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  • María Inés Moraes*

La cuestión agraria en el Uruguay. Una reflexión a partir de la historiografía


Imagen: Mapa Jesuita de 1850, poublicado en Furlong, Guillermo (1936): Cartografía jesuítico del Río de la Plata. Editorial Peuser. Buenos Aires.


Tenemos en el Uruguay una tradición muy rica de historia rural. Seguramente por la centralidad de la producción agraria durante buena parte de nuestra historia económica, la pregunta por el origen de las estructuras agrarias del país, así como su posterior trasformación en el tiempo, concitó el interés de equipos destacados de historiadores, especialmente durante la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, el tema perdió atractivo en algún momento cercano al final del siglo, y apenas ha tenido algunas contribuciones recientes. A veces escucho, en clase y fuera de ella, frases y opiniones que son consecuencia lógica de una narrativa histórica concreta, repetida un tanto mecánicamente. En este texto, que no es académico y por eso mismo evita expresamente las citas y detalles eruditos a riesgo de excesiva simplificación, se ofrece un punto de vista sobre la forma en que los historiadores han mirado el pasado rural del Uruguay, y se reflexiona sobre la interacción entre las presiones del presente y la formulación científica.

Los historiadores del siglo XX ayudaron a construir un relato, o mejor dicho un conjunto de relatos, sobre las estructuras agrarias del Uruguay, sus orígenes y sus trasformaciones posteriores, especialmente aquellas ocasionadas por el desarrollo del capitalismo en el campo. Ese conjunto de relatos, que constituye algo así como una gran narrativa sobre la historia agraria uruguaya, tiene algunos puntos nodales que le dan identidad. 1. Es una narrativa centrada en la ganadería y el latifundio ganadero.


La agricultura ocupa un lugar secundario, y tanto la actividad agrícola como sus agentes son colocados de entrada en un papel de menor importancia, ya sea porque el uso del suelo es más ganadero que agrícola, o porque el peso de la producción ganadera en el VAB del sector y de la economía en su conjunto, ha sido históricamente mayor que el de la agricultura. Es elocuente que en el siglo XX se publicaron no menos de tres libros cuyo título o sub-título es “historia de la ganadería en el Uruguay”, y apenas una (brevísima y escrita por un agrónomo) historia de la agricultura uruguaya. Por lo tanto, la historiografía ha ofrecido un relato sobre los orígenes coloniales de la gran propiedad individual, así como sobre los primordios de la actividad ganadera en el territorio, donde unos y otros suelen aparecer como responsables de un desarrollo agrario muy primitivo y de relaciones sociales semi-feudales en el campo, que frecuentemente inhibían el progreso tecnológico, y también el desarrollo de los cultivos. Cuando finalmente, a partir del último cuarto del siglo XIX, se desarrollaron formas capitalistas de producción en el campo, se ha sostenido que la persistencia del latifundio ganadero de viejo tipo lastró el futuro del capitalismo.

2. Es una narrativa que ha insistido que “en el Uruguay no hubo campesinado”.

Esta afirmación a menudo es fundamentada en la inexistencia de población indígena de hábitos agrícolas, así como del predomino ganadero recién mencionado, que habría hecho del gaucho la figura social prototípica. La narrativa habitual es que hubo que importar inmigrantes de la periferia europea para formar colonias agrícolas en el siglo XIX, ante la aversión de la población rural nativa a los hábitos del arado y la coyunda. No obstante, aunque en distintos idiomas teóricos, todos los historiadores de relieve han compartido la noción de que hasta el último cuarto del siglo XIX la producción agraria revestía un carácter pre-capitalista. En términos teóricos parece difícil sostener la noción de un sistema agrario pre-capitalista sin campesinos, es decir, sin unidades productivas donde el objetivo principal que orienta la toma de decisiones es la subsistencia de la familia, y donde los principales brazos que sostienen el proceso productivo son los del núcleo familiar. La historiografía uruguaya resolvió esto dándole centralidad al gaucho, un sujeto que es hábil en la ganadería pero rechaza ponerse a cultivar, y que además no gusta de establecerse. Los historiadores identificaron y estudiaron la presencia de “agregados” o figuras similares adentro de las estancias hasta la aparición del alambrado, pero la interpretaron como un tipo especial de mano de obra, relacionada con un dueño de la tierra mediante relaciones salariales imperfectas, no plenamente capitalistas, ya que al agregado, además de pagarle un salario (o a veces en lugar de él) se le permite criar un pequeño rodeo propio, armar su rancho en un rincón de la estancia, plantar su alimentos. El relato no ha visto que una figura así ofrece un caso típico de producción campesina, por cierto, visible en casi todas las economías agrarias pre-capitalistas del mundo. Del mismo modo, la historiografía uruguaya del siglo XX no consideró campesina la producción de los ocupantes sin títulos, fueran agricultores o pastores, que finalmente vino a ser iluminada por el foco analítico de la historiografía colonial argentina.

3. Es un relato que asumió sin problematizar un cierto recorte territorial del análisis.

Con referencia al período colonial usó la noción de “Banda Oriental”, sin tener suficientemente presente que la misma no era una unidad ni administrativa ni económica. Esta operación no fue inocua en términos analíticos. Por seguir ese recorte espacial en su análisis, los historiadores del siglo XX dejaron fuera del relato a protagonistas de primera importancia, como los pueblos misioneros de Yapeyú, San Borja, San Miguel y San Nicolás, que eran dueños de prácticamente todos los territorios entre el Río Negro y el Ibicuy. Además de ser sus poseedores, estos pueblos y sus habitantes organizaron y explotaron con sus propias manos los pastos, los ganados y las aguadas al norte del Río Negro. Y si bien el del norte del Río Negro era un espacio ganadero, no se organizaba en torno el latifundio de propiedad individual, si no en torno a formas comunales de propiedad, parecidas en su condición jurídica a las que existían durante el período colonial en toda la región hispanoamericana allí donde había indios vasallos del Rey. Por lo demás la organización de la producción, los mercados de consumo y la mano de obra empleada eran muy distintos de los del sur del Río Negro. El mundo misionero rural era completamente diferente del que se organizaba en torno a las chacras y estancias de propiedad individual en la jurisdicción de Montevideo, en Maldonado o en Colonia, tanto en su estructura y sus lógicas como en el recorrido histórico que le tocó cumplir. 4. Es un relato, finalmente, que tiende a poner al campo uruguayo en el banquillo de los acusados.

En términos generales cuenta la historia de unos sectores de actividad (la ganadería y la agricultura) que por razones diversas pero complementarias no constituyeron ámbitos dinámicos, ni en lo económico ni en lo social. Desde el punto de vista económico, tanto la estructura productiva de neto predominio ganadero, como la estructura de la propiedad territorial cristalizada en torno al binomio latifundio/minifundio, redondearon la imagen de un empresariado rural de baja capitalización, escasa o nula propensión innovadora, más bien dado a conductas rentísticas y a favorecer, con sus productos, una inserción internacional de periferia dependiente. Podría decirse: un grupo de agentes que no estaba a la altura de su rol de burguesía nacional. Del lado de los explotados, los asalariados rurales y los minifundistas de tipo familiar, tendieron a ser considerados víctimas que en la generalidad de los casos contaban con escaso poder efectivo para contrarrestar y resistir a los poderosos del sistema.

Esta forma de ver la historia del agro uruguayo tiene mucho que ver con la época en que fueron escritos los principales libros que le dieron cuerpo. Entre 1940-1970, por diversas razones que no hay espacio para desarrollar aquí, el sistema político uruguayo discutió en los partidos y en el Parlamento diversas propuestas de reforma agraria que apuntaban contra el latifundio ganadero improductivo, identificado por analistas de diversas tiendas como el gran responsable de muchos males. El atraso tecnológico, la despoblación rural, la pobreza rural y el conservadurismo político y social (de patrones y de asalariados) eran considerados un resultado directo de la presencia generalizada y ominosa de la gran propiedad territorial. Toda la ciencia social uruguaya de la postguerra, y posiblemente de todo el siglo XX, tuvo en el anti-latifundismo un consenso que traspasaba barreras teóricas y disciplinarias. Durante la década de 1960 vino a sumarse a este consenso la versión más nueva, y también más radical, de anti-latifundismo, que tras consumarse la revolución cubana, identificaba la reforma agraria con el comienzo del fin del capitalismo. No es extraño, por lo tanto, que los relatos de los historiadores mantuvieran la centralidad y condena del latifundio individual cuando proyectaron su mirada hacia el pasado, en tanto que dejaban fuera de su campo visual aquello que no estaba en la agenda de su presente. No cabe ninguna censura especial sobre esta fuerte sensibilidad de los historiadores de la segunda mitad del siglo XX a la presión del contexto, puesto que quizás la historia intelectual de todas las épocas podría escribirse como la historia de la relación entre una época y una agenda de investigación. La simple verdad es que la ciencia no es pura ni los historiadores estamos a salvo de nuestros condicionamientos sociales. Pero aceptar esta verdad sin dramatismo no es lo mismo que encogerse de hombros.

Desde una perspectiva de izquierda se hace imprescindible, en mi opinión, reconocer que los relatos que nos han sido puestos a disposición durante nuestros años formativos deben ser sometidos a un análisis crítico, antes de usarlos para fundar puntos de vista políticos. Pero sobre todo, se hace necesario hacerse cargo de las formas de mirar que la tradición de izquierdas tiene en el Uruguay, y de las inconsistencias que pueden llegar a producirse cuando se quieren sostener los mismos discursos a lo largo de las décadas. A modo de ejemplo se enumeran abajo cinco contradicciones o inconsistencias que surgen cuando, desde una perspectiva de izquierda, se aplican los criterios valorativos implícitos o explícitos en la narrativa histórica comentada antes, a la realidad presente.

I. En la segunda mitad del siglo XX el pensamiento crítico (incluso el que no se identificaba como de izquierda, caso de la CIDE) exigía la superación del estancamiento histórico del sector agrario, al que se le reclamaba en primer lugar, mayor dinamismo económico. Incluso la reforma agraria era planteada por los sectores desarrollistas como un instrumento para lograr ese objetivo. Con ese mismo criterio hoy deberíamos aplaudir las tasas de crecimiento sectoriales mayores que las del PIB registradas en años recientes, la afluencia de capitales de la región y del mundo a la actividad agropecuaria, y el conjunto de innovaciones tecnológicas que han modificado radicalmente los paisajes agrarios del pasado, hasta hacerlos casi irreconocibles. II. En la segunda mitad del siglo XX el pensamiento crítico reclamaba a gritos que el agro se capitalizara, que aumentase su dotación de capital por unidad de superficie, en otras palabras, que abandonara lo que entonces se consideraba una inaceptable extensividad de la producción. Hoy las altísimas dotaciones de capital por hectárea han expulsado los sectores con menor capacidad de ahorro y acceso al crédito, además de presionar sobre el medioambiente. Pasamos de reclamar más capital a descubrir que una mayor capitalización habría de tener efectos distorsivos en la estructura empresarial, la sociedad rural y el medioambiente. III. Prácticamente durante todo el siglo XX los sectores progresistas del país (empezando por el batllismo del 900) le pidieron a la agropecuaria uruguaya que disminuyera la entonces llamada “monoproducción” ganadera y diversifique el uso del suelo, especialmente, dando cabida a los cultivos. No pocos batllistas e izquierdistas soñaban con pasar un arado por encima del latifundio ganadero. El desarrollo de los cultivos en los años recientes cobró tal magnitud que hoy la ganadería extensiva está en retirada, y ahora se reclama la supervivencia y cuidado de una actividad que hasta no hace mucho fue literalmente aborrecida por intelectuales y políticos de izquierda. IV. El pensamiento de izquierda del siglo XX identificó en la clase alta rural el segmento más irreductible del pensamiento y la praxis conservadora del Uruguay moderno. Los grandes estancieros fueron vistos como una oligarquía terrateniente, católica y reaccionaria que, vinculada por lazos de parentesco y sociabilidad con banqueros y exportadores, bloqueó la legislación laboral para los trabajadores del campo y en general cerró filas frente todas las reformas modernizadoras del país. En cambio hoy apenas empezamos a tener una caracterización de los nuevos capitalistas del agro uruguayo, que han desplazado a la vieja oligarquía del Uruguay moderno a un lugar menos relevante y fácil de encasillar. Lo poco que vamos sabiendo gracias al trabajo de periodistas y académicos sobre los nuevos dueños de la tierra y el capital invertido en el campo, hace empalidecer el poderío de la antigua clase alta rural. De algún modo, el tono catastrófico que es habitual en cierta retórica política, parece que no ayudó a calibrar la magnitud relativa del poder económico de la élite rural criolla. V. En la época que los historiadores uruguayos construyeron la narrativa comentada arriba, el pensamiento de izquierda no estaba sensibilizado con los problemas de la sustentabilidad ambiental del desarrollo agrario, ni tampoco con la cuestión del medioambiente en general. Por el contrario, predominaba un enfoque que buscaba estimular el “desarrollo de las fuerzas productivas” hasta completar el desarrollo capitalista que tanto costaba destrabar. Hoy en día la cuestión ambiental debería tener la centralidad analítica que en la década de 1960 tuvo el latifundio, y una reforma agraria (en caso de querer defenderla) quizás no debería fundamentarse en las razones pragmáticas de la productividad, ni de socialización de los medios de producción, sino en un enfoque de derechos, y quizás, de soberanía.

A modo de síntesis, y también de provocación: ¿por dónde pasa la cuestión agraria en el día de hoy? ¿Cuáles son los temas que se deben estudiar si se quiere contribuir a una práctica política de transformación de la realidad? Para contestar esa pregunta es preciso animarse más que nunca a innovar en la agenda de investigación sobre temas agrarios. En vez de seguir el ancho surco dejado por nuestros maestros y seguir cazando latifundistas del siglo XIX en el siglo XXI, hacer dos ejercicios que son, cada uno de ellos, un acto de valentía. El primero consiste en volver trasparentes las demandas del presente sobre la agenda de investigación histórica, para que dentro de unas décadas, cuando los futuros murguistas del oficio se topen con un texto de 2016, sepan de primera mano la motivación que tuvieron sus autores para escribirlo. El segundo consiste en animarse a ejercer el famoso pensamiento crítico, poniendo en práctica la única crítica que de veras tiene mérito, que no es la que se hace sobre “los otros” de nuestro universo político, sino sobre el “nosotros” al que pertenecemos y de dónde venimos. En este sentido, es hora de reconocer que la tradición intelectual de la izquierda uruguaya, posiblemente por dónde reclutaba a sus cuadros, ha sido ferozmente urbana y ha tenido dificultades importantes para entender lo agrario y lo rural. Hay mucho por hacer.


* Historiadora y Doctora en Historia Económica. Docente de la Facultad de Ciencias Sociales y de la Facultad de Ciencias Económicas y Administración de la Universidad de la República.

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