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  • Federico Mare

Diálogo con el historiador mendocino Federico Mare


Ilustración: Ramiro Alonso


En un post de tu autoría te referías al “fenómeno posmoderno de la religiosidad neoandina”, asociado además a cierta forma de entender la lucha ambiental. ¿Podrías transcribirnos el post y contextualizarlo para el público lector uruguayo de Hemisferio Izquierdo?


Vivo en la provincia argentina de Mendoza, donde se viene desarrollando desde hace dos décadas, igual que en muchas otras zonas andinas de mi país (Chubut, San Juan, Catamarca, etc.), un pujante y masivo movimiento socioambiental contra la megaminería a cielo abierto, el fracking y otras formas de extractivismo asociadas al capitalismo trasnacional. Estas luchas populares en defensa del agua y otros bienes comunes, más allá de sus contradicciones y limitaciones (policlasismo, reformismo, etc.), me generan enorme simpatía y expectativa, puesto que, desde un punto de vista estratégico a mediano y largo plazo (y corto también), el antagonismo naturaleza-capital se ha vuelto tan importante como el conflicto trabajo-capital. Vivimos en un capitalismo tardío signado por el cambio climático, la contaminación, la sojización y el agribusiness, la destrucción de bosques nativos y especies animales, el derretimiento de los glaciares y del permafrost, la industrialización a gran escala de la ganadería, la proliferación de zoonosis epidémicas y pandémicas, y otros fenómenos alarmantes de crisis ecológica que están precipitando a la humanidad hacia un colapso civilizatorio. Como anticapitalista, como socialista libertario, los movimientos socioambientales me parecen cruciales, decisivos, y cifro en ellos muchas esperanzas de cara al mañana. Pero como intelectual de izquierda debo también ser realista y crítico, y no callar aquello que considero negativo o contraproducente (pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad, parafraseando a Gramsci).


El post decía así: “Se ha puesto de moda en Mendoza, cada vez que hay un sismo, interpretarlo jocosamente como una señal de que «la Pacha está enojada» con la megaminería, o que ella expresa así su solidaridad con las luchas socioambientales del pueblo. En algunos casos, no es más que una prosopopeya, una metáfora dicha con sorna. En otros casos, la ocurrencia es menos figurada y más literal, pues la dicen personas que adhieren a creencias panteístas, asociadas al fenómeno posmoderno de la religiosidad neoandina (que poco y nada tiene que ver con la religión andina ancestral). Aquí la cosa es más delicada, porque no se trata ya de justicia poética, sino de castigo divino. Sea cual fuere la variante, ambas me incomodan. Ya lo sé: la frase «la Pacha está enojada» se la ha estado diciendo en sismos leves. Pero cualquier día de estos, uno de esos sismos que parecen ser leves, se volverán terremotos en cuestión de minutos u horas, y morirá mucha gente, miles de personas, como aquí mismo en 1861, en San Juan en 1944 o en Chile hace apenas once años. Y que yo sepa, los terremotos no matan solamente –ni siquiera principalmente– a empresarios y gerentes del capitalismo extractivista, o a políticos cooptados por este, sino también –y sobre todo– a personas inocentes, en su mayoría pobres que viven en lugares precarios y hacinados, que nada tienen que ver con el negocio sucio de la minería trasnacional a cielo abierto. ¿Qué pasará entonces con todos esos posts o tweets que celebran la ira punitiva o justiciera de la Pachamama, literal o figuradamente? A pocos minutos u horas de ser publicados, tendrán que ser borrados con prisa, culpa y vergüenza, en medio del horror y el dolor de una tragedia humanitaria, que a la megaminería probablemente no le mueva un pelo. No nos ha bastado con contaminar, saquear y destruir la naturaleza. Ahora también la antropomorfizamos. Le atribuimos conciencia y voluntad, o jugamos a que las tiene. La personificamos, la reificamos, la hipostasiamos, la divinizamos… Y esperamos que ella castigue o premie con justicia, y nos solucione mágicamente nuestros problemas, en vez de hacerlo nosotrxs mismxs. Dejemos en paz a la naturaleza. Bastante daño le hemos hecho, como para encima cargarle la pesada mochila de nuestro inmaduro antropocentrismo. Lo mejor que podemos hacer por ella es protegerla y cuidarla, defenderla del capitalismo aboliendo el capitalismo. Flaco favor le haremos si la abrumamos con nuestra idolatría o fetichismo”.


Solo se trata de un ejemplo, claro. Podríamos mencionar y desmenuzar muchos más. Pero el ejemplo elegido me parece muy ilustrativo de aquello que me propuse poner en discusión.


¿Cómo describirías el fenómeno de la religiosidad neoandina?


La religiosidad neoandina forma parte de una tendencia mucho más vasta en el mundo occidental: el boom de los neopaganismos, panteísmos, orientalismos, movimientos New Age, teosofías, esoterismos, sincretismos, feminismos Wicca… Lo que une a este variopinto conjunto de creencias y prácticas religiosas es un desencanto o malestar con las instituciones cristianas más tradicionales, con su monoteísmo dogmático, con su intolerancia fanática, con su rigidez jerárquica, con su ritualismo asfixiante, con su moralismo pacato, con su conservadurismo fariseo… Ese desencanto o malestar va de la mano con una búsqueda espiritual más personal, más espontánea, más mística, más romántica. Algo así como una religiosidad a la carta, una fe desinstitucionalizada.


Esa búsqueda espiritual, esa sed de sentido que muchas personas ya no pueden ni quieren saciar en el manantial del cristianismo, no ha sido, por lo general, satisfecha por la izquierda atea o agnóstica, donde el compromiso con la racionalidad ilustrada, el librepensamiento, el laicismo, la ciencia y el escepticismo muchas veces ha derivado en un cientificismo ateo muy obtuso, intolerante y agresivo, reñido con el pensamiento crítico que se dice defender (la ideología cientificista tiene muy poco de científica, como se evidencia dramáticamente en estos tiempos de pandemia con la ortodoxia covidiana). No toda la izquierda le dio la espalda al problema del sentido. Tanto en el marxismo como en el anarquismo –probablemente más en el segundo que en el primero– ha habido siempre una veta utópica, romántica: Walter Benjamin, Gustav Landauer, etc. Sartre y Camus, con su existencialismo ateo, desde la antropología filosófica, también supieron producir sentido por fuera de la fe religiosa, y en antagonismo crítico-polémico con ella (debiéramos recuperar su lúcido pensamiento). Pero han sido excepciones, no la regla general. La tesis del «socialismo científico» hizo estragos en la izquierda, a la sombra de la ortodoxia marxista-leninista y la vulgata estalinista.


Como socialista ateo, lamento mucho que la izquierda se haya desentendido tanto de la dimensión utópica y de la producción de sentido, focalizándose unilateralmente en la verdad científica y la estrategia política, que sin duda son muy necesarias, pero no suficientes. Se podría decir que, desde la década del 60, ese vacío que la izquierda no quiso o no supo llenar, viene siendo llenado cada vez más por un revival religioso en clave místico-individualista. Una fe décontracté, relativamente heterodoxa pero de bajo vuelo intelectual, muy a tono con el subjetivismo, el pensamiento light, el relativismo y la espiritualidad express de autoayuda.


Una variante de este revival religioso «descontracturado» son los neopaganismos. Hay un neopaganismo germánico, un neopaganismo celta, un neopaganismo helénico, un neopaganismo eslavo, un neopaganismo egipcio, etc. En América hay toda una gama de neopaganismos asociados al indigenismo, entre ellos la religiosidad neoandina. Estos retornos a los politeísmos ancestrales precristianos a menudo están asociados con la ultraderecha patriotera, racista y xenófoba, como en el caso de muchos grupos neonazis que practican el odinismo en el norte de Europa y los países anglosajones. Pero también el neopaganismo puede estar vinculado a posiciones políticas de izquierda o progresistas, como en el caso de la religiosidad neoandina o pachamamismo (o bien, la religiosidad neocelta en Gran Bretaña, tan emparentada a la contracultura de hippies y crusties).


Más allá de estos contrastes ideológicos, debe hacerse notar que los neopaganismos contienen altas dosis de idealización romántica e imaginación reconstruccionista. Son, básicamente, parafraseando a Hobsbawm, tradiciones inventadas. En el caso americano, no debe confundirse la pervivencia de creencias y ritos precristianos –aggiornados o no– al interior de los pueblos originarios, con la folclorización o apropiación esnob de tales creencias y ritos por parte de la burguesía o la clase media, mayormente blancas y citadinas. Dicha folclorización o apropiación cultural conlleva, además, un intenso proceso de sincretización con el New Age, el orientalismo y las teosofías panteístas. Y también con el ecologismo romántico gaiano, nexo que nos permite volver a nuestro punto de partida: las luchas socioambientales contra la megaminería en las comarcas andinas.


¿Cuál es el problema con estas romantizaciones neopaganas, panteístas o sincréticas en los movimientos colectivos de defensa de la naturaleza? Los extravíos y riesgos que entraña toda alienación religiosa: el sacrificio del intelecto, la reificación fetichista y las ilusiones metafísicas de consolación. El realismo crítico constituye un componente fundamental de la praxis revolucionaria. Creer que la geosfera es una divinidad o fuerza impersonal inteligente que hace justicia retributiva y punitiva, que ayuda a las organizaciones socioambientales y castiga a las corporaciones mineras, es una forma de wishful thinking que genera falsas explicaciones y falsas expectativas, y que abre una grieta por donde puede colarse el opio de la resignación. ¿Qué pasa si la ira de la Pachamama (léase: un terremoto) deja intactos los activos de la minera trasnacional y diezma las comunidades locales que se resisten al saqueo? ¿Quiere acaso eso decir que la Pacha, por alguna misteriosa razón, por algún motivo inescrutable, ha querido beneficiar al extractivismo y masacrar al pueblo? La cruda realidad es que las principales víctimas de los terremotos son personas humildes e inocentes.


Si las religiones monoteístas no han podido resolver el problema de la teodicea, a pesar de su hipertrofia ontoteológica de siglos y siglos, no veo por qué el nuevo ecologismo panteísta gaiano-pachamámico vaya a resolverlo. La racionalidad crítica y el realismo nos ofrecen un camino más seguro y fecundo a la hora de formular explicaciones, diagnósticos y estrategias. Claro que también se necesita crear sentido y utopía más allá de la ciencia y la política, pero para eso no se necesita religión... Con el arte, la filosofía, el amor y otras actividades seculares alcanza.


¿Cuál es el alcance y relevancia política de la religiosidad neoandina?


No dispongo de datos cuantitativos sobre este fenómeno, y dudo que los haya. Pero mi impresión es que se trata de un componente ideológico importante para un amplio sector de la militancia socioambiental, tanto en Argentina como en otros países andinos. Ese componente no siempre es consciente, explícito. Por lo demás, solo a veces posee sistematización intelectual. Pero como sensibilidad, el fenómeno está muy extendido. La Bolivia de Evo Morales contribuyó mucho a su difusión regional. A nivel mundial, el ecologismo romántico gaiano también tiene una gran cantidad de simpatizantes, aunque se trata más de una tendencia cultural que de una corriente política.


¿Dirías que se trata de una racionalidad política que trasciende las luchas específicas por el medio ambiente?


Sin duda las trasciende. Se trata de un fenómeno bastante transversal. Lo encontramos también en campos como el populismo, el agrarismo, el feminismo, el arte, la filosofía latinoamericana, la opción decolonial, la medicina alternativa… No obstante, debe decirse también que existe una afinidad electiva especialmente fuerte entre religiosidad pachamámica y luchas socioambientales. La religiosidad neoandina, como todo panteísmo materialista, pone en el centro mismo de su cosmovisión a la naturaleza, igual que lo hace el ecologismo radical. Esta sintonía produce una sinergia muy vigorosa, que sería necio negar o minimizar. Lo mismo ha sucedido en Europa con los neopaganismos. Su impronta naturalista ha generado desde los años 60 un fuerte feedback con el activismo verde de matriz gaiana.


¿Cuánto de potencia y cuánto de límites hay en estas formas de conciencia política?


Ya hemos hablado de los pros y contras de esas formas de conciencia política. Sus potencialidades están a la vista: tienen que ver con la pulsión utópica, con la construcción de sentido. Sería mezquino no admitir la fuerza simbólica, persuasiva y movilizadora de las cosmovisiones que sacralizan la naturaleza. Sus limitaciones también están a la vista: debilidades o flaquezas en términos de racionalidad y realismo. No hay chance de vencer un enemigo tan poderoso como el capitalismo extractivista trasnacional sin explicaciones, diagnósticos y estrategias de alto rigor lógico y gran solidez empírica. El optimismo de la voluntad no alcanza. Se necesita también el pesimismo de la inteligencia. Este último es el talón de Aquiles del socioambientalismo pachamámico, que a veces invoca a las ciencias, pero llamando ciencias a saberes que son pseudocientíficos (la Hipótesis Gaia, por ej., tal como ha demostrado, entre muchos otros, el biólogo Massimo Pigliucci en su artículo de 2005 “The So-called Gaia Hypothesis” para Thinking About Science). Por lo demás, el optimismo de la voluntad es perfectamente compatible con una creación de sentido y utopía de índole no religiosa, e incluso irreligiosa. Es una falacia mayúscula suponer que la religión tiene el monopolio de la espiritualidad, del para qué vivir y cómo vivir.


¿Es posible preguntarse eso sin caer en un “occidentalismo eurocéntrico” o en lo que algunos autores han denominado “epistemicidio”?


En rigor de verdad, no hay nada de occidentalista o eurocéntrico en criticar lo que aquí se critica. La racionalidad, el realismo, la ciencia, el escepticismo, el agnosticismo y el ateísmo no son exclusivos de Occidente. No solo no lo son en la modernidad y contemporaneidad, donde la expansión capitalista mundial ha conllevado fuertes procesos de occidentalización cultural a remolque del colonialismo y el imperialismo, sino que nunca lo fueron. Tanto en la India como en la China antiguas, antes de todo contacto con la episteme griega, hubo un racionalismo científico-filosófico plenamente endógeno y muy potente, en ruptura abierta con las ortodoxias religiosas, como en el caso de la escuela de Chárvaka. Reivindicar la razón, el realismo, la ciencia, el escepticismo y la irreligiosidad agnóstica o atea no necesariamente representa una opción occidentalista. El pensamiento decolonial ve eurocentrismo y «epistemicidio» en todas partes, sin aportar pruebas convincentes de semejante ubicuidad, como bien lo ha argumentado el intelectual marxista argentino Ariel Petruccelli en su artículo “Teoría y práctica decolonial. Un examen crítico”, publicado en el último número de Políticas de la Memoria, el anuario del CEDINCI. La racionalidad no es un constructo ideológico de la modernidad europea. Es un atributo humano universal. Puede leerse, en esta dirección, mi ensayo “El librepensamiento fuera de Occidente y antes de la modernidad”, editado por el Observatorio del Laicismo de Europa Laica (España).


No estoy diciendo ni sugiriendo que el eurocentrismo sea un mito. Existe, es un problema serio y la izquierda debe combatirlo sin concesiones, igual que debe combatir el imperialismo, con el que aquel está tan emparentado. Tampoco digo ni sugiero que no haya habido genocidios y etnocidios en la conquista de América. Los hubo, en efecto, y tenemos que repudiarlos. Debemos ser solidarixs con las luchas territoriales, culturales y autonómicas de los pueblos originarios. Lo que me resulta inaceptable es la ecuación racionalismo = Occidente, o ateísmo = Occidente. Es lógicamente inconsistente e históricamente falsa, amén de políticamente contraproducente. El pensamiento decolonial hace un uso extremadamente abusivo del concepto de eurocentrismo –en sí mismo válido y útil– para llevar agua al molino del antioccidentalismo, el irracionalismo y la aceptación acrítica de la fe religiosa.


En cuanto a la noción de epistemicidio, no sé de nadie que haya ofrecido una definición clara y sólida que trascienda la retórica panfletaria de denuncia y sus fuegos de artificio. De hecho, la propia etimología de dicho neologismo resulta harto problemática, porque no tenemos evidencias de que haya habido conocimientos de tipo epistémico –stricto sensu– en las civilizaciones precolombinas, a diferencia de India o China. En el Tawantinsuyu y Mesoamérica –sobre todo en la cultura maya– hubo saberes prácticos, técnicos, empíricos y especulativos de alta complejidad y notable valor, pero no con el nivel de racionalización suficiente para ser considerados científicos, lo cual no implica ningún desmerecimiento; solo se trata de una constatación histórica. Lo correcto sería hablar de –permítaseme el neologismo– gnoseocidio, en vez de epistemicidio. El gnoseocidio sería la dimensión cognitiva del etnocidio.


No se trata de militar contra Occidente sino contra el capitalismo, el patriarcado, el imperialismo, el racismo, la xenofobia y otras formas de opresión, tengan o no un carácter u origen europeos. Esa militancia incluye, desde luego, la lucha contra todos aquellos aspectos puntuales de la civilización occidental –por ej. el eurocentrismo– que son funcionales a tales flagelos. El antioccidentalismo latinoamericano constituye una forma invertida y esencializada de nacionalismo, a escala regional. Una forma que acepta las reglas de juego del capitalismo extractivista tan pronto como este se viste de populismo progre en vez de tecnocracia neoliberal.


Referencias:


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