Imagen: Sebastián Santana
Hemisferio Izquierdo me invitó a escribir sobre la evolución de la llamada “teoría de los dos demonios” y su lugar en las batallas culturales de la era progresista. El tema tiene muchas posibles entradas y complejidades. Aquí me concentraré en las actuaciones de Sanguinetti, Vázquez y Mujica en el entendido que como presidentes han jugado un rol determinante en el asunto. El triunfo del NO en 1980 posibilitó comenzar a disputar la historia oficial dictatorial sobre el pasado inmediato anterior. Hasta 1984 se fue haciendo sentido común la asociación de la dictadura como el único mal de lo que a posteriori, y hasta nuestros días, se denomina “pasado reciente”. Era lo que había que terminar de sacarse de encima. Por entonces, existía un único “demonio”, de uniforme verde. No había otro. Del “otro lado” habían sólo víctimas. Los tupamaros por entonces -el “otro lado” en la “teoría de los dos demonios”- eran víctimas, y después de la liberación de Seregni, las víctimas paradigmáticas del régimen, especialmente los rehenes. La representación ampliamente predominante sobre la dictadura como un hecho nefasto se producía y circulaba por muchos de los canales tradicionales de la cultura, particularmente en la cultura popular y masiva: semanarios y revistas de humor (El Dedo, Guambia), la radio (cx30), el canto popular, el carnaval, la televisión (Decalegrón, Telecataplum); ni que decir en la prensa opositora (semanarios varios, imposible referir a todos). En sinergia con la calle, donde se hizo fuerte el clamor por el retorno general de las libertades -la democracia- y especialmente, la libertad para todos los presos políticos. La recuperación del espacio público repuso la estructura de sentimientos de la cultura militante contestataria de la predictadura. Pero a mediados de 1984 el acuerdo del Club Naval cambió estas coordenadas. La calle ya no fue la misma. El clamor no se detuvo pero el centro de la escena se desplazó hacia la arena electoral. Como sabemos, Sanguinetti fue el arquitecto de esta estrategia triunfante en detrimento de la posición sustentada por Wilson. Y su buque insignia de campaña, el “cambio en paz”, pasó a ser el eje del debate público. Este lema no solamente procuraba confrontar al wilsonismo, implicaba también una interpretación, un juicio de más largo plazo y más global sobre toda la experiencia del pasado reciente: un doble rechazo, al intento de “cambio sin paz” de los años sesenta y a la “paz sin cambios” de los setenta. Implicaba no solo plebiscitar la fórmula del Club Naval, sino el juicio y distanciamiento recíproco de ambas experiencias históricas previas representadas como simétricas. Si puede asignarse una fecha de nacimiento a la versión local -dado que la original es argentina- de la narrativa de los “dos demonios” es este momento, la campaña electoral de fines de 1984: “esta es la hora en que a todas las modalidades de violencia les tenemos que decir: no más. No más sables de derecha y no más bombas de izquierda. No más prepotencia de un lado ni coacciones del otro. Basta de que los tres millones de uruguayos vivamos encerrados y prisioneros como lo hemos hecho los últimos quince años por culpa de las minorías de ambos lados” (1).
Se crea entonces, desde Sanguinetti, esta representación bipolar del pasado que equipara la dictadura a los “años sesenta” y delimita sus agentes protagónicos –militares duros y guerrilla- en tanto dos variantes de “la violencia” como encarnación del mal. Pero no es solamente eso. En el caso de Uruguay esta representación aparece estrechamente imbricada a otra construcción de sentido clave para entender las luchas por la memoria sobre el pasado reciente. Me refiero al esencialismo democrático. La teoría política convencional (Huntington y sus continuadores) dice que la democracia se expande por “oleadas”; es la metáfora predilecta. Ello presupone un centro de irradiación -los países del Atlántico Norte- desde donde surge. En la narrativa sanguinettista la democracia nació aquí. Es más autóctona que el gaucho, el mate o el ombú juntos. Uruguay es la democracia y la democracia es el Uruguay. La democracia no es meramente un conjunto de procedimientos para regular la elección de gobernantes: es un estilo de vida, una fuerza espiritual que precede a la existencia material. Esta fuerza es el “espíritu de la tolerancia”. Este espíritu encarnó en el Uruguay como en ninguna otra parte. Puede constatarse que esto excede el campo político, trasvasando hacia los campos cultural y religioso. En efecto, se trata de una religión política. Es decir, no se expone como una opinión sino como un dogma incuestionable. Un corolario de esto es que la violencia, las violencias, son incompatibles con el Uruguay. El “sable” y “la bomba” son anverso y reverso de una misma moneda; más allá de estilos o móviles diferentes lo sustancial es su impacto: la imposición de la violencia como principio (des)articulador de la convivencia social en una sociedad predestinada a lo contrario. “Como el Uruguay [democrático] no hay” puede ser considerada la frase paradigmática de este nuevo -viejo- dogma, puesto que se trata de la resignificación ochentista (2) del culto a la excepcionalidad uruguaya matrizado durante el apogeo del Uruguay batllista.
Esta religión política propone una concepción espiritualista de la vida social que plantea una división polar entre agentes portadores del bien y del mal de acuerdo a su grado de adhesión a la Democracia. La encarnación de este “espíritu” en la tierra uruguaya es atemporal -como toda esencia-, aunque a la vez, histórica. Su expansión se ilustra claramente en determinadas coyunturas históricas -tales como las Instrucciones de 1813, la reforma educacional vareliana, la apertura a la inmigración, el “país modelo” del batllismo y neobatllismo- desde la perspectiva de este relato. Son etapas y mojones fulgurantes de esa manifestación espiritual en la historia uruguaya. Por contraste el pasado reciente es un período de declinación. Los años ochenta, nominada como “restauración democrática”, parece ser la confirmación de que ese espíritu está de vuelta; la(s) violencia(s) -no solo la dictadura-, quedan atrás. Pero cuando todo hacía presuponer que el Uruguay recuperaba su esencia aparecen nubarrones en el horizonte. La demanda de justicia respecto al terrorismo de Estado es representada como “revanchismo”, como “sed de venganza” por parte de uno de los “bandos en pugna” del pasado reciente. Los herederos del bando “sesentista” -sindicalismo, movimiento de derechos humanos, tupamaros, el Frente Amplio- no “aprendieron la lección”, tienen los “ojos en la nuca”. En el tránsito hacia la institucionalización del perdón a los militares, que se terminará concretando con la ley de Caducidad, el discurso sobre el pasado reciente es objeto de importantes desplazamientos desde su punto de partida, -la dictadura es lo opuesto a la democracia- hacia:
a) la(s) violencia(s) es lo opuesto a la Democracia, b) el “sesentismo” es lo opuesto a la Democracia, c) el problema central no es el pasado reciente, es el retorno del “sesentismo” cuando el país está casi por tocar de nuevo el cielo con las manos, a pasos de recuperar su esencia.
Partiendo en primera instancia de la figuración simétrica dual -“minorías de ambos lados”- esta representación va introduciendo cambios, al incluir el factor temporal, una lógica de causa-efecto, acción-reacción y -particularmente- la dimensión espiritual. La “bomba” actuó primero, y precipitó la respuesta del “sable”. Trajo la violencia a la isla de paz y tolerancia. La segunda violencia –el “sable”- pasa a ser concebida como una respuesta comprensible resultante de la lógica de la “guerra” (3). Reitero que el problema sustancial con la guerrilla -y por extensión, de toda la izquierda- no remitió a sus prácticas sino al plano espiritual, al descreer de la Democracia -el valor esencial de la nación- al adherir al credo revolucionario. Abjurar de la Democracia y abrazarse mesiánicamente a su contrario: el “culto a la violencia”, pasa a a ser lo más repudiable de todo el pasado reciente: el “sesentismo” de los sesenta. En los ochenta, una de las “minorías de ambos lados” da muestra cabal de que acata el proceso de “restauración democrática”. Los militares son parte consustancial del mismo, al ser partícipes del Club Naval. Pero en la otra “minoría”, no pasa lo mismo. Seregni, por más que lo intente, no puede contener al “sesentismo”; un “sesentismo” completamente a contramano de la Historia, puesto que no logra captar el “espíritu de los ochenta”. Es que esa otra minoría lleva la violencia en su ADN, no es algo contingente. Ese es el problema central -ya no del pasado reciente-, sino del presente, del laborioso y aún frágil tránsito hacia la “restauración” plena. Para volver a ser la isla de paz y tolerancia de siempre se requiere del olvido a ultranza. Reclamar “verdad y justicia” sobre las acciones del pasado inmediato es seguir alimentando la violencia. Hay que “calmar las aguas”, ante lo cual el olvido total, de todas las partes implicadas, se vuelve imperativo. La radicalidad de la política del olvido en la política estatal sanguinettista respecto a la herencia del pasado dictatorial se sustenta en este dogma. Entre 1986 a 1989 entonces se invirtió el sentido común dominante a inicios de la década. Del predominio del “demonio verde” de la apertura se pasó a la hegemonía del “gran demonio rojo” de la transición. Estrictamente, para entonces, había un solo “gran demonio” y otro que, en los hechos, ya no lo era.
La cultura es un campo de batalla ideológico por el control de las significaciones sociales y por la legitimidad del poder interpretativo de definir la “realidad”, aplicada a una coyuntura presente o hacia el pasado, en particular a los períodos conflictivos, como el denominado “pasado reciente”. Ligado a la cuestión de la legitimidad del enunciador, el discurso del esencialismo democrático presuponía la existencia de un guardián de ese espíritu, una especie de sumo pontífice en la tierra (uruguaya) que velaba porque el mal no se volviera a propagar. Una figura que tenía la capacidad de dictaminar donde está el bien y donde el mal; quien es/son el/los demonio(s) y quien/es las víctima(s) -los “tres millones de uruguayos”-. Este dogma no se fue haciendo hegemónico solo con palabras. La liturgia del régimen democrático-republicano, en una coyuntura particularmente recargada de elecciones y plebiscitos -1980, 1982, 1984, 1987 al 89-, fue central para su expansión. Y aquí intervinieron una pluralidad de actores -no solo Sanguinetti-; todo el espectro partidario e ideológico, y no solo actores políticos sino también desde la sociedad civil organizada, al convocar al referéndum y apostar a la vía electoral para dirimir la impunidad. Luego de convalidada la ley de Caducidad, entregado el gobierno, Sanguinetti publicó el libro “El temor y la impaciencia” en 1991, donde fijó por medio de la escritura su narración moral sobre el conjunto del pasado reciente -transición incluida-. Su acceso al gobierno se dio a través de la referida consigna el “cambio en paz”; su culminación la coronó con otra, expuesta en este libro: “la solución a la uruguaya”. Luego de culminar la batalla política procuró ponerle fin a la batalla cultural. La conclusión del libro, el significado de esa expresión, es que ya no había margen de dudas posible: el Uruguay recuperó plenamente su esencia, volviendo a ser el país “modelo”, no solamente por haber restablecido la democracia sino por la forma ejemplar en que se salió del pasado problemático de la(s) violencia(s). Concomitantemente, tampoco había ya ningún “demonio”, puesto que ese pasado estaba “completamente superado”. Esto permitió, por ejemplo, pocos años después, inaugurar el “Punta Carretas Shopping” sin ninguna alusión a su pasado, para citar un producto cultural emblemático del alcance de esta hegemonía.
Pese a ello, el relato autocomplaciente y negacionista de la “solución a la uruguaya” respecto de lo ocurrido en dictadura comenzó a ser cuestionado a mediados de los noventa, fundamentalmente a partir de la movilización de la sociedad civil desde la Marcha del Silencio en reclamo de verdad sobre lo ocurrido con los desaparecidos y con el caso Gelman, hechos que promovieron una primera fisura en las políticas estatales postdictadura a comienzos del 2000 durante el gobierno de Jorge Batlle. Con el antecedente de la “Comisión para la Paz” y el problema muy presente en la agenda pública se inició el 1 de marzo del 2005 el primer gobierno progresista. Varios politólogos han señalado la moderación ideológica, el corrimiento al centro, como factor preponderante del triunfo del Encuentro Progresista. El lema de la campaña electoral de Vázquez en 2004 fue el “cambio a la uruguaya”, una combinación de “el cambio en paz” y la “solución a la uruguaya”. Como éstas consignas, también contiene una sedimentación discursiva que remite al pasado: no a la revolución a la vuelta de la esquina; sí a la evolución gradualista a “la uruguaya”. No al sesentismo; sí al ochentismo. La adopción programática de éste último implica la reproducción del relato centrista sobre el pasado reciente, construida como antítesis de las violencia(s) y sobre todo del “sesentismo”, en tanto lo opuesto al Uruguay esencial de siempre que se recompuso íntegramente en los ochenta. La asociación de toda la izquierda -no solo de los tupamaros- desde el discurso de la derecha y el centro liberal con la deslealtad hacia la democracia y su responsabilidad principal en el origen de la violencia del pasado reciente caló hondo y fue interiorizada en una parte importante de la nueva dirigencia frenteamplista liderada por Vázquez. Por todos los medios posibles esta nueva dirigencia intentó exhibirse como “agentes portadores del bien”, no dejar ningún margen de dudas sobre su adhesión a la Democracia, reproduciendo así uno de los dos pilares axiales -el esencialismo democrático- de la “restauración modelo”.
No obstante, hubo, en un primer momento, un cambio significativo en la política estatal hacia el pasado reciente desde el progresismo. El primer espacio de las batallas culturales es el político ya que toda disputa política posee una dimensión cultural. El mismo 1 de marzo del 2005, en el acto de asunción, Vázquez remarcó la existencia de deudas pendientes en relación al pasado dictatorial y promovió de inmediato medidas inéditas tales como una nueva comisión investigadora oficial sobre los desaparecidos mucho más ambiciosa, excavaciones en predios militares, el pasaje a la justicia de algunas causas consideradas no amparadas por la ley de Caducidad interpretándola diferente a sus predecesores. Esto aparejó consecuencias importantes tales como hallazgos de restos físicos de desaparecidos y la condena judicial de figuras emblemáticas involucradas en la aplicación del terrorismo de Estado como José Gavazzo y de los máximos responsables de su decisión e implementación como Juan M. Bordaberry y Gregorio Álvarez. Algo impensado pocos años antes. También conllevó un movimiento en el plano de las disputas por la memoria, puesto que estas acciones y sus resultados implicaban al menos poder poner en cuestión la representación de que lo peor del “pasado de la(s) violencia(s)” ocurrió en los años sesenta.
Sin embargo, luego de ese gran impulso inicial llegó el freno. Lo que pareció ser una reorientación política estatal radical en relación a las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura viró hacia algo que ya no era tan novedoso. A fines del 2006 como nuevo eje de su política en la materia Vázquez colocó a la “reconciliación nacional” como objetivo prioritario. Su apuesta central respecto a la batalla cultural sobre el pasado reciente fue la creación de una nueva liturgia cívica republicana, a partir de la reconversión de la conmemoración del natalicio de Artigas: el “Día del Nunca Más”. Recurría, como Sanguinetti, al pasado lejano mítico atemporal como auxilio para procesar la herencia traumática del pasado reciente. Y también -como aquel- representaba dicho pasado como un quiebre excepcionalmente negativo a contracorriente de la historia y esencia de la uruguayidad. Se trataba -según sus palabras- de superar el “tiempo del horror”, los “terribles años que hirieron y dividieron a la sociedad uruguaya”. El propio lema “Nunca Más” expresa esa contundencia al delimitar un antes y un después claramente establecido, entre lo aceptable y no aceptable como límite de la convivencia social. Pero esta definición rotunda respecto a la caracterización general de ese pasado convivió ambiguamente con una opción mucho más difusa respecto a precisar detenidamente hechos históricos concretos, actores, fechas de inicio o final de tal período, ejemplificado en su reticencia a nombrar explícitamente al terrorismo de Estado o a contestar la pregunta ¿Nunca Más qué?. En paralelo, daba a entender la existencia al interior de ese pasado de una polaridad en extremos, a través de la parábola de los hermanos enfrentados, que volvía a colocar en el primer plano la imagen de la figuración binaria como los grandes responsables del mal: “un hermano trajo la bomba, el otro trajo el sable; perdimos todos por igual”. Algo así como: “los tres millones que vivimos encerrados y prisioneros durante quince años por culpa de los hermanos fratricidas”. Resulta paradójico que “los años terribles que dividieron la sociedad uruguaya” comprendidos en esta representación contengan a su interior nada menos que la propia fundación del Frente Amplio, además de otros muchos hitos fundacionales de la identidad de la izquierda social y política.
Pero a diferencia de Sanguinetti, para quien luego del resultado del referéndum en 1989 el pasado reciente había culminado modélicamente y por lo tanto no se necesitaba de ningún acto especial extraordinario en el que se debiera pedir perdón, Vázquez propuso con el “Día del Nunca Más” calendarizar un gran ritual de escenificación del perdón y reconciliación y, aún más, que éste pasara a ser la conmemoración cívica más importante de un nuevo calendario nacional. Es pertinente recordar que a diferencia de otro tipo de performance, en este tipo de liturgias cívico republicanas quien la ejecuta tiene una superioridad moral e institucional prácticamente incuestionable debido al papel que desempeña: el de representar a una entidad superior. Durante la transición de los ochenta Sanguinetti se ungió a sí mismo como el supremo guardián de la Democracia. Con el “Día del Nunca Más” Vázquez procuró disputarle ese lugar privilegiado de protector del destino de la nación y de la definición de/los demonio(s) y víctima(s). Desde las alturas, desde su comunicación directa -exclusiva- con la entidad superior de la nación -en esta variante, no con el “espíritu de la tolerancia” sino con el “Padre nuestro Artigas”- se representó como el nuevo portador de la solución definitiva para terminar de cerrar las heridas del (doble) mal del pasado aciago. Pero aquí no hubo mayormente batalla cultural alguna sino más bien una batalla de egos sobre quien pasaría a la Historia como el artífice de la reconciliación. El “Día del Nunca Más” terminó fungiendo como un correctivo complementario a la incompletitud del “cambio en paz” y la “Comisión para la Paz”, para alcanzar definitivamente la “reconciliación entre los uruguayos”. No tocó el núcleo duro del relato de la “solución a la uruguaya”.
En el segundo gobierno de la era progresista se agudizó el eclipse del problema de los derechos humanos en dictadura al llegar Mujica a la presidencia debido a su estilo de gestión, la impronta de su personalidad y sus particulares ideas al respecto. Su estilo de conducción mucho más desacartonado y plebeyo contribuyó a desmontar el esencialismo democrático, no porque volviera a invocar el credo revolucionario sino por desacralizar la poma inherente al barroco gestual del Estado en general y de la democracia representativa en particular. También porque el escenario en que cada vez más privilegió actuar desbordó la escala nacional. La nación -sea esencial o no- importó mucho menos en su prédica contra el “consumismo desenfrenado de la globalización” definido como el drama más acuciante para el presente y futuro del planeta. Políticas planteadas para esa escala -la más notoria, la legalización del cannabis, como plan piloto de alternativa a la “guerra fracasada al narcotráfico”-, sumado a la llamada nueva agenda de derechos y a su transformación en figura modélica para el mundo de cómo un político debe representar a su pueblo, terminaron por desplazar y deshilvanar cada vez mas la cuestión de los derechos humanos en dictadura en la esfera pública local. En ese marco los hechos y secuelas de los sesenta y setenta se fueron alejando cada vez más, no son nada recientes.
Más allá de esta tónica general, ocurrieron algunas acciones y declaraciones específicas sobre la problemática. Respecto a lo primero, un hecho que ya se venía arrastrando desde el gobierno de Vázquez refiere a las reticencias y oscilaciones varias respecto a la ley de Caducidad sobre si cumplirla al pie de la letra mejor que nadie aplicando estrictamente su artículo 4, si derogarla o anularla, si participar o no en el segundo intento plebiscitario para su derogación en el 2009. En definitiva, si restablecer la plena capacidad del Estado para punir a los responsables de los delitos denunciados en dictadura o hacer la vista gorda. Respecto a sus ideas más reiteradas, en primer lugar resalta su enfático planteo respecto a que mientras existiera la generación que protagonizó los conflictos del pasado reciente no habrá solución posible. Dicho de otro modo, la necesidad del paso del tiempo para cicatrizar las heridas. Acompañado con el cuestionamiento a la estrategia reivindicativa de las organizaciones sociales de derechos humanos sosteniendo que nadie revelará la verdad si va a ser sometido a la justicia, lo que explica el pacto de silencio de las Fuerzas Armadas. La conjugación de ambos postulados es muy fatalista, no hay nada para hacer, lo que implica renunciar a dar cualquier tipo de batalla -jurídica, política, cultural- sobre la dilatada pesada herencia de la dictadura. Planteado así, la conclusión es que no hay prácticamente margen de acción para solucionar a fondo el problema, pero sí se puede hacer algo para paliar otras consecuencias como conmutar las penas de los represores condenados mayores de setenta años. Justificada por razones “humanitarias”, la frase que fundamentó esta iniciativa fue “no voy a ser el verdugo de mis verdugos”, la cual posee implicancias importantes en la batalla cultural puesto que reintroduce -una vez más- la figuración dual, conteniendo una simetría -una vez más sólo aparente- que no se condice con los hechos históricos. Los represores condenados fueron procesados por una justicia imparcial y se les otorgaron condiciones de reclusión en extremo benignas -muy alejadas por cierto de las que sufren cotidianamente los presos de delitos comunes del muy poco humanitario sistema carcelario nacional-. Mientras Mujica, los otros rehenes y todos los presos políticos no fueron precisamente tratados de esa misma manera ni juzgados por tribunales idóneos e imparciales. La imagen simétrica de los “dos verdugos” contribuye muy poco a elaborar el pasado conflictivo.
Es común señalar la irrupción de este tipo de intervenciones discursivas como la reproducción de la “teoría de los dos demonios” por parte de los tupamaros o de su expresión política actual, el MPP. Que exista la figuración dual o bipolar no siempre necesariamente remite a la demonización de sus dos polos. La llamada “teoría de los dos demonios” narra el pasado reciente como el choque de dos potencias destructivas -“la bomba y el sable”- que por su combinación desplazan el “espíritu de la tolerancia” inherente a la uruguayidad. Este discurso se elabora desde un tercer actor -ni tupamaro, ni militar- que “demoniza” la cualidad negativa de esos actores, la extrema. Un ejemplo paradigmático de una figuración bipolar antidemonizante -para continuar con la producción cultural del gobierno mujiquista- fue el proyecto, propuesto en los últimos días de su mandato, de realizar un monumento a partir de la fundición de armas utilizadas por las Fuerzas Conjuntas y tupamaros. Este tipo de narrativa -un monumento lo es, así como también un ritual cívico como el “Día del Nunca Más”- no demoniza a ambos actores, los ensalza. Si por demonización debe entenderse adjudicarle a un actor cualidades en extremo negativas que en su práctica no las posee en el grado en que son representadas, la acción contraria es la des-identificación de esos atributos, “des-demonizarlo” si se permite la expresión. Este tipo de relato tupamaro mantiene de la “teoría de los dos demonios” el protagonismo de sí mismo y de sus adversarios pero le quita su condición negativa al representarse a sí mismo y a su par opuesto como dos fuerzas, dos potencias no destructivas. Es la narración de los combatientes, que lucharon -cada uno a su leal saber y entender- por las convicciones que estaban defendiendo. Hubo una derrota militar de una parte -la propia, desde el relato tupamaro-, pero es asumida como parte de las reglas del juego, de la lógica de la “guerra”. Los antiguos “demonios” se valorizan de otra manera, adquieren reconocimiento por “haberse jugado el pellejo”, algo que no pueden entender quienes nunca empuñaron un arma, desde esta otra narrativa. Ésta puede inscribirse sin mayor problema en la larga duración de las guerras civiles de la historia política nacional, cuestionando a su modo el esencialismo democrático. En el 2007 consultado sobre qué significado le atribuía al “Día del Nunca Más” el entonces ministro de Trabajo Eduardo Bonomi lo inscribió en ese marco interpretativo. Los combates entre tupamaros y militares como un capítulo no discontinuado de las guerras civiles entabladas entre blancos y colorados durante casi un siglo. También puede mencionarse la “devolución” por parte del Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea José Bonilla al presidente Mujica a inicios del 2010, de una bandera tupamara de los setenta guardada durante cuatro décadas. El “sable” reconociendo a la otrora “bomba” -dignificada en ese acto cuasi como otro “sable”- y con ello celebrando el “espíritu del combatiente” sin dejar por ello de homenajear las convicciones democráticas de la nación y la búsqueda de la paz y la reconciliación.
Con Mujica en el gobierno -y Fernández Huidobro en el Ministerio de Defensa, cuyo protagonismo en la temática daría para un artículo en sí mismo- se dieron otras paradojas. La “bomba” -el gran demonio del ochentismo- llegó al Poder Ejecutivo pero más que instigar al “odio revanchista” trató por todos los medios de hacer buena letra con sus antiguos carceleros procesados por delitos de lesa humanidad o pasibles de serlo, procurando su propio camino hacia la reconciliación. La otra gran paradoja -tal vez la más reveladora de la debilidad cultural del progresismo- fue que, mientras -producto de la propias decisiones políticas del gobierno- se desenterraban los restos de Julio Castro y salía a la luz la verdad sobre el modo aberrante en el que un verdugo -aún impune- puso fin a su vida, lo peor del pasado reciente en la batalla cultural volvió a ser... los tupamaros y los años sesenta; ahora, por el modo en cómo procuran pasar gato por liebre al representarse como “luchadores en defensa de la democracia” en aquellos años. La renuncia a dar la batalla cultural sobre el pasado reciente explica esto último; si no se plantea, el vacío dejado se ocupa por otros actores con sus propios relatos, que no son más que viejos actores con viejos relatos que mantienen su larga hegemonía.
* Antropólogo. Doctor en Ciencias Sociales. Docente del CURE, Udelar.
Notas:
1. Sanguinetti en un acto de la campaña en noviembre de 1984. Puede consultarte la cita específica en “Sanguinetti. La otra historia del pasado reciente”, Fin de Siglo, 2014, de mi autoría.
2. En el sentido que le asigna a este concepto Gabriel Delacoste en La Izquierda ochentista, Hemisferio Izquierdo, 2017
3. Estrictamente esta figuración dual nunca fue simétrica: la sinécdoque utilizada en cada caso son muy desequilibradas en cuanto a su carga simbólica. La “bomba” connota un poder destructivo mucho mayor que el “sable” que incluso se asocia al honor militar, al compromiso patriótico. Si hubiera optado por la “picana” o el “submarino” estaría más equilibrado.