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Corrupción privada: ausencias y fugas en el periodismo

Rosario Touriño*


"Los cuchilleros", Julio Castillo


Los dueños de la opacidad


Nombrar empresarios nunca ha sido fácil en Uruguay. Investigarlos no ha sido una tarea sencilla para los periodistas, quienes suelen estrellarse con los límites estructurales demarcados por los propietarios de los grandes medios masivos de comunicación, no solo por la mentada dependencia de las pautas publicitarias, sino también porque sus accionistas pertenecen a la élite económica que históricamente ha marcado las reglas de juego. Esto ocurre especialmente en el ámbito de la televisión privada tradicional, más allá de la excepción aportada por algunos profesionales aislados, que tampoco se han contado por decenas y a quienes no los esperó una alfombra roja del otro lado del set sino más bien el despido. A veces una primicia non sancta sobre un poderoso, no vinculado al escrutado ámbito de lo público sino del lucrativo mundo de lo privado, podía superar el cerrojo, pero eso era esporádico: las ganancias de los medios, además, no suelen provenir del periodismo de investigación, sino de la emisión de grandes eventos deportivos, reality-shows o franquicias de programas de entretenimiento estandarizado. La libertad de expresión nunca fue muy rentable, más allá de pequeños nichos sobrevivientes, y quienes adquieren hoy un medio comercial tradicional no lo hacen ya movidos por la recaudación sino por la influencia.


LA ESCURRIDIZA RIQUEZA


En 2016 se produjo un episodio que volvería a exhibir la espesura de esos límites. El semanario Búsqueda, como parte de un acuerdo entre 109 medios de comunicación de 76 países (Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación o ICIJ, por su sigla en inglés), publicó un listado de empresarios y líderes políticos que habían abierto sociedades comerciales offshore con los servicios del estudio panameño Mossack Fonseca (1). En los documentos que involucraban a uruguayos aparecían personas provenientes de ese mundo paralelo, siempre entrelazado con los intereses económicos más profundos, como es el fútbol: desde Juan Pedro Damiani a Eugenio Figueredo (a la postre condenado por el llamado “Fifagate”). Pero también aparecían empresarios de rubros diversos, algunos vinculados a la política y –de nuevo- al fútbol como Edgardo Novick, a quienes el semanario consultó prolijamente antes de imprimir la publicación. Búsqueda publicó que los propios accionistas del semanario -en ese entonces, el grupo Cardoso-, dueños asimismo de la cadena de supermercados Disco Devoto Geant, estaban entre quienes recurrían a esa modalidad de ingeniería financiera destinada a oscurecer la identidad de la propiedad privada o las rutas de los dineros. En la publicación, con paso elegante, se aclaraba que no se estaba hablando de nada ilegal, pero que se estaba frente a información de interés público. Sin embargo, el diario El Observador optó por no publicar los nombres después de concluir que los datos correspondían a la vida privada o a la intimidad de las personas, a juzgar por lo que argumentó el editor jefe de la época. El director del diario Ricardo Peirano admitiría integrar el directorio de tres panameñas aunque se desvinculó de eventuales presiones editoriales. El contrapunto motivó un debate de ocasión que el portal Sala de Redacción de la Facultad de Información y Comunicación (Udelar) se encargó de registrar (2). La televisión, como es usual, difundió discretamente lo que involucraba a lejanos y enjundiosos protagonistas extranjeros: los presidentes, monarcas y empresarios de allende los mares. El celo con el que se protegía la vida privada de los dueños del capital contrastaba con la impudicia con la que se solía registrar la privacidad de los pobres, cuyos gastos en los planes sociales eran sojuzgados rigurosamente porque no se pueden mantener vagos con mis impuestos. Así, el celular comprado con el plan de emergencia solía ocupar más espacio en el prime time que la sociedad panameña destinada a eludir el pago de impuestos en el país en el que se reside: la presunta meritocracia de los más exitosos obturaba cualquier intento siquiera de entender los porqué, una de las tareas elementales del periodismo.

La riqueza siempre suele ser más escurridiza que la pobreza. Slavoj Zizek atizaba en la época con certera ironía: “Lo único realmente sorprendente sobre los Panamá Papers es que no hay ninguna sorpresa en ellos: ¿no sabíamos de modo preciso lo que esperábamos aprender allí? Aunque una cosa es saber sobre las cuentas bancarias offshore en general y otra, tener pruebas concretas. Es como sospechar que nuestra pareja nos engaña; uno puede aceptar el conocimiento abstracto, pero saltamos de dolor cuando accedemos a los detalles más escabrosos. Y cuando uno tiene fotografías de lo que está pasando… Así que con los Panamá Papers ya estamos frente a las imágenes más sucias de la pornografía financiera del mundo de los ricos, y ya no podemos pretender que no sabemos” (3).


Los Panamá Papers serían apenas una de las tantas megafiltraciones que luego se propagarían a instancias del ICIJ. En 2017 llegarían los Paradise Papers (Papeles del Paraíso), una operación en la que se difundirían 13 millones de documentos relacionados a las prácticas de los trusts o fondos de inversión ofrecidos como otro de los servicios de la góndola corporativa diseñadas para que las multinacionales escondan las ganancias de los sistemas tributarios o las familias pudientes se blinden contra los impuestos a la herencia. Esta vez aparecerían Facebook, Apple, Disney, Microsoft, EBay, Uber y Nike, entre otras. Y en 2021 sería el turno de Pandora Papers, operación en la que se difundieron 11 millones de documentos con datos de sociedades offshore vinculadas a presidentes (entre ellos: Sebastián Piñera o Guillermo Lasso) y celebridades de todo tipo, esta vez provenientes de 14 proveedores de servicios corporativos de esta naturaleza. Para utilizar la ya célebre imagen de Ignacio de Posadas: los vendedores de cuchillos, los que ofrecen el arma pero no se hacen responsables de sus resultados.


Con el tiempo pudo advertirse que todas estas fugas de datos fueron también un intento del capitalismo corporativo por autorregularse. El Grupo de los Ocho necesitaba nuevos consensos frente a la huida de los capitales y las cajas recaudadoras requerían ciertos pujos neokeynesianos para abatir los déficits públicos globales. En coincidencia con los papeles de Panamá (investigación que ganaría el premio Pulitzer), Barack Obama presidía a los Estados Unidos y apelaba a la inmoralidad de estos instrumentos: “las compañías offshore son legales, y ese es precisamente el problema” (4). Los poderosos que siempre fijan las nuevas regulaciones globales eligieron sus targets y Panamá fue la cabeza de turco, a pesar de que países como Estados Unidos o Inglaterra tienen paraísos fiscales legalizados en sendos estados o islas vírgenes colonizadas desde el fondo de los tiempos.


Obligados por los cambios de reglas impuestos por quienes se sientan en la mesa grande para garantizar que no se queme el motor de la máquina de exprimir, y la presión de la vigilante lista cromática impuesta por la OCDE, los operadores políticos y judiciales en todo el mapa, Uruguay incluido, debieron comenzar a diseñar regulaciones destinadas a aligerar alguna capa de opacidad. En Uruguay, por ejemplo, en 2017 el Parlamento aprobó que la evasión fiscal pasaría a ser considerada como un delito precedente del lavado de activos. También los casos de rapiña, sicariato, copamiento, abigeato o hurto en aquellos casos en que el monto de dinero “blanqueado” superase los diez mil dólares. Asimismo, se amplió la lista de sujetos obligados a reportar operaciones sospechosas de lavado a la Unidad de Información y Análisis Financiero (UIAF) del Banco Central, que pasaría a incluir a contadores, abogados y escribanos, además de los estudios jurídicos dedicados a la creación de sociedades, los rematadores, las inmobiliarias o los usuarios de zonas francas. Sin embargo, con el retorno desregulador promovido por el presidente Luis Lacalle Pou, y a pedido de algunas corporaciones profesionales, se flexibilizarían algunos requerimientos a través de la Ley de Urgente Consideración (LUC). Uruguay, por otra parte, recibiría un nuevo tirón de orejas en plena pandemia, esta vez del Consejo de la Unión Europea, que catalogó al régimen tributario nacional como “pernicioso” y conminó al gobierno a adaptarse a los estándares internacionales (5).


VICIOS PÚBLICOS, VIRTUDES PRIVADAS


El abordaje de la corrupción suele circunscribirse en Uruguay a las prácticas –ilegales o antiéticas- de los funcionarios públicos y del sistema político partidario. Todos los mecanismos de protección y de lo no dicho se activan cuando los involucrados pertenecen al sector privado, son inversores que financian las campañas políticas o tienen una posición dominante en el mercado capaz de extender las mordazas. La cerrazón a veces ni siquiera necesita de una llamada telefónica del poder sino que se reproduce a instancias de la autocensura o ese sentido común imperante de lo que es titulable o el deber ser de una noticia. Está bien, hoy en día las redes sociales pueden saltear todos los filtros, y el caso reciente llevado a cabo por los periodistas del diario El Observador que no pudieron publicar un artículo que involucraba al presidente de la república en el llamado “caso Astesiano” quizás sea un ejemplo virtuoso al respecto (6). De todos modos, la información de buena calidad queda contaminada y sumergida en el chapoteo grosero de las fake news, los bots, la guerrita cultural de los haters y la presunta democratización de voces que margina los esfuerzos del periodismo independiente y la investigación académica.


El caso Astesiano no es disruptor solo porque permite adentrarse en las cloacas del Estado, nada menos que en el corazón del centro presidencial, sino también porque desnuda toda esa maraña de lobby privado, tráfico de influencias y poder corporativo en la sombra que busca el atajo, no solo para acceder a algún beneficio sino también para solicitar de un modo vip los instrumentos represivos estatales: espionaje, cámaras de vigilancia del Ministerio del Interior, fichas policiales de víctimas y hasta el accionar de los propios cuerpos de seguridad. Algunos empresarios, como un socio del asesor presidencial y aduanero Juan Seré Ferber, que figuran en las filtraciones de los chats del ex jefe de seguridad presidencial -seguramente la mayor fuga de información de interés público de la historia digital uruguaya-, llegaron a pedirle a Astesiano el envío de cuerpos especiales de seguridad para custodiar sus emprendimientos (7).


El episodio es uno de los tantos que integran un corpus de suma gravedad, pero en este caso es casi ilustrativo de una pretensión privatizadora del propio servicio represivo a medida del interés empresarial. Si la existencia de servicios de espionaje ilegal en los meandros del Estado remiten a los servicios que funcionaron en la dictadura pero que siguieron fichando militantes, sindicalistas y políticos hasta bien entrada la democracia (8), el uso del aparato policial para fines privados no solo dio cuenta de una corrupción que llega a las alturas de las cúpulas uniformadas, sino que también rescató la imagen de aquellos comisarios que iban a custodiar estancias a pedido de sus dueños en los tiempos previos al golpe de Estado y en el propio régimen.

La riqueza del caso Astesiano está dada también porque no deja a casi nadie afuera y aparecen allí los empresarios militares, los lobbies siempre listos para proveer al Estado de armamento o equipamiento de defensa no siempre útil, ni pertinente. Y sociedades anónimas uruguayas (como Lunacar SA) unidas a sociedades internacionales (Vertical Skies), ambas integradas por militares jubilados -de mediana edad claro- armadas para ganar la licitación de un dron que compra la UTE pero para ser utilizado por las Fuerzas Armadas aún no se sabe bien para qué. Astesiano funge como intermediario entre la Presidencia y esos agentes del mundo militar. Las partes comparten información de pliegos de licitaciones y el intermediario recibe un depósito en su cuenta. Una fiscal, que no luce especialmente interesada en adentrarse en los delitos económicos y en las responsabilidades al más alto nivel, pasaría a ser una pieza importante en un puzzle que está lejos de terminar de ser ensamblado.


Ricardo Gil Iribarne (9), un investigador de larga data en el ámbito de lo público, que ha trabajado en los organismos nacionales e internacionales especializados en prevenir y combatir el lavado de activos, viene alertando, desde hace décadas, sobre el agujero negro en el que se disuelve la llamada corrupción privada en Uruguay, casi siempre protegida por los vastos vacíos legales.


La cuestión es que cualquier cohecho (soborno) tiene dos partes: está el corrompido pero también el corruptor (el dueño del dinero, el que entrega lo que mueve el engranaje). En Uruguay, a diferencia de otros países, prácticamente no existe responsabilidad penal clara y precisa para el actor privado de esta historia. A pesar de que este país suscribió la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción en 2006 hasta hoy el soborno privado no es un delito bajo las leyes nacionales. Esta falencia llegó a ser alertada por el propio Estudio Ferrere, en diciembre de 2022. El acuerdo firmado por Uruguay está vigente, y el gobierno mediante la ley 19.797 (10) se obliga a avanzar en medidas para prevenir la “corrupción privada”. En marzo de 2020 se le encomendó regulación específica a la Junta de Transparencia y Etica Pública (Jutep), sin que se hayan conocido mayores novedades.


El distinguido estudio hizo un evento (11) en el que se reafirma la voluntad de coparticipación de los privados en el diseño de un régimen sancionatorio a ser aplicado a: los sectores privados vinculados comercialmente con el Estado, las empresas que ejerzan posición dominante en el mercado, las firmas que sobrepasen determinado monto de activos o ingresos, a través de mecanismos graduales y con un registro público de “incumplidores”. Entre los delitos a tipificar se enumeran: soborno local y trasnacional, tráfico de influencias, colusión, peculado, malversación de bienes, además de las conductas contra la transparencia en la documentación de los ingresos contables. Sin embargo, más allá del bienvenido pujo autorregulador, los reunidos en la casa Ferrere dejaron en claro que la responsabilidad penal solo debe alcanzar a los individuos y no a las personas jurídicas. Esta posición -societas delinquere non potest (una sociedad no puede delinquir) reza el principio sagrado- directamente se opone a lo que existe ya desde hace bastante tiempo en otros ordenamientos jurídicos internacionales que llegan a establecer hasta la posibilidad de disolución de una sociedad comercial frente a la tipificación de distintas figuras de corrupción privada. Esto ocurre, por ejemplo, en varios países de la Unión Europea, y a propósito el ex fiscal de Corte uruguayo Jorge Díaz planteó hace un tiempo la necesidad de que esa tipificación se implementara por estas tierras (12).


Los delitos de los poderosos -en los términos de Vincenzo Ruggiero, uno de los autores que nos convoca- sin embargo, no solo parecen circunscribirse al área de lo mercantil o financiero. Otro buen punto de discusión es el de las capacidades para investigar los delitos de los empleadores (hay juristas que consideran que la actual ley de responsabilidad penal empresarial debe ser mejorada dadas las dificultades para generar prueba) (13). Es también incipiente en Uruguay toda la cuestión de los delitos ambientales, que si bien pueden ser protagonizados por el Estado por acción u omisión, es evidente que suelen involucrar a grandes corporaciones trasnacionales o a los engranajes nacionales de un sistema extractivista y depredador de escala planetaria.


ES LA ECONOMÍA


“No debemos temer aquí llegar hasta el final. El sistema jurídico capitalista global es en sí, en su dimensión más fundamental, la corrupción legalizada. La cuestión sobre dónde comienza el crimen (cuáles operaciones financieras son ilegales) no es una cuestión legal, sino una cuestión eminentemente política, atañe a la lucha por el poder”, vuelve a disparar Zizek, en uno de sus ensayos de divulgación más populares. El filósofo esloveno concluyó que los Panama Papers ilustraban con poderío gráfico la división de clases: “Los documentos nos enseñan cómo los ricos viven en un mundo separado en el que se aplican reglas diferentes, en el que el sistema legal y la autoridad se inclinan a su favor y no sólo los protegen, sino que siempre están preparados para torcer sistemáticamente las leyes para acomodarlos”.


Desde otras disciplinas, el jurista Raúl Eugenio Zaffaroni lo dice de otra manera en un artículo en que cuestiona el propio concepto de crimen organizado y las ineficaces burocracias nacionales e internacionales destinadas a combatirlo, que solo pueden molestar con formalidades y centran su actividad en delitos de poca monta: “Las leyes penales nunca eliminan los fenómenos, pues éstos no se evitan con papeles, pero habilitan un poder punitivo que se ejerce -por razones estructurales- en forma selectiva sobre los disidentes y los más vulnerables. De este modo, las leyes que pretenden erradicar la criminalidad de mercado sólo consiguen dificultar los servicios y la circulación que ofrece esta criminalidad, con lo cual –conforme a las propias leyes del mercado: a mayores riesgos mayores costos- provocan la eliminación de las organizaciones más endebles y la concentración en las más poderosas y sofisticadas, al mismo tiempo que encarecen el servicio criminal. En la práctica aumentan los ingresos de las organizaciones criminales y potencian su capacidad organizativa y tecnológica y, por consiguiente, su poder corruptor que involucra con frecuencia a los más altos niveles de autoridades estatales” (14).


En medio de estas capas tectónicas, el periodismo es tan solo una herramienta para intentar esclarecer, visibilizar y problematizar el poder en su más amplia diversidad y expresión. Aquella conocida imagen del insecto zumbón inmortalizada por Gabriel García Márquez debería seguir rondando cerca de las cabezas de quienes aún apuestan por un periodismo independiente que lleve la pluma a la herida, mientras la polis busca nuevas maneras de resignificarse.



* Rosario Touriño es periodista en Semanario Brecha



Notas


  1. Búsqueda, 7 de abril de 2016.

  2. Sala de Redacción (FIC, Udelar). 13 de abril de 2016.

  3. El artículo original se publicó en la revista Newsweek.(4 de julio de 2016)

  4. “The problem is that a lot of this stuff is legal, not illegal”. Tomado de The Guardian, 5 de abril de 2016.

  5. Véase “Adaptarse o sucumbir”, en Brecha.15 de octubre de 2021

  6. Los detalles de este caso fueron explicados por el periodista de ese medio Martín Natalevich en la mesa de debate “Caso Astesiano: criterios y dilemas periodísticos”, organizado por FIC-Udelar, 28 de marzo de 2023

  7. Brecha, 8 de diciembre de 2022

  8. Suplemento Infiltrados (Brecha, febrero de 2017)

  9. Ex presidente de la Secretaría Nacional para la lucha Contra el Lavado de Activos y el Financiamiento del Terrorismo y de la Junta Anticorrupción. Además integró el Grupo de Acción Financiera Internacional de Latinoamérica (Gafilat).

  10. En el artículo 5 de la mencionada ley, vigente desde 2019

  11. Evento organizado por Pacto Global, UNODC y Ferrere Abogados, “con el fin de que el sector empresarial uruguayo trabaje en el codiseño de esta política sobre anticorrupción para el sector privado”. 7 de diciembre de 2022.

  12. La Diaria, 10 de agosto de 2019.

  13. Es el caso de la jurista Laura Remersaro. Véase ¿Quién persigue el delito de riesgos laborales? En La Diaria, 26 de setiembre de 2022.

  14. “Globalización y crimen organizado”, Eugenio Raúl Zaffaroni. I Conferencia Mundial de Derecho Penal. El derecho penal del siglo XXI. México. 18 al 23 de noviembre de 2007



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