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"Algunos de los cambios en la estrategia contrainsurgente vienen de la mano de un énfasis en he

Hemisferio Izquierdo (HI): La brutal ofensiva de la clase dominante materializada los sucesivos golpes de Estado y la instalación de dictaduras cívico-militares entre las décadas de 1960 y 1980 dejó secuelas profundas en la vida política de nuestros países que se proyectan hasta hoy ¿Cuáles huellas de la violencia política de este período todavía persisten en nuestras sociedades y cómo se manifiestan?

Silvina M. Romano (SMR): Considero que quedan más huellas de lo que suele notarse o de lo que suele asumirse tanto en los discursos como en las prácticas. Me gustaría referirme al vínculo entre la estigmatización y/o criminalización de la participación en ámbitos políticos y la actual “lucha contra la corrupción”, como parte de esta violencia política que se arrastra desde hace varias décadas. El “mejor no te metas” o “algo habrá hecho”, frases que marcaron el clima de las dictaduras cívico-militares y el terrorismo de Estado, aluden a la participación política: no te metas en política, algo habrá hecho: se metió en política. La ideología neoliberal, victoriosa en una batalla por las ideas que implicó la eliminación física de los “subversivos”, plantea entre otras cuestiones y de modo explícito, lo valioso del encerramiento en la vida privada, en el espacio privado donde la participación se concreta a través de la imagen de la realidad que brindan los medios de comunicación y/o redes sociales, no hace falta involucrarse. Es menos riesgoso consumir fragmentos de una pseudo realidad por televisión/facebook que estar en la calle. Este “privatismo civil” se legitima a partir del desprecio por la participación en espacios/actividades políticas. Así, el sindicalista, el militante de partido político, el militante de base, es denostado, despreciado por representar la idea de lo ineficiente, lo anticuado, y particularmente, lo “corrupto”.

Esto encuentra buena parte de su explicación en algunos de los ejes centrales del ajuste estructural: la despolitización del Estado y de la política, el apartamiento del Estado de las decisiones económicas (que deben ser regidas por la lógica del mercado), el achicamiento/debilitamiento de lo público. Como parte de este proceso que caló profundo en los ’90, se planteó la lucha contra la corrupción como mal endémico de los funcionarios, militantes, sindicalistas definidos como “corruptibles por naturaleza”. Pero esta bandera ha adquirido especial visibilidad en los últimos años de cara al reflujo de los gobiernos progresistas y retorno de las derechas a algunos gobiernos, como el de Argentina y Brasil. La lucha contra la corrupción se libra en defensa del “Estado de Derecho”, un Estado que debe ser administrado de modo eficiente y transparente por y para minorías que prometen “no aprovecharse de él” como aparentemente lo hacen las ignorantes/abusivas mayorías en períodos en que la lucha, la voluntad política y los factores estructurales confluyen en procesos de redistribución que implican la repolitización de la economía y del Estado. La lucha contra corrupción, que formó parte de ese ajuste de los Estados a favor del sector privado, las elites transnacionalizadas, las instituciones financieras internacionales, adquiere un nuevo impulso en la actual judicialización de la política que se extiende en América Latina para dirimir por la vía judicial la batalla que se podría perder en el campo de lo político: el Lava Jato, el caso de las coimas Odebrecht en Brasil, el caso Nisman en Argentina. No solo consolida la idea (de larga data, como vimos) de que los funcionarios, sindicalistas, militantes (especialmente pero no únicamente los vinculados a los gobiernos progresistas) solo se dedicaron a “robarle al Estado”, como viene machacando permanentemente la prensa hegemónica de la mano de las derechas. También se reinstala con mayor fuerza la idea de que toda la clase política es corrupta y por eso hay que meterlos a todos presos, como reza el Juez Moro a cargo del Lava Jato. Es una especie de “que se vayan todos” sentenciado desde aparatos judiciales que se vienen modernizando bajo asesoría del Departamento de Justicia estadounidense (país donde aparentemente sí funcionaría la justicia). Lo que debe señalarse es que lo más probable es no solo que no se vayan todos, sino que se quedarán aquellos que acuerden con y trabajen en pos de un Estado “eficiente y transparente”: técnicos, burócratas y empresarios que no llevan el estigma de la militancia, con escasa trayectoria en la política, o si la tienen seguramente está vinculada a espacios de derecha poco vinculados a partidos políticos, sindicatos y movimiento sociales que demandan justicia social. Este proceso de estigmatización y criminalización de lo político es una continuidad o resultado de las premisas del orden neoliberal instaladas a sangre y fuego por el terrorismo de Estado.

HI: Una característica trasversal de estos años fueron los procesos contrainsurgentes y la llamada “guerra sucia” llevados a cabo bajo influencia de Estados Unidos. En este marco ¿cuáles continuidades y rupturas se pueden establecer en la política externa de Estados Unidos para América Latina?

SMR: La continuidad más clara con la contrainsurgencia está inscrita en la “guerra contra las drogas” planteada por el gobierno estadounidense, institucionalizada a partir de finales de los ’90. El nuevo orden que siguió a la desarticulación de la Unión Soviética, incluyó una serie de nuevas amenazas, es decir, nuevos enemigos, entre los que se encuentran el narcotráfico, el terrorismo, el cambio climático y la pobreza. Todos reconocidos por la Comisión Trilateral como agentes de “desestabilización”. Pero rápidamente se hizo evidente que todas esas amenazas ocultaban al mismo enemigo: los subversivos, insurgentes, los sectores politizados y organizados, los pueblos en lucha. De modo que la continuidad de la contrainsurgencia se vincula también a la continuidad de la violencia política enunciada más arriba.

La guerra contra el narcotráfico materializada en el Plan Colombia impulsado desde EEUU, tiene epicentro en la zona andina del Cono Sur. Se desata allí el plan represivo no solo contra la guerrilla, sino contra cualquier sector o grupo que intente disputar el poder al Estado neoliberal. El despliegue militar, paramilitar, de “asistencia para el desarrollo”, no solo no disminuye el espectro de acción de los narcotraficantes, sino que profundiza los niveles de violencia y desarticulación del tejido social. Un ejemplo es la expulsión de campesinos generada por la fumigación de los cultivos para acabar con la producción de coca (vegetal que solo se transforma en cocaína gracias a los químicos producidos en países de la Unión Europea, como Alemania). El otro, son los falsos positivos y la naturalización de la actividad paramilitar. Este plan es “exportado” y se reproduce en otros proyectos como la Iniciativa Mérida, la Iniciativa Regional para la Seguridad de Centroamérica, entre otros, donde la violencia se ha incrementado notablemente, en particular, la perpetrada desde los aparatos represivos de estos Estados contra sectores que reclaman derechos económicos, sociales, ambientales, etc. (desde la masacre de Ayotzinapa hasta el asesinato de Berta Cáceres).

Estas tendencias marcan una suerte de continuidad con los inicios de la Guerra Fría. En aquel momento el objetivo de evitar la expansión del comunismo, en América Latina, se materializó en objetivos y planes específicos destinados a instalar una doctrina de seguridad hemisférica para garantizar la “seguridad” continental (léase: garantizar la seguridad de territorio estadounidense, así como el acceso y flujo de materias primas, combustibles y materiales estratégicos) y estandarizar las FFAA de América Latina de acuerdo a los cánones y necesidades del complejo industrial militar estadounidense. Para ello se necesitaba de gobiernos leales y dispuestos a alinearse a las premisas de seguridad y democracia enunciadas en el TIAR y la OEA. Aquellos que no lo hicieron, tuvieron que enfrentarse al despliegue imperial en todas sus formas: presión económica y extorsión, guerra psicológica, presión diplomática, intervención militar, etc.

Algunos de los cambios en la estrategia contrainsurgente vienen de la mano de un énfasis en herramientas de poder blando, que estaban presentes durante la Guerra Fría, pero que se tornaron aún más convenientes en el marco de las democracias liberales. Así, la asistencia para el desarrollo, incluido el financiamiento a ONGs, la definición de la agenda mediática, los intercambios estudiantiles y académicos, la expansión del modo de consumo estadounidense (desde la comida hasta las películas de Hollywood) se presentan como elementos muy adecuados para consolidar la reproducción de la ideología dominante. De esto se trata el “poder blando”: convencer a los demás de que “nuestro modo de vida es el mejor”, diría Joseph Nye, el que acuñó el concepto (asesor de Bill Clinton). Desde el gobierno estadounidense, especialmente a través del Departamento de Estado, se impulsan una serie de programas que incluyen esta batería de herramientas siempre dirigidas al mismo objetivo: lograr la alineación a los intereses del sector público-privado estadounidense y la red de poder transnacional que alimenta (que incluye empresas transnacionales, think-tanks, prensa, ONGs, organismos internacionales). El poder blando adquirió protagonismo en la era Obama y de la mano de Hillary Clinton como Secretaria de Estado, el lanzamiento de la política de las Tres D (diplomacia, defensa y desarrollo) fue el corolario de esta idea. Lo interesante, es que precisamente durante la gestión Obama, Estados Unidos se vio implicado en procesos que aparecieron como contradictorios (en un primer momento) con respecto a la política de paz y negociación que en apariencia buscaba implementar: el golpe a Chávez en el 2002, la desestabilización de Bolivia en el 2008, la desestabilización de Ecuador en el 2010, el golpe de Estado a Zelaya en el 2009, el derrocamiento de Lugo en 2012, el derrocamiento de Dilma Rousseff en 2016, el permanente asedio al proceso de cambio en Venezuela. En todos esos procesos las agencias del gobierno estadounidense que operan de modo abierto o encubierto han dejado huella. Sin dudas prevalecieron estrategias de poder blando que a mí parecer se incluyen en lo que podríamos denominar una guerra psicológica de amplio espectro, cuyos objetivos no difieren sustancialmente de los planteados durante la Guerra Fría (contención/aniquilación de la insurgencia, desestabilización/derrocamiento gobiernos no alineados, promoción/imposición de democracia y desarrollo de mercado), aunque sí encontramos matices en cuanto a herramientas e implementación (sobre todo considerando los avances tecnológicos; por ejemplo, la “red de redes” –internet– amplió exponencialmente los alcances del espionaje).

Pero en esencia, el establishment de política exterior de EEUU (Departamento de Estado, Pentágono, capital transnacional) sigue concibiendo a América Latina como fuente de materiales estratégicos y recursos vitales para el desarrollo de su complejo industrial militar y la expansión de la economía estadounidense como la garantía de “su seguridad”. El poder blando opera a favor de la reproducción de la ideología dominante, pero respaldado por un poder duro, un poder “real”, que está siempre listo para ser activado en caso de que peligre el logro de los objetivos. Esto ha quedado claro en la Operación Freedom II, del Comando Sur para intervenir en Venezuela “en caso de que sea necesario”. Esta articulación entre poder duro y blando es bien resumida por el ex Comandante del Comando Sur, Gral. John F. Kelly (actualmente jefe de gabinete del gobierno de Trump), quien asegura que a los latinoamericanos “les gustan nuestras cosas, les gustan nuestras cosas sean de Waltmart o productos militares. Les gusta comprar cosas estadounidenses” [1] .

Es importante aclarar que este resumen de las continuidades y rupturas del modo en que opera el imperialismo estadunidense en la región no supone la existencia de un poder homogéneo ni omnipotente. Por el contrario, se trata de estrategias de una potencia en crisis interna y en disputa por espacios y recursos a nivel global, en un contexto más amplio dado por un capitalismo en crisis. Y eso es preocupante porque exacerba la “rapiña” por esos recursos. Pero no es omnipotente, porque como lo demostraron varios gobiernos de corte progresista, hay maneras de poner límites a la injerencia estadounidense: desde el cierre de bases militares hasta expulsión de diplomáticos y agencias estadounidenses, o las experiencias emprendidas en conjunto por organismos regionales, como la UNASUR, que discuten el paradigma de seguridad centrado en la “guerra contra el narcotráfico”. La repolitización de los Estados y de la economía, la recuperación de la soberanía o el cuestionamiento del paradigma de seguridad, experimentada en estos últimos diez o quince años, son el mejor ejemplo de que ha habido cambios desde América Latina. En la actualidad, con el giro a la derecha de gobiernos como el de Argentina y Brasil, el retorno de la anti-política y la ortodoxia, esos cambios y logros pasan a un segundo plano, pero no desaparecen. Tal vez esa es la fantasía del establishment estadounidense sobre la región: de que los pueblos olvidarán esos avances y que de paso olvidarán la trayectoria de EEUU en la región. Allí apunta la batalla librada por el poder blando y respaldado por el Comando Sur. Pero la trayectoria por la emancipación de América Latina muestra lo contrario, con idas y vueltas, ciclos de auge y de retroceso, la lucha sigue.

* Silvina M. Romano es Investigadora del CONICET en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad de Buenos Aires. Forma parte del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG). Es Dra. en Ciencia Política, Licenciada en Historia y Licenciada en Comunicación por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Especialista en relaciones de Estados Unidos con América Latina.

Notas

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