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  • Guillermo Lamolle**

La felicidá, ja, ja, ja, ja*


Ilustración: Barrikada, Laura Becerra, 2018

¿Hay que cuestionar todo el arte que consumimos o creamos? ¿No hay que cuestionar nada y dedicarse a disfrutar? ¿Qué hay detrás de estas preguntas?

Cuando aquí lean “cultura”, con minúscula, estaré hablando de lo artístico (digamos, el concepto periodístico de cultura). Cuando esté con mayúscula me estaré refiriendo a la otra Cultura, la que abarca todas las cosas humanas.

Los temas culturales tienen épocas en que están en boca de todo el mundo y otras en que se refugian en las páginas culturales o en las charlas entre artistas. No hablo sólo del uso de ciertas referencias, sino del encare en sí. Una cosa es decir “¿escuchaste la última canción de Roberto Musso?” y otra muy distinta “¿por qué será que El Cuarteto usa el Melodyne (o el Auto-Tune, o lo que sea) de una forma más exagerada que Maluma?”. No es lo mismo decir “la obra me gustó” que “se precisaba algo así en la cartelera de teatro”. Todas esas frases son válidas, pero la segunda parte de ambos ejemplos sugiere una visión contextualizada, informada. Implica cierta base desde la que emitir un juicio de valor, y un grado de disfrute que incluye un conocimiento previo acerca de lo que estoy viendo o escuchando.

En Uruguay (y no sólo aquí) se fue instaurando un cambio de paradigma, digamos, a partir de los noventa, o un poco antes. En años previos salía un disco de un artista que admirábamos y nos juntábamos para escucharlo en grupo; después, por varios días, era tema de conversación (también pasaba con discos de artistas que no admirábamos, pero menos). Además, si se hacía un espectáculo para presentar ese disco, íbamos a verlo y comparábamos las versiones grabadas y en vivo, y hasta daba una aureola de sabiduría decir “tal canción me gusta más así, sólo con guitarra”. Las cuestiones artísticas eran tema de discusión permanente; para muchos, la vida pasaba por ahí.

Ya en los primeros años posteriores a la dictadura se empezó a notar un “pare de sufrir” generalizado (y mal entendido) que gradualmente se extendió a la forma de percibir, por ejemplo, la música. Había que sentir, bailar, gozar, y demostrar la condición de “swinguero” marcando el pulso con el pie o hamacándose en la silla. Si no lo hacías no eras músico: eras una especie de político frustrado con guitarra. Me parece fenómeno vivir la música así (es parte de la cosa), pero no veo que implique prescindir de la otra forma; ¿o es que somos seres mentalmente tan simples que no podemos desdoblarnos ni siquiera un poquito? El asunto es que esta manera de ver las cosas trajo aparejado que se discutiera cada vez menos, porque el propio hecho de discutir remitía a tiempos oscuros, ya “superados”. Por otro lado, ahora que había gente en el Parlamento dedicada a arreglar el país, era tiempo de dejarse de sueños de juventud para ocuparse un poco del futuro individual.

Más allá de estos cambios vernáculos hubo avances tecnológicos (desde los casetes hasta el Mp3) que llevaron a la muerte del disco como obra unitaria, con un concepto estético determinado. Ya no más Sgt. Peppers ni Tommy ni Todos detrás de Momo ni Sansueña ni Tangatos. Un disco pasó a ser un estante para amuchar canciones y luego se transformó principalmente en un hecho comercial marquetinero, porque las canciones se oyen por Internet, intercaladas con las de otros intérpretes.

Como suele suceder, este cambio tiene sus pros y sus contras, y hay quien hace hincapié en unos o en otros. Está claro que las ventajas existen: hoy accedemos fácilmente a la música de gente de la que, con el sistema anterior, ni siquiera hubiéramos tenido noticias. También podemos tener en casa muchos más “discos” (aunque no los veamos girar ni podamos limpiarles el polvo con un cepillito) que los que nuestro bolsillo toleraría. ¡Incluso un poderoso industrial yanqui podría escuchar un tema nuestro por casualidad, decidir que le encanta y contratarnos para tocar en la fiesta de 15 de su empresa!

Aquel espíritu discutidor, a veces exagerado (porque, claro, algunos tenían cosas interesantes para decir y otros no), respondía, al menos en parte, a que se consideraba que el arte desempeñaba un papel trascendente en la sociedad. Había quienes teorizaban al respecto, pero era algo bastante corriente más allá del ambiente musical, y que incluía no sólo a las canciones (o películas, u obras de teatro) expresamente “comprometidas”. Se analizaba lo que se podía, aun sin muchos elementos, diciendo cosas como “mirá, canta de ‘dorapa’, como los roqueros y los murguistas” (en una época en que eso era bastante raro), o “se ve que estudió en serio, porque apoya la guitarra en la pierna izquierda y el pie en un banquito”.

La importancia que se le da a la cultura públicamente tiene poco que ver con la que realmente tiene. En un esquema dominados/dominadores (que los dominadores insisten en calificar con epítetos horribles como “perimido”, “caduco” o incluso “sesentoso”) interesa, siempre, que se piense que la cultura no es importante, porque eso permite utilizarla como la magnífica herramienta de dominación que es.

Mencionaré ahora la Cultura (la del mate, la de las hamburguesas, la de veranear en Valizas, la de los barrios privados y la de la pasta base) y arriesgaré que la política no tiene otra razón de ser que la de incidir en ella, para bien o para mal. El arte (incluyendo, y con énfasis, al llamado arte popular) es el alma, la radiografía, el espejo, los oídos y la voz de todo eso que mencioné, y por eso es la más política de las actividades. Un gran prejuicio es, cuando se habla de la importancia política de la música, imaginarse a un barbudo de boina cantando canciones “de resistencia”. Eso es tan político como Village People, como Palito Ortega, como Márama, como Beethoven en su tiempo, como Beethoven ahora (desinfectado, idealizado y vaciado) y como un jingle de papas fritas. Como dije arriba que pasa con la política, la cultura también pretende modificar a la Cultura y, por lo tanto, influir sobre el presente y el futuro de la civilización. Me fui al carajo, pero trataré de mantenerme ahí.

La Cultura es, en resumen, cómo somos y vivimos; entre otras cosas, si somos felices o una manga de desgraciados. El intento de fines de los ochenta de convertirnos en gente alegre del trópico tenía una buena intención, pero no funcionó, salvo que se considere al jipismo new age como una consecuencia positiva. Más bien nos convirtió en unos pazguatos fingidores de alegría, sensualidad y onanísticos orgasmos en los escenarios. Pocas cosas hacen a uno tan infeliz como tener que aparentar lo que no es. Así que nada de pare de sufrir: siga sufriendo, pero disimúlelo.

Una de las causas de la infelicidad es especializarse en lo estándar, lo aceptado, lo aplaudido y lo correcto, porque resulta que “de perto ninguém é normal”. Es a esa estandarización que nos lleva de los pelos la ideología del no discutir, del sentir sin pensar, del dejarse fluir. No digo que haya que pensar y cuestionar todo el tiempo (¡vade retro, infumables!), pero –aunque no nos guste y hagamos de ese disgusto una actitud militante– somos seres pensantes, y no es una mala práctica hacerlo de tanto en tanto. Cuando elegimos qué acorde poner para empezar una canción hay dos posibilidades: o estamos tomando una decisión, o alguien la tomó por nosotros. Capaz que lo primero es una utopía, pero buscarla genera, por lo menos, una mayor variedad. Y después de todo, ¿quién dijo que ahí tiene que ir un acorde? ¿Por qué no una nota sola, o una tos?

Es curioso cómo los mismos que defienden la frescura y la espontaneidad suelen dar mucha importancia a determinado tipo de complejidad armónica, probablemente por su asociación con lo que más les llama la atención de la bossa nova, que surgió en un país de gente que toma caipiriña en la playa y no se viste de gris ni vive quejándose del frío, o del jazz, que tiene eso de rebelde y libre. Justamente, el maravilloso “Samba de uma nota só”, de Mendonça y Jobim (¿alguien duda de que es una canción política?), siempre fue percibido por los músicos como el “samba de un montón de acordes alterados que generan bajadas melódicas cromáticas al pasar de uno a otro”, y esa parte de su paradójico mensaje fue la más imitada por muchos (fuera de la propia bossa y de Brasil). No así su riqueza melódica; la melodía nos expone, pero podemos escondernos tras una masa de acordes. Pasaron casi seis décadas y, cuando nos queremos hacer los cracks, todavía nos sentimos tentados a usar armonías que se le parezcan. Pero el efecto que eso produce ahora es más bien como el que genera un malabarista: admiración por la destreza, y poco más. Para que haya pasión, discusión y enamoramiento es necesario que el arte nos convenza de que el mundo nació de nuevo y está todo por hacerse.

* Esta nota fue publicada originalmente por el Semanario Brecha: https://brecha.com.uy/la-felicida-ja-ja-ja-ja/

** Guillermo Lamolle es músico, científico y escritor. Como músico, además de actuar como solista, ha integrando distintas formaciones, entre las que destacan "Asamblea Ordinaria", "Los Mareados" y la murga La Gran Siete (de la que fue letrista arreglador y director entre 1987 y 2015). A nivel académico es Oceanógrafo, Doctor en Biología y profesor de la Facultad de Ciencias (UDELAR). Como escritor ha publicado: "Sin disfraz. La murga vista de adentro" (Ediciones del TUMP, 1998, en coautoría con Edú Lombardo), "Cual retazo de los suelos" (Trilce, 2005) y "Té de benteveo" (Criatura Editora, 2016).

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