Agradezco esta invitación de las y los compañeros del CELA, que me permite compartir inquietudes. Todavía bajo la dolorosa impresión de la muerte de Guillermo Almeyra, a quien disfruté mucho en la UAM Xochimilco en reuniones y debates, y cada domingo en su artículo en La Jornada. Crece mi convicción de que la forma de honrarlo es hacer bien nuestra tarea, y no estoy segura de poder hacerlo ahora a la altura de esa exigencia.
El título de mi intervención ronda en torno a los problemas que observo en una buena parte de los análisis latinoamericanistas, los que plantean miradas regionales. No es una preocupación nueva, y algunos saben que lo vengo comentando desde hace mucho tiempo, de manera oral y en escritos. Detesto tener que repetirme, pero será inevitable. Plantearé algunos problemas, no son todos, y no voy a pontificar sobre soluciones, porque sería imposible en este generoso tiempo que me han dado, y además es una tarea colectiva.
Desde diciembre de 2015 la cosa se fue poniendo peor. De pronto viene la perplejidad: si en los 8 o 10 años anteriores se afirmaba, parafraseando a Rafael Correa, que se estaba “saliendo de la larga noche neoliberal” y que estábamos en un “cambio de época”… y de pronto, quienes así lo repetían comienzan a decir que se está en una “contraofensiva conservadora neoliberal”.
En aquellos años anteriores se pensaba América Latina desde Sudamérica y como Sudamérica. El cambio político entre 2003 y 2007 fue realmente impresionante. Se sumó Nicaragua al entusiasmo desde Centroamérica, pero poca atención se le prestó desde 2009 a El Salvador, excepto en reuniones de partidos. Sin embargo, yo advertía sobre esa errónea generalización, porque, tomando como referencia los censos de población de 2010, había un impresionante 54 por ciento de la población regional bajo gobiernos de izquierda y centroizquierda, con un buen porcentaje aportado por Brasil, pero había otro inmenso 46 por ciento gobernado por la derecha. Y que los logros y entusiasmo por esos procesos de cambio no iban a contagiar espontáneamente a amplios sectores sociales que, además, poco o nada sabían de ellos.
El entusiasmo que teníamos militantes y analistas de izquierda es comprensible, sobre todo cuando mirábamos la geopolítica regional, absolutamente inédita. Se echó atrás al ALCA. En la OEA Estados Unidos no hacía y deshacía a su antojo. Cuba tuvo el mayor respiro y apoyos en la historia de su revolución. Se sentía más seguridad porque la potencia de Brasil podría frenar aventuras militares de Estados Unidos en la subregión. Las economías más pequeñas aliviaron algunas penurias con los dos mayores mercados subregionales.
Pero el entusiasmo político se filtró como epistemología, trayéndonos de nuevo el viejo problema de la relación externo-interno, que desde hacía 50 años se presentaba como la tensión entre exogenismo y endogenismo. Dominó el exogenismo, descuidando que la geopolítica depende fundamentalmente de los procesos políticos internos.
Es bien curiosa la manera en que se vivió en México. Aquí hicimos más foros sobre los gobiernos de izquierda y progresistas que en algunos de esos países. Creo que nuestro entusiasmo, quizá con cierta sana envidia, fue mayor de lo que se vive hoy en otros países sobre el proceso nuestro actual, posiblemente porque hay una experiencia que plantea prevenciones. O porque sigue pensándose América Latina como Sudamérica.
Cuando gana la derecha en Argentina y destituyen a Dilma, comenzó a hablarse del “fin del ciclo progresista”. Fue caracterizado principalmente por la dependencia de las economías con el extractivismo, que hasta 2013-2014 permitió ingresos mayores por exportación, y que se redujeron con la disminución de los precios internacionales. Sin negar que la pérdida de ganancias para el capital ha sido un factor decisivo para que la derecha de esos países decidiera liquidar lo que hubiera de redistribución de ingresos y conducir el aparato estatal de manera directa, el impacto no fue similar sobre todas las economías. Desde luego no en la boliviana, y hubo alguna capacidad de absorción en la uruguaya. El viraje en Ecuador tampoco puede explicarse unívocamente por esas razones, porque Lenín Moreno ganó con 51 por ciento con el arrastre del correísmo y Alianza País.
La idea de “ciclo” tiene por sustento un contexto sistémico y entorno regional compartido. Pero desatiende las especificidades políticas de cada país, entre las cuales está la cultura política, que refracta fenómenos que pueden estar incidiendo en todos. Los mecanismos de reestructuración capitalista que fueron presentados como posneoliberales están presentes en todos los países, pero su aplicación y efectos difieren, precisamente, por esas especificidades sociopolíticas. Los efectos son distintos, además, porque cada país partió de situaciones sociales distintas. Por ejemplo, algunos derechos conquistados con la modernización emprendida en Bolivia son revolucionarios para esa sociedad, pero ya existían en países como Uruguay y no todos habían sido desmantelados. Las generalizaciones que suelen hacerse, incluso para clasificar a algunos gobiernos como más radicales y otros más moderados, como se hizo, no permiten explicar los devenires de cada uno.
Frente al avance electoral de la derecha, algunos dieron como explicación el desgaste natural de los gobiernos. Pues sí, pero eso no hace que la crisis venezolana sea igual a la brasileña, o que sean similares las dificultades políticas de Bolivia y Ecuador, ni tampoco entre Uruguay y Argentina, o de Nicaragua y El Salvador, donde recientemente perdió estrepitosamente el FMLN. A decir verdad, cuanto más leo sobre lo que pasa en cada país tengo la sensación de que no sé lo necesario. Porque, conforme fue pasando el tiempo, lo que leíamos estaba con un grado importante de disociación, impidiendo observar la totalidad compleja de cada país. Unas críticas estaban centradas en el extractivismo y sus efectos negativos; otras críticas centradas en los estilos de conducción política y su relación con los movimientos sociales; otros trabajos destacaban positivamente las realizaciones de políticas sociales, y así. Pero ha costado saber qué piensa la población no organizada, que finalmente modifica resultados electorales. Lo mismo está ocurriendo con lo que circula desde México hacia el exterior.
Y para rematar estas insuficiencias, el devenir del llamado ciclo progresista medido por los resultados electorales: si bien son un indicador de fenómenos condensados, las cifras ocultan más de lo que muestran, sobre todo para miradas exteriores. Los tiempos electorales son muy prestos para el efectismo, para decisiones que no siempre muestran adhesiones sino temores, para silencios o abstenciones que no cuantifican por sí mismos rechazo o apatía, etcétera. A la luz de los resultados electorales, unos declararon agonizante al llamado ciclo progresista; y los que mantenían la esperanza de que estuviera latente, celebraron con las elecciones primarias del pasado agosto en Argentina de que sigue muy vivo. Hay que ser prudentes.
Algo que me enseñó la investigación sobre la reestructuración capitalista de los últimos 45 años y sobre los cambios tácticos en la estrategia, es que se mantiene la lógica de demoler y después estabilizar, y que las crisis son una oportunidad para esos cambios tácticos. Y que cuanto más se demuele, la estabilización se logra con acciones y políticas mucho más moderadas de lo que se demolió.
En el caso de Brasil, estoy convencida de que las barbaridades ejecutadas por Bolsonaro le sirven a la derecha “políticamente más correcta” para presentarse como alternativa viable, algo que no pudo hacer en los años recientes. Ahora Temer parece un buen muchacho al lado de Bolsonaro, y no es casualidad que recién declare que la destitución de Dilma fue un golpe de Estado que él nunca pensó hacer. Será la manera de volver a posicionar al PMDB. Otro tanto el partido de Fernando Henrique Cardoso (PSDB). En Argentina también estamos viendo un viraje moderado en las propuestas del Frente de Todos para asegurar la elección de octubre. Ante la posibilidad de no volver a ganar la elección en segunda vuelta, en el Frente Amplio de Uruguay parecen expresarse dos posturas: una que no quiere atemorizar con cambios en las relaciones con el capital, y otra que busca rescatar a la base política de izquierda desilusionada. Hay que ser prudentes. Esperemos que en el próximo mes, en las elecciones de Bolivia y Uruguay se pueda frenar a las fuerzas de derecha que van por demoliciones, y que en Argentina se pueda revertir en algo la brutal demolición ejecutada. El 27 de octubre también habrá elección de gobernadores en Colombia, ahora más complicadas, pero ojalá también pueda comenzar a modificarse esa dolorosa realidad.
Más allá de los resultados deseados, asumamos que sigue pendiente el estudio de los cambios ideológicos generados en estos años. Que se asuma, por fin, que el aumento de los ingresos de los más pobres no produce por sí mismo consciencia política, ni lealtad perenne a esos gobiernos. Máxime si éstos entendieron la conquista de la ciudadanía sobre todo como acceso al consumo.
No sólo se han hecho generalizaciones sobre el devenir de los gobiernos progresistas, sino también ahora sobre la que han llamado contraofensiva conservadora. Es curioso que para hablar de ella se haga énfasis sobre la llegada de Trump a la presidencia, no obstante que fue posterior a aquellos virajes. Y cuando se habla de “contraofensiva” pareciera que antes la derecha hubiera estado de vacaciones. Hay perplejidad porque la derecha haya organizado movimientos sociales de base popular, o que haya logrado funcionalizar protestas por demandas legítimas, como las brasileñas de junio de 2013. Sorprende que en todos los países, incluso los de mayor tradición laica, las iglesias evangélicas y neopentecostales sean verdaderos partidos conservadores de arraigo de masas, premunidas con su Teología de la Prosperidad que es la expresión teologizada del “emprendedurismo” para crear una “nueva clase media”. Y como expediente fácil se atribuyen los cambios ideológicos a las operaciones ejecutadas mediante las redes sociales.
Recuerdo lo que nos planteaba Delia Crovi, comunicóloga, en aquellos seminarios de análisis político que hacíamos en el CELA hace más de 20 años. Delia cuestionaba el conductismo de quienes atribuían a los medios una capacidad infalible para moldear las mentes de cierta manera. Nos explicaba que un mismo mensaje del emisor es captado de distinta manera por los receptores, mediados por sus experiencias sociales y las ideas que ellas materializan. Pero se estudia y discute poco sobre esas experiencias sociales que materializan ideas.
Y qué decir de los cambios ideológicos en la clase media universitaria, gran reproductora de ideas, a partir de las prácticas sociales que se han impuesto para un supuesto ascenso social meritocrático. Por ejemplo, la institucionalidad de los posgrados con ese propósito, que atenta contra la creación de conocimiento. Y hasta el colonialismo cultural que secuestra la manera de citar en las publicaciones, con los sistemas APA o Harvard orientados por los derechos de propiedad del conocimiento, que además son una burla al lector y a la comunicación rigurosa del conocimiento. Pero ni con los cambios que hoy estamos viviendo en México se discute para modificarlo. Esto es dominio ideológico de la derecha aunque no ocupe los cargos superiores de gobierno.
Bueno, y entre las generalizaciones que se hacen para explicar la ofensiva conservadora, se dice que uno de sus principales instrumentos es el llamado “lawfare” o judicialización de la política, que se ejemplifica en los llamados “golpes blandos”. Que se refieren, en rigor, a la destitución de presidentes constitucionales por la vía institucional, en lugar de golpes militares contra esa institucionalidad. Pero no sólo se alude al procedimiento de destitución, sino a que hayan sido juicios sin pruebas ni derecho a la defensa.
El último golpe clásico fue en abril de 2002 contra Hugo Chávez, que fue derrotado por el pueblo venezolano en 48 horas. Entonces se decía que ya no había espacio en América Latina para golpes militares.
Comenzó a hablarse de “golpes blandos” con la destitución parlamentaria del presidente paraguayo Fernando Lugo en junio de 2012, en 24 horas y sin derecho a la defensa; un año después, Lugo fue elegido senador y reelegido hasta el presente. No siempre se recuerda que el primer caso fue el del presidente Manuel Zelaya en Honduras, que fue destituido por la Corte Constitucional en junio de 2009, porque lo que más impactó fue que los militares lo sacaron en pijama de su casa y lo montaron en un avión expulsándolo hacia Costa Rica, y se denunció la intervención de Estados Unidos desde su base militar en Palmerola (Honduras), siendo presidente Obama. Pero es con la destitución parlamentaria de Dilma en agosto de 2016, que el tema se instala como la nueva modalidad de la ofensiva conservadora. Está también el encarcelamiento de Jorge Glas pocos meses después de volver a asumir como vicepresidente constitucional de Ecuador en 2017, pero ahora de Lenin Moreno, con denuncia de vicios procesales. Y el extraño juicio que le abren en 2018 al ex presidente Rafael Correa.
Luego se refuerza la idea del “lawfare” con los juicios fraudulentos contra ex presidentes para impedir que vuelvan a ganar elecciones, como los que llevan a encarcelar a Lula en abril de 2018 y los que le abren a Cristina siendo senadora.
En América Latina hubo otros juicios contra presidentes, pero sí con pruebas. Por ejemplo: en 1992, el parlamento brasileño enjuició al presidente Collor de Melo, quien renunció. En 1993, el parlamento venezolano destituyó al presidente Carlos Andrés Pérez. En 1997, el parlamento ecuatoriano destituyó al presidente Abdalá Bucaram. En noviembre del 2000, el parlamento peruano enjuició al presidente Alberto Fujimori, quien renunció vía fax desde Japón, detenido en 2006 en Chile y que sigue preso. En 2005, el presidente Otto Pérez Molina de Guatemala renunció tras ser enjuiciado y apresado. Y hay otras renuncias, como la del presidente peruano Kuczynski en 2018. Estos otros casos son esgrimidos por la derecha y sus intelectuales para negar que ahora estemos ante “golpes blandos”.
Es que ahora estamos frente a una seguidilla de juicios amañados y fraudulentos, que no puede dejar de verse como táctica usada por la derecha para desplazar a dirigentes de izquierda o progresistas, de gran peso internacional, además.
Hoy se habla fundamentalmente del poder judicial. Pero el uso que hace la derecha de su mayoría parlamentaria para eliminar a opositores de izquierda es importante, y tampoco es nuevo. Por ejemplo, en 1986, el primer parlamento post-dictadura en Uruguay expulsó con acusaciones falsas al senador Germán Araújo, un héroe de la resistencia a la dictadura, la misma noche en que aprobaron la ley de impunidad a los militares golpistas, a la que él se oponía con vehemencia. Siendo diputado como dirigente cocalero, a Evo lo expulsaron del parlamento en enero de 2002 con acusaciones falsas; cuando volvió a ese recinto fue para asumir como presidente en enero de 2006. Y en abril de 2005 tenemos nuestra propia experiencia con el desafuero a López Obrador como Jefe de Gobierno del Distrito Federal, impulsado por el entonces presidente Fox, único caso en que por la inmensa movilización fue revertido. En ese momento Fox se desistió, pero le impuso el fraude en la elección presidencial del año siguiente.
Esta coyuntura ha hecho pensar a algunos que la judicialización de la política se reduce a estas acciones destituyentes, y que la derecha siempre busca la judicialización de la política. Es un error.
Esta es una discusión que se instala desde la segunda mitad de la década de los noventa, atravesada por crisis capitalistas y por la emergencia de amplias movilizaciones contra el neoliberalismo, que llevan a un desprestigio creciente de los gobiernos y las fuerzas políticas de derecha. Frente a coyunturas de inestabilidad social y política, al capital le interesa que sus intereses, tanto los derechos de propiedad como sus ganancias, estén garantizados mediante leyes y normas que obliguen al Estado a tener como cometido principal el de resguardarlos. Convertidos los intereses capitalistas en “Estado de derecho”, cualquier demanda social que los cuestione podrá ser controlada mediante la ley ante tribunales, sin necesidad de exponer políticamente a las fuerzas de derecha, sobre todo en tiempos electorales. Es trasladar al poder judicial la función de control social y político para la gobernabilidad, liberando al sistema político. Esta es la judicialización buena para la derecha.
El problema es que en aquellos tiempos de “transición a la democracia”, a la democracia gobernable –como yo la caractericé entonces– y sobre todo en países con alta conflictividad civil y armada, las negociaciones para cambios de regímenes y para disolver aquella conflictividad con la integración a las nuevas reglas institucionales, hizo necesario negociar la ampliación de algunos derechos demandados, que fueron plasmados en reformas constitucionales. Era el nuevo constitucionalismo de los neoinstitucionalistas en su estrategia de gobernabilidad. Pero a estos sectores más lúcidos de la derecha para contender con el conflicto social les preocupaba que la demanda social de esos derechos pudiera significar exigencias presupuestales que desviaran el gasto público, que en lugar de estar destinado a los beneficios del capital, presionaran para orientarlo hacia los que viven de su trabajo. Y que de no atenderse su reclamo en el sistema político, los trabajadores acudieran a tribunales para hacerlos efectivos. Ésta sería una judicialización mala.
Se planteaba, desde entonces, diferenciar entre los derechos que “no cuestan” y los que “cuestan”. Los que no cuestan son los derechos civiles, los derechos liberales, que perfectamente podían ampliarse en términos de “diversidad”. En cambio, los derechos de segunda generación, sociales, que sí cuestan, tendrían que estar formulados en la legislación secundaria de tal manera de acotar su interpretación jurídica.
Pero, sobre todo, había que poder neutralizar su exigencia. Y a esto se dirige la estrategia para reconfigurar la sociedad y transformarla culturalmente, a debilitar la organización colectiva, a exaltar el emprendedurismo individual, etcétera. Al mismo tiempo, hay una estrategia para integrar a la izquierda a las lógicas de la gobernabilidad como “izquierda moderna”, a neutralizar su función representativa de lo popular, a cooptarla con algunas prebendas o chantajearla con su expulsión del sistema representativo, etcétera. Pero, por si todo aquello fallara, la estrategia se dirige a asegurar que el poder judicial asuma como único cometido la tutela de los derechos del capital. Hubo reformas profundas al poder judicial, a su formación académica, a su composición y funcionamiento, en lo que también hubo prebendas y chantajes. Al mismo tiempo, se crearon blindajes legales para impedir cambios en la orientación del presupuesto público como, por ejemplo, la llamada regla fiscal que pone topes al déficit fiscal, topes de gasto en todos los niveles de gobierno, para asegurar como prioritario el pago de la deuda pública, etc., con todo el andamiaje ideológico tecnocrático sobre la estabilidad macroeconómica, el crecimiento, etcétera.
La relación y función de los poderes del Estado está pensada con estos fundamentos políticos para la dominación del capital. Cuando la correlación de fuerzas en el sistema político no favorece a los intereses del capital, se aplaude la judicialización. Pero si en el poder judicial hay magistrados que hacen interpretaciones de los derechos que favorecen a los que viven de su trabajo, entonces la judicialización es mala. Y se les acusa de invadir facultades de los otros poderes del Estado para decidir sobre los recursos públicos. Esto solamente se puede rastrear con análisis concretos y con una mirada más amplia de lo que significa la judicialización de la política.
Voy a ilustrar con opiniones de personajes de derecha en un sentido u otro. A propósito de correlaciones de fuerza negativas en el sistema político: en febrero de 1998, cuando el entonces presidente uruguayo Julio Ma. Sanguinetti visitó Colombia, declaró: “La relación de poderes del Estado ha cambiado con este siglo y ya no hay dos poderes políticos y una Justicia ciega y vendada. Hoy la Justicia es también un poder político en la nueva democracia. Hoy, la Justicia ejerce también una función política que a veces, por las deficiencias de nuestros propios debates políticos, trasladamos a la Justicia para que ella resuelva situaciones que por nuestras imperfecciones y flaquezas no pudimos resolver en el territorio político. Es lo que se ha llamado el proceso de judicialización de la política”. Por cierto, Sanguinetti es uno de los fundadores del Círculo Montevideo donde se discuten estas estrategias, del cual Slim es un miembro distinguido. Y vinieron a reunirse aquí en mayo pasado.
Ahora, una declaración reciente de un personero de la derecha contra la judicialización. En junio de este año, antes de las elecciones primarias de agosto, cuando el ex peronista Miguel Ángel Pichetto aceptó ir como Vicepresidente en la fórmula con Mauricio Macri, y en medio de las intensas movilizaciones sociales en Argentina, declaró: “Yo alguna vez dije que muchos corrían a los Tribunales Federales de Comodoro Py a denunciar a este gobierno. No justifico la impunidad, pero hay que terminar con la hiperjudicialización de la política y el gobierno de los jueces”.
Hoy, en México, los grandes empresarios están a favor de la judicialización de la política para defender sus negociados legalmente garantizados por leyes como la de Asociación Público-Privada aprobada poco antes de la elección de 2012, interponiendo cientos de amparos. Pero, al mismo tiempo, rechazan cualquier investigación judicial a alguno de sus socios económicos o políticos acusados de fraude o corrupción, o las sentencias judiciales que frenen alguno de sus megaproyectos. Y se oponen a que la legislación reconozca derechos sociales que cuestan. Así buscaron manipular la legislación secundaria para echar abajo la anterior reforma educativa.
Entonces, ¿puede decirse, sin matiz alguno, que la ofensiva conservadora se caracteriza por un lineal “lawfare”?
Ahora bien: considerando los llamados “golpes blandos”, habría que preguntarse por qué las fuerzas armadas no optan por los golpes clásicos y, en cambio, apuestan por la política institucional. Como en Brasil, que ocupan los puestos clave del gobierno con el triunfo del militar Bolsonaro. O como en Uruguay, donde el general Guido Manini Ríos, que era el comandante en jefe del ejército y fue destituido en marzo pasado por el presidente Tabaré Vázquez por opinar sobre decisiones del Ejecutivo y del Legislativo, se lanza como candidato presidencial con una nueva fuerza política. O en Argentina, donde Macri invita al golpista carapintada de los ochenta, Aldo Rico, al desfile militar del 9 de julio en conmemoración de la independencia, en plena campaña electoral para las elecciones primarias.
Este es todo un tema que no puede responderse con frases hechas. Nos plantea varios problemas. En primer lugar, que no es suficiente estudiar la militarización impulsada por Estados Unidos, la instalación de bases militares, los programas gubernamentales como Plan Colombia, Iniciativa Mérida y otros, los planes intervencionistas del Comando Sur, etc., sino que ahora es necesario entender otros fenómenos como el relacionamiento de las fuerzas armadas con la sociedad, las imágenes sociales que hay sobre las fuerzas armadas, incluso en países que sufrieron dictaduras sangrientas. No hay que olvidar que fueron civiles los que privatizaron y produjeron verdaderas masacres sociales. Hay que contemplar, también, que durante más de una década, la subordinación formal o real de las fuerzas armadas a los gobiernos progresistas pudo cambiar la mirada que en esos países se tuviese sobre ellas, no obstante las heridas todavía abiertas de violación a derechos humanos en las dictaduras en algunos países, y que las nuevas generaciones no sienten de la misma manera.
Además del predecible discurso sobre la inseguridad y la ineficacia de los civiles, y de “poner orden en el relajo” como dice el general candidato uruguayo, aparecen asuntos novedosos como el rechazo a lo “políticamente correcto” bajo gobiernos progresistas. Estas fuerzas políticas militares se presentan con discursos supuestamente antisistémicos, incluso ellos esgrimen el “que se vayan todos”. Y despliegan un discurso de anti-liberalismo conservador que ha calado en algunos sectores sociales.
Por otro lado, yo me pregunto qué efecto ideológico ha tenido, y cómo se ha ejecutado en los distintos países, la nueva Doctrina de Seguridad elaborada en 1995, desde las reuniones panamericanas convocadas por el Secretario de Defensa de Estados Unidos en Williamsburg (Virginia), que tiene como principio “la función económica de lo militar”, con una nueva relación de colaboración entre civiles y militares. Porque supone un campo de atención que puede involucrarlos en asuntos que antes no contemplaban, en temáticas gubernamentales más amplias, sobre las que quieran incidir de manera directa como fuerza política institucional. Se estudian la militarización y el paramilitarismo para despejar los territorios al servicio de los megaproyectos extractivos, pero falta ver otras conexiones y efectos ideológicos tanto entre militares como en fuerzas políticas, y en las conexiones sociales de lo que ellos llaman la “familia militar”, que suma muchos votos.
En fin, hay una cantidad de problemas que no están bien investigados ni explicados, y que hacen muy imprecisa la caracterización política de América Latina. Pienso que nos obliga a discutir cómo estamos desarrollando los estudios latinoamericanos. Cuando nos enfrentamos a tantas cosas nos abruman, pero cuando hacemos investigación de fondo empiezan a despejarse. Las frases hechas, que parecen más bien propaganda, no ayudan. Tenemos que aportar buenas herramientas de conocimiento para que se apropien nuestros pueblos para sus luchas.
* Trabajo presentado en el VI Coloquio Internacional América Latina y el Caribe, una región en conflicto. Ofensiva conservadora y resistencias. Centro de Estudios Latinoamericanos (UNAM), 24 de septiembre de 2019.
** Beatriz Stolowicz es Profesora e Investigadora del Departamento de Política y Cultura, en el Área de Problemas de América Latina, de la Universidad Autónoma Metropolitana – Unidad Xochimilco, México.