, la dificultad que implica una definición conceptual del terrorismo debe ser considerada como parte de su funcionalidad a las formas hegemónicas de acumulación de capital [4]. Como explica Pilar Calveiro, “la imprecisión en la definición del terrorismo, su vaguedad y su amplitud no son un error, sino la clave para poder incluir en la acusación de terroristas desde grupos insurgentes con prácticas e ideologías variadas hasta actividades completamente pacíficas” (Calveiro, 2012: 81).

Fue principalmente por medio del Plan Colombia que Estados Unidos impulsó los lineamientos generales de seguridad para la región en el siglo XXI, organizando el flujo de asistencia militar y asistencia “para el desarrollo”[5]. A partir de un enclave inicial en la zona andina (PC, 2000; Iniciativa Regional Andina, 2002), y una posterior irradiación hacia el norte, vía México (Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, 2005; Iniciativa Mérida, 2008) posibilitando el control de América Central y el Gran Caribe (Iniciativa Regional de Seguridad para América Central-CARSI, 2011); y hacia el sur del continente, con Paraguay como epicentro.

Por su carácter de “modelo”, es fundamental considerar que la concepción original del Plan Colombia como herramienta antinarcóticos fue siendo reorientada durante las administraciones Bush y Uribe hacia un abordaje contrainsurgente (con todo lo que eso significó para el conflicto interno colombiano). Así, las FARC dejaron de ser consideradas como movimiento insurgente a ser designadas como un grupo terrorista financiado por el tráfico de drogas.

En la fusión de los esquemas de antiterrorismo y guerra contra el crimen organizado, más específicamente el narcotráfico que –como ya expresaba Santa Fe VI– tiene su condensación más acabada en la figura del “narcoterrorismo”, va a pautar las políticas de seguridad militarizadas que involucran dimensiones tales como reformas legales que facilitan la utilización de las FF.AA. para la manutención de orden interno, la promulgación de leyes antiterroristas, la “necesidad” de cooperación internacional, la concepción de “Estado fallido” y las “zonas de emergencia”. Es en este contexto que se registran los picos más importantes de personal militar entrenado por EEUU (22.855 en 2003 y 25.304 en 2007) y de asistencia militar y policial (2,083,685,967 dólares en 2007) [6].

Desde esta construcción política e ideológica es que se asimilan (y aquí los medios tienen importante fundamental) las tácticas violentas de la delincuencia a las de terrorismo o la subversión política, como una forma encubierta para criminalizar al enemigo como “narcoterrorista” o “narcoinsurgente”, ambas categorías utilizadas por Hillary Clinton para referirse, por ejemplo, a la violencia en México (Fazio, 2016). Asistimos pues, a una “mágica transformación de líderes del negocio de la droga, traficantes de armas, gángsters y guerrillas en objetivos de la guerra de los Estados Unidos contra el terrorismo” (Loveman, 2010: 22). Esa “confusión” entre narcotráfico e insurgencia ha contribuido para la criminalización e incremento de la violencia contra distintas formas de organización política y social, principalmente frente a disputas territoriales en zonas estratégicas en términos de recursos naturales.

Ahora bien, mientras que por un lado se profundizaron políticas más ofensivas de seguridad militarizada; por el otro la apertura del ciclo de gobiernos progresistas obstaculizó, en mayor o menor grado, importantes intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos en la región. En este contexto, la amenaza del “populismo radical” va siendo dibujada en términos de producción de sentido que orienta las acciones de política externa. “Estas amenazas tradicionales se complementan ahora por una amenaza emergente mejor caracterizada como populismo radical” declara general James T. Hill, jefe del Comando Sur, ante el Comité de las Fuerzas Armadas de la Cámara de Representantes del Congreso estadounidense en marzo de 2004. Como ejemplos se refirió a Haití, Venezuela y Bolivia, donde líderes radicales han promovido un sentimiento antiestadounidense [7].

Pese o lo mucho que se celebró en su momento el “poder blando” de la administración Obama, que apostaba en la política las «Tres D» (Diplomacia, Defensa y Desarrollo) en lugar de estrategias de “poder duro” (como si la historia no mostrara que son ámbitos totalmente entrelazados de la política de EEUU para AL), lo cierto es que Obama hace suya la propuesta de la Reforma del Sector de Seguridad (Security Sector Reform), planificada desde el gobierno Bush, profundizando la interconexión entre el Departamento de Estado, el de Defensa y la asistencia para el desarrollo, que en la práctica marcó importantes signos de continuidad con las nociones y esquemas de seguridad de la administración anterior (Romano, 2017). De la mano del “poder blando” también vinieron episodios de “golpismo blando”. Al golpe contra Chávez en 2002 se sumaron la injerencia y desestabilización de Bolivia (2008) y Ecuador (2010), los golpes en Honduras (2009) y Paraguay (2012) y, más recientemente, la destitución de Dilma Rousseff y la ofensiva en Venezuela. No se trata de obviar las dinámicas internas de cada caso afirmando que todo se orquesta desde Washington, pero sí de tener presente que en todos estos casos las agencias e instituciones del gobierno estadounidense operaron en diferentes niveles. No es mera coincidencia el hecho de que la Embajadora de Estados Unidos en Paraguay al momento previo a la destitución de Lugo, Liliana Ayalde, también estuvo como embajadora en Brasil en la coyuntura del impeachment a Dilma y actualmente es la Vice Jefa Civil del Comando Sur.

A la lucha contra las drogas, el terrorismo y el “populismo radical” se le suma una supuesta vulnerabilidad en cuestiones ambientales, que viene justificando desde hace años la “necesidad” de la presencia de militares estadounidenses en todo el continente para capacitación de las fuerzas armadas locales (léase adoctrinamiento) y distintos planes de cooperación militar. En declaración ante el Congreso en abril de 2017, el Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt Tidd, llama la atención de que además del desafío planteado por las redes del crimen organizado, “América Latina y el Caribe también son vulnerables a los desastres, incluyendo terremotos, huracanes, sequías y el brote de enfermedades infecciosas con potencial de impacto secundario en los Estados Unidos”[8].

Luego de 58 años de inactividad, en 2008 asistimos a la reactivación de IV Flota, comandada por el gigantesco portaaviones George Washington, para patrullar el litoral atlántico con “fines humanitarios” y de control del terrorismo y el narcotráfico. En paralelo a ello, se empiezan a instalar, con financiamiento del Programa de Asistencia Humanitaria del Comando Sur, una serie de pequeños Centros de Operaciones de Emergencias (COE) para la ayuda humanitaria y respuesta a desastres naturales que sustituyen (o funcionan en paralelo a) las tradicionales bases militares.

El caso de Perú es alarmante por la gran cantidad de centros esparcidos por el país (15 hasta enero de 2017[9]) en zonas que se destacan por la profundización de la actividad minera y la irrupción de conflictos socioambientales. En febrero de 2014 es instalado un COE en Paraguay (Santa Rosa del Aguaray, departamento de San Pedro) en una zona donde no se ha registrado ningún tipo de desastre natural pero que se viene llevando a cabo una importante disputa territorial encabezada por las organizaciones campesinas y sintierras. Otros países en la región que cuentan con este tipo de instalaciones son Haití, El Salvador, Nicaragua y Honduras. Sobre la dificultad de recabar información sobre estas instalaciones, es importante tener en cuenta que una característica importante de la asistencia de bajo presupuesto (pero no bajo impacto) es que deja las relaciones militares entre EEUU y los países latinoamericanos cada vez más en las “sombras” dificultado el monitoreo social [10].

Recientemente, en junio de 2017, el Comando Sur realizó un importante ejercicio en el Caribe, nada menos que en frente a las costas de Venezuela. Según comunicado oficial, el ejercicio Tradewinds 2017 se constituye como maniobra multinacional de seguridad marítima y respuesta a desastres naturales en el Caribe [11].

No hay que perder de vista que los múltiples acuerdos en materia de seguridad, la asistencia vía USAID, el patrullaje permanente de los océanos, maniobras militares, entrenamiento de las fuerzas armadas y policiales locales, etc., están acompañados por tratados de libre comercio (TLCs con Perú, Colombia; TLCAN entre México, EEUU y Canadá, Alianza del Pacífico) y megaproyectos de reorganización territorial (PPP-Proyecto Mesoamérica, IIRSA-COSIPLAN). Dimensiones que no se pueden comprender de forma aislada, sino que como parte un mismo proceso de dominación de espectro completo [12]. Todo eso en medio de la reconfiguración del tablero geopolítico latinoamericano donde emergieron un sinnúmero de movimientos sociales de corte anti-neoliberal y distintas experiencias de gobiernos progresistas, más o menos (o nada) “amenazantes” al sistema hegemónico de acumulación de capital; y, por supuesto, el rol de China como gran rival de la potencia hegemónica.

Como bien adelantaban Paul Sweezy y Paul Baran (1985) en el contexto de la Guerra Fría sobre la necesidad de manutención de un gigantesco complejo militar-industrial en Estados Unidos, más allá de hacer frente a la supuesta agresividad de la Unión Soviética (del Eje del Mal, o de cualquier “nacional-populismo enemigo de la democracia”) de lo que se trata es de mantener el control monopolista de las fuentes externas de provisiones de recursos naturales y de los mercados externos. El “curso normal” del desarrollo y la seguridad nacional estadounidense estuvieron (y están) en la manutención del orden establecido por las grandes corporaciones multinacionales y el control de recursos naturales estratégicos. De ahí la necesidad de asegurar el orden interno de los Estados latinoamericanos teniendo siempre “amenazas” y “enemigos” que habilitan distintos niveles de injerencia, en alianza con las oligarquías locales, según la “necesidad de la ocasión”.

* Tamara Lajtman es investigadora en formación de Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC-UBA) y forma parte del consejo editorial de Hemisferio Izquierdo.

Notas

[1] A nivel de relaciones interamericanas, la Declaración Sobre la Seguridad en las Américas (OEA, octubre de 2003) presenta una visión de seguridad hemisférica que tiene la multidimensionalidad como concepto articulador. Así, a las “amenazas tradicionales” se suman las “nuevas amenazas” que incluyen que aspectos políticos, económicos, sociales, de salud y ambientales.

[2] El documento Santa Fe III fue de circulación interna. Ver versiones traducidas al español en:

[3] Ver la Estrategia de Seguridad Nacional (ESN), publicada por la Casa Blanca en setiembre de 2002. Un análisis sintético de este documento en: https://www.agendainternacional.com/numerosAnteriores/n3/0307.pdf

[4] Desde una maraña de caracterizaciones del terrorismo, nos acercaríamos a la definición de Schmid y Jongman: “El terrorismo es un método productor de ansiedad basado en la acción violenta repetida por parte de un individuo o grupo clandestino o por agentes del estado, por motivos idiosincrásicos, criminales o políticos, en los que, a diferencia del asesinato, los blancos directos de la violencia no son los blancos principales. Las víctimas humanas inmediatas de la violencia son generalmente elegidas al azar de una población blanco y son usadas como generadoras de un mensaje” Ver: Schmid, A. and Jongman, A. (1988) Political Terrorism: A new guide to actors, authors, concepts, data bases, theories, and literature, Amsterdam: North-Holland Publishing Company, p28

[9] Datos del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica (OLAG)

[10] Ver informe “Hora de escuchar: tendencias en asistencia de seguridad de los EEUU hacia América Latina y el Caribe”. WOLA, Washington DC, 2013 http://www.elcorreo.eu.org/IMG/pdf/Hora_de_Escuchar.pdf

[12] Ver Ceceña, Ana Esther (2014) “La dominación de espectro completo sobre América” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=180149

Referencias bibliográficas

Baran, Paul y Sweezy, Paul (1985) “La absorción de excedentes, militarismo e imperialismo” en El capital monopolista, pp. 143-173. México: Siglo XXI

Bonavena, Pablo y Nievas, Flabián (2012) “La guerra contrainsurgente de hoy” en Revista Pacarina del sur nº 10. Disponible en http://www.pacarinadelsur.com/home/abordajes-y-contiendas/368-la-guerra-contrainsurgente-de-hoy

Calveiro, Pilar (2012) Violencias de Estado: La guerra antiterrorista y la guerra contra el crimen organizado como modo de control global. Buenos Aires: Siglo XXI

Loveman, Brian (2010) “Prefacio” en Loveman, Brian (ed.) Adictos al fracaso. Políticas de seguridad de Estados Unidos en América Latina y la Región Andina. Santiago de Chile: LOM Ediciones

Pillar, Paul (2006) “Las dimensiones del terrorismo y del contraterrorismo” en Howard, R. y Sawyer, R. Terrorismo y contraterrorismo. Comprendiendo el nuevo contexto de la seguridad. Buenos Aires: Instituto de Publicaciones Navales

Romano, Silvina (2017) “La «Nueva Alianza» de Obama para América Latina: poder blando y poder duro en acción”, Universidad de La Habana [online] n.283, pp. 59-78

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