Imagen: "Sueños de cansancio", Grete Stern.
"El marxismo constata que el ser humano contiene en sí mismo poderosas pulsiones destructoras, así como inmensas capacidades creadoras. El objetivo del socialismo es crear las condiciones sociales propicias para que las primeras se vean reducidas tanto como sea posible y para que las segundas puedan desarrollarse hasta el máximo realizable." (Mandel)
Autoconsciencia de clase, un asunto estratégico
Al exponer su concepción materialista de la historia, Marx y Engels afirman, en La Ideología Alemana, que “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época”. Si tomáramos esta afirmación en abstracto, tendríamos que concluir que todo esfuerzo tendiente a transformar las ideas dominantes que la mayoría de las clases oprimidas detentan, estaría condenado a la infertilidad.
Afortunadamente la experiencia histórica ha demostrado que es posible que en ciertas coyunturas críticas, la consciencia experimente transformaciones radicales. Sin embargo, estas transformaciones radicales no se suceden espontáneamente, por decantación mecánica, si no que responden en una importante medida a la acción -también consciente- de sectores organizados de las clases oprimidas, que han defendido y propagandizado sistemáticamente una alternativa social diferente y opuesta a la dominante.
Una de las características que diferencian a las revoluciones proletarias de las revoluciones burguesas, es que el proletariado no puede alcanzar una posición económicamente dominante dentro de la sociedad capitalista antes de conquistar del poder político. Para la burguesía, la conquista del poder político vino a ser el epílogo o la coronación consecuente, en el plano estatal, de un poder económico previamente conquistado. Para el proletariado en cambio, la conquista del poder político se convierte en condición previa para el comienzo de la implementación de medidas económicas de tipo socialista.
Esta compleja característica sitúa el problema de la consciencia política de clase en un sitial estratégico, convirtiéndose en uno de los pilares de la teoría marxista de la revolución en el siglo pasado, desde Lenin a Gramsci, desde Gramsci a Lukács. Se trata de la idea de “constituir al proletariado en clase”, de pasar de ser “clase en sí” a ser “clase para sí”. Nuestro campo de acción encuentra un énfasis preferente dentro del campo de la subjetividad y de las leyes con que se operan sus transformaciones. No se trata en ningún caso de marcar un hiato arbitrario entre objetividad y subjetividad -desde un punto de vista marxista estricto todo, incluso el pensamiento e ideología de las clases oprimidas, son parte de una materialidad histórica objetivamente inteligible-, sino más bien de fijar una separación epistemológica entre aquellos elementos de la situación objetiva que pueden ser cambiados por la acción de las organizaciones revolucionarias -estando éstas ordinariamente en una situación de minoría-, de los que no.
En este plano, la autocomprensión cabal del problema de la opresión se torna central para toda la actividad política transformadora, pues se trata, para la mayoría social oprimida, de conocerse conscientemente a sí misma y de desprender, de este conocimiento, las tareas programáticas que se corresponden con cada época.
La heterogeneidad como posibilidad de fortaleza
Se mantiene hasta el presente -aunque cada vez en sectores más minoritarios- la idea de que la centralidad de la clase trabajadora en la transformación revolucionaria se torna más fuerte en la medida en que se abordan exclusivamente los elementos que homogeneizan a esa clase. La comprensión homogénea de las tareas que la clase trabajadora debe asumir para transformar la realidad, es efectivamente un requisito imprescindible para llevar a cabo cualquier programa revolucionario; pero tan crucial como esto, es la capacidad de observar la realidad tal cual como se nos presenta: la clase trabajadora está atravesada por una serie de innegables opresiones, de diverso origen y naturaleza histórica, que la hacen objetivamente heterogénea. Esta realidad no debilita ni “desvía” la lucha de clases. Por el contrario, la capacidad que tengan las y los oprimidos de aprehender e integrar a su acción política todos estos problemas en conjunto, les abre una posibilidad de fortalecimiento cuantitativo y cualitativo.
El análisis del patriarcado, junto con plantear una dimensión amplificada y enriquecida de la opresión de clases en aspectos pobremente discutidos por la izquierda revolucionaria “clásica”, plantea también, entre otras cosas, el problema de la opresión ya no sólo de una clase social sobre otra, sino también la de unos miembros de la clase oprimida por sobre otros miembros de esa misma clase.
En el sistema de opresión patriarcal se enquista uno de los bastiones más reaccionarios de la ideología burguesa. El capital reconoce al ser humano sólo en tanto mercancía -fuerza de trabajo- explotable. El capital “enseña” a explotados y explotadas a reconocerse mutuamente como cosas (cosificación inherente a toda mercancía), lo que si bien no constituye la base material de la opresión, viene a fundar una de sus expresiones más odiosas. La resultante de esta ecuación ideológica, al estar atravesada por el sistema patriarcal, es la división de las fuerzas sociales que componen a la clase explotada, socavando subjetivamente las bases de su unidad y fuerza, fundando entre hermanos y hermanas de clase una relación de jerarquía y subordinación, en que las mujeres quedan en un estatus de cosa-propiedad-de-la-cosa (“somos las esclavas de los esclavos”, como dijera la grandiosa Lucy González de Parsons).
A través del patriarcado, la burguesía logra usar a sus antagonistas -el proletariado- para recrear su propia sociedad capitalista, trasladando el ejercicio de relaciones de opresión al seno mismo de las fuerzas clasistas que deben luchar contra ella.
La unidad de las y los explotados es una tarea vital. Esta unidad no puede ser planteada a costa de que un sector de esta clase “renuncie” o postergue sus demandas específicas, sino al revés; es el reconocimiento y la integración de estas especificidades el que debe ser recogido y defendido en un programa común de las y los pobres y oprimidos, comprometiendo de este modo a la mayor cantidad de fuerzas posibles tras un horizonte emancipatorio. La burguesía divide, el programa revolucionario integral une.
¿En busca de un clasismo "puro"?
Pues bien, hay un asunto que sigue planteado: ¿es posible enfocar el problema del patriarcado desde un punto de vista clasista? Naturalmente que sí. Básicamente esta es la única forma en que puede enfocarse cualquier opresión en “el actual panorama humano, donde la clase diferencia a los individuos más que el sexo” (Mariátegui). ¿Quiere decir esto que las reinvindicaciones feministas -y es posible incluir aquí también las de raza, las indígenas, las de las comunidades LGBTI- deben ser tratadas como demandas “subordinadas” a las “verdaderas” demandas clasistas?
Esta pregunta contiene en sí misma una afirmación que es necesario despejar: ¿existen unas especies de demandas “clasistas” “puras”?, de ser así, ¿cuáles serían éstas? En general, ante esta interrogante, se suele apelar a las demandas que surgen ya no de las relaciones de producción y reproducción de la vida social en conjunto, sino de las relaciones que se dan entre trabajadores/ trabajadoras específicas y patrones/patronas específicas. Se trata, básicamente, de las demandas que emergen de los lugares donde se desarrolla el trabajo asalariado, en donde el antagonismo de clase toma la forma orgánica de clase más clásica: el sindicalismo.
Volvemos aquí a un problema viejísimo. No es la intención aquí discutir una vez más las posibilidades y límites de la lucha y la organización sindical -la que, está demás decirlo, constituye un aspecto medular y clave tanto de la actividad de la clase, como de la política de las organizaciones revolucionarias-; se trata más bien de actualizar la teoría de la revolución en tanto ciencia del factor subjetivo. Las demandas económicas pueden ser el punto de partida para la agitación revolucionaria, pero la consciencia política de las y los trabajadores, para ser potencialmente transformadora, debe desarrollarse en una perspectiva que acuse y abrace la relaciones de opresión y explotación en su totalidad.
Pero incluso si quisiera enfocarse la cuestión desde el punto de vista exclusivamente de las demandas económicas relacionadas con el trabajo asalariado, hay que acercarse a una comprensión palmaria de la composición orgánica de la clase trabajadora. La mayor parte de la población mundial está compuesta por la clase trabajadora -se utiliza aquí un concepto de clase amplio, es decir, se incluye a todas las personas que viven de la venta de su propia fuerza de trabajo, como también a las y los niños que viven de la venta de la fuerza de trabajo de sus progenitores, y a los y las ancianas que viven de la venta pasada de su fuerza de trabajo (las y los pensionados)-. La mitad de esta población mundial es femenina (49,5%, Banco Mundial, 2015). En términos cuantitativos, el 52% de las mujeres del planeta que están insertas en el mercado mundial de trabajo, se desempeñan en el régimen de trabajo asalariado (OIT, 2016) -se excluye aquí el trabajo por cuenta propia y el trabajo doméstico no remunerado-. Estos pocos datos deberían ser suficientes para concluir que la situación de las mujeres en la sociedad merece la mayor de las atenciones de parte de las y los revolucionarios. ¿Es posible, en esta realidad social dada, cuestionar la posibilidad concreta de un feminismo clasista?
A menudo la crítica de las organizaciones políticas de izquierda hacia la lucha feminista se relaciona con la carencia del enfoque clasista de ésta. En este punto la respuesta debe ser tajante: este es un argumento completamente inválido. Sin querer hacer una analogía exacta, podría bien preguntarse ¿acaso las bases de las organizaciones sindicales se plantean mayoritariamente la lucha por el fin de la explotación de unas personas por otras? Toda persona sensata sabrá que la respuesta es un contundente no. Sin embargo, en general, nadie se plantea una renuncia al trabajo político en los sindicatos. Allí donde éstos están dirigidos por la derecha o por el reformismo, la izquierda lucha por conseguir posiciones de influencia y de dirección, cuestión que es completamente correcta, dado que sea cual sea el nivel de atraso político que exista en las filas sindicales, es la clase trabajadora la que se encuentra allí, y es la consciencia de la clase trabajadora la que debe ser conquistada para un programa de transformación radical de la sociedad.
¿Por qué no aplicar el mismo criterio y tesón en la lucha feminista? ¿Por qué no, si la mitad de clase trabajadora mundial está compuesta por mujeres? Hay que tener en cuenta además que este no es un problema meramente numérico, si no también cualitativo, pues se trata además de la mitad más oprimida, del eslabón más débil dentro de la clase. Si la emancipación de la clase trabajadora será obra de las y los trabajadores mismos, entonces la emancipación de las mujeres de la opresión patriarcal debe ser obra de las mujeres mismas. Esta sencilla razón, justifica la necesidad histórica de que las mujeres se doten de herramientas orgánicas específicas -comandadas por ellas- para conquistar sus demandas de género.
¿Las demandas feministas son por esencia interclasistas?
El patriarcado es un sistema que oprime a toda la humanidad, pero que está históricamente construido sobre los cuerpos de las mujeres. El patriarcado afecta a las mujeres de todas las clases sociales. Cualquier mujer, sea cual sea su origen social, su edad, su raza o condición (naturalmente que en distintas proporciones, las que llegan a ser abismales si se tienen en cuenta cada uno de esto factores), está expuesta a ser objeto de la violencia, de la discriminación y de la privación del control sobre su cuerpo y sus funciones reproductivas por el solo hecho biológico de ser mujer; de esta realidad resulta que existe un punto de unidad interclasista en ciertas demandas que componen la agenda feminista. Esto no puede asustar a las organizaciones de izquierda ni servir de argumento para cuestionar el carácter clasista de la lucha antipatriarcal. Por el contrario, es esta misma realidad la que ofrece una posibilidad para plantear la necesidad histórica de una estrategia emancipatoria integral y coherente. La coherencia se relaciona con un tema crucial: el de las fuerzas motrices que pueden llevar a cabo consecuentemente y hasta el final, la lucha antipatriarcal y por de la emancipación humana en general.
Para las mujeres burguesas que hacen parte del movimiento feminista, lo único que debe ser transformado, es lo que tiene que ver con el machismo que las afecta. Para ellas, en todo lo demás, la estructura social de la explotación debe permanecer intacta. A diferencia de las mujeres de la clase trabajadora, las mujeres burguesas tienen una posición de explotadoras que defender. El planteamiento feminista de las mujeres burguesas es por completo incoherente. No se puede condenar la violencia y la discriminación machista al mismo tiempo que se defiende el orden social que la genera.
Las mujeres de la clase trabajadora -que son la inmensa mayoría de las mujeres-, son las verdaderas enemigas del patriarcado, pues su composición de clase las pone en una situación objetiva de enfrentamiento no sólo contra el patriarcado, sino también contra toda forma de explotación. En este sentido, las mujeres de la clase trabajadora encuentran a sus principales aliados y aliadas en las filas de su propia clase. Esto no quiere decir que las mujeres burguesas no puedan defender ciertas demandas dentro del movimiento feminista, pero sí quiere decir que las mujeres trabajadoras deben actuar en este amplio movimiento con total independencia orgánica de clase respecto de sus opresores y opresoras, con quienes en este plano no comparten más que una agenda transitoria en el marco capitalista actual.
Instalar esta perspectiva en el movimiento feminista no es una tarea sencilla, por varias razones. En primer lugar, está el problema del atraso político de las propias mujeres de la clase, (problema transversal a toda la clase). Tanto para las mujeres que están dentro como fuera del movimiento feminista, operan con fuerza las iglesias, el Estado, la moral, las ONG´s y todo el aparato ideológico dominante. En segundo lugar, está el problema de los miembros masculinos de la clase trabajadora, quienes no acceden fácilmente a reconocer las expresiones patriarcales y opresivas que operan dentro de sus propias filas; en este punto hay que recalcar que aquí no se trata sólo del grado de influencia de la ideología dominante que existe en las mentes de cada trabajador, sino que se trata de algo un poco más complejo, que es el reconocerse como personas que por la sola razón de su sexo se encuentran en una posición de privilegio y de dominación respecto de las mujeres. Es más fácil para un hombre trabajador reconocerse como explotado que como detentador de un estatus de opresor en lo que a patriarcado se refiere, pues esta opresión se ejerce de manera inconsciente, mecánica y socialmente “natural”. En tercer lugar, está la actitud histórica de las organizaciones políticas que luchan contra la explotación, las que sólo recientemente comienzan a dimensionar la importancia de la lucha contra la opresión patriarcal. ¿Por qué a las organizaciones que luchan conscientemente por el fin de toda forma de subyugación, les ha sido tan difícil situar la importancia estratégica de combatir un sistema que oprime a toda la humanidad, que está genéticamente ligado y subordinado al capital, reforzándolo?, ¿por qué, si además es un sistema que recae sobre la existencia cotidiana y sobre los cuerpos de la mitad de la clase trabajadora?
No hay una respuesta unívoca, son demasiados los elementos históricos que han determinado esta realidad, y no es la idea aquí hacer un repaso de cada uno de ellos. Basta, de momento, decir que a las mujeres de la clase trabajadora les ha costado muchísimo -y les sigue costando- alcanzar una autoconsciencia de la opresión que viven. Los sectores que han alcanzado esta comprensión, se enfrentan a dificultades extraordinarias para posicionar entres sus compañeros y compañeras de clase la importancia, y aun la necesidad misma, de esta lucha. Como todo movimiento emancipador, el feminismo ha nacido de sus protagonistas, las mujeres; ha sido dado a luz en las calles y en las luchas políticas y sociales de los y las oprimidas, y a fuerza de perseverancia y tenacidad se ha ganado un lugar dentro de la izquierda. No hay ni un solo sector militante que no se haya visto obligado a abordar el problema del patriarcado. Este hecho, por si mismo, constituye ya un pequeño triunfo de las mujeres feministas de la clase trabajadora, que a cada paso deben vencer resquemores y resistencias dentro de sus filas. Cada posición, cada afirmación en defensa del feminismo, está siempre sometido a un acucioso análisis de “blancura” clasista: ¿qué tan clasista es afirmar que el trabajo doméstico no remunerado es realmente trabajo?, ¿qué tan exacta es la afirmación de que el trabajo doméstico no remunerado beneficia al capital?, ¿qué tan ciertas son las bases objetivas de la ligazón entre patriarcado y capital?, ¿se puede afirmar con certeza que las mujeres trabajadoras son doblemente explotadas?, ¿qué tan clasista pueden llegar a ser las demandas feministas?
La mujeres de la clase trabajadora han acoger cada pregunta y han de analizar su realidad con disciplina para responder a todas estas interrogantes, con el fin de fijar la más poderosa de las tácticas para poner fin a la realidad de la opresión; pero al mismo tiempo tendrán derecho a exigir que todo tema relacionado con la lucha de clases sea tratado con la misma rigurosidad por parte de la militancia de izquierda, para que el rigor que se reclama sea síntoma de la seriedad con que las y los revolucionarios asumen sus tareas, y no síntoma de resistencia a la perspectiva feminista.
Lucha antipatriarcal y perspectiva poscapitalista
El socialismo no ha existido nunca. El tránsito de una sociedad capitalista a una socialista, sólo ha alcanzado hasta el momento un estadio experiencial embrionario. Pero estos ensayos, por incompletos que sean, han permitido al movimiento de izquierda sacar desde ya generosas lecciones.
El balance crítico de las experiencias revolucionarias del siglo XX, obligan a poner especial atención en la importancia estratégica del ejercicio de la democracia directa por las y los oprimidos en las sociedades poscapitalistas, a través de sus propios órganos de autoorganización. Es este un camino que ha de ser construido desde hoy.
Imperó durante mucho tiempo la idea de que las transformaciones económicas de corte socialista iban a ir dando solución automáticamente a una serie de problemas heredados por el capitalismo. Esta afirmación no ha pasado la prueba de los acontecimientos; por el contrario, han sido muchos los conflictos que se han agudizado en las sociedades que han tenido la oportunidad de someter a la práctica lo que antes se concibió en la teoría. De la revolución no nace necesariamente el socialismo; del socialismo no nace necesariamente el comunismo; de la propiedad social no surge necesariamente la abundancia; de la conquista de del poder político por las y los trabajadores, no surge necesariamente la democracia de las mayorías.
Durante mucho tiempo tuvo fuerza la concepción mecánica -defendida por el stalinismo- según la cual es posible dividir arbitrariamente la existencia social entre una “estructura” y una “superestructura”. Hoy sabemos que de las transformaciones “estructurales” no se desprenden soluciones mágicas en el plano “superestructural”. Esta afirmación es por completo aplicable a la opresión patriarcal, que no despareció allí donde fueron transformadas las relaciones de propiedad.
La usurpación del ejercicio de la democracia se hizo carne en el fenómeno de la burocracia. Este fenómeno, si bien se desarrolló hasta sus últimas consecuencias en los llamados “socialismo reales”, encuentra su origen y sustento material en la sociedad capitalista actual. Es en la construcción socialista donde se enfrentan con más fuerza el pasado y el futuro. El futuro debe ser abonado desde hoy. Se hace necesario reforzar en el trabajo político cotidiano del presente la experiencia del ejercicio de la democracia en el seno de la clase. Se hace necesario develar y combatir el ejercicio político cotidiano las prácticas opresivas en el seno de la clase. Queda inscrita aquí como una tarea vital el alcanzar un alto nivel de autoconsciencia sobre las pulsiones opresoras que existen al interior las filas mismas de las y los explotados. En este punto, la lucha antipatriarcal acusa una perspectiva de autoemancipación, cuya potencialidad no puede ser desatendida.
El siglo XX fue tan esperanzador como amargo. Las ideas revolucionarias se encuentran tal vez más desprestigiadas hoy que nunca antes en la historia. No es posible culpar por esto exclusivamente al capitalismo; una permanente revisión crítica se hace necesaria dentro de la izquierda. Sin embargo las contradicciones sociales que han dado a luz las revoluciones no sólo siguen existiendo, sino que se han agudizado hasta un extremo crítico. En la actualidad, la necesidad de reorganizar la sociedad sobre nuevas bases no responde únicamente a un afán de justicia, sino que compromete la integridad misma de nuestro planeta y de las especies y recursos naturales que lo componen.
La clase trabajadora, de triunfar en una coyuntura revolucionaria, debe prepararse para dirigir la sociedad durante un periodo de transición difícil y probablemente extenso. La izquierda tiene la responsabilidad de pensar su actividad política y su estrategia en esa perspectiva desde ya, y actuar en concordancia con ella. Cada intervención tiene que ser asumida en esta dimensión compleja. No hay soluciones prediseñadas. Habrá que crearlas. Sin embargo la creación es un ámbito en el que la humanidad es experta.