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  • Andrés Donoso Romo*

Cien años desde la irrupción de lo social en la agenda estudiantil latinoamericana


Cien años nos separan desde que irrumpiera en el país, y en América Latina, el primer gran movimiento estudiantil universitario. Asumiendo que una protesta puntual y un movimiento social son diferentes, pues mientras una es circunscrita a un episodio particular, la otra entrama en el tiempo un conjunto amplio de protestas, se comprende que el movimiento que tuvo su epicentro en Córdoba no fue la primera protesta estudiantil que se viviera en el continente –pues ellas son tan antiguas como las mismas casas de estudios superiores–, y tampoco fue el primer movimiento de este tipo que se viviera en la región –pues ya otros le habían precedido tanto en la Argentina como en el resto de América Latina–. Su particularidad vino dada porque gracias a sus dimensiones multitudinarias y al sonado triunfo que obtuvo el estudiantado, consiguió tener un impacto duradero que trascendió inclusive las fronteras nacionales (1).

Sí, porque en los años que siguieron al movimiento de 1918 fueron muchos los movimientos estudiantiles que, en sociedades tan distantes como la chilena, la cubana, la mexicana o la peruana, se inspiraron en esta gesta para ir tras sus propios intereses. Una influencia que todavía se registra con mucha nitidez en dos movimientos estudiantiles de la segunda mitad del siglo XX: el uruguayo de 1958 y el brasileño de 1962. Movimientos donde el estudiantado hizo suya la que fuera la principal bandera de 1918: conseguir participación estudiantil en el gobierno universitario. Una aspiración que también tendría presencia en el último gran movimiento que conociera la región, el chileno de 2011, aunque lamentablemente se le exigía sin saber que tenía una profundidad histórica centenaria.

¿Por qué la juventud universitaria quiso tener un papel más protagónico en la conducción de la universidad? La historia enseña que en Córdoba esta reivindicación solo apareció bien entrado el conflicto cuando la juventud estudiosa dejó de sentirse representada por esa parte del profesorado universitario que, supuestamente, compartía el trasfondo de sus críticas. El 15 de junio de 1918, antes que se consumaran las elecciones de rector que vendrían a destrabar el conflicto, el estudiantado cordobés comprendió que el profesorado “amigo” los traicionaría al votar por el candidato de la continuidad. Ante esta constatación, y muy a tono con los tiempos que se vivían –pues debemos recordar que en 1916 recién se había estrenado un nuevo marco electoral–, el estudiantado decidió boicotear la elección para así no hacerse representar por nadie (2). Lo que pensaron, en pocas palabras, es que ellos mismos debían participar en la toma de decisiones universitarias o, si se quiere, que ellos mismos tenían que hacer valer sus ideas y sus convicciones. ¿Y cuáles eran éstas? En lo fundamental poder contar con un mejor cuerpo docente, uno que no fundara su pedagogía en la repetición/memorización, que no descuidara sus labores educacionales en favor de sus actividades profesionales y que no aislara a la universidad de los graves problemas que por entonces, y desde entonces, aquejaban a la sociedad, la así llamada “cuestión social”.

Lo social irrumpe en el movimiento estudiantil

Es desde 1918 que el estudiantado universitario más inquieto entendió que no era posible que la universidad se quedara encerrada en sí misma, cual torre de cristal, cuando amplios sectores de la sociedad malamente podían sobrevivir en un escenario marcado por dramáticos cambios en la esfera económica –donde la industrialización y la monetarización eran los más visibles–. Cambios que se vieron agudizados en la segunda década del siglo XX por las severas contracciones que sufría el comercio internacional en el marco de la Primera Guerra Mundial. Al apreciar más detenidamente los postulados estudiantiles se observa que una parte entendía que había que redoblar los esfuerzos por acercar la universidad al pueblo para, así, darles más herramientas para enfrentar estas adversidades. Lo que en ese entonces se entendía, en clave ilustrada, como iluminarlo, civilizarlo o modernizarlo. Mientras otra parte comprendía que había que acercar el pueblo a la universidad para entregarles elementos que pudieran neutralizar dichas dificultades. Lo que en ese entonces se entendía, en clave emancipadora, como empoderarlo, fortalecerlo o liberarlo. Dos tradiciones comprensivas que se encuentran en la base de dos campos de acción que desde entonces vienen acumulando incontables experiencias: la extensión universitaria y la educación popular.

El estudiantado argentino, reunido en julio de 1918 en Córdoba para reflexionar sobre el trasfondo del conflicto, concibió que para abrir la universidad al pueblo se debían impulsar acciones específicas –como conferencias y cursos de divulgación–. Cabe consignar, a su vez, que en esa misma instancia se discutió la posibilidad de que el costo de la universidad fuera asumido por el Estado. Una disposición que se defendía señalando que así nadie quedaría afuera de sus aulas por cuestiones económicas. Moción que finalmente en dichos debates no se impondría, es decir, que no se incluiría entre las exigencias juveniles ese 1918, pero que con los años continuó presente en las agendas estudiantiles –con distinto grado de protagonismo– hasta la actualidad, en pleno siglo XXI (3).

Otras pistas que dan cuenta de la nueva sensibilidad social que empezó a tener el estudiantado pueden encontrarse en las fuentes que hablan de los múltiples acercamientos que, en medio del conflicto, se dieron entre los mundos obrero y estudiantil. Entre ellas se cuentan las que muestran que el estudiantado cordobés recibió cartas de apoyo de diversas organizaciones de clase, las que hablan de que muchas manifestaciones estudiantiles callejeras contaron con la solidaridad de una parte de los sectores populares y las que informan que una parte del estudiantado también engrosó algunas de las manifestaciones obreras que ese mismo año se realizaron en la capital provincial.

Con todo, lo importante es percibir que no es casualidad que desde hace cien años que lo social irrumpe, con distinta intensidad, en la agenda del movimiento estudiantil. Los profundos cambios económicos, sociales y culturales que desde entonces se suceden en las sociedades de la región –la industrialización, la urbanización y la secularización respectivamente–, impactan en la universidad por diversas vías. Primero, porque se ve envuelta en una atmósfera de precariedad, conflicto e inestabilidad que, cual caldera a punto de estallar, exige ser atendida: la “cuestión social”. Y segundo porque paulatinamente comienzan a ingresar a sus aulas un nuevo tipo de estudiante, aquel proveniente de los recién creados sectores medios de la sociedad. Un estudiantado que traía consigo nuevas comprensiones, aspiraciones y, por supuesto, necesidades. Lo que significa, apúntese bien, que fue en esos años que la universidad dejó de ser un asunto de las elites, y para las elites, para ser un escenario donde la sociedad, y los conflictos sociales, decían también “presente”.

A cien años del primer gran movimiento estudiantil en América Latina los balances estarán, probablemente, a la orden del día. Lo justo es recordar que ahí se demandó co-gobierno en la universidad y que ahí se exigió reestructurar la función docente. Pero es importante también tener presente que es desde entonces que el estudiantado argentino –en particular– y el latinoamericano –en general– empezó a poner a lo social en un lugar destacado de sus preocupaciones. No fue su única preocupación, es cierto, tampoco fue la que estuvo en el centro de sus aspiraciones, es indesmentible, pero estuvo. Gracias a dicha irrupción es que hoy, en los balances del centenario, también cabría una pregunta que no siempre es fácil de responder, a saber, ¿Cuál ha sido el aporte de las universidades, y del accionar estudiantil, a la resolución de los problemas que afectan, sobre todo, a los sectores populares?

* Antropólogo, Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Playa Ancha (Valparaíso, Chile).

 

Notas:

(1) Consultar Juan Carlos Portantiero, Estudiantes y política en América Latina: el proceso de la reforma universitaria (1918-1930), Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 1987; y Renate Marsiske, Movimientos estudiantiles en América Latina: Argentina, Perú, Cuba y México, 1918-1929, Ciudad de México: CESU/UNAM, 1989.

(2) Véase Pablo Buchbinder, ¿Revolución en los claustros? La Reforma Universitaria de 1918, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2008.

(3) Véase Andrés Donoso Romo y Rafael Contreras Mühlenbrock, “La dimensión social del movimiento estudiantil de Córdoba en 1918”, Revista Izquierdas, n° 33, 2017, pp. 42-65.

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