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  • Mariana García Grisoni*

Economía feminista: una y muchas. Reflexiones sobre mujeres y economía. La vida misma en el centro d


Imagen: "Mujeres peinándose" por Diego Rivera

Cada sociedad es hija de su historia. No es posible entender nuestro presente sin dar una mirada por el espejo retrovisor y, cuando lo que buscamos es entender cómo es posible que exista y subsista este sistema, violento y opresivo, capitalista y patriarcal, hace falta mucha historia. Vivimos en tiempos de inmediatez, donde cada segundo parece convertirse en eternidad, donde el tiempo se vuelve cada vez más etéreo. Es en estos tiempos cuando se hace todavía más urgente darnos un paseo por nuestra propia existencia, revisar nuestra historia, decodificarla, reflexionarla, pasarla por nuestros cuerpos, (re)(de)construirla.

Entonces, parece obligado para entender este sistema, volver al origen, a las bases en las que se gestó, observar qué fue lo que destruyó, sobre qué cenizas se erigió para volverse tan fuerte. El capitalismo conoció la luz en un momento en que el mundo atravesaba una profunda transformación, se resquebrajaba el sistema feudal y comenzaba a aflorar un nuevo ordenamiento productivo y social. En simultáneo se gestaba también otro proceso, como consecuencia, contracara y sustento de ese proceso que Marx denominó acumulación originaria. Se gestaba la instauración de una nueva forma de división sexual del trabajo[1]. Ese proceso de acumulación originaria, despojó a las familias de sus medios de auto-sustento, de su vínculo con la tierra, de su capacidad de ser productora de los alimentos, ropas y demás bienes necesarios para la vida. Rompió con la producción doméstica y comunal como forma de organización social del trabajo y con la mujer como protagonista (Federici, 2016). En definitiva, arrasó ese modo de organización social e impuso otro, dependiente, alienante, esclavizante pero con títulos de libertad. Los varones se convirtieron en mercancías y salieron a vender su fuerza de trabajo, las mujeres se convirtieron en esclavas, ahora invisibles, del hogar[2].

Este escenario sobre el que se sucedieron estos cambios profundos, donde todo fue adquiriendo otro color (gris, por cierto), donde las relaciones de poder fueron mutando y adquiriendo nuevas configuraciones, donde la producción de las bases materiales para la existencia fue cambiando de forma, se convirtió en tierra fértil para una línea teórica que la examine. Así, los economistas clásicos se interesaron por el modo en que se produce la riqueza, la forma en la que se crea el valor y cómo se distribuye. Comenzaron entonces a centrar su atención en lo que la industrialización, como eje vertebrador de estos cambios generó y por tanto, en la forma de trabajo asalariada como estructurante de los mismos. Posteriormente, el marxismo retomó, reformuló y engrandeció esta forma de ver y pensar la economía. Partiendo desde otra trinchera política, Marx puso el foco en las nuevas formas de explotación y llevó al centro de su estudio el conflicto capital-trabajo y las formas de distribuir el excedente entre las distintas clases sociales.

“Si es cierto que en la sociedad capitalista la identidad sexual se convirtió en el soporte específico de las funciones del trabajo, el género no debería ser considerado una realidad puramente cultural sino que debería ser tratado como una especificación de las relaciones de clase”. (Federici, 2016: 24)

El patriarcado del salario[3]

Ese proceso de acumulación originaria, de despojo de los medios de producción para el desarrollo de la base material de la existencia, hizo carne de modo muy diferente en varones y mujeres, más bien, generó y se nutrió de esa diferencia. La industrialización desarmó la unidad doméstica (y/o) comunal como unidad productiva por excelencia y generó una separación, que se mantiene hasta nuestros días, entre lo 'productivo' y lo 'doméstico'. En ese contexto, tiene sentido que las perspectivas analíticas de los economistas de ese tiempo se hayan sostenido sobre ciertas dicotomías: público y privado, razón y sentimiento, trabajo mercantil y trabajo doméstico, empresa y familia (Carrasco, 2006).

Silvia Federici en su libro Calibán y la bruja. Mujeres cuerpo y acumulación originaria realiza otra mirada al proceso de transición del feudalismo al capitalismo para intentar comprender aquellas cuestiones a las que el marxismo no había dedicado el análisis: cómo es que ese proceso impactó sobre la vida de las mujeres y cómo éstas (y su trabajo) se constituyeron en piedra angular para la viabilidad de este nuevo ordenamiento. Aborda el estudio de ese período bajo tres líneas análíticas: (i) la nueva división sexual del trabajo, (ii) el nuevo orden patriarcal que excluye a las mujeres del trabajo asalariado y (iii) la mecanización del cuerpo proletario y en especial de las mujeres como 'máquinas de producción' de la fuerza de trabajo (Federici, 2016). Este ejercicio resulta de lo más elocuente para robustecer los aporte de la economía política, quita el velo de la producción capitalista (asalariada), como único ámbito en que se juegan las formas en que una sociedad organiza la (re)producción de su existencia.

En este nuevo régimen económico, la única actividad definida como creadora de valor fue la producción mercantil, todas las actividades vinculadas a la (re)producción de la fuerza de trabajo dejaron de considerarse como portadoras de valor y dejaron, incluso, de considerarse trabajo. Con la desaparición de la economía de subsistencia las mujeres perdieron el rol que otrora tuvieron sobre la administración de esa producción. La monetización de la economía y la exclusión del trabajo asalariado arrebató a las mujeres la poca autonomía que tenían en la economía precapitalista. En lo privado, lo doméstico, en lo que se viene a constituir como su ser natural, las mujeres quedan atadas a la esfera invisible de la producción.

Resulta evidente entonces que para que las sociedades existan y perduren es necesario un despliegue inmenso de trabajo, realizado por lo bajo por mujeres, para que sea posible el desarrollo de ese otro trabajo, público, reconocido, valorado y remunerado, el de la producción mercantil capitalista. Y menuda astucia la de esta separación, este ocultamiento de esa otra cara productiva. Esclaviza a unos en formas alienantes de trabajo (la esclavitud del salario) y condena a otras, a las que ni siquiera se las considera trabajadoras. Y ese (no) trabajo, es la gran estafa del capitalismo. A decir de Federici, esta nueva organización social y sexuada del trabajo permitió al capitalismo “ampliar inmensamente «la parte no pagada del día de trabajo», y usar el salario (masculino) para acumular trabajo femenino.” (Federici, 2016: 206).

Este ordenamiento que excluye a las mujeres de la posibilidad de tener dinero propio, que las vuelve vulnerables y dependientes de los varones, es lo que Federici denomina patriarcado del salario (Federici, 2016). La expresión resulta particularmente incisiva para articular la doble opresión de las mujeres: la de clase y la de género. Sobre el ser mujer, de sexo femenino, se construye un imaginario social y se consolida un mandato, teñido de naturalidad, de amor de madre, de esposa, se enquista en nuestras conciencias y pretende ser el ordenador de nuestras prácticas. Como si lo que realmente moviera los hilos de nuestro rol en el mundo no fuera este modo capitalista y patriarcal de organizar el sostenimiento de la vida. Este confinar a las mujeres al engranaje no asalariado para que, sobre él, se desplieguen las formas salariales -alienantes y explotadoras- de producción. Se garantiza entonces la producción primaria más importante: la de la fuerza de trabajo, la mujer se convierte en máquina y “sus úteros se transformaron en territorio político, controlados por los hombres y el Estado: la procreación fue directamente puesta al servicio de la acumulación capitalista” (Federici, 2016:162).

El pisoteo neoclásico

Con el triunfo de la visión neoclásica se arrebató a la economía su base social, su carácter histórico y material; se la redujo a un análisis individualizado, de 'elección racional', matematizado y con aires de física. Dejó de interesar el ámbito de la producción, se pasó de una teoría del valor a una de la utilidad, ya no interesa cómo se genera y distribuye la riqueza, se borró de un plumazo la clase como categoría analítica y se selló con fuego la división entre el espacio público y privado, el productivo y doméstico. A los efectos de evidenciar la contribución de las mujeres al sustento societal, este cambio de eje fue lapidario: “se reemplazan las ideas basadas en las necesidades de subsistencia, los costos de reproducción de la fuerza de trabajo y la doctrina del fondo de salarios, por la teoría de la productividad marginal (Picchio 1992).” (Carrasco, 2006: 8)

La economía neoclásica pisotea las preocupaciones de la economía política y pretende estudiar la realidad de un sujeto que no existe: un varón que no tiene historia, que no tiene relaciones sociales, que maneja información perfecta y que toma decisiones racionales para maximizar su utilidad. Este cuerpo teórico, pretendidamente neutral y objetivo no es otra cosa que una ofensa a la sociedad toda como forma histórica y social de existir. Bajo esta ortodoxia nos hemos formado cientos de miles de economistas, es la forma legitimada de ver y hacer economía. Cuánto más se pueda abstraer, modelizar y econometrizar, mejor. Este recetario es, parafraseando a Cristina Carrasco (2006), absolutamente irreconciliable con la economía feminista.

Economía feminista: una y muchas

Así como no es posible hablar de la economía, porque ésta adquiere formas diversas -y antagónicas- tampoco podemos hablar del feminismo, porque éste también adquiere una pluralidad de encuadres y sentires. En reconocimiento a este crisol, en Uruguay se ha hecho una apuesta por respetar y valorar esa diversidad. El espacio orgánico que nuclea desde 2014 a colectivos feministas y militantes independientes se ha consolidado bajo el nombre de Coordinadora de Feminismos, esa última letra -la ese- condensa esta forma en que se intentan tejer las luchas feministas.

Entonces, sería un atrevimiento y un error metodológico, intentar envasar la economía feminista en una definición acabada[4]. Al calor de la Segunda Ola del feminismo, su denominación surge en los 90' bajo la pluma de la academia anglosajona y se consolida con la creación de la Asociación Internacional por la Economía Feminista (IAFFE, por sus siglas en inglés) en Estados Unidos. Más allá -o más acá- de este mojón, las miradas feministas a la economía, como prefiere llamarla Amaia Pérez Orozco (2014), también se han nutrido de los aportes de espacios no institucionalizados, de movimientos de mujeres, de colectivos feministas.

La diversidad de miradas resulta enriquecedora y es portadora de sinergias para la construcción de nuevos horizontes, sin embargo, es también necesario delinear ciertos espacios comunes, ciertos acuerdos que permitan ir al corazón de lo que (no) es la economía feminista. Las expresiones críticas del pensamiento, las propuestas contra-hegemónicas suelen ser captadas rápidamente por quienes desean conservar el statu quo. A partir de ellas, construyen versiones 'lavadas', desdibujando y banalizando las posturas reflexivas, eliminando los elementos contestatarios, eliminando el germen transformador.

Por tanto, hablar de economía feminista no se refiere a agregar la variable 'mujer' al análisis y denunciar, como una revelación de último momento, que el desempleo afecta más a mujeres que a varones o que éstas participan menos del mercado de trabajo. Comienzan fácilmente a confundirse las categorías, el manoseo del concepto género ha llevado a que se lo equipare al de sexo, lo que se constituye en un fuerte retroceso. Es como volver a empezar, el género son las mujeres, el sexo femenino (Martínez, 2008: 28). Se vuelve urgente re-apropiarse de estas construcciones y dotarlas de contenido con rigurosidad para que no pierdan sentido técnico y oportunidad política.

Según Amaia Pérez Orozco (2014), pueden resumirse en tres los elementos distintivos de la economía feminista: (i) la ampliación de la noción de economía para incluir todos los procesos de aprovisionamiento social, pasen o no por los mercados; (ii) la introducción de las relaciones de género como un elemento constitutivo del sistema socioeconómico y (iii) la convicción de que el conocimiento es siempre un proceso social que sirve a objetivos políticos. (Pérez Orozco, 2014:44)

La economía feminista implica, por tanto el reconocimiento de que no existe esa pretendida neutralidad en la ciencia social. Y esta honestidad intelectual tiene un costo muy alto, sincerase implica abrir el flanco a los ataques (hipócritas) de quienes se sienten representantes de la objetividad del conocimiento científico. La economía feminista, así como otras formas de la heterodoxia económica, tiene que estar dispuesta a quitarse ese corsé, porque desde ese lugar no es posible construir alternativas. El marco analítico de la corriente dominante (neoclásica) no calza con el estudio de relaciones estructuralmente injustas y desiguales como las que se levantan en torno a la construcción social de los roles para mujeres y varones (género). No puede ser el método el que limite el objeto, por el contrario, es el objeto de estudio el faro guía sobre el que se vaya diseñando, responsable y explícitiamente el método análitico.

¿Mercantilizarlo todo?

En el sistema capitalista el mercado es el organizador primero de la vida y eso vuelve todo bastante gris. Aceptando esto, como humanidad, estamos renunciando a que sea nuestra vida (personal, social, comunal) la protagonista y estructuradora de nuestros esfuerzos y energías. Esta división entre dos mundos: el productivo, público, asalariado y varonil por un lado y, el (re)productivo, privado y femenino por otro, no permite ni a unos ni a otras gozar a pleno de nuestra existencia. Y la esfera de la vida que no discurre por el mercado; que debiera ser liberadora no (siempre) lo es. El hecho de que no lo sea debe prendernos todas las luces de alerta. Que el cuidado de las personas sea visto como un 'problema' o una 'carga' muestra que como sociedad estamos viviendo en el mundo del revés. Estamos ordenando la vida con las prioridades equivocadas, reconocerlo, es el primer paso para transformarlo.

Desde mitad del siglo pasado se viene procesando un incremento muy fuerte en la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo[5], sin embargo esto ocurre en un momento en que avanzan las formas de precarización laboral, el trabajo asalariado ya no es, como otrora lo fue, una fuente de seguridad y estabilidad económica. A esta situación estructural del trabajo se le adiciona que cuando las mujeres logran insertarse en el mercado laboral lo hacen en gran proporción en actividades que son extensiones de las tareas domésticas y de cuidado[6]: el 38 por ciento del empleo femenino se concentra en enseñanza, trabajo doméstico (para terceros), servicios sociales y de salud. Estas actividades son socialmente poco valoradas y sus remuneraciones suelen ser menores que en otras áreas. En vez de liberador esto parece, más bien, reforzar el lado oscuro de la división sexual del trabajo, sea éste remunerado o no.

Según datos de la Encuesta de Uso del Tiempo y Trabajo No Remunerado (INE 2013), en Uruguay casi la mitad del trabajo que se realiza no se encuentra mercantilizado, es decir, no se remunera. Esto da cuenta de la importancia que tiene éste en el sostenimiento y (re)producción de la vida. Es llamativo que se pretenda entender cómo se organiza una sociedad sin considerar cómo asigna y distribuye la mitad del trabajo necesario para su sustento. Esta encuesta refleja que las mujeres son responsables de más de la mitad de la carga global de trabajo (53 por ciento) y ésta se compone en casi un 65 por ciento de trabajo no remunerado. Es decir, una parte muy importante del trabajo realizado por mujeres no recibe una remuneración. No se le asigna un valor monetario y por tanto, fruto de este trabajo no es posible acceder a bienes y servicios en el mercado. Sin embargo, esta proporción apenas alcanza el 32 por ciento en el caso de los varones, la mayoría de su trabajo sí es remunerado y su retribución es pasible de ser intercambiada mercantilmente.

Ahora, ¿se trata de mercantilizarlo todo?, ¿se liberarían las mujeres si todo fuera comprable y vendible, las tareas domésticas, los cuidados, la recreación? Claro que no, eso no sólo no es viable en el marco de un sistema que justamente se nutre de ese bolsón de trabajo no pagado, sino que además sería aceptar el triunfo de un sistema que está totalmente descentrado de lo humano, de nuestra cualidad de seres sociales y sensibles. De hecho, muchas mujeres efectivamente logran librarse de su mandato de género comprando tiempo de trabajo (de otras mujeres), eso no resuelve el asunto, sólo lo cambia de lugar y termina siendo otra forma de explotación capitalista, esta vez de la mujer por la mujer.

A esta altura parece ya evidente que resulta miope intentar comprender una realidad específica bajo la lógica de una mirada global. Nuevamente, pretender neutralidad implica renunciar al conocimiento pleno. Parafraseando a Martínez (2008), cuando el mercado o el Estado (des)regulan, es la familia la que articula y decir familia es decir mujeres. Interesa entonces pensar cómo es que repercuten sobre estas vidas los cambios en la esfera mercantil pero también, y quizás sobre todo, cómo golpean las políticas públicas que, incluso sin pretenderlo, no son neutrales al género.

Sacudirse el alquitrán

La economía feminista es feminista y por tanto antisistémica. Cuestiona este modo alienante y mercantilizado de ordenamiento de la vida donde la producción capitalista y su desarrollo adquiere una centralidad que ciertamente no merece, que olvida y relega la vida humana y social, los afectos, el encuentro, el vínculo con la naturaleza. Denuncia la mercantilización de la vida y aboga por relaciones más humanas, más libres. A decir de Amaia Pérez Orozco (2014), “necesitamos desplazar el eje analítico desde los procesos de valorización de capital hacia los procesos de sostenibilidad de la vida”.

Entonces, ¿quién va a levantar el guante? ¿Es posible pensar en movimiento(s) de izquierda(s), o sindical(es) que ignoren que las injusticias y explotaciones se sobreimprimen unas sobre otras?. Que el conflicto capital-trabajo no es un paraguas suficiente para englobar todas las luchas. Que lograr la igualdad y la liberación de todas y todos requiere de cambios profundos, requiere sacudirse el alquitrán de este sistema capitalista y patriarcal que nos oprime y nos separa. Y que muchas veces, para caminar juntas(os) es necesario renunciar a los propios privilegios, y que también, de eso se trata.

Cómo dice Federici (2013) mientras el trabajo doméstico está totalmente naturalizado y sexualizado, una vez que ha pasado a ser un atributo femenino, todas nosotras como mujeres estamos caracterizadas por ello. Este es un asunto de todas, pero también es un asunto de todos. O nos liberamos todas(os) o no se libera nadie. Hace mucho me resuena un grito que se me expresa hoy como una certeza: la revolución será feminista, o no será.

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Nota de la autora: en esta otra forma de pensar y hacer economía encontré un resguardo, un camino; que recién empiezo a transitar pero en el que sé que quiero quedarme. Por eso 'me animé' a escribir este artículo, para convidar estos sentires, para invitar a que esto leude, está todo por hacer...

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* Mariana García Grisoni es economista, integrante de la cooperativa COMUNA.

Notas

[1] Este segundo proceso no fue abordado por el marxismo hasta bien entrado el siglo XX, es recién en la década del 60’ que se introduce, desde posiciones feministas y/o marxistas (Carrasco, 2006). Para acercarse a una reflexión sobre marxismo y feminismo se puede consultar el texto de Espino y Murguialday (1990).

[2] Aquellas que se incorporaron al trabajo asalariado lo hicieron bajo remuneraciones escandalosamente menores a la de los varones.

[3] Tomo prestada esta expresión de Silvia Federici (2016).

[4] Para un acercamiento al surgimiento y conformación de la economía feminista se puede consultar el texto de Cristina Carrasco (2006).

[6] Datos extraídos del Sistema de Información de Género de Inmujeres-Mides. Estadísticas de Género 2015.

Referencias

Carrasco, Cristina (2006): La economía feminista: una apuesta por otra economía. (Disponible en internet)

Espino, Alma y Murguialday, Clara (1990): Feminismo: el lado oscuro del marxismo. En Revista Trabajo y Capital, N°2. Uruguay

Federici, Silvia (2013): Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Traficantes de Sueños.

Federici, Silvia (2016): Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Tinta Limón ediciones.

Martínez, Franzoni, Juliana (2008): Domesticar la incertidumbre en América Latina: mercado laboral, política social y familias. Editorial UCR.

Pérez Orozco, Amaia (2014): Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Traficantes de Sueños.

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