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  • Lucía Naser**

Un último intento*


Imagen: Cecilia Aguado, serie Desapariciones.

Nunca me voy a olvidar de la perplejidad de la primera vez que llegué a México y subí a uno de esos buses que llevan del aeropuerto a la ciudad. Era ancho, tenía muchos desniveles, cabía mucha gente en los asientos. No pude despegar los ojos de la pantalla de la mini tv. En ella aparecían muchísimos rostros y nombres, perfiles de personas de muchos estados y edades distintas. Todos desaparecidos. Parecía un loop por lo abundante de los perfiles, pero no: cada nueva imagen era una nueva persona que faltaba. Era 2012 y no entendía qué sucedía, si esos eran desaparecidos políticos o gente que ¿simplemente desaparecía? Busqué miradas cómplices para preguntarles qué pasaba, pero no las encontré. Recurrí entonces a la persona que tenía al lado y que había intentado evitar por ser policía. Le pregunté qué era eso, quiénes eran todas esas personas desaparecidas. Me dijo: «En México la gente desaparece y no conviene mucho andar averiguando». No puedo jurar que fueron esas las palabras exactas, pero sí que estuvieron cerca. No había sucedido #YoSoy132, ni los 43 de Ayotzinapa, ni el 20 de noviembre 2014, ni el asesinato de la Narvarte donde mataron a la querida y luminosa Nadia Vera. Ese día –visto ahora como presagio inocultable de la tragedia que vendría– cambió radicalmente mi percepción de México, de su policía, de mis amigos locales, de mis posibles enemigos locales, de mi pasaporte con visa yanqui, de los desaparecidos uruguayos.

José Arpino Vega. Nació en Melo, Cerro Largo,

el 7 de enero de 1927, obrero de la construcción

y adherente al Partido Comunista, fue detenido

en su domicilio en Delta del Tigre, el 18 de abril

de 1974. En la ocasión también fueron detenidos

su esposa Nélida Balao y su hijo Miguel, entonces

de 18 años de edad. (A todos ellos: 46)

En Uruguay la palabra desaparecido viene al lado de «desaparición forzada», «pasado reciente», «dictadura», «verdad y justicia», «Plan Cóndor», «madres y familiares». La desaparición forzada fue un método de la dictadura cívico-militar –que comenzó en 1973 y terminó en 1985– para secuestrar y asesinar ocultando sus cuerpos, en un plan coordinado internacionalmente, a militantes o civiles. Como herencia del proceso de «recuperación democrática» una Ley de Amnistía guarda, como en un cofre-fort, los secretos de los crímenes cometidos por la dictadura durante ese período; crímenes que atentaron contra la izquierda organizada y no organizada, contra la sociedad uruguaya, contra la vida. Desde el fin de la dictadura en 1985 se plebiscitó dos veces su anulación: en ninguno los votos fueron suficientes. En 2011 fue declarada la posibilidad de su inconstitucionalidad definida caso a caso (hasta 2013). Esto hace que salvo contadas excepciones los cuerpos no hayan sido desenterrados, los culpables no hayan sido juzgados. La democracia nos promete paz en el presente pero con la condición de vetar el acceso al pasado reciente. Secreto bancario y secreto militar, podría ser el eslogan del Uruguay contemporáneo, siempre for export. Hablar de desaparecidos en este puente aéreo, terrenal y afectivo de Uruguay a México implica reconocer muchas diferencias y mucha temporalidades desfasadas, que nos encuentran sin embargo pisando un mismo suelo. Y abajo.

María Claudia García de Gelman. Nació en Buenos Aires

el 6 de enero de 1957, casada, estudiante de la

Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad

de Buenos Aires y operaria en una fábrica de zapatillas.

Fue secuestrada junto a su esposo Marcelo Ariel Gelman

en la madrugada del 24 de agosto de 1976 por agentes de la

Secretaría de Informaciones del Estado Argentino (side) y

trasladados al centro clandestino de detención “Automotores Orletti”

de Capital Federal, Buenos Aires. (A todos ellos: 79)

En Uruguay los desaparecidos son una herida abierta: algo que nos sucedió y nos pesa en forma de silencio, la amenaza del pasado que tememos que regrese, sin darnos cuenta de que está presente. A veces aparecen hijos, bebés secuestrados por militares que a sus veinte, treinta o cuarenta años conocen la voz de la historia de su propia vida. En México la desaparición es un desangrar de todos los días que tiene como contracara la aparición: de fosas comunes, de cuerpos masacrados, de nuevas denuncias de desaparecidos, de amenazas para quien investiga, de cuerpos de periodistas y militantes muertos, de más y “mejor” policía.

En Uruguay todos los 20 de mayo se hace la Marcha del Silencio, convocada por Madres y Familiares de Detenidos desaparecidos y otras organizaciones. Uruguayos desaparecidos en Uruguay, argentinos desaparecidos en Uruguay, uruguayos desaparecidos en Paraguay, uruguayos desaparecidos en Chile, uruguayos desaparecidos en Argentina, niños secuestrados desaparecidos, nacidos en cautiverio desaparecidos. La manifestación consiste en marchar en silencio desde el Memorial de los Desaparecidos hasta la principal avenida, la 18 de Julio en el centro de Montevideo. Paradojas: la marcha por los desaparecidos es la marcha del silencio. La sutileza de la semiótica uruguaya ha decidido que performatizar este vacío es una forma de denunciarlo. Nos costó diez años de vuelta oficial a la democracia animarnos a salir a la calle a buscarlos sabiendo que no los encontraremos. Buscándolos nos buscamos. Buscándonos vemos atrás hacia adelante, como algunas culturas que señalan para atrás cuando dicen «futuro». En estos años de demora de la verdad algunos ya dejaron de quererla, golpeados por dos confirmaciones populares de la amnistía a los crímenes de lesa humanidad, golpeados por la indiferencia, golpeados físicamente y emocionalmente, apaleados. Lo llaman daño moral y el daño es ejemplarizante y deshumanizante. La llaman guerra de baja intensidad. En el presente, en que no paran de salir en los medios uruguayos que se animan a investigarlo y publicarlo, noticias de espionajes secretos, de militares de civil en las marchas, de archivos cerrados en casas de milicos, cabe preguntarnos si la guerra no continúa. En Uruguay no lidiamos bien con el disenso, con lo que rompe las cercanías (Real de Azúa, 1964). Este rasgo de nuestra personalidad política no se exhibe en los altares internacionales que adoran al Pepe Mujica, ex guerrillero, preso en la dictadura y presidente de la república cuando declaraba en 2014: «No quiero tener viejos presos. Viejos de 75, 80 años [...] No peleé para tener ancianos presos» (El País).

Mientras, marchamos de nuevo y de nuevo. Por nuestros desaparecidos del pasado y contemporáneos. Los brazos de las viejitas cansadas soltarán sus pancartas el día que se mueran. La fractura que durante la marcha es trazada por el cordón de la vereda, es la continuación del terrorismo que nos vive adentro. Adentro y fuera de la calle.

En Uruguay la noticia de una desaparición era recibida con dolor y también con algunas certezas: era claro que los militares estaban atrás; era claro lo que se rumoreaba de los secuestros, de las torturas, de los cuerpos cayendo desde aviones al Río de la Plata. Hoy en Uruguay nos duele el país de las desapariciones del pasado, ese de las «décadas oscuras», ese que se volvió sede de las políticas norteamericanas, ese antidemocrático. Pero también nos duele el Uruguay éste, el acá no pasó nada. En la pestaña de la página web de Madres y Familiares que dice «desaparecidos», se lee al hacer doble clic: «En revisión. (Estamos actualizando la información)». Paréntesis abierto.

Elena Quinteros Almeida. Nació en Montevideo el 9 de septiembre

de 1945, casada, de profesión maestra, militante del gremio de

estudiantes de magisterio y miembro del Partido por la Victoria del Pueblo.

Requerida por las Fuerzas Conjuntas en mayo de 1975. Fue detenida en su

domicilio, en Pocitos, el 24 de junio de 1976. Cuatro días después, fue conducida

por personal militar a las cercanías de la Embajada de Venezuela, donde se

suponía que tendría un contacto con alguien de su organización. Fue en esas

circunstancias que Elena Quinteros intentó penetrar en la sede diplomática,

para asilarse. Sus captores se tiraron sobre ella y la arrastraron nuevamente a

la calle, introduciéndola en un auto que se alejó rápidamente del lugar. (A todos ellos: 73)

Lo ominoso siempre es parte de la desaparición. Hay lenguaje en el silencio. El dispositivo de las manifestaciones interviene y nos potencia pero también se agota. Marchamos pero al silencio lo tenemos metido en la garganta y en los huesos. Un pueblo que imagina su propia impotencia disminuye efectivamente su potencia, y en es mismo acto alimenta el poder del miedo, de la amenaza, de los viejos y nuevos torturadores que miran desde sus casas, con sus hijos, con sus nietos. El silencio del terrorismo de Estado impune es un silencio bien diferente al de un velorio: acá no hay cuerpos ni certificados de defunción, no hay “causa natural”, no hay explicaciones. Hace días discutimos entre amigos: la ritualización de esta marcha del silencio quizás puede ayudarnos a hacer un duelo y construir identidad colectiva, pero ¿rinde homenaje a los desaparecidos en tanto luchadores? La ritualización de esta marcha le queda cómoda al poder político: vamos, marchamos, nos vamos. Quizá necesitamos copiar la estrategia mexicana y empezar a construir antimonumentos como los que se ven en el Paseo de la Reforma. Si el Estado es democrático será, pues, el terreno de lucha, y el presente la hora de retomar las batallas interrumpidas de nuestros desaparecidos. Familiares somos todos. La impunidad fractura y en nombre de la unidad solo crea grietas. Asumo en mi vida la continuación de sus vidas por otros medios.

A todos ellos se llama el libro donde familiares, madres, hijos o compañeros cuentan la historia de uruguayos que sobreviven bajo la etiqueta de «desaparecidos». Boletín de prensa: «El Estado mexicano incumple acuerdos hechos a familiares de víctimas de desaparición forzada y desaparición cometida por particulares e intenta la aprobación de una Ley General en la materia que garantiza mayor impunidad». En México el silencio tiene de apellido la palabra miedo. Hablar de desaparecidos es aumentar las posibilidades de ser uno. Así de simple. La desaparición es la suspensión de la vida, es el lenguaje de la muerte obstruido, es el vacío afectivo y legal de los cuerpos de los nuestros, es el lugar a la duda, que paraliza. La desaparición es el asesinato cobarde que esconde el cuerpo, la muerte que siembra herida y al mismo tiempo amenaza, la crueldad sin siquiera prueba de la crueldad, el silencio ciñéndose sobre todas las preguntas, sobre todos los ojos que miraron hasta que no miraron más, de lo que no podemos ver, de lo que necesitamos ver. El silencio es una forma de historiografía, una norma de convivencia pacífica, una aliada de la guerra. Es la respuesta del poder. La desaparición es el opuesto exacto de la política que, de acuerdo con Hannah Arendt, es la posibilidad de aparición en el espacio público. Es el terror deshumanizante por manos humanas. Las desapariciones duelen como los músculos de un cuerpo enfermo cuando intenta moverse; revelan que el hoy de la democracia es una enorme mentira cuya denuncia nos hace candidatos a la fosa, al despellejamiento, al presunto «fue crimen de narcos», a la presunta «fue una bala perdida», a la causa atribuida a «problemas amorosos» o «al delito que no para de crecer». Más seguridad. Cierra el círculo de la «dictadura perfecta»: de la justificada violencia de Estado y como Estado de excepción permanente. Sentimos estas llagas en el presente: somos los mismos, las mismas.

En México los desaparecidos son en presente y se muestran en pantallas y en el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas que integra «los datos de personas no localizadas obtenidos a partir de las denuncias presentadas ante la autoridad ministerial correspondiente». Las personas que permanecen sin localizar al 30 de abril de 2017 distribuidos por año son: 2007, 622; 2008, 800; 2009, 1,363; 2010, 3,155; 2011, 4,028; 2012, 3,264; 2013, 3,676; 2014, 3,921; 2015, 3,538; 2016, 4,670; 2017, 1,453. Unos veintisiete mil en los últimos diez años años con esa notoria alza desde el 2008-2009: gobiernos de Felipe Calderón (2006-2012) y Enrique Peña Nieto (2012 a la fecha).

Demasiados dispositivos se repiten entre el Uruguay de los setenta y el México actual: explicar la violencia estatal por la violencia guerrillera (o narco); acusar de revanchismo a cualquier intento de identificar y juzgar a los culpables; privatizar el dolor en la familia de las víctimas (y hasta la culpa); reciclar el miedo en el miedo a repetir la historia equiparando los reclamos de justicia a las acciones desestabilizadoras que supuestamente les dieron lugar (Álvaro Rico en “La suspensión del juicio”).

Se escuchan muchas cosas sobre los desaparecidos. Como si el silencio ayudara a que las especulaciones proliferaran. Para algunos son «los revoltosos que lo merecían», «los narcos que trabajaban para el gobierno», «el gobierno», «el Estado», «quién sabe». El desconocimiento da lugar al prejuicio, a la condena, al bajo sospecha, al por las dudas. México es un presente donde el terreno es campo minado: no se sabe dónde ni porqué ocurrirá la próxima desaparición. Es obvio que no podemos salvarnos solos.

«Odio a los indiferentes, vivir es tomar partido», dice Gramsci. Y tomando partido asumo la continuidad en mi vida de quienes «donde sea que estén», están. Las y los que nos recuerdan la existencia de tantas cosas no palpables ni visibles.

...te escribo porque, hace unos días, he decidido que para sobrevivir

quiero ser yo quien decida quién sigue vivo y quién está muerto.

Quizá es una manera muy tonta de escapar de la realidad, pero desde

el año pasado me doy cuenta de que no encuentro una manera de seguir

viva en vida en este lugar donde la impunidad y la injusticia son cada vez

más increíbles, o me convertiré en una muerta en vida más. Si ya la realidad

se ha vuelto una pesadilla, no encuentro en este momento otra salida que

inventarme otra. (...) ¿Por qué debería yo de asumirte muerta? Si estás más

viva que todos esos muertos que están en la presidencia, que el muerto que

te mandó a asesinar, que el que te asesinó, que los que mienten de la manera

más cínica sobre lo que te sucedió, que los muertos vivos que hace mucho o

quizás nunca han sentido lo que significa estar vivos vivos: amar, creer en

el bien común, luchar en contra de los abusos, hacer algo para y con los otros,

tener compañeros, tener ese brillo en los ojos que sólo aquellos vivos como tú

tenían en vida. Me pueden matar tu cuerpo, pero hoy decido que nadie me va

a matar tu vida. (.... ) Te iré contando cómo siguen las cosas, te escribiré a veces,

sin esperar respuesta, así te enteras de cómo nos va, si hemos logrado

organizarnos y cómo fue que logramos acabar con esto. Algún día espero

tenerte mejores noticias. [Carta inédita de Esthel Vogrig a Nadia Vera (1983-2015)]

La performance del silencio es una manifestación donde la historia habla. Dónde no fue encontrado el cuerpo. Quién no lo encontró. Quién estaba vivo cuando fue visto por última vez. Quién es este cuerpo quién sabe dónde. Quién es el hijo o la madre de este cuerpo jamás reencontrado. Cuánto ya no lo conoces. El ritual de la muerte y de la vida es el cuerpo y su ciclo. Somos animales y la carne se nos hace, aunque no nos guste, nuestra mejor aproximación epistemológica al mundo. Por eso necesitamos profanar nuestros propios cuerpos en muerte y si es necesario en vida. Exorcizarnos de una guerra que no nos representa, en la que estamos inescapablemente metidos, pero que no provocamos. No somos culpables. Todo lo que resiste toma al menos un poco de la forma de lo que resiste. La zanahoria de la historia sella el suelo de lo reprimido que no paramos de afirmar con nuestra corrida bruta e incesante, atropellada hacia no sabemos dónde. Los desaparecidos son nuestras muertes muriendo y nosotros pasándolo por arriba.

Decidí que estás viva. Decidí que estás vivo. Decidí que estoy viva. No es fácil amar lo evanescente y lo intangible. No es fácil amar la vida sabiendo lo cerca que está la muerte: como un amante al que se quiere “para siempre” incluso si te abandonara mañana. Es difícil no ceder a la tentación de la transparencia: lo que no se ve no existe en esta sociedad de imágenes, de apariencias, de transparencias que son nada más que escenografías. Pactos de silencios. El silencio no tiene párpados y por eso no podemos aislarnos del grito.

La cultura de la impunidad se impuso y es urgente rehumanizarnos, democratizar la democracia, recuperar las palabras, mandar a la mierda a las palabras, odiar la indiferencia sin llenarnos de odio, estudiar en modo aikidokas de la historia cómo usar las fuerzas en contra como fuerzas a favor. Dejar de buscar culpables entre nosotros y sacudirnos el terror, sacudirnos el miedo a ser los próximos, porque hay algo tan horrible como tranquilizador: no hay tanto que podamos hacer individualmente para decidirlo. Y hay mucho que podemos hacer colectivamente para decidirlo. No queda otra que luchar, pero la alternativa prescindente tiene poco sentido y no quiero que se me vaya en ella la vida.

Porque si seguimos marchando

y nos sigue doliendo

y seguimos llevando los carteles con esas caras

es porque nos negamos

a aceptar que su desaparición

es la desaparición

definitiva

del último intento de cambiar el mundo

* Artículo publicado recientemente en la Revista Tempestad, México

** Investigadora, creadora, bailarina en el área de danza contemporánea y performance. Licenciada en Sociología por UdeLaR, Master en Artes Escénicas por PPGAC- UFBA, Doctora en la Universidad de Michigan.

Colaboradora en la diaria e integrante del colectivo Entre http://entre.uy/

Referencias:

Campaña Nacional Contra la Desaparición Forzada en México. Hasta encontrarlos. Web: <http://hastaencontrarlos.org/>.

El País. “Mujica impulsa la liberación de militares ancianos”. 3 de Noviembre de 2014. Web. <http://internacional.elpais.com/internacional/2014/11/03/actualidad/1415046024_709927.html>.

Gramsci, Antonio. Odio a los indiferentes.

Madres y Familiares de Uruguayos. A todos ellos. Detenidos Desaparecidos. La Encuadernadora Ltda, Uruguay, Noviembre 2004.

Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos. Web.

Real de Azúa, Carlos. Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 2000.

Rebelarte; Delacoste, Gabriel; Naser, Lucía; Pérez Castillo, Santiago. Sobre la 22ava Marcha del Silencio.

Rico, Álvaro. “La suspensión del juicio. A modo de introducción”. En: Como votaron los partidos en el plebiscito contra la caducidad en 2009 y la historia contra la impunidad 2006-2013. 2014, Ediciones Trilce. Montevideo: Noviembre 2014.

Vogrig, Esthel. Carta inédita a Nadia Vera.

Paradoja. Campaña publicitaria del Frente Amplio en 1989.

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