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Por: Sandino Núñez

Humanidad 2.0: el capitalismo alcanza su concepto


Ilustración: Diego Rivera: "El hombre cotrolador del universo", mural, 1934.

1.

Sabemos, con Marx, que el capitalismo no es más que un modo de producción, un modo histórico de producción. Esto es, un qualunque, un sistema económico entre tantos modos o sistemas posibles. Ese bautismo, esa determinación le confiere al capitalismo una positividad que lo hace pensable y decible, y que lo recorta del continuo natural y neutro de la economía en tanto universal abstracto, de la economía como dimensión irreductible de toda práctica humana. Así, la positividad particular del capitalismo debería pensarse, en principio, contra la actividad negativa singular de un sujeto (que, para el caso, coincide con el nombre propio Marx, o con el proletariado marxiano) que lo determina, lo niega, lo escribe, lo teoriza y lo piensa políticamente, es decir, que lo arranca de la naturalidad y la neutralidad (la universalidad abstracta) desde la cual ejerce, sin esfuerzo, su cerrada hegemonía. Esta es, por antonomasia, la operación de la ideologiekritik: mostrar como histórico aquello que tiende a ser espontáneamente entendido como natural y eterno. Pero aquí es donde la neutralidad vuelve para enrarecer la dialéctica entre lo positivo y lo negativo. Esta necesaria determinación-positivización del capitalismo corre un riesgo grave: no puede pensarse como un modo (positivo) de ser sin que se filtre el fondo de neutralidad de un ser sin modos: el principio de producción y la propia lógica económica como universales abstractos, sin historia. Y el giro perverso es que este neutro “ser sin modos” es una abstracción que solamente puede provenir del propio saber enactivo, experiencial o maquínico del modo histórico de producción capitalista. Es el saber de lo real inherente al mundo capitalista, el saber enactivo del cuerpo capitalista —y por tanto podría y debería ser entendido, negativamente, como negatividad. Pero esto no ha ocurrido bien, y entonces la neutralidad del ser sin modos se pone a funcionar simplemente como el telón de fondo sobre el que emerge la positividad de los modos históricos del ser. Ahora, integrada la neutralidad al sistema de lo positivo, la positividad del capitalismo no aparece contra la operación negativa del pensamiento teórico (del proletario, o de Marx), sino que se recorta sobre la neutralidad abstracta de la economía y la producción: el contenido positivo del lenguaje es objetado (el capitalismo es un modo de producción injusto, explotador, acumulativo, paranoico, etc.) pero sólo para consagrar la ontología de ese mismo lenguaje inscripta sordamente como neutralidad: hay por lo menos un modo no capitalista de producción, por lo menos un modo de ser de la economía que no es capitalista, en el cual la economía y la producción se deslizan sin patologías sobre el suelo neutro de la teoría. El capitalismo aparece entonces no como el modo político en el que el sujeto dice y determina la neutralidad abstracta de la economía, sino como un simple modo de ser de ese ser sin modos que es la economía. Así, el capitalismo ha vuelto a interponer su cuerpo en el lenguaje que pretendía criticarlo, pero no ya como la positividad de un modo de ser ni como la negatividad de una ideología, sino como el chasis neutro en el que se apoya ese lenguaje. El engaño entonces, si es que puede hablarse de engaño, no está en la representación ideológica de la realidad, sino en la realidad misma como representación práctica o enactiva. Se trata de un engaño de lo real, similar al que atormentaba a Descartes. Y este engaño es una recaída: consiste en no poder mantenerse en lo negativo, en no poder resistir la tentación de criticar y superar al capitalismo como modo histórico del ser económico, utilizando los principios neutros y la lógica técnica de la propia economía política, o del ser amodal, ahistórico o natural de la economía o la producción.

El capitalismo “alcanza su concepto”, en el mundo contemporáneo, precisamente en la generalización y globalización de la economía como lógica neutra y abstracta de intercambio, producción, rendimiento, eficacia, perfeccionamiento y acumulación. Ahí la lógica enactiva del capital (y no las ideologías nacidas de las relaciones capitalistas de producción, el sujeto “detrás” de la máquina técnica) parasita y coloniza todos los sistemas y todas las esferas: la vida, la naturaleza, la política, lo social, la verdad y el conocimiento, la educación, etcétera. Ahora el capitalismo es el mundo. Y por eso, como se ha observado, es más sencillo imaginar el fin del mundo (un meteorito, el cambio climático, las explosiones solares, las invasiones zombis) que pensar la superación de un simple modo histórico de producción. Eso se debe a que el capitalismo es un modo histórico de producción, pero la lógica del capital no. La lógica del capital es la neutralidad, la nube inercial, abstracta, opaca y viscosa, que nos constituye y determina “por dentro”. Y eso revierte, claro está, sobre la positividad misma: el capitalismo entonces ya no es “un simple modo histórico de producción”: es la ontología neutra que lo posibilita, lo sostiene, lo protege y lo hace durar, es decir, aquello que al provenir de él como “representación enactiva”, lo lanza, idéntico a sí mismo, al momento siguiente, y en ese movimiento lo enraíza y lo confirma. Tentado por una especie de facilismo diría que las relaciones sociales son simbólicas o ideológicas mientras que las relaciones técnicas son enactivas: el capitalismo “alcanza su concepto” cuando la dinámica neutra y la lógica real de las segundas absorbe completamente a las primeras.

No hay, obviamente, entre la positividad o la solidez del modo de producción capitalista (la máquina técnica de producir valor de cambio) y la nube neutra de la ontología del capital (la circulación como el funcionamiento perpetuo de esa máquina), una relación del tipo base (técnica, económica, productiva)/superestructura (cultural, ideológica, teórica), como dos positividades que deben ser articuladas. Tarde o temprano, aunque esa articulación se diga o se quiera dialéctica, siempre habrá una instancia positiva (la base, para el diamat) que va a aparecer como la verdad de la otra. Debemos pensar esta “articulación” más bien como un continuo neutro-positivo o positivo-neutro, como ya hemos dicho: una neutralidad que es siempre ya positiva y una positividad que es siempre ya neutra, enlazadas en una fuerza de resistencia que siempre impide, retarda o arruina la potencia negativa del pensamiento. Si algún interés hubiera aún en cierta disputa por las palabras y los ismos, diría que hay que situar en este punto el verdadero materialismo: no en la creencia en cosas, objetos o relaciones independientes del pensamiento y las prácticas (la creencia ingenua —y para mí, profundamente idealista— en un ser sin modos, sin lenguaje y sin historia, o su contrapartida, que sostiene que solamente hay modos históricos de decir), sino en la aceptación de un real irrepresentable (neutro, enactivo, técnico) que es condición de posibilidad de toda actividad de representación y que al mismo tiempo es lo que la impide y la arruina.

2.

Voy a repetir que el entendimiento realiza su operación de abstracción formal (la potencia absoluta, dice Hegel) sobre una abstracción real (Sohn-Rethel) que ya había ocurrido en las actividades prácticas de las personal (la vida, el trabajo, el intercambio, etc.). Lo expreso de otro modo: la objetivación de algo como la realidad y su separación del lenguaje instrumental que la dice, la denota o la significa, inscribe siempre ya un saber enactivo de prácticas o actividades o técnicas sociales y socializantes. Esa inscripción de la actividad subjetiva en el centro mismo de la objetalidad del objeto no puede ser representada sin que todo el sistema de la realidad y de los objetos se arruine. Para poner las cosas en una secuencia un poco artificiosa, podría decirse que vamos del saber enactivo, de una especie de memoria corporal o de memoria técnica de las prácticas que nos socializan, a la objetalidad y objetividad de un ser y un mundo que pueden ser conocidos o dichos en el lenguaje. Y esa memoria corporal o técnica, zócalo de la representación, queda inscripta en toda la estructura como un remanente sin representar. Es una neutralidad práctica que “vive” en la positividad formal de ese mundo objetivo que el entendimiento conoce y mide. Cada vez que el entendimiento sintetiza un enunciado de conocimiento objetivo, en realidad conoce sus propias operaciones, sus propias técnicas y sus propias prácticas, que se confirman permanentemente y se incrustan cada vez más profundamente en la objetividad misma de la verdad, como una especie de fuga maníaca, impidiendo la aparición de Das Negative.

Desde esta perspectiva es razonable observar que en la modernidad no se construye un mundo objetivo (que el entendimiento “ve”) sino más bien una máquina o un sistema tecno-económico global de conexiones, prótesis, herramientas, instrumentos e interfaces sujeto-objeto —con la máscara de un mundo objetivo—. Pero esta máscara de objetividad no es una “operación ideológica” que se agrega luego, sino que es constitutiva, es necesaria (“la ilusión objetivamente necesaria” de la que habla Marx en el capítulo sobre el fetichismo de la mercancía). La objetividad misma (el concepto de objeto o de leyes objetivas) es parte de la interfaz histórica sujeto-objeto. El sujeto ha quedado siempre ya inscripto en la objetividad. O quizás: la negatividad (del sujeto) ha quedado sepultada, como neutralidad (enactiva, funcional, técnica), en la positividad (del objeto). La negación no ha tenido la fuerza o la paciencia suficientes para traer a la neutralidad al campo de las prácticas del sujeto. Así, esta condición de positividad, este modo en el que el mundo se nos aparecía como objetalidad universal inmediata, en la modernidad clásica (digamos), todavía parecía empujar a una intervención negativa directa, siempre excesiva o insuficiente o prematura —y quizás eso ha sido una parte decisiva del problema de la tradición crítica al modo de producción: la invisibilidad de la neutralidad real de la tecnología. Todavía era posible interponer un recurso interpretativo ante un mundo que estaba ahí, como un deslumbrante paisaje objetivo: idola, “visión del mundo”, representación o discurso, proyección de un sujeto, ideología o síntoma legible sin residuos, una especie de hermenéutica o semiótica o psicoanálisis social. Se buscaban sentidos profundos y secretos, reprimidos, ocultos y velados por la superficie de las conductas, los discursos o los propios objetos. Entonces la dimensión técnica, la interfaz como punto indeleble y fundante de toda representación, la relación funcional entre el cuerpo y la máquina, esa neutralidad ergonómica y enactiva envolvente en la que la máquina es cuerpo y el cuerpo es máquina, se perdía, suspendida en un cortocircuito entre la objetalidad natural, helada y asignificante (el paisaje de los objetos, la distancia entre el ojo y el funcionamiento objetivo del mundo), y la representación como proyección de un sujeto sobrenatural cargado de sentido, intenciones e intereses. En una primera instancia la máquina técnica es o bien vivida simplemente como una realidad natural que siempre ha estado ahí, o bien interpretada como la escena de un otro (clases dominantes, ideas hegemónicas) que se impone o nos engaña. He llamado a esta instancia interpretativa “simbolización prematura”: nuestra crítica cultural clásica al capitalismo parecería haber cometido el “error” de historizar antes de tiempo, parecería haber reaccionado en una especie de exceso hermenéutico, en una especie de derroche de sentido ante el mundo glacial y asignificante del objeto.

Pero hoy, entiendo, estamos en una instancia ulterior: ya no estamos parados ante el paisaje de la objetividad natural (y eterna) del mundo y la realidad, sino, otra vez, sumergidos en el ambiente o respirando el aire de la neutralidad natural inmediata (y eterna) del saber-funcionar, de lo enactivo y de nuestras propias prácticas técnicas y tecnológicas. Ya no “vemos” el mundo sino que funcionamos en el mundo de acuerdo a los principios económicos básicos incuestionables que rigen a todos los sistemas o a todos los juegos (pericia, desempeño, rendimiento, resultados) y de acuerdo a los modos y a las lógicas técnicas más apropiadas (táctica, estrategia, previsiones, cálculos). La realidad no es ya el distante paisaje de los objetos o la enorme máquina del universo, sino el funcionamiento mismo del todo, y específicamente, nuestra propia interfaz con ese funcionamiento global: la adaptación, la evolución técnica, la resonancia de lo real del cuerpo con el todo. Si en la era tecnológica temprana de la modernidad (siglos XVI y XVII) habíamos ido, en la abstracción real, desde las prácticas y el funcionamiento al paisaje visual de la objetividad, ahora, en el ambiente capitalista tardío, parece desandarse ese camino: volvemos una vez más a las prácticas, al funcionamiento y al saber-funcionar. La gran diferencia es que ahora esa enactividad y ese saber-funcionar crea un nuevo campo de objetividad, una “objetividad de segundo grado” que desplaza al anterior del centro de interés, y que al mismo tiempo lo presupone y lo realiza como una nueva neutralidad. Ya no contemplar y describir la objetividad del funcionamiento de la máquina del universo o desnudar y revelar su esencia o su verdad, sino modelizar operativamente nuestra propia participación en ese funcionamiento, dar una entidad sustancial al saber-funcionar para operar directamente sobre él con el propósito de completarlo, mejorarlo y perfeccionarlo. Estamos en una pragmática extrema que incorpora al lenguaje como fenómeno de código y a la teoría como una consola de control, en una posición de instrumentalidad radical: todo lenguaje y toda teoría obedece inmediatamente a una lógica de gestión, ajuste, corrección y perfeccionamiento de la interfaz, de la acomodación y del saber hacer.

3.

Si la definición de ideología se asociaba habitualmente con la frase marxiana “no lo saben pero lo hacen”, hoy habría que completar esa frase: “no lo saben pero lo hacen, porque lo saben hacer (y por eso lo siguen haciendo)”. O el cristiano “(Perdónalos Señor) no saben lo que hacen”, en no saben lo que hacen, pero saben hacerlo. Ahora el problema no es el misterio de qué es o qué significa o qué sentido tiene eso que hacemos (y que no sabemos, negativamente), sino la certeza (positiva) del propio saber-hacer (neutro), el saber técnico de nuestras prácticas sensorio-motrices expresable como un campo de conocimiento operacional objetivado (tecnología). La neutralidad de la técnica se ha vuelto directamente positiva —y ahí se consagra plenamente la abstracción tecnológica. El saber hacer técnico ahora se maneja y se potencia como un saber saber hacer tecnológico: la neutralidad de la interfaz y de las acomodaciones enactivas ya no se abstrae en la construcción de un mundo objetivo sino que se objetiva y se prolonga ella misma, explícitamente, como un sistema de conocimiento práctico directamente accesible al propio usuario en la forma de un prospecto, de un mapa o de una consola operacional. Un par de ejemplos extremos (aunque bastante evidentes) pueden resultar útiles.

a) Do it by yourself. La convocatoria neoliberal (o pos-neoliberal, para el caso importa poco) a las fuerzas productivas y al trabajo en términos de adaptación al nuevo ambiente o máquina o sistema o juego de un mercado global, reintroduciendo en la matriz tecno-económica, ya como operadores o agentes o distribuidores de economía, a aquellos que han quedado del lado malo de la máquina y a aquellos que podían llegar a vivirse y a pensarse como alienados en y por la máquina, fue verdaderamente simple e inspirada. Cantidades fabulosas de dinero provenientes de organismos multilaterales y de organizaciones internacionales de asistencia destinadas a fomentar a las micro y a las pequeñas empresas, a estimular el espíritu de emprendimiento, a cruzar ese espíritu en clusters de minorías o identidades descontentas (emprendimientos para madres solteras, para afrodescendientes, para mujeres solas, para comunidades altersexuales), que se sintetizan siempre en el comando o la consola técnica de la economía como conocimiento objetivo de las reglas del juego del mercado. Todo reforzado y apoyado en un incesante sermón de autoayuda protestante (que se estribilla en la educación, en la publicidad, en los medios, en los Estados), lleno de “se puede”, de operadores o agentes circulando por el sistema (operadores proactivos o reactivos, según sean buenos o malos), siempre provistos de una consola práctico-operacional que permite una especie de bricolaje adaptativo de autosuperación o de autoconstrucción (de reactivos a proactivos, y de proactivos a más proactivos), de resiliencia y de superación de las dificultades, de aprendizaje de los errores y reconocimiento de las oportunidades, de desempeño, rendimiento, plan, proyecto, viabilidad, ejecución, previsión, riesgo, márgenes de error. El sueño de no tener dueños o patrones, de manejar técnicamente mis propios recursos y mis propios instrumentos de producción, de ser en suma el gestor de mí mismo, de administrar mi tiempo y mi beneficio, se parecía a la libertad y a la felicidad en un mundo que había extendido a escala global y a la vez microscópica el ambiente agonístico del mercado, el intercambio y los negocios. Todos y cada uno de los cuerpos provistos del objeto mágico: la consola tecnológica desde la cual el cuerpo real puede manejar, mejorar y corregir su desempeño y su rendimiento. La desproletarización y la lumpenización técnica de la fuerza de trabajo fue brutal en todos los niveles. El trabajo y el capital ya no eran fuerzas contradictorias (desde una perspectiva técnica nunca lo han sido): ahora podían trabajar cooperativamente para conducir al todo al bienestar y a la excelencia. Aunque después de la explosión todo quede exactamente en su viejo lugar (el viejo patrón que explota mi cuerpo como fuerza de trabajo es ahora un cliente al que le vendo mis servicios), lo que ha ocurrido es una diseminación masiva y global de la economía que es al mismo tiempo una concentración narcisista y microscópica del cuerpo que trabaja, produce o comunica, ensimismado en la verdad técnica definitiva de su propio saber-hacer y saber-funcionar. El capitalismo podía ser un momento histórico positivo, pero la lógica del capital es plenamente neutra. El cuerpo deja entonces de ser una fuerza y una potencia (negativa), e incluso deja de ser un objeto (positivo), para pasar a plantearse plenamente como fórmula (neutra), como algoritmos y operaciones. Como un mapa de acupuntura que releva los puntos que pueden tocarse, estimularse o inhibirse para lograr el resultado necesitado o deseado. Eso es lo que hemos llamado consola operacional: el comando desde el cual manejar remotamente las operaciones de todo el sistema. Una consola neurológica: todo el ser humano (lo que siente, lo que hace, lo que cree, lo que piensa) puede ser descrito y manejado como un sistema de interacciones electroquímicas complejas que ocurren en el cerebro. Una consola genética: todo el ser (su estructura, su desarrollo, sus propensiones, sus aptitudes, sus competencias) puede ser descrito y manejado como un sistema que surge de la combinación de unas pocas proteínas. Una consola energética o una consola conductual: todo el ser se describe y se maneja como un sistema de circulación de energías de distinta procedencia, intensidad y complejidad (hábitos alimenticios o sexuales, socialización, comunicación, etcétera). El cuerpo como operador positivo de economía ha sepultado al clásico malestar negativo del sujeto alienado, porque la tecnología es la consola o el control mágico que nos ha sido obsequiado como un espacio virtual o transicional neutro en el que las actividades y prácticas del cuerpo se perfeccionan, verifican y son devueltas al propio cuerpo, permanentemente, en la forma del placer inerte, sordo y elemental de la pericia y la destreza.

b) Simbolectomía. El otro ejemplo, se comprenderá, no es sino otra forma de decir el mismo. Sabido es que el llamado al sexo en términos de placer tiene como contrapartida inevitable una especie de aislamiento laboratorial de la función reproductiva. Y al revés también es cierto. A pesar de la promesa de un goce desterritorializado, o de plantear todo en una descripción técnico-mecánica capaz de exorcizar, con su incesante luz incolora, los fantasmas traumáticos y vergonzantes que arrastra la sexualidad desde el siglo XIX, y que ensombrecen, mitifican o moralizan algo que debería consagrarse sencillamente al propio cuerpo (el placer o la reproducción, sin el pivote de la sexualidad), en realidad dispara y articula la malla fina y brutal de la disciplina y el orden, tanto en el mercado reproductivo como en el pornográfico. Hay mapas obsesivos de las perversiones en la literatura pornográfica (¿con qué se excita usted?, ¿viejas, adolescentes, animales, mierda, asiáticas, niños, voyeurismo, incesto, tortura?); hay realización de fantasías estandarizadas al uso del consumidor como disfraces o roles; hay sexólogos y autoayuda, gimnasias posturales inverosímiles, toys y gadgets y prótesis mecánicas o químicas orientadas a mejorar el rendimiento y a incrementar la duración y la profundidad del momento de placer; hay prácticas siempre ritualizadas y ceremoniales como alimentación afrodisíaca, aprovechamiento de los recursos energéticos, grupos o manadas que comparten o toleran mis fantasías y por tanto alivian, amortiguan y distribuyen horizontalmente el peso de mis tensiones, angustias y responsabilidades, etcétera. Y hay por otro lado, ciertamente, un impecable mercado sci-fi de la reproducción y la fertilización asistidas, de mapeos genéticos, de técnicas farmacológicas u hormonales de inducción a la ovulación, de inseminación artificial, de fecundación in vitro, de gestación subrogada y alquiler de matrices, en fin. Con la coartada de liberar tanto al cuerpo del placer como al cuerpo reproductivo, e incluso, y sobre todo, de liberar a uno del otro, se ha promovido y gestionado una operación tecnológica extrema y brutal: la ablación o la amputación de la sexualidad freudiana como instancia que articulaba simbólicamente al placer y al mandato reproductivo, esto es, que ligaba —en la negatividad de la idea, el concepto y el sentido— al campo de lo instintivo, lo animal o lo precultural, y al de lo social entendido como la instrucción del Gran Otro. Separada del mundo fabuloso de la orgía, la voluptuosidad o la perversión polimorfa, y del mundo burocrático de la demanda autoritaria del orden y la reproducción (y de la reproducción del orden), la sexualidad simbólica se aísla y se pierde como un ornato literario innecesario y delirante, con sus fantasías religiosas de trascendencia, deseo, amor y pecado, con sus miedos y sus vergüenzas, con sus sublimaciones y sus metáforas. Y desligados de su responsabilidad simbólica, los grandes campos del placer y de la obligación se positivizan y uniformizan en lo real tecnológico, en un ideal neutro incestuoso de desempeño y saber-funcionar. Así terminamos por vivir en el corazón del orden tecnológico del biopoder. Sin sexualidad, sin amor, sin conceptos y sin relatos, sin esa negatividad simbólica subjetiva en la que deben comparecer el placer y la reproducción, el instinto y el mandato social, tanto el placer como la reproducción se convierten en una simple y asfixiante militancia tecnológica abstracta y obsesiva del cuerpo por el cuerpo y para el cuerpo. Por un lado, pura experiencia vital sin lenguaje y sin significación, y por otro, puro orden y funcionamiento sintáctico muerto, instrucciones, reglas y protocolos positivos sin sustancia vital. Y, una vez separados, ambos son entregados, como objetos reales, sin herida negativa, sin daño y sin duelo, al juego radical de la intervención tecnológica y económica. Aquí se sepulta el sueño antropológico de Freud. El de la célula germinativa que abandona la comodidad del organismo que funciona y vive, replegado en la neutralidad del principio del placer y en los automatismos de la sobrevivencia, y sale en busca de la plenitud perdida, al encuentro de esa mitad que la complete como un llamado o un destino, y que mientras dura esa búsqueda, ese deseo de completud, mientras se estira el riesgo absoluto de estar inexorablemente lanzada, salida, siempre ya en marcha, sin saber con certeza qué ha dejado atrás y qué la espera, aparecen el duelo, el lenguaje, la historia y la civilización, el saber de la incompletud, la conciencia, la negatividad que abre el automatismo a un sentido que ahora modifica y organiza retroactivamente todo el proceso, introduciendo lo necesario allí donde no parecía haber sino el campo continuo de lo inevitable. Lo que ocurre entonces es una neutralización tecnológica de ese relato, una especie de cauterización de esa herida y de ese lenguaje. Es más placentera la redondez neutra del organismo y la vida, que el desamparo lúcido y desgarrado de esa mitad sin completud. La magia del estímulo, contagiosa e inmediata, evita e impide el lento rodeo de la construcción social del amor o del deseo.

El punto terminal del biopoder es una especie de renuncia racional-pragmática definitiva al entreverado oscurantismo de las fantasías históricas, sociales o colectivas. O, menos que una renuncia, es, mejor, un abandono o un alejamiento de las relaciones sociales que nos entrega plenamente a la neutralidad misma de la máquina de la producción y a las relaciones técnicas. ¿Por qué insistir con los relatos y los mitos sublimes o vergonzosos, religiosos o malditos, sobre el amor, los hijos, el pecado, la vergüenza, lo aterrorizante, etcétera, si podemos ir directamente a la consola de lo real, y estimular tal o cual área del cerebro, tal o cual glándula, tal o cual circuito neuronal o ecuación electroquímica, para obtener el resultado de la reproducción, el placer, la avidez, el trabajo, etcétera?, ¿por qué oscurecer filosófica, metafísica o religiosamente a la política con supersticiones nihilistas como la Idea, el sujeto, la soberanía, la conciencia, el alma, la ideología, etcétera, si en definitiva podemos plantearla en términos de realpolitik o de administración positiva o gestión pragmática y tecnológica de la economía territorial de los cuerpos y de la vida?, ¿por qué convertir la educación en la “tarea imposible” de subjetivar o politizar los cuerpos, si podemos plantearla directamente como una capacitación, una disciplina o un adiestramiento del cuerpo para conseguir su adaptación técnica a la máquina de la producción, el trabajo, la circulación y el capital?, ¿y por qué, en suma, habrían nuestras vidas y nuestros cuerpos de tener algún sentido o significar algo, si se miden en términos de salud, adaptación, funcionamiento y rendimiento, es decir, si su verdad chata e incesante es su valor tecnológico y su valor de cambio?

4.

Lo que sigue será, por fuerza, especulativo y provisorio. ¿Qué es la transformación social en un mundo que, dentro del propio itinerario del capital, parece ya haber alcanzado el viejo ideal de la vulgata marxista, esto es, un mundo que parece haberse desembarazado de las relaciones de producción para liberar una máquina global y abstracta de fuerzas productivas y relaciones técnicas en el movimiento neutro de la economía, es decir, en el “movimiento objetivo” del propio capital? ¿Cómo actuar en un mundo que ya no es capitalista sino que es el capital mismo (el capital neutro, pleno e inocente, sin el “ismo”: pura circulación sin la positividad de la determinación histórica, y sin la negatividad de un sujeto capitalista que imaginábamos como un fantasma o una voluntad o una psicología detrás de la máquina de la producción y del consumo)?

En primer lugar, salirnos del eje de las viejas oposiciones político-ideológicas parece ser estrictamente necesario. Progresistas y conservadores, liberales y dogmáticos, y sobre todo, izquierdas y derechas, parecen ser ya completamente incapaces de recortar algún aspecto relevante del movimiento de este mundo que nos constituye, nos determina y nos domina. Parecen profundamente ingenuas, y, llegado el caso, casi ridículas —cuando se hacen en nombre de una legítima inquietud política— las preocupaciones izquierdistas por el futuro de la izquierda, o las alarmas por el avance de las derechas, o el reproche por el abandono o la claudicación por parte de las izquierdas seculares de sus antiguos ideales de igualdad y distribución justa de la riqueza, etcétera. Derechas e izquierdas no parecen ser ya sino dispositivos perfectamente capaces de alternarse sin violencia en la gran máquina económico-tecnológica del gobierno como simple administración o gerencia de la vida y el cuerpo del capital, que coincide con la vida y el cuerpo de los individuos y de la masa. Ya ha quedado atrás, si es que tuvo lugar alguna vez, aquel tiempo en el que los Aparatos Ideológicos del Estado “interpelaban-constituían a los individuos en sujetos” (Althusser): el agujero abierto por el sujeto se ha ido cerrando en la positividad de los cuerpos y los dispositivos, en la inmanencia del funcionamiento, los sistemas y los juegos, en el continuo vida-economía. Cada vida un operador de lo Vivo Superior: el capital. Cuando para socialdemócratas y medios liberales suenan las sirenas de la catástrofe luego del Brexit, luego del triunfo de Trump, luego de la avanzada de la derecha recalcitrante y regresista en Europa, luego del fin de la “era del progresismo” en América Latina, etc., hay que considerar que quizás esos movimientos no son sino espasmos defensivos y reaccionarios del capitalismo ante la estampida desterritorializada del propio capital. E incluso —seamos paranoicos por un segundo— son una contraestrategia extorsiva del propio capital global: se ofrecen como una muestra de lo que será el “destino populista” del mundo en caso de que no se refuercen los consensos democráticos y tolerantes sobre el axioma de la liberación tecnológica de todas las fuerzas, del comercio absoluto y la circulación ilimitada de cuerpos, dineros y mercancías. Ahora debe ser claro que el fin del consenso democrático es el fin del mundo, ya que no hay “afuera” de ese consenso, no hay mundo: hay una especie de penumbra patológica infantil de orgullos nacionalistas, de sueños geopolíticos expansionistas de hegemonía y control, de provocaciones y beligerancia nuclear, de agresividad brutal y contaminante de industria y combustibles fósiles, de líderes autoritarios payasescos y destructivos, de totalitarismo y corrupción. Llamemos a ese consenso Humanidad 2.0, tomando la expresión de tantos éxitos de boletería (como el libro de Steve Fuller). Aclaremos, como si hiciera falta, que Humanidad 2.0 no es, acá, una profecía entusiasta o apocalíptica, no es una promesa o una amenaza de lo por venir: es el acuerdo fáctico acerca del propio Capital como mecanismo tecnológico-natural automático. Humanidad 2.0 es un capitalismo que ya ha alcanzado su concepto y se ha disuelto microscópica y globalmente en lo real, desplazando a las formas primitivas del capitalismo ideológico, doctrinario o político.

La transformación social no puede plantearse en términos de lucha entre sujetos constituidos ideológicamente. Se parece más a la lucha contra una máquina real, o contra la maquinidad misma, contra una pulsión. Solamente hay sujetos en la medida en que la lucha de clases adquiere su forma elemental: un “sujeto” que encarna en forma pasiva e inerte el movimiento tecnonatural de la economía, contra otro sujeto que representa una potencia teórica negativa para decir y subvertir el movimiento mismo, el propio funcionamiento de la máquina. Llamemos política a esa potencia. Entonces entendemos que lo que está en juego es mucho más profundo que la derrota o la victoria de una doctrina o una ideología, o la hegemonía de un modo político sobre los otros: es la derrota de la propia política. O quizás: es la resistencia de la idea política en el arrastre automático e incesante (desarrollo, progreso, evolución, adaptación) de la vida, la tecnología y la economía —las patas en las que se apoya el sistema Humanidad 2.0. Y eso quiere decir, obviamente, que la política no puede pensarse como un modo de gobierno (democracia, partidos, representación, parlamento, poderes), ni como una tecnología o un medio o una herramienta para mejorar la calidad de la vida de las personas (gestión tecno-económica). La política debe considerarse como un pensamiento, un lenguaje, o si se prefiere, una teoría, que nos obligue y nos permita pensar y plantear preguntas sobre “vida”, “mejorar”, “calidad de vida”, etc.

Hay un punto político entonces en el que la transformación social no debe pensarse en términos de lucha ni de poder. La lucha carga inevitablemente su coreografía ansiosa y pragmática de posiciones, conquista, tácticas, estrategias, alianzas, recursos, acumulación de fuerzas, oportunidad, etc., y es necesario plantear el acto político al margen de esa lógica que, en última instancia, es el enemigo en su forma más pura. En este punto tenemos que considerar la lección radical de Descartes en la Meditación 1. Él dice: “tengo que acometer una vez en mi vida, con seriedad, la tarea de destruir todo lo que he aprendido hasta ahora. Pero, pareciéndome enorme esta empresa, he esperado para realizarla alcanzar una edad que fuera lo suficientemente madura (…), y eso me ha llevado a diferirla tanto que siento que ya no puedo perder en deliberar el (poco) tiempo que me queda para actuar”. Actuemos ya, pues, no hay tiempo que perder: Descartes es un hombre de acción. Dicho esto, se encierra (su “espíritu está libre de toda urgencia y ha conseguido reposo tranquilo”), y al cabo de un tiempo emerge con la buena nueva: Yo pienso. Parece lo contrario de lo que convencionalmente entendemos como acción. Pero no nos engañemos: Descartes ha sido ingeniero, físico, inventor, militar, matemático, geómetra, músico, profesor. Sabe exactamente qué es la acción; sabe qué es la urgencia, la incesante demanda pragmática de la vida, la lucha y el poder. Su aparente “inacción”, la suspensión de ese tiempo urgente y ansioso que lo engancha y lo arrastra, es la verdadera acción en su versión más radical. Y esa acción (la destrucción) ocurre “al interior” del sistema simbólico: nada se ha movido de su lugar aparente, pero nada volverá a ser lo mismo, porque yo (sé que) pienso.

Las partículas de Humanidad 2.0 se mueven e interactúan incesante e ilimitadamente dentro de lo que Bill Gates llama un “capitalismo sin fricciones”, esto es, las fuerzas pulsionales y aideológicas del mercado, la tecnología, el trabajo, la creatividad, la sobrevivencia, el desarrollo, etc. Entonces, “hacer algo” contra ese mundo asumirá por fuerza la forma de una quietud aparente, de una suspensión (stillstand) de la lógica y del tiempo técnico del desempeño y del saber hacer. Se comprenderá que con esta observación no estoy proponiendo la retirada a especie de círculo filosófico-especulativo, un club inglés donde discutir formalmente las nociones de sentido común con el objetivo de limpiarlas de ambigüedad y de ideología hasta lograr otros consensos más amplios y firmes que los anteriores. La teoría (y la política) va inherentemente contra toda apropiación consensual: empuja la neutralidad de las nociones comunes hasta hacer aparecer el orden ontológico neutro que las sostiene, haciéndoles decir algo totalmente nuevo, algo distinto a lo que han venido diciendo por toda la eternidad. ¿Será necesario decir que la negatividad de este “acto político” es de una violencia profunda y radical? En primer lugar porque inevitablemente va a mostrar que el “enemigo de clase” que aparece en la primera línea de combate, aunque suene raro u oscurantista, soy yo mismo: es mi propio cuerpo, mi propia vida, mi propio saber-hacer (todo el juego enactivo de los automatismos adaptativos), el “gen económico-tecnológico” que los organiza y sobreordena. O, en otras palabras, que mi fantasía y mi deseo (aunque aparezcan como deseos o fantasías de liberación, o incluso anticapitalistas) están ya inscriptos en la realidad, y que la realidad ya está inscripta en mi fantasía. Es esa doble inscripción lo que debemos enfrentar.

Entonces la política es “un fin en sí misma” (Badiou) o bien es nada. O menos que eso: es el instrumento para una especie de bricolaje sociotecnológico perpetuo, es la consola o el control desde el cual cada partícula puede manejar por sí misma su funcionamiento, los distintos aspectos de su propia interfaz funcional con el todo, su convergencia técnica con la megamáquina o el superorganismo —su fuerza, su energía, su conducta, sus opiniones, sus actitudes, los momentos adecuados para liberar energía o retenerla, para producir o crear, para divertirse o descansar. Humanidad 2.0, la máquina perfecta, cierra su circuito porque ahora la lógica global es la misma que la que rige la vida de cada partícula. El mismo principio enactivo pragmático de competencia, adaptación y perfeccionamiento que me mantiene vivo y en lucha es la propia pulsión de la máquina del capital global sin fricciones.

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