
Ilustración: Rogelio Naranjo.
Ciudades dispersas y excluyentes
A menudo se cuestiona la sostenibilidad de Montevideo como ciudad, dada la extensión de su zona urbana con relación a la población que contiene. Para probarlo se han hecho comparaciones con notables ciudades del “mundo desarrollado”, que evidencian que tienen poblaciones sensiblemente mayores que la de nuestra capital, en un perímetro urbano decididamente menor. Haciendo el paralelo con Barcelona, por ejemplo, se llega a que si Montevideo tuviera la densidad de ocupación de suelo de la capital catalana, contendría cuatro veces la población de ésta.
Esta Montevideo que crece poco o nada, o decrece, pero siempre des-densificándose, crece considerablemente sin embargo en algunas zonas y barrios: los corredores de expansión de su área metropolitana, que siguen más o menos intensamente las grandes rutas nacionales; los barrios de mayor poder económico, como Pocitos, Cordón Sur y Punta Carretas, pero también sus opuestos, los más deprimidos: Casavalle; Casabó y Pajas Blancas; La Paloma-Tomkinson; Villa García y Manga, donde entre el 50 y 75% de los hogares viven en “asentamientos irregulares”.
Esta ciudad dual en lo socioeconómico muestra también un mapa fragmentado de su territorio: un núcleo pudiente arrimado a la costa, con muy buenos servicios y necesidades básicas más que satisfechas; una corona que casi lo rodea, intermedia en todos los sentidos, que permanece estancada o pierde población, y un tercer gran anillo, periférico, donde crece la población y se concentran las necesidades básicas insatisfechas.
La ciudad no es dispersa porque ése sea el modelo más eficiente, porque así nos guste más a sus habitantes ni mucho menos porque así la hayamos planificado: es el precio del suelo el que la dispersa, el que hace que en Pocitos tengamos manzanas de tres o cuatro mil habitantes por hectárea, mientras en la corona periférica esa cifra baja a cien,
Este panorama de Montevideo, que al fin y al cabo es el de la mayoría de las ciudades latinoamericanas (con excepción de aquellas en las que la geografía impone límites con montañas y ríos) en nuestro país tampoco es exclusivo de la capital y se repite, quizá con contrastes menos marcados, en las ciudades del Interior.
También parece materia generalmente aceptada la necesidad de generar ciudades inclusivas y heterogéneas, y que en cambio a lo que se está tendiendo es a ciudades cada vez más fragmentadas y fragmentadoras, donde los que más pueden eligen dónde y cómo aislarse, y los que menos pueden son aislados en los bordes de todo. Y como árbitro, el precio de la tierra regido por el mercado, que pese a algunas políticas municipales que han permitido acceder a suelo mejor a ciertos sectores, sigue siendo el que define dónde viven unos y dónde viven otros.
Las herramientas inclusivas no son lo que falta: programas habitacionales que integren diferentes sectores; carteras de inmuebles y subsidio del precio del suelo, para que acceder al de calidad no sea una empresa sólo para sectores pudientes; por una vez, provisión de servicios y dotación de equipamientos urbanos donde vive la gente de menores recursos; acciones de pequeña y mediana escala en zonas intermedias (por ejemplo, la recuperación de espacios residuales, dotándolos de plantas, bancos y juegos saludables, encarada en la administración departamental 2010-2015 en Montevideo); la creación de alternativas para el acceso al suelo y la vivienda que no pasen por la compra y la propiedad; la recuperación de todo lo desutilizado, para darle uso social. Todo esto se está ensayando o se puede ensayar: lo que le falta es impacto, porque le faltan recursos.
Recursos escasos, propiedad inviolable
Porque el problema es que todo esto tropieza con dos grandes obstáculos: el primero es que requiere una fuerte intervención del Estado, porque se trata de política social y no de negocio, y entonces no podemos esperar que lo hagan los inversores en busca de lucro. Y para esa fuerte intervención hace falta invertir importantes recursos, para lo cual a su vez es necesario establecer importantes impuestos, no genéricos, sino a los que pueden pagarlos: una especie de fragmentación al revés, reservando para la gente de mayor ingreso no los mejores bienes y servicios, sino las mayores contribuciones.
Y el otro gran obstáculo es que si bien buena parte del suelo sobre el que hay que actuar es público (y ahí ya habría para empezar, y avanzar bastante) en su mayoría es privado, y entonces pasa a ser herético imponerle obligaciones y mucho más devolverlo a la sociedad de la que salió (aun pagando compensaciones, como parece imponer la Constitución de la República).
No pasa lo mismo con todas las constituciones. La de Bolivia de 2009, por ejemplo, dice en su artículo 56: “I. Toda persona tiene derecho a la propiedad privada individual o colectiva, siempre que ésta cumpla una función social. II. Se garantiza la propiedad privada siempre que el uso que se haga de ella no sea perjudicial al interés colectivo (…)”. O sea: el derecho subsiste siempre que se cumpla una función social, y que su uso no lesione el interés colectivo.
Nuestra Constitución es más veleidosa. El artículo 7 dice que “Los habitantes de la República tienen derecho a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”. La seguridad en el mismo nivel de protección que la vida, la libertad y el trabajo... Pero a continuación agrega: “Nadie puede ser privado de estos derechos sino conforme a las leyes que se establecieren por razones de interés general”. O sea que por una ley establecida por razones de interés general se puede privar a alguien de su propiedad (y de su vida, libertad y trabajo).
Pero la cosa no acaba ahí: el artículo 32, un poco más adelante establece: “La propiedad es un derecho inviolable, pero sujeto a lo que dispongan las leyes que se establecieren por razones de interés general. Nadie podrá ser privado de su derecho de propiedad sino en los casos de necesidad o utilidad públicas establecidos por una ley (…)”. Hasta aquí parece no agregarse nada a lo que decía el artículo 8, salvo que el constituyente entiende necesario agregar el adjetivo “inviolable” al derecho de propiedad, lo que no había agregado al hablar del derecho a la vida, la libertad o el trabajo. Ni de ningún otro.
Pero el agregado viene enseguida: “(…) y recibiendo siempre (…) una justa y previa compensación.” Lo que no es precisamente privar a nadie de la propiedad, sino más bien una compra forzosa, con las prerrogativas de cualquier otra, salvo la posibilidad de negarse a vender.
Esto parece más en sintonía con un derecho inviolable, si no fuera -vuelta de tuerca final- que, refiriéndose a las expropiaciones para planes y programas de desarrollo económico, el art. 232 dice que entonces ”dicha indemnización podrá no ser previa, pero en ese caso la ley deberá establecer expresamente los recursos necesarios para asegurar su pago total en el término establecido, que nunca superará los diez años; la entidad expropiante no podrá tomar posesión del bien sin antes haber pagado efectivamente por lo menos la cuarta parte del total de la indemnización.” Con lo cual ésta podrá ser justisima, pero indudablemente no será previa.
Lo maravilloso de todo esto, con sus idas y vueltas, es que leyendo la misma constitución la derecha ilustrada puede sostener que consagra a la propiedad como el principal derecho, mientras otros rechazamos que le otorgue una primacía absoluta y pensamos que deja abiertas puertas para limitar su alcance cuando no se cumplen al mismo tiempo las obligaciones correspondientes.
Los uruguayos hace bastante tiempo que no cambiamos nuestra Constitución y mucho más que no la cambiamos de manera radical, porque muchos cambios que se le hicieron en las últimas décadas han tenido que ver sólo con las reglas electorales, recurso al que en un momento apelaron quienes estaban en el poder para permanecer en él. Por lo tanto, seguimos jugando a este juego con las mismas reglas que ellos diseñaron para que sus intereses no fueran afectados.
Tomasi di Lampedusa pone en boca de su aristócrata en “Il gattopardo” una frase que desnuda la estrategia de la conservación: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie". Y a veces, incluso, basta con que cambie algo. Si por el contrario creemos que todo debe cambiarse para que nada siga como está, lo que algún día nos propondremos, una de las cosas a cambiar será, sin duda, la Constitución. Ese día, habrá que consultar a los bolivianos.
La potencialidad y los límites de la normativa
El Uruguay tiene un importante respaldo en su normativa de derechos, robustecido en el período reciente. La efectivización de esos derechos es otra cosa, pero eso no se consigue con leyes. Las leyes enuncian derechos, quienes los efectivizan son los diferentes instrumentos en que se traducen las políticas públicas: programas, proyectos, acciones. Pero la normativa puede facilitar todo eso, y hasta obligarlo… o impedirlo.
Vale la pena repasar qué dicen, y qué no, algunas de estas leyes. Concentrémonos en dos que este año tienen onomásticos de números redondos, esos que mueven a los festejos: la que normalmente denominamos Ley Nacional de Vivienda (LNV), de 1968 (N° 13.728), que en este 2018 cumple su cincuentenario, y la Ley de Ordenamiento Territorial y Desarrollo Sostenible (LOTDS, N° 18.308) aprobada hace una década.
Comencemos por la primera, que tiene mucho que ver con los logros del sistema habitacional uruguayo (y, cuando fue deformada, con algunos de sus fracasos) y en particular del sistema cooperativo, qur es sin duda un instrumento trascendente, por lo que avanza y por lo que instituye.
Avanza en declarar la universalidad del derecho a la vivienda, para todos y en todos lados: pobres y ricos; con capacidades comunes y diferentes; mujeres y hombres; jóvenes, adultos y ancianos, etcétera, etcétera. Avanza en definir con claridad qué es una vivienda adecuada, sus características, el número de dormitorios, dónde puede estar ubicada. Avanza en crear uno de los sistemas de producción social del hábitat más avanzados del mundo: el cooperativismo de vivienda, con sus diferentes modalidades.
Instituye la planificación y organiza el Sector Vivienda, hasta entonces inexistente la primera y disperso en numerosas instituciones el segundo; fomenta la descentralización, otorgando un papel importante a las intendencias, desdibujado en 1992 por la Ley 16.237 que reemplazó la posibilidad de éstas de reclamar recursos para sus programas por la de celebrar convenios, lo que siempre dependerá de la voluntad del gobierno central.
Instituye asimismo el Fondo Nacional de Vivienda, recreando un canal de recursos permanente y confiable, necesario para la planificación, y crea asimismo la Unidad Reajustable, para que dicho fondo no dependa de los vaivenes monetarios; establece la combinación para el financiamiento, del crédito, el subsidio (indispensable para el acceso de la población de menores recursos) y el aporte propio, y reconoce como parte de éste, además del ahorro, el trabajo, individual o colectivo, permitiendo así el acceso a quienes no pueden ahorrar; admite la “propiedad colectiva” de las viviendas por parte de la cooperativa y el derecho de uso y goce para sus socios.
Quedaron sin embargo cosas por hacer, como era esperable, y algunas hechas después fueron nefastas, como la creación en 1992 de los núcleos básicos evolutivos (Ley 16.237), vivienda mínima destinada exprofesamente a los sectores más carenciados, que pasa por alto el mandato de la ley original de que la superficie de las viviendas debe estar en correspondencia con el número de dormitorios y éste con las necesidades de cada núcleo familiar. El dejar de lado este concepto por una modificación de la ley, hoy inaplicada pero no derogada, permitió el abuso de su empleo y la creación de importantes cantidades de asentamientos precarios por el propio Estado.
La ley tampoco definía criterios sobre los intereses a aplicar y eso permitió que a principios de los noventa el Banco Central estableciera, de acuerdo con sus compromisos internacionales derivados del Consenso de Washington, que también los créditos para vivienda debían ser rentables, lo que fue el fin de toda una política de tasas subsidiadas que cubrían sólo los costos operativos.
La estructura institucional creada era débil, con una Dirección Nacional de Vivienda (DINAVI) al frente, que sólo era una dependencia del entonces Ministerio de Obras Públicas, organismo sin tradición en el tema habitacional y más preocupado por su compleja materia específica. Esto no se mejoró demasiado con la creación en 1974, en dictadura, del Ministerio de Vivienda y Promoción Social, de sólo tres años de vida y fuertemente asistencialista. En 1977 el gobierno dictatorial empeoró aún las cosas, suprimiendo casi toda la institucionalidad existente y poniendo al Ministerio de Economía y Finanzas como responsable de las políticas habitacionales (que perdían así su raíz social, transformadas en parte de la política económica) y al Banco Hipotecario como ejecutor en lo económico, pero también en lo físico y hasta en lo social. Recién a fines de 1990, con la creación por ley 16.112 del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente (MVOTMA) se llegaría a una estructura institucional más racional y sólida.
La LNV no previó tampoco un mecanismo de solución para el acceso al suelo, componente indispensable en un programa de vivienda, lo que fue resuelto en lo inmediato con la creación de la cartera de tierras de la primera DINAVI, eliminada en los hechos durante la dictadura y recién recompuesta a nivel nacional en 2008, al crearse por ley de Rendición de Cuentas, la Cartera de Inmuebles para Vivienda de Interés Social (CIVIS) del MVOTMA. Para Montevideo el tema se había solucionado en 1990 con la creación de la Cartera de Tierras de la Intendencia capitalina.
Otro tema no bien resuelto fue cómo considerar el ingreso de los destinatarios, esencial para aplicar una política de créditos y subsidios, y el sistema de éstos. Al tomar como parámetro el ingreso familiar mensual, en efecto, se desconocía la relevancia de la integración de la familia, igualando a una de cinco integrantes con otra de dos del mismo ingreso. A su vez, la adopción de un único valor como porcentaje máximo de afectación de los ingresos para el pago de préstamos, prescindía del hecho que el margen posible es mucho menor si lo es el ingreso. Esto último ya había sido solucionado con la ley 14.105 en 1973, que establecía afectaciones máximas según franjas de ingreso, pero la dictadura primero y las ideas neoliberales de los ´80 y ´90 después, impidieron aplicarla. Ambas cuestiones están contempladas en la ley 19.588, aprobada a fines de 2017. Sin embargo, el reducido presupuesto actual del MVOTMA impide su aplicación universal.
La ley 18.308 también tiene muchos claros y algunos oscuros. Es una ley fundamentalmente programática, que contiene variedad de instrumentos (cuyo desarrollo corresponde a los organismos responsables del territorio) insertos en una estructura coherente, pero que no incluye acciones concretas sino su posibilidad, y no maneja recursos.
Entre sus principales aportes está, además del objetivo y las herramientas para la planificación del territorio, la coordinación interinstitucional, dentro de un propósito claramente descentralizador; la preocupación por la participación ciudadana en las definiciones sobre el territorio; el uso del espacio como derecho y como deber; la creación o jerarquización de mecanismos de acceso al suelo, como el derecho de superficie o el de preferencia de los gobiernos departamentales en las transacciones entre privados, la reserva de suelo para vivienda social y la creación de Carteras de Inmuebles; el definir con claridad las obligaciones inherentes a la propiedad, y la reducción del plazo de la prescripción adquisitiva cuando la ocupación se fundamenta en la necesidad.
La LODTS fue parida difícilmente en la izquierda, y recibida con una piedra en cada mano por la derecha. En su momento, el ex embajador en Washington del gobierno del Dr. Julio M. Sanguinetti, Dr. Álvaro Diez de Medina afirmó que “(viola) la propiedad privada, derecho sin el cual, no existe el Estado de Derecho”, el exMinistro de Economía y Finanzas del gobierno del Dr. Luis A. Lacalle, Dr. Ignacio de Posadas lo superó, diciendo que el proyecto “(…) equivale, como ya ocurrió en los tiempos del llamado ´socialismo real´ a la estatización de la propiedad” y el Dr. Carlos Moreira, entonces senador y hoy Intendente de Colonia, se quejó porque significaba ”poner el interés general por encima de cualquier cosa”, sin aclarar qué otra cosa debería ponerse allí.
Es que el proyecto contenía algunas herejías para ciertos pensamientos, como limitar el derecho de propiedad por razones de interés general (art. 37); imponer deberes a la propiedad, como los de usar; conservar; proteger el medio ambiente, la diversidad y el patrimonio cultural; edificar; transferir; cuidar; y rehabilitar y restituir (art. 39 y 63); ponía además plazo para edificar o rehabilitar las construcciones existentes; establecía que sólo se indemnizaría cuando se expropia o se limita el derecho de propiedad con daño cierto (art. 45), así como el derecho de las Intendencias a participar en la plusvalía derivada de las acciones de ordenamiento territorial y la declaración de utilidad pública de la expropiación de inmuebles necesarios para los planes de ordenamiento territorial (art. 64), de aquellos cuyos titulares hayan incumplido sus deberes territoriales y de los abandonados más de diez años (art. 65).
Todas estas ideas podían (pueden aún) ser muy escandalosas, pero lo que no son es demasiado nuevas: el derecho de propiedad está limitado por razones de interés general en nuestra Constitución; la ley 13.728 ya declara de utilidad pública para expropiar los inmuebles adecuados para los planes de vivienda y habilita su pago diferido; la cesión a los municipios de parte del suelo privado a urbanizar ya está en la Ley de Centros Poblados de 1946; la prescripción adquisitiva figura en nuestro derecho positivo desde hace varias décadas: lo que cambia la LOTDS es el plazo; el de cinco años es el que establece la constitución brasileña desde hace treinta; las obligaciones de fraccionar y edificar para las áreas de urbanización prioritaria son parte de la legislación francesa y española también hace mucho y las han aplicado todo tipo de gobiernos, Quizá lo indigesto era poner todo eso junto.
Reflexiones finales
La ley de hace cincuenta años y la de hace diez, construyeron un marco muy poderoso para actuar con herramientas que pudieran efectivizar realmente el derecho a la vivienda, el hábitat y los bienes urbanos. Esa actuación no siempre fue feliz y a veces, como en dictadura con la LNV, hasta fue contradictoria con los objetivos de la ley que se estaba aplicando distorsionadamente.
Eso no quiere decir que no quede camino por avanzar. La LNV tiene sin duda, a cinco décadas de su aprobación, cosas para revisar, en función de los cambios que tuvo la realidad. Hace falta además, recrear un fuerte Fondo Nacional de Vivienda, porque ninguna política social, y menos la habitacional, se puede hacer sin recursos suficientes y seguros. Y también hay otros temas que deben ser resueltos a nivel legal para facilitar la acción de los otros dos poderes, como la problemática de los inmuebles privados abandonados; la derogación de la modificación del Código Penal que en 2008 criminalizó todas las ocupaciones, aunque fueran por necesidad; la legislación sobre arrendamientos, que hoy todavía se rige por la ley 14.219 de libre mercado, aprobada en dictadura, o el ajuste del régimen expropiatorio, para agilizarlo y que se pueda disponer de manera urgente de los inmuebles expropiados.
La LODTS, a su vez, debe complementarse con algunas herramientas que le permitan actuar directamente al Estado, porque no es posible pensar que las soluciones lleguen sólo estimulando y poniéndole normas y estímulos a la inversión privada. Para ello, la creación de un Fondo Nacional de Urbanismo, como proponía Juan Pablo Terra en su proyecto de creación del Ministerio de Vivienda y Urbanismo en 1973, sigue siendo, cuarenta y cinco años después, una muy buena idea.
Benjamín Nahoum es ingeniero civil y docente universitario.