Ilustración: "La rueda de la historia", Julio Castillo.
Digamos que en una discusión alguien dice que es necesario cambiar el régimen de tenencia de la tierra, o que no está mal que haya más funcionarios públicos, o que un tratado de libre comercio atenta contra la soberanía y la democracia, o que la ciencia económica y social reproducen ideología capitalista, o que los medios de comunicación, por estar en manos de unas pocas familias, moldean la cultura y la opinión pública en favor de sus intereses. Es de esperar que, si participa de la discusión alguien que no está de acuerdo con alguna de estas afirmaciones, acuse a quien las propone de haberse quedado en el pasado, de ser un sesentista.
Esta acusación cambia el terreno de la discusión. Se trata de una operación retórica poderosa porque lo que era una discusión entre dos posiciones pasa a ser una discusión entre el presente y el pasado, entre alguien razonable e informado y alguien que se niega a reconocer el paso del tiempo y se mantiene anclado en un mundo que ya no es.
Digamos que se llama “sesentistas” a las posiciones basadas en (1) la convicción de que lo colectivo se debe imponer sobre lo individual, (2) la creencia de que la planificación y la centralización incrementan la eficiencia de la economía, (3) la comprensión de la política como un antagonismo, (4) la idea de que el cambio social radical es inevitable, (5) la mirada al mundo a través de un lente antiimperialista, (6) el ejercicio de la cultura y (7) la intelectualidad como actividades políticas y politizadas, y (8) un privilegio de lo público sobre otras esferas de la vida.
Desde quien toma la posición del presente, estas no son opiniones o posturas, sino una serie de prejuicios ideológicos anticientíficos y antiestéticos ya superados por un pensamiento más moderno, que propone que (1) el individuo es la unidad desde donde pensar la política, (2) el mercado es la forma más eficiente de organizar la economía, (3) la política se juega en un espectro que tiene como principal disputa “el centro” y es dominada por una clase política en la que cunden el respeto y la camaradería (incluyendo, por supuesto, a la izquierda), (4) las principales características de la sociedad son inmutables porque están en la naturaleza humana o (5) en tendencias globales sobre las que no tenemos incidencia, (6) la cultura es un sector de la economía, (7) la intelectualidad es sinónimo de la academia y ambas se piensan como ajenas a lo político, y (8) una reivindicación de lo sensual, del cuerpo, del placer y de lo específicamente estético.
Este pensamiento “más moderno”, usualmente, a pesar de querer presentarse como universal y no ideológico, surge de un impulso renovador concreto, iniciado en los 80 y fuertemente implicado con una narración sobre esa década. Podemos decir que existe, en torno a los 80, un “ochentismo” análogo a lo que para los 60 se llama “sesentismo”, pero que es menos visible como “ismo” porque es tan dominante que devino sentido común. Para argumentar esto, empecemos por un breve relato de los 80.
Con el plebiscito de 1980, la década comienza como lucha contra la dictadura. A partir de allí, se dio una escalada imparable de movilización en la que reaparecen uno tras otro los movimientos sindical y estudiantil, los partidos políticos, las manifestaciones masivas, la cultura popular (destacándose el canto popular) y las publicaciones críticas. “Democracia” no significaba entonces solamente una forma de rotación de élites políticas con participación electoral. La palabra, en la lucha política, englobaba muy variadas aspiraciones de cambio social. Buena parte de la izquierda veía a la democracia como un paso hacia cambios sociales más profundos, como la posibilidad de “seguir de largo” hacia alguna forma de socialismo. Las feministas, mientras, reclamaban la democracia en el hogar. Los movimientos sociales obtenían un reconocimiento inédito al lograr su participación en la CONAPRO junto con los partidos políticos. La reorganización de los movimientos estudiantil y sindical fue llevada adelante por una generación muy joven que se puso al hombro la tarea mientras sus principales dirigentes estaban exiliados o en prisión, en un contexto en el que salían a la luz las redes sociales y políticas latentes que el insilio había mantenido vivas.
La nueva generación de militantes que emergió entonces, llamada “generación 83” (por el año en el que el Primero de Mayo y la Semana del Estudiante marcaron la reaparición de los movimientos sindical y estudiantil), trajo a la política uruguaya, y muy especialmente a la izquierda, una nueva cultura en la que la democracia y sus garantías tenían un valor central y no podían ser ya llamadas “formales”, “liberales” o “burguesas”. La política de los jóvenes del 83 se pensaba como horizontal (contra el verticalismo, por ejemplo, de la tradición marxista-leninista), mientras aprovechaba los intersticios legales que ofrecía una dictadura en decadencia, rechazando la mentalidad más militar y conspiratoria de la izquierda clandestina (de Giorgi, 2015). Para que la sociedad se democratizara, debía democratizarse también la izquierda.
Pero todo eso no duraría. De hecho, como respuesta a esta apertura una serie de golpes, retiradas tácticas y concesiones pragmáticas empezaron a erosionar el convencimiento de que la transición (ya no apertura) implicaba la posibilidad de una democratización de la sociedad, cerrando el ciclo de movilización.
El Pacto del Club Naval implicó la aceptación por parte del Partido Colorado y el Frente Amplio de la celebración de elecciones en las que no podrían participar algunos de los principales líderes antidictatoriales. La victoria en esas elecciones de Julio María Sanguinetti significó que la posibilidad de “seguir de largo” se alejara. Esto, sumado a la ruptura de los compromisos de la CONAPRO y a las medidas de ajuste económico que comenzarían pocos años después, pintaba un clima bastante sombrío para cualquier expectativa de cambio social radical.
Al mismo tiempo, el retorno de los exiliados y la liberación de los presos, a pesar de ser una conquista, tuvo un efecto desmovilizador para los jóvenes del 83, ya que la restauración de los liderazgos y los cargos de los retornados desplazó a la nueva generación, causando una brecha generacional cuyos efectos se sintieron por muchos años. La votación en el parlamento de la Ley de Caducidad y su ratificación popular en 1989 operaron en el mismo sentido, y la ruptura del Frente Amplio en 1989 y del Partido Comunista en 1992, ambas causadas por disputas entre izquierdistas renovadores y ortodoxos, fueron los coletazos de esa crisis de la izquierda.
Este proceso implicó lo que Rico (2005) llama la “la reconstrucción de la autoridad de la clase dominante”. El cierre de la imaginación política uruguaya se dio bajo la forma de una sacralización de la democracia, una resignación al posibilismo y la aceptación de que la política es asunto de los políticos y los técnicos. Si las expectativas de cambio social generadas por la redemocratización son llamadas “apertura”, bien podemos llamar “cierre” a la clausura de esas expectativas.
La voluntad de combate, sin embargo, no estaba ausente de la sociedad uruguaya de finales de los 80. Pero parecía reducida a una pequeña porción de la juventud identificada como “la contracultura”. Englobaba a las llamadas revistas subterráneas y a una serie de expresiones artísticas que iban del teatro al graffiti, a la poesía y el rock.
Por más que era apartidista y tenía problemas con la palabra “política”, la contracultura de los 80 estaba fuertemente politizada, con una impronta libertaria y antimilica. El odio a la dictadura y la resistencia a una policía que la perseguía en razzias era una marca identitaria fuerte, que la diferenciaba a una sociedad que se había acostumbrado a pactar con esas fuerzas.
La trasgresión era una parte central de este impulso estético-político. El espíritu DIY, la experimentación estética, el hedonismo, la convivencia de diferentes formas artísticas tomaban la forma de una voluntad modernista de superar el “atraso” de una cultura uruguaya que veían como anclada en los '60, de la que la izquierda era la máxima representante. El rechazo de la contracultura hacia la izquierda convencional era tanto estético como político, y era mutuo. Se expresó en varias polémicas, destacándose entre ellas una entre Mario Benedetti (que había criticado duramente a los jóvenes de Mamá era Punk) y Gustavo Escanlar, que tomando seudónimo Today inauguraría el gesto retórico de ubicar al ochentismo en el presente y al sesentismo en el pasado.
Así, la apertura, el cierre y la contracultura moldearon a la izquierda de los años 80 en adelante. Podemos destacar como la valorización de la democracia y los derechos humanos son parte del fruto de la apertura, la entrada de la izquierda como actor relevante en la nueva democracia es fruto de los pactos de la transición, y la politización de las demandas de la diversidad sexual y legalización de las drogas aparecieron por primera vez formuladas por la contracultura.
Pero al mismo tiempo, la apertura y la contracultura fueron derrotadas en su impulso transformador, resultando estas derrotas en la década de los 90, en la que el neoliberalismo fue hegemónico y todo el sistema político se corrió a la derecha. En este proceso, las narraciones sobre la apertura, el cierre y la contracultura quedaron ensambladas en un solo ochentismo, que en realidad terminó de cuajar ya bien entrados los años 90. A pesar de lo contradictorio y disputado de los 80, la cultura hegemónica emergente del resultado de esas disputas no implicó una destrucción del espíritu democrático de la apertura ni del trasgresor de la contracultura por parte de un cierre liberal que las derrotó, sino la incorporación de éstos de manera subalterna y funcional al cierre.
Para que esta incorporación fuera posible fue necesario filtrar el contenido radical tanto de la apertura como de la contracultura, logrando una combinación específica de estos espíritus, que engancha partes de todos, y en ese proceso magnifica algunas de sus características relegando otras. La desilusión del cierre, entonces, no liquidó la energía del entusiasmo aperturista, sino que la relanzó y la cambió de sentido: lo que antes era convencimiento de que la democracia era un camino a un cambio radical, se transformó en un convencimiento de que la democracia liberal no debía ser puesta en riesgo por “iluminados” o sesentistas; de la misma manera que lo que antes era una protesta radical contra una sociedad reaccionaria y miliquera, se transformó en una protesta contra el atraso del “uruguay gris” corporativo, ideologizado y burocrático. No quiero decir que cada uno de los tres espíritus de los '80, pensado aisladamente, sean en esencia neoliberales. Pero si que del espíritu democrático de los '80 se perdió la demanda de democratización social y quedó la veneración a las insituciones liberales, y de la contracultura se perdió el radicalismo político y quedó una trasgresión especialmente dirigida hacia la izquierda.
Tanto el espíritu de la apertura (encarnado por la generación '83 y quienes fueron luego formados por ellos) como el de la contracultura (encarnado por los veteranos de “la movida” de entonces y sus seguidores) se ven a si mismos como derrotados y minoritarios, por haber sido desplazados o regañados por viejos sesentistas. Sin embargo, la política y la cultura uruguayas posteriores fueron moldeadas en gran medida por ellos y no por sus mayores. Los ochentistas ejercen poder desde el lugar de una impostada y eterna rebelión contra unos ancestros ya derrotados. Y es por esto que pueden seguir viéndose como renovadores, modernizadores y trasgresores a pesar de estar llenos de canas tres décadas después.
Trasgresores, por cierto, desde los lugares más establishment posibles: empresarios de los medios, artistas o académicos de prestigio, tecnócratas que alternan entre cargos de alta responsabilidad y organismos internacionales, estrellas de rock, figuras de los medios, docentes de alto rango en universidades públicas y privadas. Las diásporas generadas por la generación 83, la salida de los “renovadores” del Partido Comunista y la contracultura ocupan muchos de los puestos clave del Uruguay actual.
Existe en el discurso ochentista (y en el de la derecha) el lugar común de que “la izquierda es hegemónica en la cultura”. Si bien esta afirmación puede ser cierta para hablar de los años 60, en los que el campo cultural y el de la izquierda eran prácticamente indistinguibles (Menéndez Carrión, 2015), esta afirmación se hace insostenible al hablar de la postdictadura. Si bien la izquierda (o, mejor dicho, un muy moderado Frente Amplio) puede dominar en terrenos como el carnaval, algunas disciplinas en la Universidad de la República, algunos operadores de la alta cultura contemporánea y las instituciones estatales encargadas de la política cultural, decir que esto es suficiente para hablar de una hegemonía de izquierda sobre la cultura sería adoptar una definición de cultura en extremo restrictiva, que excluya a la cultura de masas, a buena parte de la academia y el arte y a la vida cotidiana. La idea de una supuesta hegemonía de izquierda, más que hablar de un estado de cosas, funciona para mantener la idea de que el ochentismo es trasgresor y cuestionador a pesar de ocupar tantos lugares tan centrales.
El principal enemigo de esta insurrección ochentista contra la “hegemonía de izquierda” es el Uruguay gris. En el discurso ochentista, el Uruguay gris es un Uruguay burocrático, corporativo, ideologizado, dogmático, uniforme, irresponsable, cerrado al mundo, impostadamente latinoamericanista, ajeno al realismo e instrumentalizador de lo estético y lo científico. Es, en resumen, el sesentismo.
O mejor dicho, la versión del sesentismo construida por la narración ochentista, en sus diferentes versiones. Quizás la más prevalente es la propuesta por Sanguinetti, según la cual la democracia se perdió debido a la pérdida de fe y de tolerancia de una parte de la sociedad (es decir, la izquierda, especialmente el MLN y en menor medida el Partido Comunista) durante los 60, que luego causó la reacción militar. Es decir, una teoría de los dos demonios, con el detalle de que claramente el demonio de izquierda fue el que empezó. Si la falta de creencia en la democracia fue lo que causó la dictadura, la creencia en la democracia (que en realidad implicaba un institucionalismo sacralizador de las instituciones democráticas existentes) debía ser el pilar de la nueva democracia.
La crítica de la contracultura al sesentismo, basada en la crítica al dogmatismo y la instrumentalización de la cultura encaja perfectamente con un liberalismo que sospecha de las nociones fuertes de verdad, y asume un mundo pluralista donde los intentos de introducir una narración política (no liberal) en la cultura cargan con la sospecha de autoritarismo. Así, las narraciones sobre el sesentismo son fundamentales para la incómoda alianza entre sanguinettismo, contracultura e “izquierda democrática”. Matar una y otra vez al sesentismo se transformó entonces en el tic fundamental de todos los ochentismos. Expiar el pecado original cometido en los 60 es el principal deseo de la cultura uruguaya posdicatorial.
Sin embargo, es importante delimitar al sesentismo no como algo que ocurrió en los '60, sino como una de las interpretaciones posibles sobre esa época. Es posible encontrar muchos agujeros en esta narración sobre el sesentismo: no es razonable unificar a reformistas y revolucionarios de los '60 con una reivindicación de la burocracia neobatllista o el corporativismo; no es razonable tampoco decir que el sesentismo implicaba “cerrarse al mundo”, basta hojear cualquier número de Marcha de esa época para ver lo ferozmente trasnacional del pensamiento radical de los '60; por más que comunistas y tupamaros fueron importantes en la cultura y la izquierda de los '60, no es razonable desplegar discursos anticomunistas o antitupamaros contra toda la cultura de la época; ni es razonable negar la agencia de los intelectuales supuestamente instrumetalizados, ya que ellos fueron algunos de los principales protagonistas y artífices de la construcción de la unidad de la izquierda.
Los 60, lejos de ser grises, fueron un período de intensa discusión, agitación y creatividad. Por decirlo de alguna manera, los 60 no fueron sesentistas. ¿De donde sale entonces la idea de que lo fueron? Lo gris, más bien, es la estética emotiva de la izquierda derrotada por la dictadura luego de la vuelta de la democracia. Si bien los 60 fueron un período superproductivo intelectualmente, al ser derrotada la radicalización política, sus cultores se dedicaron a “cuidar el legado” sesentista, haciéndolo ver después como estático e improductivo. El problema no fue que los 60 fueron estáticos, sino que los veteranos revolucionarios que reivindican la radicalización transformaron a los 60 en una pieza de museo.
Especialmente dañino fue el sesentismo mantenido como “mística” en un nivel identitario por los protagonistas de las luchas de los '60 y los '70, que al mismo tiempo abrazaban en lo fundamental la narración ochentista. Irónicamente, la continuidad de una cultura sesentista en la izquierda fue funcional a la consagración de la moderación de la izquierda. Yaffé (2005) señala que para que el “corrimiento al centro” del FA en los 90 fuera posible manteniendo a los votantes de izquierda, era necesario mantener un fuerte vínculo identitario con los votantes, apelando a la mística frenteamplista y a la reivindicación de las luchas del pasado, siempre que estuvieran debidamente fosilizadas.
El problema del sesentismo y el ochentismo toma la forma de una muñeca rusa ideológica: dentro de la ideología ochentista, se postula la existencia de una hegemonía sesentista que fue (o mejor dicho, debe ser siempre) superada.
Cuanto más escribo sobre los 60 y los 80, más brilla por su ausencia lo que se encuentra entre ellos: los años 70, es decir, la dictadura. No es casualidad que Sanguinetti, en su serie sobre la “historia reciente” haya escrito un libro sobre los 60 (La agonía de la democracia, 2008) y uno sobre los 80 (La reconquista, 2012), pero ninguno sobre la dictadura. Si en la narración ochentista los 60 son el pecado original en el discurso explícito, los 70 cumplen el rol del núcleo traumático indecible de la narración, su centro ausente.
Es que lo ocurrido en los 70 puso las condiciones de la política de los 80 mucho más que cualquier discusión sobre la autonomía del arte, la valorización de la democracia o los avances en la ciencia económica. La dictadura puso en práctica la desaparición, la tortura, el asesinato, la violencia sexual, la vigilancia, la censura, la destitución, la proscripción y el exilio con el fin de que nunca más se plantearan cambios radicales como los que se buscaron en los 60, y lo logró. Si bien la cultura de la izquierda sobrevivió al insilio, la prisión y el exilio y logró emerger para tener un papel protagónico en la salida de la dictadura, y que su derrota data más bien de finales de los 80, las causas de ese colapso tardío son incomprensibles sin entender la manera como la dictadura las desencadenó.
La fosilización de la cultura revolucionaria puede entenderse como un efecto de la censura y la dispersión del ambiente cultural de los 60, que impidió la continuidad de su empuje creativo. El quiebre generacional ocasionado por la “restauración” de quienes volvían de la prisión y el exilio no hubiera ocurrido de no haber habido presos y exiliados. El descontento con el FA por su participación en el Pacto del Club Naval y con el wilsonismo por su impulso a la Ley de Caducidad fueron consecuencia directa de la forma como se dio la salida de la dictadura. La izquierda fue víctima de la dictadura, pero también lo fue de la transición, y nunca fue capaz de tramitar los traumas, las heridas y los conflictos fruto de estos golpes.
La Ley de Caducidad, que consagró la impunidad de quienes llevaron a cabo la primera victimización, fue colocada como una pieza fundamental del esquema de convivencia posdictatorial, insertando en el código genético de la nueva democracia el siguiente mensaje: si la izquierda se radicaliza y es destruida, esa destrucción no es un crimen. Esta ley fue ratificada popularmente dos veces, en plebiscitos que en buena medida fueron sobre la narración ochentista.
La impunidad contribuyó a colocar a la radicalización fuera del horizonte político del régimen del 85, al mismo tiempo que la nueva democracia ofrecía a la izquierda la posibilidad de formar parte como un actor reconocido. Para una izquierda que venía de un proceso de valorización de la democracia y los derechos humanos, esta era una oferta difícil de rechazar.
Jugar ese juego implicaba ubicar a las elecciones en el lugar central de la lucha política, pensándolas como principal forma de legitimación de las ideas. Al mismo tiempo, se decidió competir con una estrategia de moderación que implica seducir votantes “de centro”, dando a la moderación un valor de verdad, cubriendo a cualquier vanguardismo cultural o político de sospechas de autoritarismo. De esta manera, ya no solo la radicalización quedó fuera del juego, también incluso la mera ideologización. El centrismo, por definición carente de contenido, por ser el lugar arbitrario donde se encuentra el punto medio entra la izquierda y la derecha, es el espejo político del nihilismo despolitizado de la contracultura. La izquierda ochentista es radicalmente antiutópica.
La intelectualidad jugó un rol central en la moderación de la izquierda. La ciencia política, en particular los estudios sobre los transiciones, y la ciencia económica, con el ascenso de la economía neoclásica, se propusieron hacer “la crítica de la crítica”, es decir revisar desde un punto de vista científico la tendencia de los ensayistas previos a tomar posturas excesivamente politizadas.
Es imposible soslayar que mientras la izquierda uruguaya sufría estas transformaciones a finales de los 80 y principios de los 90, a nivel internacional se daba una tormenta perfecta en su contra. Este contexto internacional estuvo marcado por el derrumbe del “socialismo real”. La “caída del muro” es hasta hoy un trauma para la izquierda uruguaya, que incorporó como uno de sus grandes tics hacer referencia al fracaso y el autoritarismo de la Unión Soviética cada vez que se discute sobre relaciones de clase, nacionalización de sectores de la economía o se plantea la posibilidad de superar el capitalismo o cuestionar la propiedad.
Pero no solamente los comunistas sufrieron golpes: la “vuelta en U” de Miterrand, la disolución del eurocomunismo y las posturas de Felipe González cambiaron fundamentalmente el significado de la socialdemocracia, mientras en América del Sur las estrategias populistas o keynesianas de los gobiernos nacionalistas populares o de centroizquierda terminaban en endeudamiento e hiperinflación, lo que terminó con la creación del neodesarrollismo, un desarrollismo que aceptaba muchas de las premisas neoliberales. Que estas derrotas fueran infligidas por fuerzas económicas, tecnoburocráticas (como la Unión Europea o el FMI) y sociales, y no por fuerzas políticas o militares forzó a la izquierda mundial a replantearse ya no que rumbo revolucionario seguir, sino si era posible algún cambio social relevante. De estas derrotas surge la renovación como imperativo para las izquierdas occidentales.
Al mismo tiempo, el arrollador avance electoral de las nuevas derechas como las lideradas por Thatcher y Reagan hacía todavía más urgente a la renovación. Más aún porque cuando las centroizquierdas laborista y demócrata lograron finalmente vencer a estas derechas, lo hicieron a través de agresivas estrategias de corrimiento a la derecha inspiradas en la “Tercera Vía” de Anthony Giddens. De la misma manera que Thatcher declaró que Tony Blair fue su mayor logro, se puede decir que Tabaré Vázquez fue el principal logro de Sanguinetti.
Pero hoy, todas las izquierdas reonovadas se encuentran en crisis, y esto debería hacernos pensar sobre el futuro de “la renovación” progresista uruguaya. El blairismo fue derrotado dos veces por el Partido Conservador en las elecciones y dos veces por Jeremy Corbyn a la interna de su partido. El Partido Socialista francés entró en crisis luego de que Manuel Valls, primer ministro que defendió las desregulaciones laborales de Hollande, fuera derrotado en una primaria. La Concertación desapareció para dar lugar a una Nueva Mayoría más corrida a la izquierda, que igual no logra blindar su flanco izquierdo por la aparición de un Frente Amplio surgido del movimiento estudiantil, que cuestiona seriamente sus políticas. El PT, luego de perder una parte importe de su ala izquierdista (que formó el PSOL) y que la juventud se rebelara en su contra en junio de 2013, fue derrocado por una conspiración de sus aliados “moderados” y los grandes capitalistas. Por último, el PSOE se encuentra crisis, habiendo habilitado el gobierno del Partido Popular y teniendo que enfrentar un fuerte desafío a su izquierda por parte de Unidos Podemos.
En muchos lugares de Occidente y América Latina la izquierda está renovando a los renovadores, al mismo tiempo que la realidad indica que estos tienen problemas para ganar elecciones y cumplir sus programas conciliatorios en un contexto de exigencias brutales de ajuste por parte del capital. Las nuevas izquierdas que surgen en estos países, y en muchos otros, entre los que se incluye Estados Unidos después de la aparición del socialista Sanders y la derrota de Clinton, son más radicales, más capaces de incorporar nuevas demandas, más propensas al riesgo y más capaces de crear y canalizar energías militantes que las izquierdas moderadas y tecnocráticas creadas por la reacción al ascenso del neoliberalismo en los 80. En particular los casos de Corbyn y Sanders, liderados por veteranos de las batallas de otras décadas, muestran la posibilidad de una coalición de los jóvenes que por su edad no están traumados por la caída del muro de Berlín y viejos izquierdistas que habían sido desplazados por los moderados.
En Uruguay, el progresismo pasa hoy por un momento complejo, entre el giro a la derecha de la tercera administración frenteamplista, el “fin de ciclo” progresista en América Latina y los límites al proyecto neodesarrollista.
Por esto, este es un momento en el que se hace fundamental una crítica de “la crítica de la crítica”, es decir una crítica del ochentismo, que es la principal traba a la imaginación política de la izquierda uruguaya. Después de tanto superar los 60, a tres décadas de la democratización, se hace urgente superar a los 80, y señalar al ochentismo como algo tan ideológico y desactualizado como el sesentismo. Si necesitamos una renovación, no es la que comenzó en los 80.
Esto no implica “volver” al sesentismo o la ortodoxia, pero sí dejar de pensar en términos de como exorcizar los pecados sesentistas y dejar de “deducir” a las posturas moderadas como conclusiones inevitables de la experiencia histórica. Para ello, necesitamos una historia que nos permita ver a otras cosas. Recordar de otra manera a las luchas y las ideas de los 60, y también a las de los 80, y recordar sus derrotas, pero no como consecuencia inevitable de los impulsos radicales o utópicos.
Centrar las disputas de la izquierda en un eje sesentismo/ochentismo es extremadamente despotencializador. Necesitamos una izquierda que pueda recuperar el radicalismo, la utopía, el pensamiento estructural y la aspiración a la transformación cultural, al mismo tiempo que entienda la importancia de las luchas por libertades civiles y las del feminismo, que domine las estéticas y las técnicas contemporáneas y que comprenda las potencias de lo nuevo. Las opciones no pueden ser ya entre una izquierda vieja y radical y una nueva pero sin deseo.
* Nota elaborada a partir del artículo “El Ochentismo”, publicado en el libro “El retorno a la democracia. Otras miradas”, coordinado por Alvaro de Giorgi y Carlos Demasi y publicado en 2016 por Fin de Siglo.
** Gabriel Delacoste es politólogo. Integra el sector Casa Grande del Frente Amplio y el espacio de cultura y política Entre (www.entre.uy).
Bibliografía
de Giorgi, Ana Laura (2014): “Democracia y derechos humanos : claves de la reconfiguración de la izquierda uruguaya, (1980 – 2014)”, informe de investigación de la Coleccion Secretaría Ejecutiva de CLACSO.
Menéndez-Carrión, Amparo (2015): “Memorias de ciudadanía. Los avatares de una polis golpeada. La experiencia uruguaya”. Montevideo: Fin de Siglo.
Rico, Álvaro (2005): “Cómo nos domina la clase gobernante. Orden político y obediencia social en la democracia posdictadura. Uruguay 1985-2005”. Montevideo, Trilce.
Yaffé, Jaime (2005): “Al centro y adentro. La renovación de la izquierda y el triunfo del Frente Amplio en Uruguay”. Montevideo: Linardi Risso.