Fotos: Tarumán Corrales. Marcha 8M, Montevideo.
Este texto busca colocar algunas reflexiones acerca de un asunto marginalizado más que marginal que nos exige, y de ahí su potencia, interpelar aspectos básicos de los modos de estar juntes hoy y de las articulaciones entre género(s), política(s) y cuerpo(s): me refiero al lugar de las personas y específicamente de las mujeres con discapacidad en la sociedad y, de un modo más específico, dentro del movimiento feminista. El momento es oportuno, por un lado porque las semanas en torno y el propio 8 de marzo nos invitan a sopesar el estado, las direcciones de nuestras luchas y las prácticas a través de las cuales le ponemos el cuerpo a nuestras convicciones políticas; y, por otro, porque estamos en la coyuntura de un recrudecimiento de la discriminación y las violencias múltiples que sustentan el sistema capitalista-patriarcal. En un contexto de avanzada neofascista y neoliberal en la región, pero también en Uruguay bajo una modalidad tal vez más soterrada y capilar, no solo es necesario sino sobre todo urgente enfocarnos en las vidas que son puestas en los márgenes, en los cuerpos que no cuentan, pues son quienes primero y en mayor medida sufrirán los embates conservadores. Mi punto de partida es la convicción de que la alianza entre corporalidades diversas/disidentes es una herramienta política poderosa y transformadora.
Como contrapunto de los avances en materia de equidad de género y equidad social que hemos tenido en los últimos años en Uruguay (1), hay que decir que no siempre logramos reconocer nuestros sesgos, porque no siempre o solo de forma excepcional algunos cuerpos-persona que pueden identificarlos, porque los viven en carne propia, están entre nosotres; y esto ocurre en los distintos ámbitos sociales, entre ellos en los de debate y construcción colectiva feminista, a pesar de nuestras consignas y deseos. Las presas, como solemos gritar en las alertas, en concentraciones o en las marchas, son algunas de las que están ausentes, pero también lo están, entre otras, las “locas”, las ancianas y las “discas”. Las razones que hacen a sus ausencias tienen matices pero convergen en el modo en que socialmente se “gestiona” la diferencia corporal (in)tolerable, atravesada por la clase, el género, lo étnico-racial, entre otras dimensiones. Si no estamos todes, entonces ¿cómo hacemos para vernos, conocernos, encontrarnos y luchar a la par? Es preciso que revisemos estas ausencias y lo que en términos políticos tenemos que aprender de ellas.
¿Cómo diagnosticar una ausencia? Hagámonos algunas preguntas simples: ¿Tiene usted algún vínculo con una persona con discapacidad? ¿Conoce usted una persona con discapacidad negra o afro? ¿Conoce usted alguna persona con discapacidad migrante? ¿Conoce usted a niñes con discapacidad o tienen sus hijes amigues con discapacidad? ¿Conoce usted alguna persona con discapacidad trans? ¿Conoce usted alguna persona con discapacidad gay o lesbiana? ¿Se ha relacionado usted sexo-afectivamente con una persona con discapacidad? ¿Tiene usted algún amigue con discapacidad? Si al concluir la mayor parte de sus respuestas fue negativa no es porque las personas con discapacidad constituyan una minoría en términos numéricos, sino porque el modo en que nos vinculamos hace de ellas una minoría en términos sociales, es decir un grupo marginalizado, apartado de los ámbitos comunes de encuentro e intercambio y eso configura un tipo específico de ausencia.
Las ausencias, claro está, son situadas e históricas. Durante décadas a las “anormales”, las “enfermitas”, las “mogólicas”, las “pobrecitas”, las “especiales” o las que tienen “capacidades diferentes” se las recluyó en una habitación de la casa o en alguna institución total pues eran la vergüenza de la familia, una existencia producto del castigo divino, las pacientes incorregibles o que no tienen cura y quizás haga falta recordar que con anterioridad a ese momento, previo a la modernidad, se prescindía de sus vidas practicando infanticidio (2). Sus vidas nunca contaron como las del resto porque se veía a sus cuerpos como otro tipo de vidas, distintas al común denominador del “nosotros normales”; han sido y son personas subalternizadas por su condición corporal.
Ser mujer con discapacidad trae otros velos y, por tanto, otras violencias basadas en los estereotipos dominantes sobre el ser mujer; así se censura lo que desconociendo sus deseos no queremos soportar (las mujeres con discapacidad no deben tener una vida sexual activa, no deben reproducir, no deben cuidar, solo ser cuidadas y las decisiones sobre sus cuerpos siempre las tomarán otres) y para ello se instalan un conjunto abigarrado de dispositivos normalizadores y de ocultamiento (la esterilización, la medicación excesiva, el aislamiento). Entonces digámoslo claro: el encierro configura ausencia, la normalización configura ausencia, el abandono configura ausencia, la discriminación configura ausencia, los modos hegemónicos de desear y ser deseado configuran ausencia; en suma, todas las formas de violencia, incluso las que se llaman a “proteger” a las personas con discapacidad, dan lugar a la ausencia de sus cuerpos ente otros cuerpos, en el espacio público, en los ámbitos de debate, pero incluso dan lugar a la ausencia de sí mismos al negar su reconocimiento como sujetxs políticxs que deciden sobre sus cuerpos. El pánico social y la postura capacitista frente a la alteridad corporal instalan estigmas que no hacen más que abrevar en desigualdad; así, por ejemplo, se han construido escuelas “especiales” para personas “especiales” en lugar de aprender a aprender juntes. La escuela, el liceo e incluso la universidad, en tanto ámbitos disciplinantes, siempre han tenido problemas con las diferencias, sobre todo las que son inocultables y ni que hablar de otros ámbitos institucionales normalizadores.
Como se puede ver, el modo en que se producen las ausencias guarda un estrecho vínculo con el cuerpo y más precisamente con los rasgos que son codificados como alteridades corporales; por eso, en tanto alteridad radical y en su gran heterogeneidad las personas con discapacidad y en particular las mujeres con discapacidad siguen siendo socialmente ininteligibles.
Por su parte, el feminismo en tanto movimiento orientado a dinamitar las desigualdades de género por definición reconoce a los cuerpos como terrenos de intervención, control, disputa y empoderamiento. Pero al reconocimiento de su potencia solo le hacemos justicia si lo situamos en su(s) contexto(s) de producción: el género no es una entidad abstracta, las desigualdades calan en los cuerpos, los cuerpos-personas son nombrados y tratados de distintas maneras según las sensibilidades de cada época. Así, aunque emblemas como “lo personal es político” transversalizan los distintos momentos históricos, grupos sociales y ámbitos nacionales y siguen siendo un motor para la desnaturalización de prácticas opresivas y relaciones de poder instaladas, las luchas han ido cambiando y se han ido expandiendo a medida que distintos grupos de mujeres y otros grupos subalternizados por la lógica patriarcal colocaban su voz en la arena política. No obstante, en la trayectoria del feminismo fue el “segundo sexo” como particular -léase: mujer blanca, heterosexual, occidental, de clase media y “normal”- el que constituyó la alteridad mainstream frente a su contraparte universal: el hombre -que, salvo el sexo, compartía los mismos atributos que su otra-; mientras que el reconocimiento de la diversidad entre las mujeres -negras, indígenas, trans, lesbianas, migrantes, entre muchas otras- implicó una serie de necesarias pateaduras de tablero al no verse representadas por aquel arquetipo de mujer. Pero incluso y a pesar de los enriquecedores aprendizajes que han traído, dentro de la pluralidad de mujeres y disidencias sexuales se generó una economía política de la diferencia logrando algunas una mayor visibilidad que otras. Esta distinción no es casual y a mi modo de ver está estrechamente conectada con los regímenes de ausencia que determinan posibilidades de emerger o no como sujetxs políticxs, a las oportunidades políticas en los contextos locales como a nivel global y a la propia producción histórica de la diferencia en el seno del capitalismo, que es también una diferencia capacitista. Están los cuerpos que pueden -trabajar, procrear, consumir, incluso luchar- y los cuerpos que no. Están los cuerpos que pueden desear y ser deseados y los cuerpos que nadie deseará jamás.
Como decíamos las diferencias en cuanto a momentos de emergencia política de determinadas “minorías” están ligadas a sus posibilidades de auto-reconocimiento como tal y de inteligibilidad, pero también a cómo se han organizado las luchas políticas en un sentido más amplio. Esto no quita, sin embargo, que las formas de opresión que identificamos hoy no existieran antes, sino que no había condiciones suficientes para denunciarlas; este es uno de los motivos por los cuales también es necesario un trabajo minucioso de recuperación de la(s) memoria(s) de las personas/corporalidades disidentes en sus propios términos, pues las luchas de hoy dependen también de nuestro acceso al pasado, es decir, de la elaboración de unas narrativas que responden a experiencias reales y encarnadas, que coloquen en el presente las realidades que han quedado enclosetadas y que no se consideraron en su dimensión política. Es en la elaboración de una genealogía múltiple en la que cada cuerpo-persona pueda situarse y reconocerse, que encontramos las bases para pensarnos juntes en el presente.
Desde los años sesenta y sobre todo en los llamados países “desarrollados”, las personas con discapacidad han construido un movimiento autónomo a través del cual vienen visibilizado sus demandas específicas; sin embargo su alianza con el feminismo se establece en años mucho más recientes. Al movimiento de mujeres y al feminismo le ha sido y todavía le es caro su propio cuerpo y sociocentrismo, pues ha dado lugar a exclusiones múltiples y a posturas identitarias biologicistas que boicotean la lucha colectiva y desconocen las bases ideológicas de un sistema opresor común (3). Después de todo y a pesar de su sentido de ruptura y transgresión, como movimiento histórico también está atravesado por un tipo de sentido común orientado a perpetuar el statu quo; de ahí la necesidad no solo de interpelar los modos de configurar ausencia “hacia afuera” sino de aplicar reflexividad “hacia adentro”. Es a las “otras” del movimiento de mujeres y del feminismo que le debemos nociones tan fundamentales como la de interseccionalidad; pero si una de las “consecuencias” esperables del reconocimiento de la interseccionalidad debiera ser la conformación de luchas igualmente interseccionales, es preciso decir que todavía queda camino por andar. Y cuando hablo de luchas interseccionales no me refiero solo a la que llevamos a cabo en las calles, ya que no todas o todos los cuerpos pueden tomar el espacio público del mismo modo, algunas incluso ni siquiera pueden aparecer, sino al necesario desarrollo de una empatía corporal con otres en todos las redes sociales y ámbitos incluido el privado, por los que transitamos, pues la empatía diluye fronteras, nos acerca, nos invita a vincularnos.
En el hacer parte de un movimiento plural nos cabe no la responsabilidad de hablar por otras, sino la de organizarnos de manera tal que todas cuenten con una forma de enunciación que irrumpa en la arena política y, recordando el planteo de Gayatri Spivak (4), que se haga audible, entendiendo audible de un modo amplio que contemple mutiplicidad de formas de aparecer. Esto nos conduce a repensar los modos de hacer política, en específico, como plantea Judith Butler (5) implica revisar la definición de acto de habla en el espacio público en tanto expresión política por excelencia, pues ¿acaso vamos a considerar apolíticas a todas las personas que no se comunican como la “mayoría”, que se expresan con otros lenguajes? (6) Esta discusión no es para nada nueva en otros ámbitos, por ejemplo en relación al conocimiento y diálogo con las cosmo-políticas indígenas; y si el ejemplo parece brusco es justamente para hacer notar que también podemos echar mano de saberes heteróclitos y construir en forma rizomática, interpelando los modos y los canales establecidos. En el mismo sentido necesitamos seguir reflexionando sobre el “poner el cuerpo” como lugar común, sobre los modos de hacer política desde distintos cuerpos y sobre los modos de poner el cuerpo en la política y buscar cómo reconocer y potenciar aquellas formas de estar que permanecen entrampadas en la invisibilidad. Se trata de desarmar las ausencias y convertirlas en presencias; se trata de colocar preguntas que ya no podemos seguir postergando, interrogarnos por los modos de supervivencia de las mujeres con discapacidad en contextos de precariedad y de las que viven en el medio rural, por las vidas cooptadas por el dispositivo médico normalizador, por las barreras de acceso a la justicia, por los modos de exclusión del sistema educativo, por los mecanismos discapacitantes de las cárceles y por nuestras propias prácticas sociales separatistas que continúan poniendo a la discapacidad en un lugar de alteridad, incluida la negación del deseo de sus cuerpos.
Por un feminismo popular, de las alianzas y de cuerpos diversos.
Por un feminismo de las presencias.
* Antropóloga, docente-investigadora del Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos, FHCE, Udelar.
Notas
1. Entre otras: Ley de interrupción voluntaria del embarazo, Ley de derecho a la identidad de género y al cambio de nombre y sexo en documentos identificatorios, Ley de matrimonio igualitario, Ley de violencia hacia las mujeres basada en género, Ley integral para personas Trans, Ley de acciones afirmativas para población afrodescendiente, Ley de protección integral de personas con discapacidad.
2. Foucault, Michel (2007) [1999] Los anormales. Curso en el Collège de France (1974-1975). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica; Palacios, Agustina (2008) El modelo social de discapacidad: orígenes, caracterización y plasmación en la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Madrid: Cinca.
3. Por ejemplo grupos de mujeres cis heterosexuales que buscan arrogarse la exclusividad del movimiento de mujeres y del feminismo, rechazando a travestis, trans, no binaries y lesbianas.
4. Spivak, Gayatri [2003] (1988) “¿Puede hablar el subalterno?”, Revista Colombiana de Antropología, Vol. 30, pp.297-364.
5. Butler, Judith (2017) Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Buenos Aires: Paidós.
6. Sugiero al lector/a buscar el video de Amanda Baggs titulado justamente “In my language”.