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Usted se lo pierde

Roberto de las Carreras y su bastardo lirismo

Por:
Soledad Platero

Iconoclastas.

Número 01,
Diciembre 2017.

Aunque no está claro si sus ojos eran “de un agudo verde pálido” o de un marrón oscuro y profundo, parece unánime la percepción de inquietante intensidad que había, en el 900 montevideano, de la mirada de Roberto de las Carreras. Implacable, posada sobre los desbordados cuerpos de las matronas y sobre los vientres castigados de las aldeanas pobres, era menos una mirada que un juicio, y alcanzaba con su desprecio a las instituciones más sagradas de la burguesía: el matrimonio y la maternidad.

“Las mujeres de Montevideo, apenas casadas, se hinchan, revientan las líneas, descomponen las formas de su cuerpo. […] Forzadas a una preñez constante, que parece como que contagia de su obesidad el mismo vientre exaltado de los maridos, la admiten y sobrellevan entendiendo que es así la marcha natural del matrimonio, ajenas de protesta, como mi hermosa perra inglesa, cuyo vientre han desproporcionado agudas y repetidas sensaciones de delicia”. Pero no toda la Galia está ocupada por los romanos: hay una mujer casada que resiste, todavía, a los estragos de la familia: Lisette d’Armanville (por supuesto, el nombre es inventado, porque en los albores del siglo XX no está bien visto, en Montevideo, que un poeta cante públicamente su pasión por una esposa ajena).

Sueño de Oriente es una brevísima novela en dos partes, dedicada a Arturo Santa-Anna, un amigo del autor que está próximo a casarse, “…para ser, seguramente, un amante disfrazado de marido!...”.

La primera parte es el elogio de Lisette, el rendido homenaje a su figura, la exaltación de las fantasías que despierta y el relato del ensueño en que el narrador se pierde mientras la contempla. La segunda parte es el intento de entablar con ella una relación siquiera distante, y el progresivo derrape hacia el ridículo y la vergüenza. En conjunto, las dos piezas arman un relato de final abrupto que no puede ser leído sin sentir que el autor se burla de sí mismo tanto como se burla de la pacatería de sus contemporáneos.

“Lisette tenía los labios teñidos de rojo, capricho oriental de duquesa! Yo observaba aquella pincelada de carmín vivo, exótico, como salido de las tintas calientes de un cuadro al óleo pintado sobre un motivo de Turquía; carmín que yo imaginaba llevado bajo la incandescencia blanca del sol, en las tierras donde los colores son supremos, por un mercader de Arabia, entre perfumes intensos, mezclado en la misma alforja al almizcle! Yo fantaseaba a Lisette en su casa, vestida con un resplandeciente traje de mora, bombachas, y en los diminutos pies de judía, pantuflas altas… parecida a Lotí, en albornoz, en su camarín de a bordo… […] Su dueño era un pirata!... y la tenía escondida en una isla desierta, junto con el botín y las preseas y maravillosos productos de las tierras saqueadas, en fantásticas estancias repletas de oro, los tapices esplendorosos bajo las salpicadas pedrerías de trofeos de alfanjes…”.

El Oriente nunca visitado, apenas entrevisto en las páginas de la literatura francesa del siglo XIX, es el gran reservorio de fantasías sexuales. De la tiesa relación entre hombres y mujeres de la burguesía criolla —acartonado reflejo de una burguesía europea apenas más complaciente— sólo se podía escapar con la imaginación, dejándose llevar por lo que Edward Said describió como “ensueños envueltos en clichés o modelos orientales: harenes, princesas, esclavos, velos, bailarinas y bailarines, sorbetes, ungüentos, etc.”.

La brevísima novela de nuestro héroe es el escandaloso guante lanzado a la cara de una sociedad provinciana y mojigata que le celebraba los chistes al mismo tiempo que murmuraba maliciosamente sobre su origen bastardo. Pero si la primera parte es un encantador juego de provocaciones sensuales, la segunda es la conmovedora exhibición de un fracaso. El autor, que ya le hizo llegar —discretamente— su texto a Lisette, le ruega que acepte ser deseada y admirada, aunque sea a la distancia. Le pide que se deje ver en el balcón, una hora por día; una “caridad de amor” que no debería negársele a nadie. Todo es admiración y respeto, al principio. Pero luego llegan las dudas: “Vivo ansioso escrutando la cara de sus parientes para adivinar si ha mostrado mis cartas y se ha burlado de mí…”. Y no demoran en aparecer las exigencias: “Por qué recibe mis cartas y me huye a la vez? Comprendo que lucha con su recato; pero, en amor, dar un poco es dar todo, y Vd. consiente que yo le escriba!”. Razonablemente, el delirio termina por reclamar una respuesta: “Escríbame, señora. ¿Qué más da recibir cartas de amor o contestarlas con un anónimo?”.

Si esta novela fuera una tragedia, el frustrado amante pondría fin a su sufrimiento mediante un acto brutal y definitivo. Sin embargo, el buen gusto —y acaso el humor— de este desfachatado dandy criollo elije la honestidad a costa de la gloria. La hermosa y elegante dama a la que dio nombre de cocotte o de duquesa no está a la altura del desafío, y no vale la pena perder más tiempo por ella. Su castigo será la decencia. Su calvario, la vida de casada.

Hay que decir que si algún estilo lírico conserva hoy el ímpetu y la violencia de esta exquisita pieza literaria del romanticismo tardío o el modernismo temprano es, me temo, la canción popular de ritmo tropical o acaramelado. Lejos de cualquier crítica a la razón patriarcal, ajeno completamente al escrutinio de los roles impuestos por la costumbre, el recurso lírico del cortejo seguido de desafío galante y rematado en puro patoteo pasó, en el curso de un siglo, de ser provocación de intelectuales rebeldes a constituirse en lugar común de la cultura de masas más ramplona y condescendiente. Un triunfo tardío que difícilmente habría conformado a nuestro elegante poeta bastardo.

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