
Ilustración: Martín Remedi
La cultura popular es uno de los escenarios de esta lucha a favor y en contra de una cultura de los poderosos: es también lo que puede ganarse o perderse en esa lucha.
Stuart Hall, Notas sobre la deconstrucción de lo popular.
I
En contraste con enfoques reductivamente economicistas, una de las aportaciones del culturalismo materialista fue prestar especial atención al papel de la cultura en la vida política —en la construcción del poder—, sin por ello caer en posiciones voluntaristas o que no toman en cuenta las condiciones sociales, históricas y materiales que también intervienen formando un proceso complejo.
Tanto en su dimensión espiritual (ideales, símbolos, valores, sentires) como material (económica, social) o vivencial, la cultura es constitutiva de la subjetividad (individual, social) y un terreno donde de manera más o menos consciente o velada se libra una batalla, entre múltiples actores, por la conservación o la transformación de un modo de organización social. Pero no es solamente instrumental, también hace al contenido y la finalidad del cambio social. No podríamos pensar en un cambio social, político y económico sin un correspondiente cambio cultural, tanto en cuanto a las formas de vida como al universo simbólico que les da sentido y las vuelve deseables, legítimas, razonables, justas, etc.
Las formas populares “de ver el mundo y la vida” —la cultura popular— se corresponden con un modo diferencial de participar del mundo, son efecto de un poder y resultan de una posición de subalternidad. En la medida que la dominación se despliega en muchos ejes y planos (nación, clase, género, etnicidad, edad, etc.) la cultura popular no es una sola cosa, de una vez y para siempre, sino que es movediza, heterogénea y contradictoria. En la medida que la cultura hegemónica es dinámica, se actualiza y captura elementos de la cultura popular (como parte del proceso histórico), también lo es, en consecuencia, la cultura popular. Unas veces, como resultado de su posición subordinada, o incluso por aceptación, se confunde con la hegemonía; otras veces, se expresa como desvío y reacción a ella (reacción de signo y sentido diverso).
Desde esta perspectiva podemos pensar la historia de las civilizaciones —la sucesión de los modos de organización social— como un proceso que en parte se dirime en el campo de la cultura —en el plano simbólico-discursivo, estético, afectivo, etc.—, proceso que se activa dialógicamente en relación a la cultura “de los otros”, y en especial, de la cultura de las clases subalternas.
II
Según el dramaturgo brasileño Augusto Boal, la tragedia griega tenía una intencionalidad política. Lejos de ser cosa del pasado remoto, sus formas sobreviven en la cultura de masas (las películas de Hollywood, las series de Netflix, las biografías e historias de héroes, etc.).
Entendida como un mecanismo intimidatorio —un “sistema trágico coercitivo”— la tragedia apuntaba a modificar los comportamientos de los espectadores, y de ese modo moldear la vida social. Los espectadores, primero se debían identificar con el héroe —repositorio y encarnación en escena de todo lo apreciado por la sociedad—. No obstante, a poco de comenzar, nuestro héroe, que de algún modo hace de mí (esto es, un mí-ideal-imaginario) empieza a revelar una falla que no puede corregir y que causará su catástrofe. En algún momento el héroe es capaz de reconocer su error —anagnórisis—, pero ya es tarde, nada ni nadie podrá cambiar su destino. Al estar identificado con él, el espectador sufre, se horroriza. Por suerte, “se trata solo de una obra de teatro”, y el espectador no es el héroe: se alivia, aprende y purga de su pensamiento el error fatal que desembocó en tragedia. Se produce la catarsis buscada por el sistema trágico coercitivo: coercitivo en la medida en que la obra ofrece una representación aleccionadora y una amenaza que advierte a los espectadores lo que le podría pasar si desafía el orden, la realidad establecida.
En la comedia, el esquema consiste en jugar con la posibilidad de un desarreglo o alteración temporaria del orden establecido, creando un paréntesis, para luego, de todos modos, restaurar y reafirmar el orden. Por medio de diversos recursos (“era solo un sueño”, o “solo un juego”, cambios transitorios de identidad, etc.), la tragedia deviene en comedia sin perder del todo su carácter intimidatorio.
En contrapunto con los géneros serios existió otra tradición, que Mijaíl Bajtín denominó los géneros “cómico-serios” (el diálogo socrático, la sátira menipea, la novela dialógica) que hunde sus raíces, toma su poética (sus rasgos, sus acciones) y su filosofía (“la visión carnavalesca del mundo y de la vida”) de los ritos y fiestas de carnaval, mediante lo que las clases populares se las ingeniaron para relativizar, reirse y sobreponerse al poder, vivir “una segunda vida”, e imaginar otro mundo (utópico, “al revés”, etc.).
III
Los clásicos del Siglo de Oro español —por ejemplo, Fuenteovejuna de Lope de Vega, El médico de su honra o El gran teatro del mundo de Pedro Calderón de la Barca— también perseguían ordenar simbólicamente el mundo, instalar una serie de nociones y valores y guiar los comportamientos de la gente, buscando contrarrestar los vientos de la Reforma, la imprenta, la ciencia, el primer capitalismo, la primera modernidad y globalización. Para José Antonio Maravall eran los medios masivos de la cultura del Barroco: una cultura masiva y guiada.
Como advertirán Michel de Certeau, Carlo Ginzburg o Stuart Hall, cada cual a su modo, por suerte las personas comunes y corrientes —las clases subalternas— no están automática e inescapablemente sujetas a los discursos producidos por esos aparatos culturales de masas, aunque más no sea porque también están sujetas a otras pulsiones y determinaciones, igualmente poderosas, que en su conjugación individual ofrecen una pequeña ventana de “libertad” y humanidad (de reacción, de elección, de deseo, etc.): sus pulsiones de vida, sus situaciones e historias particulares, la realidad material, tradiciones profundas e imperecederas, etc.
A fines de los años 60, y por influencia del cineasta alemán Alexander Kluge, hasta el propio Theodor Adorno concedió que, frente a la industria cultural los espectadores evidenciaban cuando menos “una conciencia desdoblada”, una manifiesta capacidad de distanciamiento y respuesta crítica, de modo que “los intereses reales del individuo conservan todavía el suficiente poder para resistir, dentro de ciertos límites, a su total cautiverio”.
Esa ventana de libertad y humanidad es la que el sicólogo ruso Lev Vigotsky imaginará como una irreductible capacidad creativa, de modo que más allá de los inventos de los genios y la fuerza de gravedad de materialidades, organizaciones y estructuras, son estas intervenciones individuales —cotidianas, moleculares, ‘desviadas’— las que multiplicadas por 7 mil millones construyen, mueven y transforman el mundo.
IV
En los siglos XVII y XVIII, los reformadores ilustrados dieron su propia batalla —contra la cultura del Barroco—, en su caso, intentando privilegiar la razón y la ciencia por encima de las formas vulgares de pensar y de comportarse, tenidas por creencias, actitudes y conductas “primitivas”, “atrasadas”, “oscurantistas”, etc. Ello abarcó, lógicamente, el lenguaje, la cultura y el arte populares (que descansaban en la fantasía, la magia, la sensualidad y el melodrama más que en la racionalidad, el logos), todo lo cual fue definido como “baja cultura”, o “falta” de cultura, o “anti-cultura”. Por tratarse de formas de producción y circulación cultural fuera del control de la letra impresa y el poder letrado, se ensañaron especialmente con el teatro y la canción populares.
Refiriéndose al proyecto ilustrado español, dicen Wlad Godzich y Nicholas Spadaccini: ‘A fin de preservar la posición dominante, la esfera cultural les permitía dar la batalla por medio de armas que ellos definían y controlaban: la racionalidad, el buen gusto, la educación del pueblo, lo que consistía el bien de la nación y el Estado, lo que consideraban progreso o por el contrario, la ignorancia y la superstición.’
Asegurar la posición dominante era, para Edward Said, uno de los objetivos del Orientalismo en tanto discurso de conocimiento sobre los otros (y como dispositivo de construcción del “nosotros occidental”). En América, la razón y el método fueron convertidas en instrumento y recurso de dominación, como ficcionaliza Alejo Carpentier en El recurso del método. En otra de sus novelas, El Siglo de las Luces, de los adelantos importados de Europa, destaca, sobre todas las cosas, la guillotina. En El Reino de este Mundo, la esclavitud.
En los siglos XVIII y XIX, será aquella cultura popular perseguida por el Iluminismo la que recogerá y reivindicará el Romanticismo como parte de su estrategia y su alquimia constituyente del Estado nacional. Con ello buscó justificar la diferencia —el folklore expresaba el “alma” de la nación— y obtener el apoyo afectivo y la legitimación de parte de la gente del pueblo al proyecto de la burguesía.
En el caso de nuestros románticos (“la Generación del 37”), estos irónicamente se comportaron como reformadores iluminados, lanzándose a una campaña de etnocidio y aculturación —de hispanización, afrancesamiento y (norte) americanización— que imaginaron como de civilización y disciplinamiento de la sociedad bárbara (americana), tanto de los cuerpos (del comportamiento, del trabajo) como de los espíritus (el lenguaje, la conciencia, la sensibilidad, etc.), por la acción combinada de la policía, la iglesia, la escuela, la medicina, el trabajo. (Procesos siempre más pretendidos que cabalmente logrados).
En Nuestra América Martí cuestionó el programa cultural postindependentista: “Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura”.
V
En el marco de la Guerra Fría la actividad cultural fue redefinida en los términos de la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional.
Era una estrategia que en lo táctico adoptaba la forma de un “conflicto de baja intensidad” (acciones sociales y culturales, operaciones sicológicas y de propaganda) para ganar “las mentes y los corazones” de la gente.
En 1979, la III Conferencia de obispos latinoamericanos mantenida en Puebla la denunció esta doctrina como un intento “de mantener un modelo político y económico elitista y jerárquico que niega a la mayoría de la población de participar de la vida política […] todo ello justificado en términos de defender la civilización occidental y cristiana”.
En su ensayo sobre el Estado Burocrático Autoritario —las dictaduras modernas—, el sociólogo argentino Guillermo O’Donnell explora la alegoría en parte organicista y en parte médico-quirúrgica que estructura la Doctrina de la Seguridad Nacional, y según la cual las organizaciones y partidos subversivos eran solo la piel de la enfermedad —o el cáncer— que afectaba al cuerpo social: “allí hay que extirpar sin vacilar, pero no habrá salud si no se curan los tejidos profundos, aquellos de los que la subversión política se nutre: la subversión ideológica, la subversión cultural, de las costumbres, de la familia”.
En su obra de teatro El tipo que vino a la función, Raquel Diana ficcionaliza la aparición en escena de un oscuro censor puesto a cargo de “vigilar la cultura y la religión”. En su discurso, este reflexiona acerca de su “tarea intelectual” que describe como “algo sucio pero con menos sangre”. Subrayando la importancia de la cultura, “que nunca se le da la importancia que tiene”, “algo que a los demás les resultaba inútil, o no entendían”, justifica su tarea de represión y control.
VI
En “El autor como productor”, un discurso pronunciado por Walter Benjamin en el Instituto para el estudio del fascismo en 1934, este reflexiona acerca la relación entre arte y política.
Allí argumenta en favor de un quehacer intelectual que tome partido, que transforme el modo de producción cultural —en vez de alimentarlo— y que se vuelva productor de otros modos y relaciones de producción. En particular, Benjamin polemiza con “la así llamada inteligencia izquierdista” que, hegeliana, proponía una batalla entre el capitalismo y la espiritualidad.
Bajo influencia de Bertold Brecht, describe a las personalidades representativas del grupo —Heinrich Mann, Döblin y Hiller— como una “logocracia” o “señorío de los espíritus escogidos”, y les critica que la visión que tienen de sí carece de referencia alguna al lugar que ocupan y el papel que juegan en el proceso de producción.
Contra ellos, aclara, la batalla cultural no es entre el capitalismo y el espíritu sino entre el capitalismo y el proletariado.
En particular, cuestiona la crítica que Hiller hace a los dirigentes e intelectuales más cercanos a las clases populares. Dice Hiller: estos “pueden estar más enterados de lo importante…hablar en un lenguaje directo al pueblo…luchar con más valor... pero piensan menos”. A lo que Benjamin responde: “Probablemente, pero, de qué sirve eso (…) lo decisivo no es el pensamiento individual sino como lo expresó Brecht, pensar en las cabezas de los demás”.
VII
Decir que la cuestión no era entre capitalismo y el espíritu sino entre el capitalismo o el proletariado no resuelve la cuestión.
Según Edward Palmer Thompson la clase no es una posición meramente objetiva (una relación laboral, económica) sino una conciencia y una cultura que se forma y configura históricamente, a través de una vivencia compartida —no individual—, diferencial —respecto a otras clases—, histórica y culturalmente específica. Expresando la diversidad de situaciones y los cambios en los modos de producción, es cambiante, heterogénea, conflictiva. A la vez, la “clase” (una conciencia o cultura) sería la configuración circunstancial de un puñado de cuestiones y contradicciones sentidas como medulares, coaligadora de esa diversidad.
Sin embargo, cada uno de nosotros somos más que solo trabajadores de uno u otro tipo. En nuestras vidas se conjugan muchas clases de experiencias, discursos e identidades (nacionales, territoriales, etarios, étnico-raciales, de género/sexuales, estético-ideológicos) y somos muchas otras cosas a la vez, conflictivamente.
En circunstancias puntuales —advierten Ernesto Laclau y Chantal Mouffe— una cuestión (la lucha contra la dictadura, la violencia contra las mujeres, la celeste, el ambiente urbano, etc.) deviene más sensible, significativa y dramática que otras, estableciéndose como “la cuestión palpitante”, movilizadora y constitutiva de “lo popular” (constituyéndose en subjetividad que prima por sobre otras y aglutina un conjunto social que trasciende la clase social o el fragmento de clase).
VIII
También en el contexto del ascenso del fascismo, Antonio Gramsci sacudió el pensamiento de la izquierda al formular que la historia de la humanidad enseña que el dominio político se construye —y se disputa— culturalmente, tanto o más que por medio de la violencia o la imposición cruda del poder, cosa que si ocurre es más frágil y menos duradera.
Su concepto de hegemonía supone una combinación de liderazgo, persuasión y autoridad legítima, que a su vez depende de la capacidad de un grupo o clase social de construir y “negociar” con otros —culturalmente— una visión y un proyecto alternativo del mundo y de la vida.
A diferencia de la visión apocalíptica, la cultura (la cultura oficial o legítima, la cultura de masas, la cultura popular) no estaría inescapable y terminalmente captada por el Estado o por el capitalismo sino que es pensada como un arena, inestable, dinámica, siempre ‘flotante’ y en disputa, en la que se construye tanto la hegemonía como las respuestas y elaboraciones alternativas a ella. Aun cuando la cultura es capturada económicamente ello tampoco significa necesariamente una captura ideológica, un vaciamiento de su valor de uso, de un valor crítico.
El proyecto “nacional-popular” expresa en forma elaborada las experiencias, necesidades y deseos de las clases populares —resultantes de sus carencias y sufrimientos—. Son bastante más que la que se desprenden de la relación laboral formal (o “de clase social”) y también son más encarnadas y concretas que lo que admite el concepto formal y abstracto de “ciudadanía”.
Aquí radicó el interés de Gramsci por la historia de las clases subalternas, así como por sus experiencias y modos de vivir y ver el mundo (“la cultura popular”), lo que lo llevó a interpelar a la intelectualidad de su tiempo.
Dice Gramsci respecto al arte: “La ‘belleza’ no basta: se requiere un determinado contenido intelectual y moral que sea la expresión elaborada y lograda de los sentimientos y las aspiraciones más profundas de un determinado público, o sea de la nación-pueblo (…) después de haberlos revivido y hechos propios”.
A ello se interpone la enajenación de la intelectualidad: “los intelectuales no salen del pueblo, y aunque incidentalmente alguno de ellos sea de origen popular no se sienten ligados a él, no conocen y no sienten sus necesidades, aspiraciones, y sentimientos difusos; frente al pueblo son algo separado, sin raíces, una casta. En Italia, el término nacional tiene un significado muy restringido (…) y en todo caso no coincide con popular (…) porque los intelectuales están lejos del pueblo, o sea de la nación”.
La falta de una intelectualidad conectada con la cultura popular, según él, explicaba la hegemonía intelectual y moral de los extranjeros sobre el pueblo (a través de los medios masivos de la época: la novela por entregas, el folletín, la canción popular, el teatro), pues irónicamente, las clases populares allí sí veían representados sus problemas, interpretados sus sentimientos, y encontraban al menos una semblanza de su visión del mundo y de la vida.
En la década del 70, el crítico argentino Alejandro Losada también cuestionó el aislamiento esteticista de algunos escritores (Lezama Lima, Vargas Llosa, Carlos Fuentes) “porque todos ellos se han sentido requeridos por un proyecto cultural que permitiera la expansión creadora de la propia subjetividad, la autonomía de la cultura como un ámbito de autorrealización en el orden de la interioridad y la configuración de una élite hermética y aristocrática” —la actitud que criticara Benjamin.
IX
Las transformaciones tecnológicas de los últimos treinta años —la computadora personal, internet, el teléfono celular, etc.— han redefinido los términos de la batalla cultural.
Esto alude tanto al poderío de los mega-conglomerados transnacionales que ocupan la posición dominante en el campo de la industria de la cultura —editorial, audiovisual, musical, educativo, comunicaciones, entretenimiento, manejo de datos— como a la pérdida de control del campo cultural de parte de los viejos actores, autoridades y mediadores (brokers), debido a la propia naturaleza de los nuevos medios y lógicas de la práctica cultural que ha abierto nuevos espacios de juicio, intervención, producción y comunicación “horizontales” o “desde abajo”.
Algo de esto entusiasmó y entrevieron, cada uno a su modo, Gramsci respecto al folletín, Brecht a la radio, Benjamin respecto al cine, el periódico, el collage o la fotografía intervenida por un texto al pie, Arguedas a la grabación, el disco y la radio en relación a la cultura popular andina, y en fin, a una larga serie de teóricos que se han ocupado de la cultura popular, tanto de sus formas tradicionales, locales y artesanales como de las urbanas, modernas y masivas.
En La sociedad educadora el colombiano Francisco Cajiao describe la pérdida de centralidad de la escuela y la familia —entre otras cosas, por la crisis que atraviesan estas instituciones— en favor de la educación en sociedad: a través todos y cada uno de los espacios e instancias de nuestra vida social.
La parte más significativa de ese proceso ahora transcurre en la travesía de las personas por la nueva mediósfera, epitomizada por la computadora, la tele y el celular, “que bombardea a cada ser humano con mensajes sobre política, arte, conflictos interpersonales, mercadeo de productos, innovaciones tecnológicas, prevención de enfermedades, paradigmas de belleza, expectativas de riqueza, poder y fama”.
Estos aparatitos multiplican por mil lo prefigurado en el año 2000 por el antropólogo Arjun Appadurai, en su libro La modernidad desbordada, donde hablaba de los nuevos horizontes y “paisajes mediáticos” que alimentan la imaginación y la construcción de nuestros proyectos de vida, de sociedad y de mundo.
A través de los medios más variados, los jóvenes de hoy, dice Cajiao, “conocen experiencias humanas y sociales de todo el planeta, su cabeza está llena de imágenes de paisajes, de escenas de amor y sexo, de conflictos raciales y religiosos, de guerras, de obras de arte, avanes tecnológicos, idiomas, propuestas políticas, proyectos de consumo, ideas perversas. (…) También muchos tienen la experiencia práctica de haber conducido automóviles de carrera, naves espaciales, helicópteros de combate en los salones de videojuegos, donde la realidad virtual opera en las mentes juveniles con una fuerza insospechada hace una década. (…) De otra parte, se han apropiado de la ciudad entrando en contacto con un comercio ampliado que ofrece multitud de estímulos, creando al mismo tiempo nuevas formas de diversión, de moda, de música, de violencia, de amor”.
X
En suma, más que pensar en la cultura como una sola cosa es preciso imaginarla, sugiere Stuart Hall, como un territorio donde se libran toda clase de contiendas “por otros medios” —medios simbólicos—, traducidas a los términos de las reglas, juegos y creencias de cada campo, diría Bourdieu.
A la vez, el análisis y crítica cultural no puede prescindir de decodificar y establecer el modo que cada posicionamiento e intervención en los campos del arte y la cultura tiene, de forma más o menos velada, su “correlato” en la arena política.
En la medida que luego de Gramsci pensar en política supone pensar en términos de hegemonía, ello nos lleva ineludiblemente a la cuestión de “la cultura popular” y con ello a varios nuevos problemas.
El primero es evitar la esencialización de la cultura popular, su romantización, su aceptación acrítica, su homogeneización. Por el contrario, hay que pensar en su carácter relacional (en tanto efecto de y reacción contra la cultura oficial), cambiante, heterogéneo, contradictorio, siempre disponible a su captación por parte de fuerzas de distinto origen y signo, un proceso nunca consumado.
También es preciso evitar la tentación de considerar a las clases populares como actores pasivos o meras réplicas aguadas, aunque más no sea debido a que están múltiplemente sujetados/motivados.
La cultura popular es un repositorio heterogéneo y dispar de deseos, valores y proyectos reprimidos, desplazados y descartados por sucesivos procesos “civilizatorios” (algunos valiosos), a la vez que una fuente viva y regeneradora, caracterizada por una incesante inventiva y una capacidad de crear simbolizaciones, proyectos, acciones, organizaciones (unos reaccionarios, otros utópicos) nacidos de su confrontación con la realidad y de la negación de la vida en condiciones de carencia y opresión.
Asimismo, acceder a las culturas subalternas, que por definición son sistemáticamente invisibilizadas o invalidadas por la cultura oficial, o bien, son narradas y representadas por otros, desde fuera, nos obliga a operar “a contrapelo” del archivo que las registra y las produce, asumiendo una actitud detectivesca en busca de relatos “propios” (conscientes de su escasez, espesor y complejidad), fuentes y estructuras que explican las desviaciones, la creatividad y la relativa libertad de las clases populares, y principalmente, sobreponiéndonos a nuestros prejuicios cultos o “ignorancia compleja”, sobre lo que advirtiera Said.
Cabe aquí recordar el llamamiento de Bajtín: “Si Rabelais es el más difícil de los autores clásicos es porque exige para ser comprendido la reformulación radical de todas las concepciones artísticas e ideológicas, la capacidad de rechazar muchas exigencias del gusto literario hondamente arraigadas, la revisión de una multitud de nociones”, y en suma, poner entre paréntesis lo que Bourdieu llamó “la creencia” que sostiene a la cultura dominante o “legítima”.
La cultura popular no ha de pensarse como el problema de “los otros”. Hay que ver hasta qué punto se trata de “nosotros”.
Por último, pensar la cultura desde la política —desde un proyecto de transformación social— obliga a buscar la conexión, la articulación y la participación de los diversos actores sociales y culturales. Las clases subalternas son la fracción mayor de ese conjunto y en la cultura popular se pone en juego el sentido y la posibilidad de la imaginación y la construcción un orden alternativo. Por eso el epígrafe.
*Profesor, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.