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  • Magdalena Broquetas*

¿Y las derechas dónde están? Un recorrido histórico por el Uruguay del siglo XX


Imagen: Federico Murro


Uruguay y el acentuado complejo de derecha


Cualquier abordaje sobre la derecha se topa con la dificultad de consensuar una definición lo suficientemente abarcativa en relación a qué entendemos por tal, cuestión que a su vez es inseparable de lo que llamamos izquierda. A esto se suma lo que comúnmente se denomina “el complejo de derecha”, que ha restringido en gran medida el uso del término en las autoidentificaciones. Es poco frecuente que los actores sociales se reivindiquen “de derecha”, en ocasiones negando la existencia de esta dicotomía ideológica o prefiriendo otros calificativos, como “conservadores”, “nacionalistas” o “tercerposicionistas”, por nombrar solo algunos de los más utilizados en el siglo XX. A diferencia de las izquierdas, se trata de una identificación que le atribuyen los otros.


En el caso uruguayo esto es aún más complicado: a la conocida reticencia de las derechas a autodefinirse como tales se suma un sentido común que niega o relativiza su existencia. Durante décadas se ha insistido por diversas vías en la “excepcionalidad” del país y la ausencia de una “verdadera” derecha en comparación con los países vecinos y algunos espejos europeos. Sin embargo, la actual coyuntura, marcada por el fin del ciclo de gobiernos progresistas, el ascenso de nuevas derechas en América Latina y la fuerte expansión de las derechas extremas en Europa, nos recuerda que durante todo el siglo XX éstas han tenido un protagonismo social y político que no se ha correspondido con su peso en la agenda historiográfica y el estudio de sus ideas, prácticas y proyectos a mediano y largo plazo. En los últimos años, de la mano de la consolidación de un campo de estudios regional y global, varios trabajos han procurado desandar el camino de la “excepcionalidad”del Uruguay y la invisibilización de sus derechas.


Estas contribuciones parten del concepto plural de “derechas” (al igual que las izquierdas) y reconocen la dificultad para alcanzar una definición en relación a qué son las derechas o qué elementos las unen en tanto familia política. Es posible hablar de derechas liberales o antiliberales (en función del vínculo mantenido con la democracia multipartidaria), moderadas o radicales (lo que remite a su disposición en relación al empleo de la violencia) o definirlas atendiendo a los ámbitos en que se ubican o a quienes la componen (derecha político-partidaria, religiosa, social, militar, empresarial, etc.). Sin embargo, a efectos analíticos, existe cierto consenso en torno a la idea de que la derecha, a pesar de su heterogeneidad, presenta como elemento común el consolidarse en reacción a factores que percibe como amenazantes. Esto puede ser el fortalecimiento de las izquierdas y sus programas igualitarios y liberadores o de otros fenómenos que sacudan el orden establecido. Es por ello que el camino más fiable para el estudio de las derechas parece ser el análisis en sus distintos contextos históricos, procurando identificar los elementos (los reales pero también los imaginados o sobredimensionados) y los aliados que influyen en su vigor o en su debilidad.


En este artículo propondré un breve recorrido histórico focalizado en la presencia, los cambios y las permanencias de las derechas uruguayas en el siglo XX, apuntando a demostrar que, aunque no siempre se hayan identificado con el concepto, en el transcurso de la centuria diversas fuerzas sociales transitaron por los andariveles de las derechas enmarcadas en distintas vertientes ideológicas, enfrentando “enemigos” de turno y labrando tradiciones transmitidas entre generaciones.



Derecha y democracia: un vínculo pragmático


En las tres primeras décadas del siglo XX la derecha reaccionó contra el programa reformista impulsado por el batllismo, probablemente la experiencia de gobierno de izquierda más radical que experimentó la sociedad uruguaya hasta el presente. Lo paradojal fue que esta derecha integrada por las clases altas, poderosos grupos económicos y la Iglesia Católica (todos ellos con un bagaje ideológico contrario al igualitarismo y reticentes ante la participación de las masas en la vida cívica) fue la gran defensora de la democracia política que se consagró en la Constitución de 1917 con la aprobación del voto universal masculino. Sin embargo, se trató de una opción meramente circunstancial y los fundamentos de la democracia política fueron vulnerados tan pronto ésta dejó de ser una garantía para el control que esos grupos ejercían sobre el gobierno. En 1929, ante un nuevo impulso reformista del batllismo -creación de nuevas empresas estatales y obtención en 1930 de la mayoría en el Consejo Nacional de Administración, una de las dos ramas del Poder Ejecutivo Colegiado- la vida democrática pasó a ser un escollo para los intereses de estos sectores que impulsaron una ofensiva golpista.


La de 1930 fue una década de oro para las derechas uruguayas en la medida que recobraron el control del gobierno y desplegaron su actividad en un contexto regional e internacional favorable. En 1933 el Presidente Gabriel Terra dio un golpe de Estado, amparado en un acuerdo con sectores de ambos partidos mayoritarios y con el apoyo de las gremiales empresariales y los grandes propietarios rurales.


El terrismo gobernó hasta 1938 y, aunque fue permeable a la influencia de los fascismos europeos, mantuvo notorias diferencias con los regímenes fascistas que proliferaron en Europa y América. El elenco terrista manifestó simpatías por los fascismos pero estuvo alejado de ellos en sus realizaciones políticas. Por otra parte, el fascismo italiano, pero sobre todo el falangismo y luego el franquismo, despertaron fuertes simpatías en pequeños grupos de jóvenes burgueses e intelectuales uruguayos que en el transcurso de los años treinta fundaron diversas agrupaciones, numéricamente poco significativas y con escasa proyección social. En esta década lo más significativo fue que Uruguay no permaneció al margen de la cultura transnacional fascista y, en efecto, las derechas partidarias, de tradición liberal conservadora, compartieron una forma de ver el mundo y ciertos valores de época con las agrupaciones antiliberales. Entre las actitudes y creencias compartidas más extendidas se encuentran algunos señalamientos a las debilidades de la democracia liberal, el anticomunismo, la xenofobia, el antisemitismo o la condena al igualitarismo. Sin embargo, no se reconoce bajo el terrismo un rechazo concreto al parlamentarismo y pluripartidismo, ni un proyecto viable de consolidación de un Estado corporativo.


Así pues, hasta los inicios de la Guerra Fría vamos a encontrar una derecha elitista, integrada casi exclusivamente por las clases altas y representante de sus intereses, contraria a la masificación y popularización de la política. Se trata de derechas asimiladas dentro y representadas por los partidos políticos mayoritarios -Nacional y Colorado- que desde los años treinta albergaban bajo un mismo lema un amplio espectro de sectores que iban desde la izquierda hasta la derecha. Sus posiciones acerca de la democracia oscilaron entre su adopción pragmática y el rechazo a esta forma de gobierno asociada con el liberalismo en crisis.



La derrota de los fascismos: del antitotalitarismo al anticomunismo.


Después de la Segunda Guerra Mundial, al consolidarse la Guerra Fría, en simultáneo con el declive mundial de los fascismos y el ascenso de Estados Unidos como nueva potencia hegemónica, la cultura política dominante era otra y el mapa local de las derechas había cambiado. Ya no había lugar público para las diversas modalidades de fascismos y extremismos, ni para la crítica antidemocrática. En toda América Latina, este marco fue propicio para el desarrollo de derechas “demócratas” y “liberales” y la construcción de enemigos “antidemocráticos” identificados con diversas manifestaciones de comunismo, nacionalismo y populismo.


Sin embargo, ni las derechas extremas se habían extinguido, ni los actores de época manejaron una noción monolítica sobre lo que debía ser la “democracia”. En este marco surgió algo nuevo en materia de derechas: el movimiento ruralista fundado por Domingo Bordaberry y liderado por Benito Nardone. Sus principales enemigos, compartidos con la derecha política, fueron el batllismo quincista –con su política proteccionista de la industria- y un movimiento sindical que había crecido considerablemente después de la guerra. Su base social estuvo conformada fundamentalmente por las capas medias y bajas rurales. Como ha señalado Alción Cheroni, el ruralismo es un buen ejemplo de movilización tutelada, un modelo reaccionario que incorpora la participación de las masas pero controlándolas y evitando su desarrollo político autónomo.


Para las elecciones de 1958 el ruralismo, incorporado a la arena partidaria, pactó una alianza con el herrerismo que le permitió alcanzar la mayoría en el Poder Ejecutivo colegiado de la época. En los años siguientes, la coalición gobernante desarrolló un programa liberal en lo económico y conservador en lo social. Durante los dos colegiados con mayoría nacionalista (1959-1967) se afianzaron algunas tendencias que se transformaron en constantes en los sucesivos gobiernos de Pacheco y Bordaberry: criminalización de la protesta social y estigmatización de los movimientos sociales (con la correspondiente exaltación de un discurso antisindical); numerosos intentos por introducir modificaciones jurídicas en materia represiva o restricción de libertades individuales; insinuaciones de golpe de Estado y arengas a las Fuerzas Armadas para que ocuparan nuevos roles; modernización de las fuerzas policiales y militares.


Vista desde esta perspectiva la llegada de Jorge Pacheco al gobierno supone un hito en la consolidación del autoritarismo, pero no estrictamente un punto de inflexión en relación al proceso político transitado desde los tempranos años sesenta. Por cierto, si bien Pacheco fue un hombre del Partido Colorado, el movimiento que se organizó en torno a su figura tuvo mucho de continuidad con respecto al ruralismo. Entre los elementos aglutinantes sobresalen: apoyos sociales en común (empresarios, gremiales patronales, sectores populares -rurales en el primer caso y urbanos en el caso de Pacheco- y capas medias no politizadas, militares y policías), el lugar preponderante otorgado a los técnicos y a las soluciones técnicas; estrechos vínculos con las Fuerzas Armadas y con el gobierno de Estados Unidos; un imaginario compartido en relación al “enemigo interno” y al diagnóstico de decadencia nacional (en ambos casos asociado a izquierdas partidarias, movimiento sindical, movimiento estudiantil, manifestaciones culturales “foráneas” y partidos políticos); constante apelación a y la defensa de las “masas”, entendiendo por tales a las mayorías silenciosas y despolitizadas.



Más allá de los partidos: las organizaciones anticomunistas de la Guerra Fría


Desde los últimos años de la década de 1950 y hasta el golpe de Estado de 1973 el conglomerado de derechas se nutrió también de numerosos grupos y movimientos que hicieron política por fuera de los partidos. Esto no representó una originalidad uruguaya, sino la repercusión local de un fenómeno característico de la Guerra Fría, reconocible en otros países sudamericanos y a nivel global.


Por un lado surgieron organizaciones autodefinidas como “demócratas”, embarcadas en la defensa del orden establecido, entendido como occidental, capitalista y liberal. Se trató de grupos que profundizaron la militancia anticomunista de las organizaciones antitotalitarias de los años cuarenta, incluso antes de que la Revolución Cubana se transformara en el centro de los temores de las derechas latinoamericanas. En simultáneo proliferaron agrupaciones identificadas como “nacionalistas” que se mostraron defensoras de una tercera posición, como la reivindicada por los movimientos neofascistas ubicados contra el comunismo pero también en la vereda de enfrente del liberalismo (Frente Estudiantil de Acción Nacional Movimiento Nacionalista Montonera, Movimiento Nacionalista Revolucionario y Cruzada Patriótica Revolucionaria, entre otras).


En ambos casos el combate al comunismo ocupó un lugar central en sus preocupaciones aunque esto no significara unanimidad en los diagnósticos o formas de lucha a adoptar. Las organizaciones “demócratas” (entre las que figuraban por ejemplo la Liga Oriental Anticomunista, ALERTA, la Organización de Padres Demócratas, el MEDL o la JUP) se dedicaron fundamentalmente a la vigilancia ideológica de docentes y estudiantes de la enseñanza media y universitaria, empleados públicos y parlamentarios y diplomáticos. También impulsaron campañas para promover leyes que establecieran actividades y grupos “antinacionales” o para orientar la política exterior en contra del bloque soviético. Entre sus actividades fueron frecuentes los contactos con instituciones de la región y de alcance global que perseguían fines similares, como el Comité Interamericano de Defensa del Continente, la Asociación de Naciones Cautivas y Liga Anticomunista Mundial. Si bien desarrollaron militancia al margen de los partidos, sus integrantes tuvieron vínculos o formaron parte de sectores del Partido Nacional y del Colorado y mantuvieron relaciones muy estrechas con gobernantes, jerarquías de la Iglesia Católica, grupos empresariales y facciones castrenses.


Por su parte, las organizaciones nacionalistas repudiaban al régimen de la democracia multipartidaria y defendían la necesidad de un Estado autoritario y corporativo. El antisemitismo ocupaba un lugar de primer orden en las definiciones de estas organizaciones. Entre sus prácticas figuraban los enfrentamientos con militantes de izquierda, pintadas callejeras y, en ocasiones, la ejecución de atentados con bombas. También en este caso los “nacionalistas” formaron parte de redes que trascendieron las fronteras nacionales, como fue el caso de los vínculos establecidos con el movimiento Tacuara en Argentina o el proyecto compartido con otros grupos nacionalsindicalistas del continente en torno a Joven América, un movimiento neo-fascista, filial iberoamericana de la organización Joven Europa.


A pesar de las discrepancias ideológicas las organizaciones anticomunistas de los sesenta y setenta compartieron ámbitos de acción en un plano clandestino. En los hechos, tanto las organizaciones “demócratas” como otros grupos liberal-conservadores de los partidos y la Iglesia Católica –que impugnaban el uso de la violencia terrorista solo en el discurso- entablaron contactos encubiertos con las agrupaciones nacionalistas y bandas de sicarios organizadas por la CIA con la complicidad de la policía uruguaya.



La dictadura y sus legados


Esta alianza explica que en la dictadura hayan convivido varias “derechas”, que coincidían en la necesidad de una ruptura democrática -entre otros motivos, para implantar un programa económico de corte liberal sin la oposición parlamentaria del Frente Amplio y la mayoría del Partido Nacional y constreñir al movimiento sindical- pero no necesariamente compartían puntos de vista en relación a la duración de ese interrupción o a la radicalidad de los cambios en una nueva institucionalidad. Por más de una década el gobierno quedó en manos de una alianza civil militar compuesta por un heterogéneo elenco político (nacionalistas, tecnócratas, neofascistas, entre otros) en constante tensión, con proyectos de cambio de la sociedad y el Estado que fueron encontrando apoyos y rechazos selectivos. En gran medida, el éxito o el fracaso de muchas de sus iniciativas dependió del rumbo tomado por el gobierno de Estados Unidos, un actor transnacional fundamental en todo este período. A pesar de su heterogeneidad, fueron derechas profundamente autoritarias, que avalaron las prácticas represivas dirigidas, en distinto grado, a toda la sociedad.


Durante la última fase de los regímenes militares de la región y al concretarse la restauración democrática, las derechas experimentaron un proceso de renovación ideológica en el que Uruguay no permaneció ajeno. El nuevo “clima de época”, en el que las teorías neoliberales habían ganado espacio, ya no propiciaba el desprecio explícito hacia la democracia representativa, como había ocurrido en los prolegómenos de los golpes de Estado. La preocupación parecía estar centrada en demostrar que la combinación de democracia y libertad solo podía tener lugar en las sociedades capitalistas. Por esta razón se defendía la necesidad de lograr un Estado eficaz para asegurar el orden requerido por una economía de mercado.


En la inmediata restauración democrática muchos de los políticos, intelectuales y empresarios que habían acompañado las dictaduras reformularon su discurso y su imagen, con lo que se fue consolidando una derecha con otro caudal de poder político y cultural. En este marco se gestó y difundió un discurso que se presentó como moderno, y exitoso, que miraba hacia el futuro y se contraponía a los viejos populismos y las fallidas políticas estatales. Se resaltó el fracaso mundial del socialismo que, desde esta perspectiva, venía a confirmar que la modernización y la superación de la condición tercermundista de estos países solo se daría a través de reformas neoliberales profundas.


En Uruguay, en la década de los 90, el Partido Nacional volvió a ganar el gobierno y a través de acuerdos con el Partido Colorado, intentó llevar adelante políticas de corte liberal que, en algunos casos, suponían retomar proyectos ensayados desde comienzos de los años 60. Esto se plasmó en una serie de “reformas” que defendían a la idea de “achicar” el peso del Estado y reconfigurar sus funciones en el campo económico y social. Este fue el modelo implementado en la región sobre la base del “consenso de Washington”, en el que se insistía en la necesidad de implementar políticas liberales y privatizadoras. En esta línea, los gobiernos de los años 90 restaron peso a las políticas de negociación colectiva y apuntaron a desmantelar el antiguo sistema de empresas públicas en beneficio de los capitales privados. Para ello se alegó inviabilidad financiera o mala gestión. Aunque en el caso uruguayo este proceso encontró fuerte oposición y no se llevó adelante con la virulencia de los países vecinos, en efecto el Estado se “achicó” (aunque esto no supuso una reducción del gasto público) y dejó de cumplir algunas funciones sociales: privatización de los servicios públicos, desregulación de las relaciones laborales, apertura comercial y reforma de la seguridad social. Como se ha señalado, para esta derecha el problema no es estrictamente el Estado (que debe ser fortalecido para encarar las reformas), sino fundamentalmente la política y sus históricas formas de tramitar el conflicto y alcanzar acuerdos.


La profunda crisis económica de finales de siglo XX y de inicios del XXI provocó la eclosión de esta modalidad de neoliberalismo y, entre otros factores, propició el inicio de una ola de gobiernos de izquierda en toda América Latina.



Aunque no las veamos …


Luego de un recorrido panorámico por el siglo XX es posible formular las siguientes conclusiones: las derechas se expresaron fundamentalmente a través de sectores de los partidos Nacional y Colorado y experimentaron distintos intentos de fusión. También se dieron experiencias de derecha suprapartidaria (como el ruralismo) y por fuera de los partidos (movimientos anticomunistas de la Guerra Fría). Es posible reconocer facciones de derecha en instituciones (como la Iglesia Católica, la Policía o las Fuerzas Armadas) y en tanto categoría de análisis atraviesa clases y grupos sociales (clases altas, empresarios, clases medias urbanas y rurales, intelectuales, y sectores populares, entre otros). La mirada general al siglo pasado nos devuelve un campo integrado por muy diversas manifestaciones de derecha que cubren la totalidad del espectro ideológico (de radicales a moderados), aunque parece haber estado hegemonizado por su versión de centro.


En su valoración de la democracia sobresale un sesgo instrumental. A excepción de los pequeños grupos que rechazaron doctrinariamente la democracia representativa, el amplio universo de actores de derecha fue variando sus posiciones en relación a esta forma de gobierno con pragmatismo y en función de sus intereses de clase. En lo que refiere al empleo de la violencia, ostentaron posiciones que fueron desde la aceptación tolerante hasta la apología de la misma.

Con trajes de ocasión, estridentes o discretas, según la coyuntura, las derechas uruguayas han estado en todas partes y se valieron de un amplio repertorio de recursos para hacer oír su voz e incidir en el rumbo de los acontecimientos.


A través de este recorrido no intento arengar a favor de una “anti-historia” de la excepcionalidad uruguaya, pero sí invitar a cambiar en ángulo de enfoque desde el cual, de manera más o menos consciente, solemos pensar históricamente. Quizás, conocer mejor la parte, nos ayude a entender el todo.

*Doctora en Historia (Universidad Nacional de La Plata) y Licenciada en Ciencias Históricas (Universidad de la República). Docente e investigadora del Departamento de Historia del Uruguay de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar).


Bibliografía mínima para el estudio de las derechas en el Uruguay del siglo XX

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