Dibujo: Natalia Comesaña.
Una ola de derecha tapa América Latina. Al mismo tiempo que las derechas avanzan en la región, en el resto del mundo se dan movimientos parecidos, que no se agotan en un avance de las derechas, sino que implican algo más: un retroceso del liberalismo al interior de esas derechas, que da paso al avance de una serie de posturas aparentemente novedosas, a las que se les ha nombrado como ultraderechas, nacionalistas, populistas o, directamente, fascistas.
Esta nota trata dos temas relacionados a esta ola de derecha. El primero, si amerita llamar “fascistas” a estas derechas que están apareciendo. El segundo, cuál es la relación entre el liberalismo y la derecha. Creo que estos son dos temas que además de tener importancia teórica, son cruciales para entender el presente. Esta nota intenta ser un aporte la construcción de un cuadro general de la situación para ubicarnos en ella, una pieza de un rompecabezas mucho más amplio. Será seguida de próximas partes en las que se profundice en la forma como estas derechas contemporáneas aparecen en diferentes lugares del mundo y se estudien situaciones en las que estas fueron derrotadas o se abrieron caminos de lucha política más favorables para la izquierda y las fuerzas populares.
1. ¿Fascismo? Sí, fascismo
Lo que todas las derechas tienen en común, según el teórico político estadounidense Corey Robin, es la defensa de las jerarquías sociales (de clase, de género, raciales, y también entre los mejores y los mediocres) cuando estas son cuestionadas por políticas reformistas, radicales o revolucionarias, o por el simple ejercicio de la agencia de los sectores subalternos. La reacción (de aquí la palabra “reaccionario”) a la posibilidad de la pérdida de un privilegio, de los frutos de una explotación, de un superior prestigio, o del orden que esos sistemas de jerarquías traen, y la indignación con la falta de respeto a los mejores son los grandes animadores de la política de derecha.
Sin embargo, las derechas que están creciendo ahora parecen ser de un tipo diferente que aquellas a las que estábamos acostumbrados. Si hace unos años (en las democracias liberales) las derechas se mostraban centristas, liberales, moderadamente conservadoras, tenían buenos modales y hablaban de grandes acuerdos nacionales, cada vez más las derechas hablan de soluciones drásticas, demonizan a sus adversarios, apelan a nociones excluyentes de comunidades nacionales y religiosas y dan a la violencia un lugar cada vez más importante en su discurso.
La crisis de 2008 parece ser el momento de quiebre en esta transición. Salvo en Francia, en prácticamente ningún lugar del mundo las ultraderechas eran fuerzas políticas relevantes antes de esta crisis. El sistema político típico ideal de una democracia occidental de post-Guerra Fría constaba de una centroizquierda post-socialdemócrata y una centroderecha liberal-cristiana alternándose en el poder y haciendo ajustes menores en el marco de un consenso neoliberal. Este tiempo terminó.
Después de 2008, entre las crisis de la deuda, el aumento del desempleo, el desplome de los precios de los commodities, la primavera árabe y las guerras en la cuenca del Mediterráneo, los sistemas políticos de muchos países sufrieron serios sacudones, viniéndose abajo partidos e ideas que parecían inamovibles, y tomando lugares centrales actores que eran marginales. En algunos lugares, esta situación dio pie a movimientos sociales y nuevos partidos de izquierda, que enfrentaron una rápida reacción que intentó reprimirlos o desplazarlos. Muchas de las derechas radicales que florecen hoy vienen, o bien de estas reacciones, o bien de movimientos de protesta contra la crisis que aparecieron desde el principio “por derecha”.
En algunos lugares, estas posiciones reaccionarias nacen en los propios partidos tradicionales de la derecha (como en el caso del Partido Republicano estadounidense); en otros, de iniciativas “sociales” organizados desde el mundo de las organizaciones neoliberales (como el Movimiento Brasil Libre que ganó las calles durante el impeachement y abrió la puerta a Bolsonaro); en otros, del crecimiento en los sistemas políticos de partidos vinculados a los ambientes neonazis y post-fascistas (como AFD en Alemania y los Demócratas Suecos en Suecia); en otros, de partidos nacionalistas que crecen como respuesta a la “crisis migratoria” (como Fidesz en Hungría); en otros, con la memoria latente del discurso anticomunista de la Guerra Fría (como Iván Duque en Colombia). Y existen, además, numerosas combinaciones y complejidades que impiden una narración sencilla y uniforme.
Se abre entonces el problema del fascismo. ¿En que medida podemos llamar fascistas a estas “nuevas” ultraderechas? ¿Qué parecidos y qué diferencias tienen con el viejo fascismo? ¿Como interpretar los vínculos simbólicos y genealógicos de estas formaciones con los viejos fascismos? ¿Es el fascsismo una categoría histórica o conceptual? ¿Y si fuera conceptual, cuales de las características de los fascismos de la primera mitad del siglo XX hacen al concepto y cuales son peculiaridades históricas de ese momento? Para poder responder estas preguntas, que tienen consecuencias políticas importantes, necesitamos entender al fascismo de una manera un poco más profunda que simplemente como la pura encarnación del mal.
Como es bien sabido, la cuestión de la raza y la nación fueron centrales para los fascismos históricos. En particular, la raza blanca y su postulada superioridad, idea que mama directamente de la historia colonial europea. Los fascismos se valieron de la idea de superioridad del conjunto de la nación y de la raza como forma de plantear a la sociedad como un todo orgánico sin conflicto, en el que cada uno debe cumplir con su deber, y que debe ejercer la soberanía contra los intrusos y las humillaciones desde fuera. Si el conflicto existe, es porque agentes ajenos a la nación están conspirando para atacarla.
Para articular esta narración, se hace necesario reorganizar convenientemente la narración histórica, las tradiciones y las formas de ser locales, intentando reclutarlas para el proyecto fascista, o imitarlas para aprovechar algo de su fuerza. Lo mismo sucede con ideologías, religiones o formas de organización populares, como el cristianismo o incluso el socialismo y la política de masas del movimiento obrero, vaciándolos de contenido y transformándolas en herramientas al servicio del fascismo. Estas similaridades en las formas no hablan de un parecido entre la izquierda y el fascismo, sino del éxito en los intentos transformistas de este último.
La base social del fascismo histórico fue la pequeña burguesía. Por decirlo de alguna manera, los que tienen algo que perder, pero no tanto como para estar tranquilos. También son reclutados sectores del submundo por su capacidad para la violencia. Y se apunta a una adhesión masiva del pueblo a través de la apelación a la nación, y especialmente a quienes pueden llegar a ser los mandos intermedios de la gran pirámide de mando que es el cuerpo nacional: militares, padres y miembros del grupo racial o religioso mayoritario. La obediencia a esta pirámide es recubierta de un manto ético: que cada uno haga lo que corresponde, especialmente aquellos a quienes les corresponde ser obedientes. Es necesario poner orden para frenar la degeneración moral de la sociedad.
Los apoyos y las ideas del fascismo vinieron del sector derecho del espectro político. Siempre que los fascismos compitieron electoralmente, el grueso de sus votantes vinieron de los viejos partidos de derecha. El fascismo, así, tiene un carácter reaccionario y contra revolucionario, y una gran impaciencia con las garantías y las normas democráticas, y por eso termina en una dictadura. El fascismo implica, como seña ideológica y práctica, la glorificación de la guerra, la agresividad como valor y la intimidación física como forma de ganar el consentimiento.
El principal enemigo de todos los fascismos fue siempre el socialismo, tanto en sus versiones revolucionarias y radicales como las reformistas. Los militantes de izquierda son vistos por el fascismo como agentes que quieren socavar el orden, como peones de alguna élite extranjera con un propósito oscuro, por ejemplo, los judíos.
Es que el fascismo tiene un toque de antielitismo, aunque no ciertamente por razones igualitaristas o democráticas. Los judíos vienen a representar en la imaginación fascista a unas élites decadentes, a gente que habla raro y se viste raro, y en la que no se puede confiar porque no es verdaderamente parte del pueblo. El fascismo quiere una élite recta, nacional, que mantenga el orden y haga valer el poder del estado, que no le tiemble el pulso para hacer lo que hay que hacer y decir las cosas como son. Reclama una élite que cumpla su deber de guiar al pueblo, que no se dedique a sus propios intereses, ni a vagar, ni a vender al país a mercachifles y potencias extranjeras.
El fascismo reflexionó mucho sobre la cuestión de la propaganda, y fue siempre pionero en el uso de las tecnologías de su tiempo para propagar su mensaje. El uso sistemático de la mentira en la propaganda fascista fue inmortalizado en los textos de Goebbels. Es que el fascismo es la adaptación de la derecha al problema de la democracia: si tenemos que admitir el sufragio universal, tenemos que crear mayorías reaccionarias, o por lo menos su apariencia.
En el fascismo las masas tienen un rol. Se espera que sean fieles, obedientes y disciplinadas. El colectivismo del fascismo no implica un rol activo de las masas, ni mucho menos su auto-organización. De hecho, el fascismo es una doctrina fuertemente antimayoritarista, con un desprecio a las lógicas democráticas por lentas y poco decisivas. Es que estos procesos en el fondo no tienen sentido: las decisiones las tienen que tomar los que mandan, y el que manda es el líder.
El fascismo, entonces, además de contrario al socialismo, es contrario al liberalismo. Porque el liberalismo ablanda a las élites, las desnacionaliza, genera alienación y degradación moral. Para los fascistas, las élites liberales son débiles, cobardes e incapaces de mantener el orden.
Si repasamos estas características del fascismo, es difícil no reconocer muchos de sus rasgos en las ultraderechas actuales, aunque con diferencias importantes.
La cuestión racial es, por supuesto, fundamental. El racismo de la derecha estadounidense que apoya a Trump es inocultable, abundan los nostálgicos de la Confederación y el Ku Klux Klan, y los discursos contra negros e hispanos, que son presentados como criminales. Lo mismo ocurre con las ultraderechas europeas, que tienen al rechazo a los inmigrantes como principal seña de identidad y narraciones sobre naciones ancestrales y orgánicas en el centro de su discurso.
Las ultraderechas contemporáneas desarrollan además una agenda leviatánica, que pone a la soberanía, al mando del estado y a su capacidad de ejercer la violencia en el centro. El crimen, el narcotráfico, el control de las fronteras y el terrorismo articulan todo su proyecto. El miedo es la emoción que enmarca a las ultraderechas, y la demanda de orden el gran organizador del discurso. El objeto de este discurso represivo ya no es la oposición política en tanto que subversiva, sino que su persecución se enmarca como parte de la lucha contra el delito común, y contra la corrupción moral.
De todas maneras, sí hay identificados dos enemigos ideológicos: el marxismo cultural y la ideología de género (por cierto, absolutamente nadie usa estas expresiones en la izquierda, y su uso es un excelente indicador de quién está en diálogo con círculos de ultraderecha). En el discurso de la ultraderecha, existe una alianza entre el comunismo (ahora, según ellos, disfrazado de posmodernismo), el feminismo y el islam para derrotar moralmente a occidente, desdibujando las identidades nacionales y destruyendo a la familia, lo que impide su reproducción. El género juega un rol fundamental en el discurso de la ultraderecha contemporánea, que hace un llamado explícito a la adhesión de los hombres en la lucha contra el feminismo.
A pesar de que no hay comunismo al que reaccionar, despliegan un discurso anticomunista refritado de la Guerra Fría aún contra los más tímidos reformismos, y acusan a los movimientos sociales y las resistencias a los ajustes como corruptos o tiranos en potencia a los que hay que aplastar antes de que pongan en peligro a la nación.
Para la ultraderecha contemporánea, el marxismo cultural y la ideología de género forman una élite globalista, y la izquierda sería un títere de esta élite para mantener a los pueblos dominados. Uno de los principales ejes de la propaganda de la ultraderecha es asociar a la izquierda con las élites mundiales, y las Naciones Unidas (no olvidemos que las Naciones Unidas surgen como alianza contra el fascismo) son uno de sus blancos principales, especialmente la doctrina de los derechos humanos.
Estas ultraderechas también se camuflan con ropajes de izquierda. Adoptan ciertos elementos de su lenguaje para lograr apoyo popular, y buscan organizar a la gente “desde abajo”, sobre todo a través de iglesias ultraconservadoras, de campañas en las redes sociales y de organizaciones artificiales creadas ad hoc para cada empuje propagandístico. Este fascismo no es de arriba a abajo, sino de arriba a abajo a arriba, buscando, al igual que el fascismo clásico, canalizar hacia la derecha el descontento popular.
Si bien ocasionalmente estas ultraderechas organizan actos de masas, estos no son los principales escenarios en los que demuestran su adhesión popular, prefiriendo cada vez más a las redes sociales como arena de propaganda. La naturaleza del líder también ha cambiado, y no es en absoluto menor que Trump se hiciera famoso como conductor de un reality show. La celebridad mediática es el modelo de los líderes del fascismo del siglo XXI, y el simulacro mediático y la confusión permanente son sus principales armas.
A pesar de su aparente populismo, las ultraderechas contemporáneas no buscan pleitos con las élites económicas. Más bien, fijan su atención en la izquierda, la intelectualidad y las minorías, y las atacan como si éstas fueran las verdaderas élites, aprovechando que a menudo militantes e intelectuales vienen de clases medias que gozan de un mejor nivel de vida que la mayoría, aprovechando la elitización y la tecnocratización de los cuadros de la izquierda oficial. Además, critican a las élites liberales “globalistas”, y reivindican ciertas medidas proteccionistas para evitar que el capitalismo desestabilice la nación y su forma de vida. Sin embargo, desarrollan al mismo tiempo políticas radicalmente favorables al capital y las clases altas, y glorifican al éxito en los negocios como máximo valor social.
La forma como las ultraderechas contemporáneas destruyeron los límites liberales a los discursos de odio y violentistas fue la “incorrección política”. Concepto venido del movimiento conservador norteamericano, usado por este contra las “élites liberales”, funciona asimilando las normas de decencia y razonabilidad en el espacio público, y a los discursos críticos (especialmente si vienen del feminismo o el anti racismo) a censuras, movilizando al horror liberal hacia la imposición del pensamiento a favor de la ultraderecha. Algunos sectores culturales e intelectuales, especialmente los vinculados a la la izquierda heterodoxa, el libertarismo y ciertas vertientes del posmodernismo y la cultura de masas se comieron este amague, y entendieron a esta “incorrección política” como una forma de transgresión contracultural, lo que fue de gran ayuda para la erosión fascista del campo discursivo de las democracias liberales.
A pesar de los grandes parecidos, que a mi criterio son suficientes para que sea adecuado calificar a las ultraderechas contemporáneas como fascismos, existe una importante diferencia que es importante tematizar.
Es que si bien las ultraderechas contemporáneas son fuertemente autoritarias, erosionan las garantías y las formas republicanas y reivindican la violencia y la retórica militarista, no han derivado todavía en dictaduras propiamente dichas. En todos los casos que accedieron al poder, lo hicieron a través de elecciones (aunque no hay que subestimar el rol de la intimidación en estas elecciones, como muestra la violencia de los seguidores de Bolsonaro en la recta final de la campaña antes del ballotage), y en todos los casos también han mantenido la fachada de un régimen constitucional.
Podríamos decir que estos fascismos constituyen tiranías constitucionales, lo que puede sonar como un oxímoron pero describe cada vez mejor la situación de muchos países. En estas tiranías constitucionales, los poderes ejecutivos tienen un rol exagerado, las disposiciones del estado de excepción son hechas permanentes (como en la Francia de Macron), el congelamiento del gasto público es consagrado en la Constitución (como en Brasil de Temer), las garantías son suspendidas, los “derechos” del capital son integrados a tratados internacionales y por lo tanto excluidos de la disputa democrática.
Esta tendencia antidemocrática pero constitucional no se limita a la ultraderecha. De hecho, la erosión de la democracia se ha hecho gradualmente, y su principal artífice no fueron las ultraderechas, sino el neoliberalismo “centrista”, como muestran los ejemplos del párrafo anterior. Por esto, la relación entre fascismo y liberalismo es una cuestión fundamental, y por eso los intentos de plantear el problema como una oposición entre un liberalismo demócrata y una ultraderecha autoritaria son equivocados y contraproducentes, al igual que los intentos ultraderechistas de plantear el problema como una oposición entre un populismo soberanista y unas élites globales antidemocráticas.
A pesar de este evidente autoritarismo y de lo gradual de su instalación, esto no hace menos notable y preocupante al hecho de que estos fascismos lleguen al poder con importantes apoyos populares. Esto tiene que llevarnos a hacernos por lo menos tres preguntas: ¿Cuales son las condiciones históricas y estructurales para el ascenso de estos fascismos? ¿Como se organizan para lograrlo? ¿Con que deseo de las personas están logrando conectar?
El nacionalismo juega un rol fundamental. Y el deseo de ascenso social, que tiene en la identificación con quienes están arriba su versión más perversa, también. Pero quizás la más potente de las armas afectivas del fascismo contemporáneo sea la gradación de la autoridad. Es decir, reclutar cómplices para el autoritarismo y la defensa de la jerarquía de los poderosos ofreciendo pequeñas parcelas de poder y prestigio: a los hombres en la familia, a los blancos (o el grupo etno religioso mayoritario) en la sociedad, y a todos los que se vean en la infinita carrera individual por el ascenso social individual.
Así, estos microfascismos (y microliberalismos) están articulados con el fascismo que aparece como proyecto macropolítico. Este último se sostiene sobre los primeros. El fascismo es una promesa de orden, y postula la posibilidad de que la “clase dominante” sea mayoritaria, teniendo por debajo a una minoría de vagos, inútiles e inmorales que tienen que ser disciplinados. Este orden, además, es postulado como antídoto a la decadencia moral (solo que en vez de verla como consecuencia de la mercanitilización liberal, le echan la culpa al feminismo) y al miedo a la violencia: solo me sentiré a salvo de la violencia si alguien aún más violento me garantiza la seguridad e impone el orden sin vueltas. En un mundo caótico y cambiante, esta es una oferta tentadora.
Las emociones son entonces muy importantes: el miedo, el odio, la confusión, la admiración al que manda o tiene éxito. Estas pasiones tristes, diría Spinoza, reducen la potencia colectiva, y habilitan que las personas se sometan a la potestad de un tirano. El fascismo es así antidemocrático en un sentido spinozista, ya que reduce la capacidad de la multitud de actuar de manera libre, racional y organizada.
El desplome de las izquierdas es una parte muy importante de este proceso. La desactivación de la militancia de base dejó espacios libres que fueron ocupados por las nuevas “bases” fascistas. Esta desactivación fue causada deliberadamente, para permitir el secuestro de los partidos de izquierda por parte de élites tecnocráticas que no creían en la movilización popular, y que además proponían un programa de acuerdos con el régimen neoliberal. La subordinación de una parte de la izquierda al neoliberalismo es la condición de posibilidad del fascismo, y la parte más potente del discurso de éste.
Comprometida con el consenso neoliberal, la izquierda, en sus intentos de buscar equilibrios, queda como defensora del status quo, lo cual es una catástrofe cuando éste se encuentra en una crisis terminal. La izquierda termina, insólitamente, defendiendo al neoliberalismo de sus críticos por derecha, que a su vez son apoyados por los propios neoliberales. La crítica del progresismo es la contraparte necesaria de este análisis, pero no es el objeto de este texto. Habrá que seguir elaborándola. Pero en este momento, una crítica que permita comprender al fascismo es mucho más urgente, ya que si no entendemos a este enemigo, no podremos entender qué reorientaciones estratégicas son necesarias para derrotarlo.
2. Liberalismo, neoliberalismo, postliberalismo
El liberalismo es uno de los grandes misterios que se presentan cuando queremos estudiar a la derecha. Si la derecha es la defensa de las jerarquías y el liberalismo la defensa de la libertad, deberían existir grandes diferencias entre estas entidades. Pero el liberalismo no es solo la doctrina de la libertad, es también la ideología de los ricos, de eso que en algún momento se llamó la burguesía y hoy llamamos empresariado. La contradicción entre estas dos dimensiones del liberalismo es el lente que nos permite entender su relación con la derecha y, en particular, con el fascismo.
Una forma de entender esta contradicción es como una tensión entre la libertad económica (de disponer como se desee de la propiedad, que está desigualmente distribuida) y la libertad política (que implica la decisión sobre los asuntos comunes con un criterio mayoritario). Si la mayoría estuviera a favor de la libertad económica, y aceptara de buen grado los resultados del mercado como el mejor de los mundos, no habría problema, pero ¿que hacen los liberales cuando la mayoría no quiere esta libertad económica?
Es sabido, desde Aristóteles, que los ricos son minoría en todos los países. Para lidiar con esto, liberalismo, más de una vez, movilizó sus sensatos argumentos en favor de la defensa de las minorías y los derechos individuales para proteger los privilegios de aquellos que controlan la economía y se quedan con sus frutos. A menudo, fueron incluso más allá, postulando que los privilegiados serían los mejores por el simple hecho de serlo, ya que su privilegio habla de que lograron vencer en la competencia. La eliminación de sus privilegios, entonces, redundaría en un mal de la sociedad, que tendría que privarse de su superior capacidad para la alocación de recursos y también para la creación de nuevos gustos, ideas y formas de vida. Incluso el ocio de las clases altas es defendido como el origen de la creatividad, por lo que un reparto más equitativo de la riqueza y de la carga del trabajo nos llevaría irremediablemente a la mediocridad.
A través de estos sutiles desplazamientos, el liberalismo trasmuta su defensa de la libertad en una defensa de las jerarquías. Si la mayoría usara la libertad política para reclamar igualdad económica, si el liberalismo tuviera que elegir entre la libertad y la jerarquía, tendría serios problemas. Eso, de hecho, ocurrió muchas veces en la historia. Algunos liberales, en particular los más comprometidos con el republicanismo, defendieron la libertad política hasta sus últimas consecuencias. Otros, más preocupados por los peligros del gobierno de la muchedumbre, crearon el concepto de la “tiranía de la mayoría” y propusieron arreglos institucionales que limitaran al gobierno para que no pudiera afectar los privilegios. Y otros, a veces los mismos, cuando sintieron que efectivamente existía un peligro para los privilegiados, o incluso cuando quisieron ampliar sus privilegios y encontraron en la libertad política un obstáculo, apelaron a soluciones autoritarias, que más de una vez tomaron la forma del fascismo.
Es que aún si el liberalismo es la política natural de la burguesía, ya que rima con su amor a lo irrestricto, a la creatividad y al individualismo, ésta tiene problemas cuando el liberalismo encuentra límites. Estos límites son básicamente tres:
En primer lugar, cómo lograr mayorías para su programa de libertad económica en sociedades donde la mayoría no forma parte de la clase que se beneficiaría de ellas (o que no cree a los economistas liberales cuando dicen que todos nos beneficiaríamos de que ellos se beneficien). Si la mayoría de la sociedad no es burguesa, el liberalismo va a necesitar o bien expandirse hacia las otras clases, o bien que haya una mayoría de ricos (lo que parece improbable) o bien negociar con ideologías y corrientes que puedan hablar a esas clases. Este problema se hace especialmente agudo cuando los mercados crean crisis que generan descontentos que ponen en cuestión la legitimidad del régimen liberal.
En segundo lugar, que el liberalismo tiene dificultades para elaborar una idea sobre que es una buena vida. Justamente por su pluralismo, y por dejar a los individuos la decisión sobre como vivir, puede generar anomia y alienación. Los liberales, históricamente, oscilaron entre diferentes formas de enfrentar este problema. Una es hacer de esto una virtud, transformando al liberalismo en un marco en el que se toleren todas las formas de vida. Otra es asumir como propias las ideas conservadoras sobre cómo hay que vivir. Otra es reivindicar una forma de vida propiamente liberal, transformando la maximización económica en un criterio ético. Este problema se hace especialmente agudo cuando partes de la población viven de maneras que son incompatibles con el capitalismo, y este reclama que se las ataque; o cuando estas formas de vida se politizan y se disputan la sociedad, tensando a una tolerancia que no puede dar solución a la diferencia sustantiva.
En tercer lugar, que el capitalismo muchas veces necesita de la represión. Cuando miles quedan sin trabajo o sin casa, cuando se desploma el nivel de vida, la gente protesta. Y cuando el capital necesita, para retomar sus ganancias, frenar las resistencias y expandirse, las formas legales liberales pueden volverse un obstáculo. Si no se pueden cambiar leyes y reglamentos sin ciertas mayorías, si no se puede apresar arbitrariamente, si no se puede censurar, el capital puede no salirse con la suya por culpa del propio liberalismo. Esto es especialmente agudo ante situaciones revolucionarias en las que el propio régimen está en juego. En estas situaciones, el liberalismo muchas veces se ha suspendido a si mismo para poder poner orden y luego retomar la normalidad.
Podemos observar estos problemas en una breve historia del liberalismo.
a. La ilustración moderada
El liberalismo nace como el ala moderada de la Ilustración. Si el ala radical, como cuenta el historiador Jonathan Israel, implicaba una gran confianza en la razón y la democracia, trazando una línea de Spinoza a Rousseau al socialismo, la moderada, defendida por autores como Locke, Smith, Montesquieu o Kant, planteaba más bien un escepticismo sobre la razón, que hacía llamar a la prudencia y a los límites del gobierno. Ambas tendencias afirmaban la existencia de derechos inherentes y reivindicaban a la libertad como principal valor político.
Esta corriente política dará paso a lo que Immanuel Wallerstein llamó “liberalismo centrista”, es decir una postura política que, a partir de la revolución francesa, puso la tiranía del antiguo régimen a su derecha y a la política revolucionaria plebeya a su izquierda. En los siglos previos a la revolución, el enemigo principal fue el antiguo régimen, y fue en esa lucha en la que se postularon las críticas a la arbitrariedad gubernamental (típica de las monarquías absolutas) y al oscurantismo, al que se le oponía un espíritu abierto a la transgresión y al uso libre de la razón.
Las revoluciones anticoloniales de Estados Unidos, Haití y América hispánica estuvieron en un diálogo conflictivo con estas corrientes, al igual que las luchas por la emancipación de la mujer y la liberación sexual. Muchas veces, estos reclamos se hicieron en nombre de la Ilustración, y muchas veces también la Ilustración intentó aplastarlos.
En esta etapa el liberalismo intentó derivar una idea de la buena vida de la propia Ilustración, y se llegaron a proponer “religiones cívicas” que generaran adhesión a las nuevas repúblicas. La noción de deber que venía del pensamiento clásico y el cristianismo era secularizada a través de teorías que, buscando un balance entre la obediencia y la libertad, identificaban a esta última con cumplir libremente con el deber. La cuestión de la jerarquía era delicada en esos tiempos revolucionarios, ya que si bien se rechazaban las jerarquías que venían de los estamentos del antiguo régimen, se debía detener el cuestionamiento a las jerarquías antes de que llegara a la propiedad. La fórmula de que no se aceptaría otra diferencia que la que tuviera origen en el mérito intentó zanjar esta cuestión. Ya en ese momento, liberales como Edmund Burke veían a la revolución con horror y reivindicaban una política reaccionaria basada en respuestas violentas y decisivas contra la insubordinación.
b. El pesimismo elitista
Avanzado ya el siglo XIX, los liberales aumentaron sus sospechas sobre las mayorías. La revolución de 1848 en Francia, la demanda obrera de la universalización del sufragio en Gran Bretaña y la aparición de la Socialdemocracia en Alemania hicieron que los liberales empezaran a temer que la existencia de mayorías socialistas podría poner en peligro la propiedad. Tocqueville miró hacia los Estados Unidos y su sociedad de pequeños propietarios como precondición para la democracia. Mill insistió con la idea del gobierno limitado. Y muchos intelectuales y políticos liberales buscaron acercamientos con sus anteriores enemigos: las clases nobiliarias y terratenientes y la Iglesia.
Si en los últimos días del antiguo régimen el estado de derecho era planteado como una protección para el pueblo contra la arbitrariedad del rey, en la segunda mitad del siglo XIX era una protección para las élites contra la arbitrariedad del pueblo. Si durante la Ilustración la transgresión y el librepensamiento eran subversiones desde abajo al oscurantismo reinante, ahora serían señales de distinción sobre lo bruto y mediocre de las masas. Algunos individuos son más individuales que otros.
Paralelamente, un ala del liberalismo se proponía pensar las cuestiones sociales de manera científica, en diálogo con el positivismo. De allí nació el llamado darwinismo social, y la idea de que la competencia era la regla que regía y debía regir la vida y la organización social, competencia que tenía como resultado claras jerarquías entre los mejores y los peores. Herbert Spencer fue el máximo exponente de esta tendencia. Este fue también el momento de esplendor del imperialismo británico y europeo en general. El liberalismo jugó un papel importante en este emprendimiento, postulando, en diálogo con el racismo científico de la época, que los salvajes tenían que ser liberados de la tiranía y el atraso, para que un día pudieran tener regímenes liberales, y mientras tanto pudieran irse incorporando a los mercados mundiales.
c. El fascismo
La primera mitad del siglo XX fue dura para los liberales. El socialismo hizo importantes avances, tanto amenazando (y en el caso ruso logrando) asaltos revolucionarios al poder como logrando importantes resultados electorales, especialmente en Alemania. Un clima generalizado de insurgencia obrera se impuso en Europa especialmente a partir del fin de la Primera Guerra Mundial.
Muchos liberales perdieron definitivamente la fe en la democracia. Llegaron a conclusión de que a fin de cuentas la política siempre iba a ser una cuestión de élites, que la propia idea de autogobierno o voluntad popular era una ilusión, y que en todo caso se trataba de tener las mejores élites posibles. Esta teoría fue formulada por pensadores como Wilfredo Pareto, considerado uno de los fundadores de las ciencias sociales modernas, y que terminó celebrando la marcha sobre Roma.
Esta no fue una postura infrecuente entre los liberales, como lo documenta el brillante libro “El aprendiz de brujo”, del historiador Ishay Landa. El fascismo, por más que los liberales busquen ocultarlo, nació en diálogo con el liberalismo, y en particular con su defensa de la propiedad, de la competencia y de el carácter no disputable del orden social. Si los fascistas recriminaban algo al liberalismo, en todo caso, era su poca energía para defender sus intereses de clase. En lo doctrinario eran, en el terreno económico, firmes partidarios del capitalismo y mucho menos “estatistas” de lo que el revisionismo liberal quiso hacerlos ver.
Las preocupaciones del siglo XIX sobre las mayorías revolucionarias se habían hecho urgentes, y las élites burguesas estaban cansadas de garantías y mecanismos institucionales que impidieran cortar de raíz la amenaza revolucionaria. El fascismo fue la solución, que además hacía sentido a estas élites por ser una doctrina que reivindicaba el mando de las personas extraordinarias y la ciega obediencia de las masas. El desprecio a lo que el fascismo veía como moralina piadosa no era en absoluto ajeno al pensamiento liberal anterior. El fascismo, por su parte, era un fiel heredero del racismo colonial europeo, y el mejor intérprete de la necesidad reaccionaria de ordenar a las mayorías para sostener el poder de los poderosos. Existe una clara continuidad entre el liberalismo antidemocrático decimonónico y el fascismo.
d. La democracia centrista
Otros liberales (y a veces los mismos), sin embargo, fueron claves para el triunfo contra el Eje en la Segunda Guerra Mundial, en alianza con Stalin. Estos liberales entendieron que la solución fascista al problema revolucionario era un riesgo demasiado grande, y apostaron por la conciliación. Crearon un esquema de convivencia cuasipacífica enfriando la guerra contra una ya consolidada Unión Soviética (lo que no impidió que continuaran desarrollando un discurso y una práctica anticomunistas, especialmente en el tercer mundo), y en el terreno doméstico volvieron al centrismo.
Montaron democracias representativas, crearon a las Naciones Unidas con el fin expreso de expandir el acatamiento de los Derechos Humanos y los organismos multilaterales de crédito para evitar nuevas crisis como la del 29, alentaron la descolonización (por supuesto, con fuertes reservas y contragolpes recolonizadoras) y comenzaron un proceso de “mestizaje” con las socialdemocracias, que terminó por dar luz a un liberalismo moderadamente redistributivo y regulador que tenía entre sus referentes políticos a Franklin Roosvelt y a intelectuales como John M. Keynes y John Rawls.
Los liberales se reconciliaban así con las mayorías, que se contentarían con políticas de bienestar y votarían a políticos centristas. Este es el período que en el hemisferio norte es recordado como “los treinta años dorados”. Pero el optimismo democrático no duraría. La descolonización daría paso a revoluciones socialistas y la creación del Movimiento de los No Alineados y la OPEP, mientras las democracias occidentales vieron el aumento de los reclamos obreros y la aparición de contraculturas juveniles. La entente con el bloque soviético y el estado de bienestar ya no eran suficiente contención. El pico de estos sacudones fue 1968, que fue también el comienzo de una nueva reacción.
e. El neoliberalismo
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, un grupo de liberales disidentes decidió no dialogar con la socialdemocracia, sino con la derecha reaccionaria. Se propusieron refundar el liberalismo y fundaron para ello a la Sociedad de Mont Pelerin, de la que formarían parte ilustres intelectuales como Friederich Hayek y Milton Friedman. Con paciencia, montaron una enorme y compleja red intelectual (caracterizada como una “muñeca rusa” por Philip Mirowsky) que fue creando think tanks y organizaciones políticas, influyendo en liderazgos partidarios (primero de derecha y después también de izquierda), ganando hegemonía en la ciencia económica, consiguiendo financiamiento de sectores empresariales y tomando gradualmente los organismos multilaterales de crédito. Estos neoliberales volvieron a la doctrina del gobierno limitado, pero radicalizándola: el gobierno no solo debía abstenerse de distorsionar la competencia, debía además intervenir para instituirla allí donde no la hubiera, en todas las áreas de la sociedad.
El éxito político de los neoliberales terminó con la constitución de un verdadero régimen global neoliberal, que sustituiría al de posguerra. En el tercer mundo, y especialmente en América Latina, con la excusa del anticomunismo se impusieron dictaduras (apoyadas con cuadros técnicos por el neoliberalismo) que limpiarían los elementos revolucionarios y comenzarían la apertura de las economías. En el primer mundo, se llevó adelante un ataque sostenido a los derechos sociales y sindicales, reduciendo las provisiones sociales. Los países que no siguieran el programa liberal serían obligados a hacerlo por los organismos de crédito, que solo harían préstamos en casos de crisis si se llevaba adelante el programa neoliberal. Tratados de libre comercio y de inversión pondrían los derechos del capital más allá de la disputa democrática, evitando las nacionalizaciones, y donde ya se hubieran hecho se revertirían mediante la privatización. Se eliminarían las restricciones al movimiento del capital, y de esta manera los estados se verían en una competencia entre ellos por captarlos para poder mantener los niveles de inversión y empleo, haciendo cada vez más difíciles políticas contrarias a sus intereses. Los partidos políticos se harían cada vez menos capaces de prometer reformas, y las democracias terminarían por vaciarse. Las demandas sociales serían ahora abordadas con criterios tecnocráticos y “soluciones de mercado”. Los liberales derrotaban finalmente a la soberanía popular, sustituyéndola por la soberanía de los mercados.
El neoliberalismo buscó solucionar también el problema de la forma de vida, de una manera muy radical. La competencia sería ella misma una forma de vida. Todos seríamos emprendedores o, mejor aún, todos seríamos empresas. La competencia entre estas empresas separaría a los creativos, los activados, los dinámicos de los mediocres, los grises y los aburridos. Y al ser todos, de algún modo, empresarios, quizás llegaría el día en que todos nos hiciéramos liberales.
f. Postliberalismo y ultraderecha
La crisis de 2008 fue un sacudón para la estabilidad del régimen neoliberal. Esta crisis desmintió la promesa de auto regulación de los mercados y abrió las compuertas a críticas desde todos los frentes. Las consecuencias sociales de esa crisis, que dejó endeudados y desocupados a millones, deslegitimó a los oficialismos del mundo y desestabilizó los sistemas políticos. Desde el principio, el régimen neoliberal había causado segregación, violencia, exclusión y anomia (resultó que una sociedad de microempresarios no era algo estable ni agradable), lo que sería un caldo de cultivo del colapso del centro político (neoliberal) y de la aparición de demandas de orden, desde arriba y desde abajo.
Ante el colapso del centro, la ultraderecha estaba allí, y muchas veces sectores neoliberales y empresariales la apoyaron para evitar que el descontento fugara hacia la izquierda. Si bien aparecieron algunas respuestas por izquierda, estas fueron desactivadas por la represión y por una creciente sensación de futilidad de la política ante la escala de la desigualdad y la imposibilidad de revertir las políticas neoliberales. Así, el neoliberalismo usó el descontento que el mismo generó para radicalizarse, y aprovechó la desesperanza que el mismo creó para que la respuesta no fuera en un sentido cuestionador de las jerarquías sociales.
Estas jerarquías, de hecho, son el combustible que propulsó a las ultraderechas. El neoliberalismo, a falta de legitimidad propia, busca legitimar el régimen buscando alianzas con otras jerarquías sociales. La vuelta de la cuestión de la raza, de la reivindicación de Occidente, del machismo como plataforma política y del fanatismo cristiano politizado, articulados con ideas de éxito empresarial y demandas de que el estado ponga orden y se deje de joder con los Derechos Humanos son la esencia de las derechas contemporáneas. La disputa entre el liberalismo como interés de la clase capitalista y como doctrina de la libertad se resolvió una vez más en favor de la clase. Los intereses del capital están doblemente resguardados por dos capas de autoritarismo: por un régimen internacional neoliberal y por gobiernos reaccionarios y autoritarios.
Está todavía por verse si estas ultraderechas ponen en práctica algún grado de proteccionismo, y si su nacionalismo los lleva a guerras comerciales importantes o a la suspensión de tratados comerciales que comiencen a desandar al régimen neoliberal. Hoy por hoy esto parece improbable por la cercanía de las ultraderechas a sectores empresariales y a técnicos originados en el neoliberalismo. Pero eso no significa que el liberalismo no esté en crisis. El capitalismo parece estar superándolo, encontrando otras fórmulas para lograr el consentimiento del gobierno de los ricos, que hacen innecesarios a los liberales. El neoliberalismo está alcanzando niveles de autoritarismo y misantropía que ya lo hacen irreconocible como parte del legado humanista e ilustrado del liberalismo, aunque no sea en absoluto sorpresivo, dado que muchas veces en la historia, cuando los liberales han tenido que optar entre la libertad política y los intereses de la clase capitalista, han elegido, sin dudar ni lamentarse, a estos últimos.
Quienes compartan espacios o alianzas con liberales autodenominados “demócratas” van a tener que prestar mucha atención a qué dicen sobre la ultraderecha. Y todos los demás vamos a tener que estar atentos a las distorsiones de la historia y de la lectura política causadas por las volteretas retóricas de estos liberales para defender o justificar al fascismo. Pero no podemos descartar que a una parte del mundo liberal (el centro, la “socialdemocracia”, los “demócratas”, etc.) efectivamente le interese la libertad. En ese caso, tendrán que replantearse el vínculo del liberalismo su historia clasista y colonial. Una parte de la vieja élite neoliberal (políticos, intelectuales, medios de comunicación que dicen defender la democracia) se siente desplazada y horrorizada al ver el monstruo que ellos mismos crearon. Pero esto es una gran hipocresía. Como dijo Max Horkheimer sobre la ola fascista anterior: el que no quiera hablar sobre el capitalismo, es mejor que guarde silencio sobre el fascismo.
* Hace unos meses, en varios ámbitos, me he dedicado junto con otres a estudiar estas cuestiones. Con Entre (el colectivo de cultura y política del que formo parte) estamos llevando adelante un proyecto de investigación sobre esto, y en el marco de ese proyecto organicé un ciclo de charlas llamado “la reacción” en el que trabajamos varios temas relacionados a la derecha en Uruguay y en el mundo. Este texto es uno de los resultados preliminares de ese proyecto, y si bien la redacción (y, como manda la fórmula, aclarar los errores) es mía, la autoría de algo que se piensa conversando siempre es relativa.
** Politólogo. Integrante del colectivo Entre.