Ilustración: Mariana Escobar
Lo que desde Gramsci a esta parte se ha llamado “batalla cultural”, disputa hegemónica, de relatos o subjetividades, alude a aquello que llamamos cultura, entendida tanto en un sentido acotado -vinculada a las artes- como en un sentido amplio, esto es como la totalidad material y simbólica en la que organizamos socialmente nuestras prácticas y discursos. Es el campo de la cultura como espacio de tensión y permanente contradicción y regeneración en el que decidimos incursionar en este número. Pero ¿qué es lo cultural y qué sentidos adquiere cuando se lo concibe como espacio de resistencia y prefiguración política? El campo de disputa se abre precisamente allí donde el capitalismo, neoliberalismo mediante, ha reforzado su hegemonía en los últimos cuarenta años: la imposición gradual de la centralidad de lo individual y lo privado por sobre lo colectivo y lo común. La aparición de nuevas formas de organización del trabajo, con el emprendedurismo como ejemplo icónico, ha consolidado una verdadera cultura según la cual el esfuerzo individual y la capacidad de consumo constituyen la mejor medida de la realización personal.
Desde luego que el modo en que nuestra sociedad produce y reproduce su modo de vida está fuertemente condicionado por el capitalismo dependiente a la uruguaya, constituído desde relatos fundacionales de excepcionalidad, no sólo respecto a una otredad compuesta por indios, negros y mujeres, sino respecto a la violencia política y la descomposición social del resto del continente. El relato del “desacople” descansa también sobre esta mitología fundacional, y supone que ese “nosotros”, la Suiza de América culta y siempre en vías de desarrollo, se resiste a los cimbronazos de las crisis capitalistas y desestabilizaciones institucionales muy claras en los países vecinos. Los cimientos de nuestra identidad, articulados sobre la épica electoral y el apego a la institucionalidad democrática siguen confirmando que todo aquí parece ser distinto al resto: desde nuestro modelo civilizatorio que no dejó lugar para los indios y los negros, a la Patria como escenario de padres y caudillos, junto a un Estado fuertemente secularizado y laicizado desde sus comienzos. Un país amalgama.
El campo de la cultura ha sido objeto de preocupación y disputa desde que se constató que el cambio de la estructura económica como momento “instituyente” solo puede ser precedido por modificaciones en las matrices culturales, y que éstas cuentan a su vez con una dinámica compleja y tiempos que refieren a “ciclos largos”, tanto materiales como simbólicos. Ningún hecho “instituyente” puede tener lugar -ni sostenerse en el tiempo- si no cuenta con una subjetividad que así lo permita.
Ahora bien, no cualquier sujeto puede hacerse lugar en el entramado cultural, pues aquellos rasgos más disruptivos o bien son desechados, o bien se articulan para condensarse en la matriz cultural propia de las mitologías fundantes del Estado-nación. Si esto es así, entonces cualquier proyecto político debería trabajar sobre mitologías que vuelven sobre sí mismas a sus aspectos excluyentes de un “otro” circunstancial. Lo que en sus comienzos fue el gaucho, el indio, el negro y las mujeres, ahora se encarna en sujetos sociales con potencia de impugnación como el feminismo, y un sentido común punitivo comienza a cristalizar y sirve de asidero para que el brazo “derecho” del Estado -y la propia sociedad- condense sus aspectos más reaccionarios frente a una otredad pobre, migrante, disidente que disputa no solo su derecho a ocupar un espacio de sentido en el entramado simbólico, sino que está disputando muchas veces la posibilidad de vivir. El punitivismo es también el poder de decisión del cuerpo social sobre quién muere y quién no.
El escenario punitivo no entra necesariamente en contradicción con las políticas de reconocimiento y redistribución que el progresismo ha asistido. El “nuevo uruguayo”, como hijo pródigo de la renta, es no solo un sujeto de consumo sino también un producto cultural del progresismo, y sólo puede tener lugar en un relato hegemónico que lo contenga. El culto al esfuerzo y a la “buena gestión” como principios que se engendraron débilmente, pero que hoy comienzan a pasar la cuenta a la propia izquierda, por esta debilidad en una racionalidad capitalista-dependiente que se tiñe progresivamente del conservadurismo que abraza la región.
Por otro lado, cierto “sentido común” de izquierda sigue pensando en términos de qué es lo que viene primero, si el cambio cultural o el de las bases estructurantes que lo posibilitan. Esta no es una discusión menor, en tanto supone consecuencias bien distintas para la práctica política de nuestro tiempo. Base y superestructura: falso dilema. Aún siendo un problema señalado en muchas oportunidades por algunas corrientes del anarquismo y el feminismo a la izquierda contemporánea, una política de la prefiguración junto a nuevos modos de politización en permanente sospecha y reacción a todo lo culturalmente dado y naturalizado sigue horrorizando a gran parte de la izquierda que aún hoy circunscribe la política solo a la “toma” del poder como acto instituyente, simplificando y reduciendo así la potencia transformadora de una variedad de formas de lucha. Pero ¿ha dado el progresismo también otros productos? ¿Son sus políticas de reconocimiento y redistribución material y simbólica una impronta? ¿Acaso logra desinscribirse de la ideología neoliberal, o gestiona su continuidad y posibilita un giro mercantilizador y punitivista sin mayor dramatismo? ¿Cómo disputar sentidos en el campo artístico si prácticamente la totalidad del arte y el ocio están mercantilizados?¿Qué relatos ha construido nuestra izquierda y cuáles de ellos hoy subsisten en el progresismo?
Si pensamos lo contrahegemónico a una subjetividad propia del capitalismo, es imposible no reconocer que de forma dispersa pero constante, se urden a través del feminismo, de algunas expresiones culturales-artísticas así como desde las luchas por los bienes comunes y los espacios sindicales, nuevos sujetos y modos de politización con sentidos compartidos, que de una manera u otra impugnan el capitalismo como única forma posible de organizar la vida social. Se construyen relatos independientes y de forma paralela en una intertextualidad de significaciones y luchas, pero sin tener demasiada certeza (o deliberación) de que todo esto vaya conformando un corpus común, o cristalizando en un proyecto político emancipador, sobre todo en la configuración de una ética y una praxis política contraria al individualismo y a la mercantilización de los bienes materiales y simbólicos. Porque en tiempos de vacíos políticos, el conservadurismo como caldo de cultivo comienza a desbordar por todos lados. Si es posible hablar de gérmenes o aportes marginales a un proyecto contrahegemónico, deberíamos preguntarnos también dónde y en qué sujetos se encuentra contenido. ¿Es el feminismo acaso lo más significativo en términos de impugnación a los viejos sentidos? ¿Importa el lenguaje, no sólo en sus efectos de realidad? ¿Cuál es el lugar de expresiones artísticas como el teatro, la poesía, la música en la creación de otros mundos posibles en una materialidad que nos asfixia? ¿Acaso podemos cambiar la cultura sin tocar las estructuras profundas de nuestra materialidad e inconsciente colectivo? ¿Podemos acaso mantener esa mirada y esa comprensión disociada?
Si para construir un proyecto político emancipador necesitamos desnaturalizar la mitología fundacional de un Uruguay sin otros (mujeres, disidencias, afrodescendientes, indígenas, migrantes y pobres), también es necesario desmitificar la idea de la gestión como valor político en sí mismo, antepuesto al pensamiento crítico. Es necesario, también, recuperar aquellos elementos que nos arrojen al margen de la razón neoliberal y la mercantilización de la vida, de cierta patrimonialización y reificación de la cultura desde la propia “izquierda” a través de figuras como Mujica o el Maestro Tabárez.
¿Quiénes terminan entonces por imponer su imaginario? ¿O acaso este no es tributario de la generación de los ´80 que más tarde encarnaría la parte más al centro de la inteligentsia progresista? La tarea es fundamentalmente del campo intelectual, pero es necesario también habilitar otras figuras y responsabilidades sociales, porque no solo debemos preguntarnos cómo recuperamos como izquierda términos aparentemente obsoletos como lucha de clases, revolución o la propia hegemonía, sino cómo conformamos una nueva espisteme desde la cual explicar lo nuevo. Es nuestra tarea incorporar (sin morir en intentos homogeneizantes o totalizadores) la disidencia, el feminismo y la multiculturalidad en una polifonía donde efectivamente quepamos todxs aquellos que vendemos nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir en las diversas formas de la organización del trabajo, de las más simples a las más complejas.
¿Cómo, por qué y de qué manera cambia la cultura? ¿Qué batallas culturales tenemos que dar? ¿Cómo se impone la ideología? ¿Cómo se articula lo contrahegemónico? ¿Qué importancia tienen las expresiones artísticas para la batalla cultural? Estas y otras preguntas intentarán ser discutidas, problematizadas y posiblemente respondidas (nunca de manera acabada) a lo largo de este número.