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  • Santiago Pérez Castillo

Contra la narración de la "despotencia"



La vuelta al hemisferio con Santiago Pérez Castillo



Hemisferio Izquierdo: ¿Cuáles son desde su perspectiva las claves para leer el significado de la dictadura cívico militar? ¿Cómo podemos dimensionarla desde una generación que no la vivió?


Santiago Pérez Castillo: ¡Los tupamaros nunca tuvieron chance de hacer ninguna revolución! –me decía mi padre hace un tiempo, como diciendo una obviedad. En esa discusión, yo intentaba argumentar lo que voy a argumentar ahora, respondiendo a tu pregunta. Creo que la primera clave para leer la dictadura es no subestimar el impulso revolucionario de los 60.


En términos lineales, probablemente mi padre tenga razón. Visto desde nuestros días no parece haber sido viable en ningún momento una victoria militar de la lucha armada en Uruguay. Pero más allá de su literalidad, esta narrativa implica algo más profundo, que es el menosprecio de la potencia de una generación que –en su diversidad ideológica y de prácticas políticas– se planteó como perspectiva el desarrollo de un camino al socialismo.


Es difícil empezar hablando de la dictadura con este punto, porque nos hemos empeñado desde la izquierda en rebatir una teoría de los dos demonios que justificó la barbarie autoritaria a partir del conflicto social de los sesenta, igualando violencias de orden y escala incomparables. No hubo ninguna guerra. Pero esa legítima insistencia en que no se trató de una respuesta a la izquierda armada, que ya estaba derrotada al momento del golpe, no puede hacernos olvidar que la dictadura sí vino a destruir algo.


Para ser más preciso, creo que la última dictadura fue un intento –exitoso– de desarticular el alto nivel de potencia social que el pueblo uruguayo venía construyendo desde principios del siglo. El entusiasmo sesentista no es una cuestión de voluntad, aunque la voluntad siempre tenga que ver con la política. Sino que está hecho de esa potencia, de capacidad de organización y acción política popular. El 68 uruguayo no cayó del cielo, ni tampoco vino enteramente de afuera, como parece suponer la narración de la despotencia.


La Revolución Cubana y la coordinación con movimientos insurreccionales en toda América Latina eran sin dudas parte del escenario, pero en Uruguay venían pasando cosas mucho antes de que la guerrilla apareciera en escena. La organización sindical se había disparado desde los cuarenta, mientras se iba articulando además su unificación en la central. Sumemos a esto el aumento exponencial de la matrícula en educación media y universitaria, con jóvenes que habían vivido en la lucha por la Ley Orgánica del 58 una experiencia que había consolidado un movimiento estudiantil politizado y coordinado con el movimiento obrero. Todo esto en el marco de un clima cultural que llegados los sesenta puso el dedo en la llaga de la crisis del Uruguay excepcional. Como estos ejemplos se pueden pensar otros, pero el punto es el siguiente: el fracaso posterior de los intentos revolucionarios en la región no puede hacernos olvidar que el miedo que en esa década comenzó a expandirse entre la clase dominante y dirigente del país, y su contracara, el entusiasmo de una izquierda que confió en un futuro revolucionario, lejos de ser ilusiones delirantes, tuvieron su base material.


Aquella acumulación de poder tuvo mucho que ver con el batllismo pero también con el mundo de las izquierdas, anarquistas, socialistas, comunistas y de la organización cultural y comunitaria de la primera mitad del siglo. Pero las conquistas suelen ser leídas como conquistas desde arriba, derivadas de la virtud de las élites gobernantes. Y cuando se considera la virtud popular, es asociada a una suerte de don de origen, de esencia nacional que remite más a la idea de un ciudadano aplicado que a la de un militante.


En el marco de esta lectura, que podemos llamar liberal, el golpe del 73 es interpretado como la culminación de un proceso de corrosión de la institucionalidad democrática que se había fundado en aquella virtud ciudadana, y la incapacidad del sistema político que en su fragmentación interna no fue capaz de evitar el desastre. Es la lectura de la dictadura como un impasse en la normalidad democrática, un momento de ruptura del orden y de suspensión de la democracia.


Pero existe otra lectura, que detrás del principio igualitario y el virtuosismo democrático que caracteriza nuestra identidad nacional, también ve la historia de la lucha de clases y de distintos movimientos sociales librando sus batallas. Desde esta óptica ya no se trata de un bloque democrático frente a otro antidemocrático, sino de un tejido de conflictos sociales más complejo, que tiene al significado de la propia democracia en el centro de la discusión política. Esa discusión abierta sobre la democracia y la revolución que en los sesenta tuvo su auge y que logró cuestionar la viabilidad de la institucionalidad liberal para sostener una buena vida, es también lo que la reacción autoritaria vino a contestar. A partir de esto, la segunda clave que puedo proponer es leer a la dictadura como un momento de afirmación del orden establecido, y no de su ruptura.


Por supuesto que se podrían pensar muchas más, no pretendo ninguna exhaustividad, pero creo que la síntesis de estas dos claves, la revalorización del impulso revolucionario de los sesenta por un lado y la mirada sobre la continuidad del orden establecido a través del terrorismo de Estado, ayuda a entender el carácter contrarrevolucionario de la dictadura, y su rol de disciplinamiento que operó una inversión en el campo de las sensibilidades, inyectando terror donde antes hubo entusiasmo.


Diego Sztulwark, un intelectual imprescindible, viene insistiendo con la idea de que una democracia sin entusiasmo es una democracia derrotada, y que ese entusiasmo aparece cuando la democracia está en contacto con la revolución. La gran intervención político-cultural del terrorismo de Estado fue destruir ese puente. No es casual que luego de la dictadura esa discusión estuviera terminada, y el significado de la democracia cerrado. El gran desafío de nuestra generación es volver a abrirlo.



Hemisferio Izquierdo: ¿En qué modos o dimensiones la dictadura cívico militar se proyecta hacia el presente? ¿De qué forma crees que se pueden contrarrestar sus efectos?


Santiago Pérez Castillo: Veníamos diciendo que el sentido de la democracia está intervenido por el pasado dictatorial. Por eso leer la dictadura es leer la democracia, y desde esta mirada la actualidad del terrorismo de Estado es abrumadora. Tal vez su presencia más evidente tiene que ver con la limitación de la imaginación política, es decir, con lo que creemos que es políticamente posible. Eso nos trae la pregunta sobre cuál es la relación entre la dictadura y la hegemonía liberal que la siguió. Contrarrestar sus efectos, en mi opinión, tiene que ver con lidiar con el trauma del terrorismo y contrarrestar esa hegemonía, ese mestizaje entre terror y capitalismo.


La dictadura se dio además en el marco de un proyecto de imposición, por la fuerza, de un ajuste liberal que trasciende ampliamente la economía. Un modelo económico que es en realidad una forma de comprender el mundo y una propuesta de cómo vivir (sin entusiasmo). Es por eso que aunque logremos frenar distintas reformas privatizadoras, o incluso cuando conseguimos importantes conquistas de derechos como las que vivimos en el ciclo progresista, hay algo de la derrota que no nos podemos sacar de encima.


Cuántas veces habremos escuchado a compañeros y correligionarios decir que “la dictadura nos enseñó a valorar la democracia”. ¿Qué quiere decir eso? Una escucha un poco más atenta alcanza para notar el costado traumático de ese sentido común que suele ser expresado con liviandad.


Sabemos que hay una singularidad del sistema represivo de la dictadura Uruguaya: si en la chilena la aplicación de la violencia se caracterizó por la represión masiva en la calle, y la argentina por la desaparición forzada y el exterminio, lo distintivo del Uruguay fue el encarcelamiento masivo y el uso sistemático de la tortura. Esto generaba una situación doble de terror, hacia adentro de las cárceles pero también hacia afuera, en una lógica ejemplarizante. El psicoanalista Daniel Gil se refirió a esta práctica como una pedagogía del terror. Esta noción, análoga a la de aprendizaje democrático, le da sin embargo un sentido más preciso, y más siniestro.


Creo que la dictadura se proyecta en el presente en la forma en que esa pedagogía del terror limita la democracia. La impunidad de los torturadores y la ausencia de la verdad sobre dónde están nuestros desaparecidos y desaparecidas sigue funcionando en aquel sentido ejemplarizante. Pero el terror está presente no sólo en este sentido, sino directamente, en la memoria de los cuerpos. Yo puedo sentir en el estómago los rastros del miedo de mi madre adolescente en los allanamientos nocturnos. Más cerca o más lejos, el terror tiene la cualidad de permanecer. Somos una generación de militantes criada en su presencia, por más velada, mediada o al acecho que esté, como decía Rozitchner, como el último recurso siempre disponible. Somos hijos de una izquierda bajo amenaza de muerte.


Pero también somos hijos de una tradición de entusiasmo y resistencia. Aunque reconocer y recuperar esa fuerza no quita reconocer también la derrota. No es posible desafiar los límites de la democracia si seguimos creyendo que la derrotada fue la dictadura. El plebiscito del ‘80, además de una gran victoria de la resistencia y un hito fundante de la apertura democrática, también operó como un efecto de encubrimiento de las consecuencias del terrorismo de Estado y de los límites que le impuso a esa democracia. La defensa de los derechos humanos se convirtió en esos años en una causa fundamental, y tal vez sea la primera de las causas a las que valga la pena dedicar una vida, pero no puede ser lo único que nos queda.


Entonces, si algo tengo para decir sobre cómo contrarrestar los efectos de la dictadura, es que hay que asumir la derrota. Pero que no se malentienda, esto no tiene nada que ver con la resignación o el derrotismo, sino con exactamente lo contrario: asumir la derrota para deshacer el hechizo, y –aceptándonos vulnerables– laburar el trauma, enfrentar el miedo con realismo y organización. Tratar colectivamente las heridas, con cuidado y solidaridad. Reabrir las posibilidades de lectura sobre el presente. Hacer espacio, con generosidad y con decisión, para que una nueva generación pueda constituirse finalmente en generación política. Quebrar la eficacia del terror. Recuperar el entusiasmo, retomar la ofensiva.

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