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El concepto de “público” posee diversas definiciones y levanta múltiples controversias en campos disciplinares variados, yendo desde la Filosofía y la Ciencia Política a la Economía y al Derecho, pasando por la Sociología, la Administración Pública, entre otros. Intentar abordar ese vasto campo de discusión interdisciplinar sería imposible en los estrechos límites de este texto. Para efectos de precisión, tomemos una definición preliminar y operacional: lo público dice respecto a un conjunto de bienes, instituciones, relaciones sociales, recursos y valores que pertenecen y dicen respecto a la colectividad, se orientan para alguna noción de “bien común” y, en el límite, fundan las propias condiciones de producción y reproducción de la vida social. Este último elemento apunta para cierta frontera porosa entre la idea de lo “público” y lo “común”, que ha ganado fuerza en los discursos ambientalistas y ecologistas, por ejemplo. Tampoco tendría espacio o competencia para abordar satisfactoriamente esa distinción aquí, de modo que aceptaré, en principio, una relativa coincidencia entre lo “público” y lo “común”, sabiendo que se trata de categorías con singularidades.
Lo público comúnmente está asociado a lo estatal, o sea, a la propiedad, administración o control del Estado sobre determinados servicios, bienes, emprendimientos, etc., en nombre del “interés público” del cual estarían revestidos. Es un hecho que en las sociedades modernas, el Estado tradicionalmente fue, y todavía es, visto como “guardián” del “interés público”, por más que esa vinculación sea problematizada, con signo ideológico opuesto, por defensores de las dos tradiciones teóricas que representaron históricamente versiones alternativas de la modernidad: el liberalismo y el socialismo. En todo caso, más allá de las formas estatales de lo público, es innegable que existen otras, “societal” por decirlo así, como puede ser ejemplificado por las cooperativas y otras formas de organización y solidaridad de los movimientos sindicales y populares a través de la historia.
Sea en su forma estatal o societal lo público viene siendo puesto en jaque desde fines del siglo XX y con especial fuerza en esta segunda década del siglo XXI, por un amplio y variado movimiento de ideas y prácticas políticas, a veces caracterizado como “neoliberal”, o incluso como “neoconservador”, pero cuyo denominador común ha sido el cuestionamiento o inclusive el rechazo, puro y simple, de la propia idea de un “espacio” o “bien” público, en nombre de una afirmación, cada vez más agresiva, del individualismo y del espacio “privado”, tanto el del mercado y la competencia capitalista como el de la familia tradicional. Ambos, mercado y familia, serían formas “naturales” del orden social, a partir de las cuales reinaría el interés y la libertad del individuo y de los cuales el Estado y mismo la sociedad civil deberían ser mantenidos alejados.
Es verdad que las instituciones del mercado y la familia no responden a las mismas lógicas, habiendo inclusive tensiones, en el límite irreconciliables, entre la búsqueda de la ganancia de un lado y la reproducción familiar por otro. Sin embargo, el gran triunfo, y al mismo tiempo el gran peligro, de la alianza histórica entre “neoliberales” y “neoconservadores” ha sido la capacidad de mantener tales contradicciones en segundo plano, potencializando el apelo político e ideológico de la combinación de la interpelación “individualismo posesivo” y a los afectos y jerarquías tradicionales. La fórmula más sintética y conocida de esa articulación discursiva tal vez esté en la famosa frase de la ex-primera ministra británica Margareth Thatcher (1979-1990) quien, al lado del presidente estadounidense Ronald Reagan (1981-1989), encabezó esa contra-revolución a escala mundial: “no existe sociedad, apenas individuos y sus familias”.
Fíjese en la paradoja: al mismo tiempo que se afirma la inexistencia de lo social se vincula al individuo a la colectividad familiar. Pero tal como nos recuerda Ernesto Laclau, en su obra Ideología y Política en la Teoría Marxista (1977), a propósito del discurso ideológico fascista, la articulación discursiva entre diferentes interpelaciones ideológicas prescinde de la coherencia lógica que acostumbra ser atribuida a posteriori. En la misma línea Stuart Hall, en su artículo The Grate Moving Right Show (1979), sustenta que la fuerza del thatcherismo estuvo precisamente en su capacidad de articular el liberalismo de libre mercado con pautas y valores típicos del conservadurismo, tales como el apelo a la familia tradicional, el nacionalismo autoritario, el racismo, etc., siendo inclusive capaz de ganar una parte del electorado de la clase trabajadora hasta entonces fiel al obrerismo.
Pero ¿qué fue lo que unió a partir de fines de la década del 70’ e inicio de los 80’, entre los defensores de la desregulación de las relaciones de trabajo y la libertad de movimiento del capital, con los apologistas de la tradición y las jerarquías establecidas? Por un lado, no es posible minimizar el papel de “enemigo común”, señalado por el discurso anticomunista que durante la Guerra Fría dio cohesión al campo de las derechas en escala mundial. Eso es especialmente perceptible en el primer gran experimento neoliberal en América Latina, la dictadura de Augusto Pinochet en Chile (1973-1990), en la cual neoliberales, católicos conservadores y nacionalistas autoritarios se unieron en nombre del combate a la “amenaza marxista”, representada por el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende (1970-1973).
Pese a la inequívoca importancia del anticomunismo como factor de aglutinación y articulación del campo de las derechas contemporáneas, tanto en los países centrales como en la periferia del capitalismo, cabe enfatizar otra afinidad entre neoliberales y conservadores, particularmente importante para el tema de este artículo: el ataque a la noción de público. Se trata de la concepción compartida de la existencia de relaciones sociales naturales entre los individuos que no podrían, o no deberían, ser modificadas o suprimidas por la intervención de la razón y conciencia humanas. Para entender ese punto crucial, me volveré, brevemente, a una de las obras seminales del pensamiento político neoliberal.
En su libro The Constitution of Liberty (1960), el economista y filósofo político austríaco Friedrich Von Hayek definía la libertad individual o “civil” como la ausencia de coerción sobre la acción de los individuos, procurando con base en esta concepción alejar cualquier identificación de libertad, sea con el autogobierno, “libertad política”, sea con la ausencia de necesidades o privaciones materiales. Acto seguido, el autor busca fundamentar la idea de un “orden libre”, esto es, reducir la coerción al mínimo necesario para la vida social, recurriendo a dos ideas clave: la de la reductibilidad de la sociedad a los individuos que la componen y la de “espontaneidad” de las interacciones individuales, cuyos resultados no pueden corresponder a ningún plano de una conciencia racional, individual o colectiva.
Ese concepto de “espontaneidad” es fundamental, no apenas para el rechazo de cualquier forma de planificación, sino también para la identificación del mercado con aquello que Hayek denominaba como el “orden social espontáneo”, o sea, el resultado natural de las interacciones entre los individuos que, a lo largo del tiempo y con base en la experiencia acumulada, se revelaba como la mejor forma de organización de la vida en sociedad, por ser la más ajustada al mecanismo espontáneo que conduciría al progreso, tanto material como cultural: la libertad individual.
Dejemos por ahora la crítica a esa concepción hayekiana de “orden social espontánea” y de “libertad”, a las cuales retornaré al final de este texto. Quiero, en primer lugar, señalar cómo esa asociación entre mercado y “naturaleza” guarda una importante afinidad con el pensamiento conservador, en su defensa de un orden social jerárquico “natural”, fruto del cúmulo de la experiencia histórica y/o de la voluntad divina. Desde la crítica pionera de la Revolución Francesa, realizada por el escritor y político anglo-irlandés Edmund Burke, en su clásico Reflexiones sobre la Revolución Fancesa (1791), los conservadores rechazan la pretensión de los revolucionarios de transformar radicalmente la sociedad según lo que consideran una razón abstracta y ajena a la acumulación de la experiencia histórica, cristalizada en la tradición. Así, la pretensión racionalista de reorganizar la vida social “desde cero”, descartando instituciones tradicionales, como la propiedad, la iglesia, la familia y la jerarquía entre las clases, acabaría por derribar los cimientos de la sociedad.
Así reaparece, aunque en otros términos, la contraposición entre un orden social “natural”, en el límite “divino”, y la falible razón humana, que debería resignarse al orden existente, máximo modificarlo cautelosamente, en vez de rebelarse contra la naturaleza de las cosas, llevando al desorden y la ruina. Nótese que todavía hay otra importante coincidencia entre los postulados neoliberales y conservadores: las bases de la organización “natural” de la sociedad estarían en instituciones o relaciones privadas –la propiedad, la familia y el mercado–, que deberían ser preservadas de las amenazas de expansión excesiva de la esfera pública, en especial del Estado, como ente regulador o planificador. Del mismo modo que el gobierno no debería controlar la vida económica, limitando la voluntad de los patrones en relación a los trabajadores, tampoco debería intervenir en las relaciones familiares, restringiendo el arbitrio del patriarca en relación a la mujer y a los hijos.
Ese terreno común, por decirlo así, entre neoliberales y conservadores, reforzado por la oposición compartida contra el comunismo, el socialismo y las izquierdas en general, brindó las bases de alianzas político-ideológicas bien sucedidas, a pesar de las tensiones inherentes. Al final, el apelo a los valores conservadores, como ejemplificado con los casos de Thatcher y Reagan, amplió la audiencia potencial de los discursos pro libre mercado, ganando el consentimiento de sectores de la clase trabajadora, objetivamente perjudicados por las políticas de desregulación y eliminación de derechos sociales. Cabe recordar el hecho de que el discurso conservador parece dar respuestas a muchos de los problemas generados por las reformas neoliberales: si el Estado deja de proveer asistencia social a los más pobres, la derecha busca empujar tales responsabilidades a instituciones privadas (de cuño confesional) y a las familias, en particular las mujeres, sobre las cuales recaen tradicionalmente las tareas de cuidado.
Desde la crisis financiera de 2008 y sus efectos prolongados en el capitalismo mundial, esa alianza neoconservadora se viene radicalizando, asumiendo en algunos contextos nacionales tonos extremistas o neofascistas como bien ejemplifican los casos del gobierno de Donald Trump en Estados Unidos (2017-2021) y Jair Bolsonaro en Brasil (2019-). En estos casos, la exacerbación de la voluntad privada y la aceleración de la corrosión de cualquier noción de lo público conducen a una situación aparentemente paradójica: la de autodenominados “conservadores” que, con el pretexto de restaurar un orden perdido o amenazado, actúan objetivamente para solapar las bases de cualquier orden social, colocando en cuestión inclusive las reglas mínimas de la democracia liberal y del debate público (divulgación masiva de noticias falsas, cuestionamiento de los procesos electorales, etc.).
Como vimos antes, el neoliberalismo nunca tuvo ningún compromiso con la democracia. Ver nomás la forma como Hayek jerarquizaba la libertad individual y el autogobierno, o su apoyo a la dictadura chilena. Pero los recientes y extremos desdoblamientos de la alianza entre ultraliberales y neoconservadores permite un cuestionamiento más agudo de las bases mismas de sus formas de pensar la vida en sociedad. Al final de cuentas, ¿cabe hablar de “espontaneidad” o “naturalidad” de las relaciones sociales y económicas? ¿Qué orden “espontáneo” es ese que tuvo que ser impuesto en Chile con tanques y bombarderos desde 1973? ¿Qué respeto a la “tradición” es ese que atropella las costumbres arraigadas de poblaciones enteras, como en las tentativas de privatizar el agua en Bolivia en el 2000? Por último, ¿cuál es el sentido del concepto de “libertad” cuando se desconoce un límite básico, formulado por un autor liberal como John Stuart Mill, esto es, el perjuicio o daño causado al otro?.
En una coyuntura como la actual –marcada por la condensación de múltiples crisis, económica, sanitaria, ambiental, etc.– queda claro el potencial destructivo de las lógicas subyacentes al neoliberalismo y al neoconservadurismo. Ejemplo ilustrativo en ese sentido fue la defensa por parte del economista peruano Hernando de Soto en un debate en el primer turno de las elecciones presidenciales peruanas de 2021 de una “solución de mercado” para la falta de vacunas, cuando Perú registraba la mayor tasa mundial de muertos cada 100 mil habitantes por Covid19. En la misma línea, la frustración generalizada con los resultados de la COP26, en Glasgow, señala la completa ineficacia de las “soluciones de mercado” para la crisis climática, cuya raíz está, justamente, en la propia dinámica del capitalismo.
En síntesis, la defensa de lo público en sus variados ámbitos y formas nunca fue tan necesaria y urgente. En 1944, el sociólogo Karl Polanyi en su libro La Gran Transformación, mostraba como el libre mercado había amenazado la propia reproducción social, tornando necesaria la imposición de rígidos controles sociales que funcionasen como una “traba” en su “molino satánico”. Cuatro décadas después que esa “traba” fue retirada por los neoliberales, sólo podemos constatar que de la reafirmación de lo público sobre lo privado depende, no apenas el futuro de la democracia, sino el de la propia humanidad.
* Profesor Doctor del Departamento de Ciencia Política de la Universidade Estadual de Campinas (Unicamp). Coordinador del Laboratorio de Pensamiento Político (PEPOL) vinculado al Centro de Estudios Marxistas (CEMARX) de Unicamp. Temas de investigación: pensamiento político brasilero; pensamiento político latino-americano; marxismo; nacionalismo; populismo; conservadurismo.
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