top of page
  • Ruben Campero*

Máquinas masculinas. Dominación y rendimiento


“Debes conseguirte un marido que sirva, un hombre con plata”

“Podría ser un ladrón! Andá vos que sos hombre”

“¿Para que te sirve un hombre así?”

“Ni para arreglar un enchufe sirve este hombre”

“No servís como hombre en la cama”

“Aguantá!, ¿para qué sos hombre sino?”

“Doctor, vengo porque la herramienta no me funciona”

Poder masculino

Todas las personas en mayor o menor medida, y aún desde los más anónimos lugares, construimos y sostenemos con nuestros discursos y actitudes cotidianas una cultura patriarcal centrada en valores, actitudes y costumbres que naturalizan la unión entre masculinidad, importancia y poder, todo lo cual se hace pasar por universal.


La reproducción acrítica y no conciente de este sistema social que entrona lo masculino, se haría posible gracias a que lo que valoramos como positivo, superior y deseable en términos de ideal humano, lo asociamos a posiciones de jerarquía que son percibidas y consideradas como masculinas: Fuerza, rudeza, competitividad, valentía, racionalidad, protagonismo, etc.


Dicho poder asumido masculino, por lo general es adjudicado a hombres cuyas características son anticipadas y evaluadas como masculinas (mas allá que algunas mujeres vengan asumiendo posiciones de poder), pasando así a ser considerados como dueños “naturales” (por “su” masculinidad) de los modos de circulación del poder, y por tanto habilitados para tutelar y dominar a las personas consideradas “femeninas”, “no hombres” o “no masculinas”


Todo ello haría que desde ese particular poder masculino se considere a las feminidades y a aquellas masculinidades que “no están a la altura” del ideal, como posiciones complementarias, inferiores y secundarias.


En tanto el manejo de las diferencias de poder (por ejemplo entre lo fuerte y lo débil) las mas de las veces no provoca colaboración sino sometimiento, se justifica de esa manera la dominación de lo masculino ideal y hegemónico sobre “los otros”, es decir sobre mujeres femeninas, personas trans (travestis, transexuales y transgéneros), hombres femeninos, mujeres masculinas (aquellas sin poder social o económico) y hombres que encarnan masculinidades subalternas, es decir aquellas que se manifiestan sensibles, no competitivas, no necesariamente heterosexuales, no violentas, no hipersexuales, etc.


Cabe destacar que esta dominación patriarcal de género se expresa siempre desde la interseccionalidad, es decir desde inéditas y específicas combinaciones de distintas dimensiones e identidades, las cuales determinan diferentes formas de discriminación a partir de una mirada compleja y transversal. Dimensiones e identidades que toman forma desde lo socio-económico, la orientación sexual, lo étnico-racial, la identidad nacional, lo etario, la identidad de género auto-percibida, etc.


En ese sentido, pensemos como se dimensiona socialmente la masculinidad de un hombre cuando no es heterosexual, o cuando es niño o anciano. O que masculinidad se está concibiendo cuando se ve sexualmente exótico a un hombre por ser afro-descendiente. O que ocurre cuando una masculinidad es asimilada a algo “animal”, “primitivo” o “violento”, en tanto se manifiesta en un hombre en situación socio-económica desventajosa. O incluso como se revela lo que realmente se cree sobre que es la masculinidad dominante, cuando se valora a una mujer por su seguridad, poder y autosuficiencia, alegando que es confiable porque “es más masculina” o “se parece más a un hombre”.


La masculinidad hegemónica, la considerada ideal y superior, no es por tanto la masculinidad de cualquier hombre (o mujer), sino que más bien se trataría de un modelo que se impone y reproduce como práctica e identidad de género obligatoria para los hombres, de forma tal de legitimar una sociedad patriarcal que permita justificar y tomar como natural la dominación de los hombres sobre las mujeres (Connell, 1995), los sujetos femeninos y “otros” hombres.


Este ideal masculino, supuesta prueba del estatus natural de superioridad y dominio de ciertos hombres sobre las “demás personas”, se extiende como identidad de género normativa y homogeneizante hacia todos los hombres. Y es desde ella que se lee lo que un hombre “es” y “debe ser”, sin considerar sus interseccionalidades, singularidades ni deseos particulares, a riesgo de que puedan afectar la “coherencia” masculina.


A partir de ello se construye la idea de una masculinidad única, sólida y sin tensiones ni conflictos internos, que “naturalmente” los cuerpos llamados “de hombre” deberán esforzarse en representar social y políticamente, mientras “los otros” cuerpos se dedican a complementarlos y admirarlos como confirmación de ese poderío masculino y de la supuesta “inferioridad” que esos “otros” entrañarían.


Es este modelo el que aún empapa el imaginario social, en tanto asociado a lo fuerte, alto, racional, duro, rústico, heroico, etc. Constituyéndose así en un estereotipo organizador de las maneras en que los hombres aprenden a pensarse a sí mismos, a comportarse y a evaluar lo que piensan, sienten y hacen, a partir también de interacciones sociales cotidianas (con mujeres, personas trans y otros hombres) que los compelen a “confirmar” su posición de género, la cual por definición supuestamente es una posición también de privilegio y poder.


Así, de manera complementaria, muchas mujeres y sujetos femeninos (así como muchos hombres que no logran ajustarse a ese ideal) sostienen y refuerzan la masculinidad hegemónica con su admiración, romantización o erotización más o menos explícita (aunque nunca falta de contradicciones e interdicciones) hacia ese hombre hegemónico que encarnaría el estereotipo masculino poderoso (y que en los hechos son muy pocos hombres en el mundo), es decir hacia el hombre blanco, heterosexual, de clase media-alta, judeo-cristiano, urbano, propietario y perteneciente a países centrales.



Dominador dominado (por su dominación)


El orden cultural androcéntrico que aún sigue vigente nos haría ver los cuerpos sexuados desde una diferencia binaria y polarizada a partir de modelos de género masculinos y femeninos que tienden a naturalizar inequidades y relaciones de poder.


De acuerdo a este panorama, aquellos hombres que se ajustan al ideal de masculinidad hegemónica, en tanto hombres fuertes, (hiper) heterosexuales, proveedores, valientes, potentes, racionales, sexualmente agresivos, triunfadores, etc., al parecer gozarían de múltiples privilegios al ocupar posiciones de dominio que aparentemente todas las personas anhelarían ocupar.


Sin embargo ¿porqué y para qué esas posiciones de poder, vistas como masculinas, son evaluadas como privilegio? Mas allá de las ventajas de ocupar un lugar social que garantiza un mayor acceso a bienes materiales y simbólicos, ¿cuál sería realmente ese privilegio, si pensamos en los costos subjetivos y corporales que implica asumir el peso del control de uno mismo y las demás personas, como forma de justificar la “natural” posesión del poder?


¿Es realmente un privilegio tener que probar todo el tiempo que se es importante y superior para demostrar que se es masculino, en la medida en que se ha aprendido que sólo siendo masculino se lograría ser importante y superior? (Marqués, 1992)


¿Es realmente un privilegio tener que vigilar la adecuada asunción de la masculinidad en un hijo varón, a través de prescripciones, amenazas y demás entrenamientos coercitivos y de competencia narcisista, aunque ello determine sufrimiento y el aprendizaje en el niño de una masculinidad áspera, anestésica y finalmente violenta?


¿Es realmente un privilegio creer que se tiene como pareja a un hombre paternalistamente proveedor, sexualmente avasallador, autónomo a ultranza y agresivamente protector, aunque ello determine relaciones fusionales e interdependientes, cuyo desbalance de poder cronifica interacciones violentas que muchas veces terminan en tragedia?


Cuando un hombre “sabe” (sin saberlo) que por ser hombre debe “hacerse hombre” y estar a la altura de las expectativas masculinas. Que debe “alcanzar” el sitial de buen proveedor y responsable padre de familia. Que debe “rendir” en la cama para que su compañerx sexual no lo abandone por otro más “potente”. Que debe “servir” a su patria en el campo de batalla con su cuerpo y su vida.


Cuando un hombre “sabe” (sin saberlo) que debe “ser útil” a la sociedad “deslomándose” en el trabajo para ser un hombre de “provecho” para el sistema. Que siempre debe ser astuto, inteligente y autónomo. Que debe exponerse a riesgos y desestimar sus miedos, demostrando su valentía y “utilidad” para proteger a lxs mas débiles. Que debe manifestar violencia al competir para ser “aprovechado” como fiero macho guerrero por un mercado bélico, masculino y exitista.


Cuando un hombre “sabe” (sin saberlo) que su prestigio crece cuando “puede” con muchas mujeres a la vez, en tanto es “consumido” como máquina de rendimiento sexual. O que debe “funcionar” como escudo o balsa humana (y seguramente morir cuando se hunde un barco) porque siempre van “mujeres y niñxs primero”.


Cuando un hombre sabe todo eso, “sabe” también que el “privilegio” de manejar la circulación del poder lo expone a una paradójica subordinación generada por ese mismo poder que detenta, pero que aún así defenderá hasta con su propia vida, arrastrando muchas veces con las de otros.


Subordinación y sometimiento que se expresa en tener que estar en constante tensión para sostener las expectativas grandiosas que exige el ideal masculino hegemónico, en tanto valer y rendir en función de esas mismas prerrogativas de masculinidad, que como premio por “servir” en cuerpo y vida a esa perversa patria-religión de género, le conceden la posibilidad de dominar a “otros”.


Por eso los hombres aprenden prontamente a olvidar su cuerpo, “cargando” con él, como vestigio vergonzoso de su materialidad, de aquello que peligrosamente los asemeja a las mujeres. Y así logran “templarse”, “uniformarse”, “acorazarse”· y transformarse en un cuerpo estándar de soldado. Máquina entrenada para la guerra que permite negar el miedo al dolor y la muerte, en nombre de ideales “elevados” como el honor, el trabajo o la nación.


Una máquina de carne desde donde el sistema de producción fabrica al obrero, ese hombre recio que vivencia su cuerpo como mera herramienta, y que solo lo cuida en función del rendimiento laboral que le brinda, constituyéndose en un engranaje más de esa maquinaria productiva que des-corporiza sujetos en calve masculina.


Con un cuerpo olvidado, no habitado, los hombres también han tenido que repudiar sus emociones (terreno considerado femenino), solidificando el llanto, anestesiando su piel. Una piel que solo podrá ser estimulada a través de la violencia física, sobre un cuerpo duro y aterrorizado por tener que negar el miedo. Cuerpo que las mas de las veces se pierde en el despliegue centrífugo, de una solitaria exhibición probatoria de poder y gallardía masculina.


Máquina también de producción de placer en otros, como reflejo de su magnificencia erótica: Cuando en la pornografía dura se muestra a un hombre penetrando a otra persona, él permanece siempre en control, sin grandes expresiones de goce, simplemente “rinde”, hace su labor “de hombre” sin manifestar emoción o divertimento alguno. Quien gime y se retuerce es la persona penetrada, expresando con sus gestos los efectos extáticos que el “serio” y “adulto” trabajo fálico-masculino provoca, irrumpiendo y colonizando el interior corporal de esos “otros”


Por tanto ¿Cómo pensar esa paradójica posición de dominado en la cual quedaría aquel hombre que se auto adjudica y se le adjudican las supuestas condiciones público-masculinas para detentar el poder y dominar a otros?


Más allá del estrés que puede provocar el control y mantenimiento de las insignias y cetros que justifican con su exhibición la posesión y ejercicio de poder masculino (no llorar, demostrar destreza física y sexual, no manifestar miedo, poseer bienes materiales para proveer y mantener a otros, etc.) ¿A qué estaría sujeto aquel al que se le atribuye poder para “sujetar” a otros que considera y son considerados inferiores y tutelables? ¿A que tipo de dominación estaría expuesto aquel llamado a dominar, desde el momento que debe sostener su posición de dominador?


Esta paradójica posición de poder obligaría al dominador a tener que someterse a una dominación que desconoce como tal, ya que sólo puede visualizar los efectos de su dominación en “los otros” y no en sí mismo.


Naturalizar las inequidades de poder por cuestiones de género, tornándolas obvias y necesarias por ejemplo a partir de argumentos biologicistas, y por tanto invisibles como inequidades, es una estrategia para lograr la aceptación de las personas dominadas, pero también es el requisito de existencia de ese mismo poder que entrona al dominador mientras lo somete.



Matar dragones tiene sus costos


Matar dragones para demostrar la valentía al rescatar doncellas en desgracia. Mantener económicamente a personas para exhibir poderío conyugal y parental siendo todo un “padre de familia”. Llenarse de trofeos deportivos, de caza de animales no humanos o de guerra, para probar la capacidad competitiva o la adhesión incondicional a valores abstractos como equipo o patria, entre otros. Todo ello aparentemente oficiaría como pruebas de haber asumido el ideal masculino, ya sea en el propio cuerpo o por delegación en un hijo, un esposo o un padre que obtiene dichos galardones sólo legibles en clave masculina.


Sin embargo dichas “estampas” de poder muchas veces no pueden ser mas que despliegues narcisistas, meros shows que requieren de aplausos para existir. Cebos distractores que “ocupan” al masculino hegemónico en pensar que detenta un poder especial, mientras es condenado a seguir produciendo de manera compulsiva gestos de grandiosidad y opresión hacia “otros”, y así sostener junto a esos “otros” dominados, un sistema de producción y dominación más amplio en donde el dominador resultaría ser también un dominado más.


“Trabajar” todos los días negando lo duro de la tarea, el cansancio o la angustia que implica para cumplir con el ideal masculino, convierte al hombre hegemónico en un verdadero dictador megalómano, pero también en títere de sus propios (y culturales) delirios de grandeza, así como de los “otros” poderes subyacentes e invisibles que su propia dictadura produce.


Esos “otros” poderes que detentan aquellos subalternos, quienes al someterse a la dominación y lógica patriarcal, obtienen particulares espacios de poderío cuando exigen y demandan aquello que lo masculino hegemónico ha prometido proveer a través de su imperio.


Dichos poderes subalternos y aparentemente sutiles siempre han sido ejercidos por “los otros”, los visiblemente sometidos, esos que son definidos como “diferentes” y secundarios dentro del contexto de dominación patriarcal (mujeres en general, hombres no masculinos, no heterosexuales, etc.), y que a la manera de funcionalidad con el mismo sistema que los somete, han elaborado subterfugios invisibles para resistir, utilizando subterráneas formas de ejercicio de poder que logran generar diferentes grados de sometimiento en el dominador, el cual es “atacado” con sus propias armas.


Pensemos sino en cómo ese mismo sistema que coloca al hombre masculino hegemónico en el lugar de dominador, lo vuelve simultáneamente en alguien vulnerable y pasible de ser dominado, cuando por ejemplo una mujer (alguien considerado “secundario”) se burla del tamaño de su pene o de su débil erección, reclamándole el no haber “rendido” como “todo un hombre”.


De una forma similar, cuando una mujer en situación de violencia doméstica por motivos de género, deja de sostener y de creer en ese sistema jerárquico perversamente romantizado y erotizado que reproduce el clásico modelo de pareja “bloque” y de complemento fusional. Cuando eso ocurre y esta mujer le demuestra al hombre que ya no le tiene miedo, que ella también vale, que es autónoma y que puede vivir sin él, comienza a desmantelar la fachada de poder que suele representar la masculinidad violenta. Una masculinidad que también era avalada a través del miedo crónico a esa violencia (producto de la idealización a la figura masculina) que se supone deben sentir las identidades femeninas “vulnerables” y “dependientes”.


Todo ello provocaría un verdadero sismo en uno de los emblemas poderosos (pero a la vez frágiles) de la megalomanía masculina: El falo y el poder “natural” supuestamente contenido en la masculinidad y en el ser hombre. Un sismo que entraña diferentes grados de peligrosidad en relación a la violencia, ya que dicha fragilidad co-fundida de poder para lograr ser negada y lucir como fortaleza masculina, puede determinar aumentos insoportables de angustia que lleve a tomar medidas “extremas” con tal de preservar su adhesión al ideal.


Por lo mismo, cuando una mujer “elige” como esposo un hombre por su poder e “importancia”, en el entendido que dicha importancia la catapultaría a determinada posición social, simbólica o económica, lo que estaría haciendo en realidad es (re) conociendo ese poder en clave masculina, pero también configurando al hombre en función de su utilidad, en tanto buen partido (o príncipe azul-rescatador o pasaporte a una vida de supuesta felicidad, etc.).


Con ello no sólo se coloca y es colocada en posición de subordinación al asumir cuotas de poder por delegación a través de un hombre (ser la esposa de…), sino que también el hombre queda subordinado (y constituido por) los requisitos que mantienen su posición de poder y “buen partido”. Aquellos que lo hacen valioso únicamente porque lo tornan útil para ser concebido y elegido como pareja, es decir como mero “intermediario” para que la mujer logre una vida de mayor bienestar social y económico a través del matrimonio y a veces hasta de la obtención de hijos.


De acuerdo a miradas lineales de ejercicio de poder, esas que más que ver mecanismos dinámicos de interacción en los procesos de dominación, sólo logran divisar estáticas víctimas y victimarios, muchas veces concebimos el dominio patriarcal como un fenómeno de maldad original localizada en “los hombres” como un aparente colectivo homogéneo y sin inequidades internas.


De esa manera quedaría sin considerar que la dominación-subordinación sería un mecanismo sostenido y retroalimentado por todos los actores sociales en diferentes grados y combinaciones, en tanto la persona dominada ha aprendido a verse y a evaluarse con los ojos y criterios del dominador (Bourdieu, 1999), ese mismo dominador que en gran medida se sostiene como tal por la mirada de confirmación que le devuelve su dominado.


Un dominado que, al igual que el dominador, también se socializó en una cultura patriarcal y aprendió no sólo a ver como natural el sometimiento (no viéndolo por tanto como tal) sino también a elaborar poderes subalternos funcionales a la dominación.


Pero aún así, y por fortuna, las personas dominadas (a veces en diálogo con dominadores que intentan dejar de serlo) también han venido aprendiendo a elaborar resistencias activas y contra-poderes subterráneos, esos que siempre han atacado las lógicas del poder patriarcal y no necesariamente al asesino de dragones que al parecer lo encarna.


Bibliografía

Bourdieu, Pierre (1999). La dominación masculina. Anagrama, Barcelona.

Campero, Ruben (2014). A lo macho. Sexo, deseo y masculinidad. Montevideo, Fin de Siglo.

------------------------ (2013). Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes. Montevideo, Fin de Siglo.

Connell Robert (1995). La organización social de la masculinidad. En “Masculinidad/es. Poder y crisis”. 1997, Santiago, Isis Internacional.

Marqués, Josep-Vicent (1992). Varón y patriarcado. En “Masculinidad/es. Poder y crisis”. 1997, Santiago, Isis Internacional.

 

* Ruben Campero: Lic, en Psicología (UDELAR), Psicoterapeuta (formación Psicoanálisis Focal y Sistémica), Sexólogo, Especialización en Género y Psicoanálisis (Asoc. de Psicólogos de Bs. As,), Diversidad Sexual y Masculinidades. Doctorando en Psicología (UCES - Bs. As.) Docente fundador del Instituto de Formación Sexológica Integral SEXUR y del Centro de Estudios de Género y Diversidad Sexual CEGEDIS. Autor de los libros “Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes” (2013) y “A lo Macho. Sexo, deseo y masculinidad” (2014) de Editorial Fin de Siglo. Columnista en medios radiales, televisivos y de prensa sobre sexualidad y género. Conductor del programa “Historias de Piel: Sexualidades en radio” desde 1997 a 2004 por Del Plata FM, y desde 2015 a la actualidad por la 104.9 Metrópolis FM


bottom of page