top of page
  • Mariana Escobar*

En ese abrazo


Ilustración: Mariana Escobar

Ese día llegué a mi casa al mediodía, había olor a comida en el horno. Mi hijo pequeño jugaba con unos vasos de plástico en el escalón de la puerta, lo saludé dejando la mochila en el piso, me abrazó fuerte y enseguida siguió con su juego.

Busqué a Caetano, esperaba encontrarlo tirado en el piso dibujando, pero no estaba ahí.

Finalmente lo descubrí hundido en la cucheta, oculto. Me subí a la cama de abajo para verlo. Tenía los ojos vidriosos de un niño con fiebre.

—Tano, ¿estás bien? Le pregunté tocándole la frente.

—No.—me dijo mirándome a los ojos. Se dio vuelta y miró la pared.

—No quiero levantarme más. Tenía la voz entrecortada.

Podía sentir que su tristeza era enorme. La mía era desconocida. Ni la muerte, ni el desamor, ni las miserias del mundo se comparaban, sentí el dolor de su tristeza pero no pude entenderla.

—Quiero quedarme en la cama.

Me senté a su lado y le pedí que me contara.

Me dijo que se sentía muy solo, que hacía varios días nadie quería jugar con él en el recreo. De sus ojos brotaron lágrimas gordas, se quedó sin aire, lloró y lo abracé hasta que se quedó dormido.

Nos sentamos en esas diminutas sillas. Ridículos con las piernas flexionadas, parecía que las rodillas nos tocaban la pera. En la pared estaba Artigas, el detalle del cuadro de Blanes nos miraba severamente, oculto entre papeles de garbanzo con mariposas dibujadas con crayola. Llegaron la directora y la maestra, la directora se sentó en una silla de adulto, la maestra se apoyó sobre una mesa pequeña.

Nos escucharon brevemente con rostro atento, mimético, haciendo como si escucharan de verdad, con ojos de corazón, con manos juntas sobre la falda, con sonrisa de careta de empatía. Habló la maestra, la directora apoyó con un rebote permanente de cabeza cada tónica.

Nuestro hijo era demasiado sensible, era muy inseguro y agarraba mal el lápiz. Cada palabra me alejaba lentamente de ese salón, de esa persona que de repente dejaba de tener nombre, ojos, rostro, solo resplandecía la blancura de su túnica en la decadente estética de colores pastel y animales de granja. Ella conocía a otro hijo que yo ignoraba, nada respondía a mis preguntas, nadie me explicaba la tristeza.

Unos días antes de que esto pasara una madre golpeó a una maestra en una escuela pública, recuerdo su pantalón azul bolita trepando en la reja de la escuela, recuerdo su pelo enredado. No tenía rostro, solo esa foto de su culo enlicrado circuló en las noticias. La foto de la madre violenta, loca, delincuente.

ADEMU tiene votado un paro automático en caso de violencia hacia alguna maestra o maestro, así sucedió. Todos son posibles víctimas, el paro es la denuncia de la vulnerabilidad como constante.

El miedo de estar en el aula es muy extraño, es imperceptible, como una onda que nuestros sentidos no registran, un día explota violentamente, te aturde, te ciega. Siempre estuvo ahí gestándose dentro y fuera del edificio escolar, anfibio, mutante. Lo conozco, porque en silencio yo soy la de la careta de empatía, a veces soy la que mira a la madre loca hablarme, la miro pero no la escucho, no sé escucharla.

Las autoridades de Primaria intentaron sostener entre los dedos la gelatina. El día posterior al paro habría una jornada de reflexión acerca de la violencia en todas las escuelas públicas del país, la burocracia aceleró la circular y así se hizo.

El día de esa jornada las maestras del jardín público al que iba mi hijo hicieron una asamblea de niños. En su salón de papel glasé se sentaron en ronda, les preguntaron cosas, no sé bien cuáles, los niños contestaron. Mi hijo de cinco años levantó la mano y dijo que para él lo más importante era el amor. No sé si sabe qué es el amor, no sé si yo sé. El hecho es que esas palabras lo condenaron. Sus compañeros y compañeras se rieron de él sin alegría, con la risa de la violencia. Le dijeron que era una niña. Los días siguientes en el recreo se pactó ente los varones que estaba prohibido jugar con Caetano, no podían saludarlo y no podían dejar que les diera abrazos o besos. Las niñas tampoco jugaron con él.

Esa era la razón de la profunda tristeza de mi hijo. Conocer el origen transformó mi tristeza en la impotencia y el miedo que gesta la violencia. Manoteé, culpé a todos, grité sordamente, hablé como si supiera de lo que hablaba.

Todo circuló en mi mundo más intimo, entre las sábanas y los manteles. Ese parecía ser el lugar que tenía asignado, el de enquistarse sin solución aparente, hasta que se convirtiera en un mancha color lágrima, hasta que la tristeza solo fuera una sensación a la que nos acostumbramos.

Trabajo con una amiga que quiero, con ella compartimos viajes largos en interdepartamentales, leemos, planificamos, tomamos mate, comemos pasas y mandarinas. Es en esos asientos incómodos hablamos bien bajito y reímos a los gritos. Un día me estaba contando algo, me estaba diciendo que le enojaba la complicidad de los amigos varones cuando un varón tenía una actitud machista. Esa complicidad era desagradable, era ominosa. El diálogo se fue del cauce y entró inesperadamente en mi lugar doméstico, conté todo, le dije que solo quería que Caetano jugara en ese patio, quería verlo correr y sonreír, porque tiene la más hermosas de las sonrisas, y la extraño, lo extraño. La violencia de criar varones me desgarra, quiero borrar el estigma de la memoria de mi hijo, empaparlo de actitud varonil, yo soy culpable de todos esos varones, soy culpable de la violencia, soy la culpable del dolor de mi hijo. Lloramos. Nos abrazamos fuerte en el traqueteo y solté mi cuerpo. Las paredes de mi casa eran escombros y con el polvo de los ladrillos en las pestañas empecé a sospechar que ahí, en ese abrazo , estaba la luz de la salida.

bottom of page