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¿Inútil la lucha antimanicomial?


Foto: Radio Pedal

El jueves 10 de octubre, marcha por avenida 18 de julio. Una de las tantas. Alguno que desde hace años ha estado involucrado activamente en esta lucha dijo: “poca gente”. Otro, en cambio: “más de lo que esperaba”. Seguramente la medida del “éxito” no ha de ser en números contada.

Hace poco se publicaba Rayadxs estamos todxs. Narrativas de una lucha (Pez en Hielo Ed., Montevideo, 2018). En la sencillez de su prosa radica su fuerza. Y uno piensa al leerlo: es de este tipo de narrativas que hemos de nutrirnos. Foucaultianos, estamos acostumbrados a consultar los archivos escritos por quienes, de una u otra forma, ejercen cierto poder sobre locos, presos, obreros, mujeres, niños, travas… Rara vez tomamos contacto con toda esa literatura gris –prolífica, por cierto, ya sea en publicaciones más o menos clandestinas o en forma de fanzines, blogs o notas digitales– escrita por quienes se embarcan en las luchas contra esos mismos poderes. La arqueología de esas luchas está apenas esbozada.

Sancionada la ley de salud mental (ley 19.529), cierto desánimo pudo asomar en quienes sostuvieron esa lucha en las asambleas, en los bares, en las radios, en las salas. “Nos traicionaron”, “no es la ley por la que peleamos” –se ha escuchado a más de uno dolido decir. Y no es que se equivocaran. No tanto porque, como es de público conocimiento, le ley se haya cocinado haciendo oídos sordos a los colectivos que impulsaron la revisión de la vetusta “ley del psicópata”, encima sin prever ni contar hasta ahora con financiamiento, sino porque –cuestión más decisiva aún– la razón clasificatoria de los trastornos mentales, base de todas las prácticas manicomiales, sigue incólume, vivita y coleando, tanto en la redacción de esta ley de salud mental, como en las prácticas que se sostienen dentro y fuera de las estructuras asilares. Pero la marcha ha sido una buena excusa para que ese desánimo se disipara.

Es cierto, la historia está plagada de luchas que terminan mal, incluso muy mal. Y no es la excepción la lucha antimanicomial: la experiencia muestra que pasar de las disciplinas de encierro a la gestión de los riesgos y daños –política explícita en la letra de la nueva ley– no es menos preocupante (Robert Castel, La gestión de los riesgos (De la anti-psiquiatría al post-análisis), Anagrama, Barcelona, 1984). Pero no hay derecho a repetir: “va a ser siempre lo mismo, intentar cambiar no sirve de nada”. Son los pesimistas o los agotados quienes hablan la lengua de la derrota.

Aunque necesarias y bienvenidas la crítica y la autocrítica, no hay por qué pensar que estos años de activa lucha han sido en vano. En primer lugar, para quienes estuvieron comprometidos en primera línea. Los encuentros entre quienes denuncian y/o sufren el (mal)trato cotidiano, me consta han sido transformadores. También para quienes por primera vez se acercan a esta octava marcha: los hemos visto cantar, reír, bailar. Valerse de coraje. Los mismos que en la sala o el consultorio nos dicen que se quieren matar. Hete aquí que se produce el pasaje al acto… al acto político. En segundo lugar, para quienes gracias a su accionar han asistido como espectadores de tales movilizaciones al leer los informativos, los diarios, las notas en las redes sociales; los pasajeros del ómnibus, los transeúntes o conductores que por un momento deben parar ante el paso de la marcha que corta la calle y avanza. A algún funcionario, a algún usuario –poco importa si frecuenta o no los dispositivos específicos de salud mental– han alcanzado con sus cánticos y pancartas que de una manera u otra gritan “¡Basta!”: “no más electroshock” –siendo que Uruguay se destaca en el mundo por el ejercicio de esta práctica–, “no a los estigmas”, “tu etiqueta me encasilla”, “aflojále a la pastilla”.

El cuestionamiento no se reduce, pues, a quitar tal ítem de tal o cual manual de clasificación de los trastornos mentales (por ejemplo, disforia de género o transexualidad). La lucha consiste en interrogar el corte epistemológico que sustenta dichos manuales. No es la crítica a un trastorno en particular, sino a la lógica que los produce. Tampoco se trata de negar el uso de los llamados psicofármacos –el mal no es la droga–, sino de crear las condiciones para otros usos de dichos medicamentos o sustancias; si se quiere, otra racionalidad.

A la voz de “alerta”, el llamamiento se hace en la ciudad. ¿Qué se reclama? No sólo el cierre de las colonias, es decir, de la segregación en condiciones intolerables –que ya no alcanza con decir de los locos, sino también de las “locas y pobres”, como se escucha en sus reivindicaciones y proclamas; de allí que la x en “rayadxs” tenga todo su valor. “Vida digna”, lisa y llanamente se reclama. La cual no es posible, y son los que marchan quienes lo dicen, sin “subvertir este mundo”, “devenir libre”, estar atentos al “conflicto social”.

Lo que estas marchas nos recuerdan es que el biopoder que de manera indignante se ejerce sobre una vida no es absoluto, que todavía hay margen para las fuerzas que lo contraponen. Quizá llegue el día en que también los militantes de las distintas agrupaciones políticas (dentro y fuera las facciones partidarias) se interroguen seriamente acerca de nuevas formas de dar acogida a la locura a la interna de sus colectivos o cuadros, cuestión que –como varias otras– tanto tiempo ha sido relegada o considerada marginal en pos de una supuesta importancia mayor de la lucha de clase contra el sistema capitalista o neoliberal. Pues, ¿qué se hace con el compañero o la compañera que, como decimos, se raya? ¿Y qué se le dice?

Sin lugar a dudas, habrá que seguir discutiendo –ya se viene haciendo– la estrategia de lucha para los años venideros, las posibilidades de estrechar aún más la conjunción con la heterogeneidad de luchas populares y minoritarias que, en la actualidad, se producen a nivel local, regional e internacional, y que manifiestan en nuestras calles demostrando que la merma en la “participación” de la que las organizaciones políticas tradicionales tanto se han quejado, no significa indiferencia (de las nuevas generaciones) respecto a lo político sino nuevas formas de ocupar el terreno de la política, de activismo, nuevas relaciones de camaradería. Su “éxito” no consistirá en la cantidad de personas que congreguen, tampoco en la posición que ocupen en la agenda, sino en la simpatía y el entusiasmo que produzcan en quienes, sin participar directamente en esas luchas, de todos modos, sean alcanzados por la fuerza de las mismas y capten allí el signo de que otro mundo es posible, realizándolo desde el lugar en que cada uno pueda y como cada uno pueda.

Y bien, los peligros son múltiples. En primera instancia, la instalación de “mini-manicomios” que reproduzcan a pequeña escala la misma lógica de saber psicopatológico y de poder psicomédico. Sí, se plantea o se oye mal el problema de la desmanicomialización, si se reduce a una cuestión corporativista, a una crítica a la medicina hecha por los psicólogos. Como si fueran dos bandos: los malos y los buenos. Y que no se diga que los que critican el hospital psiquiátrico son antipsiquiatras: se olvida que la antipsiquiatría ha sido impulsada en el siglo pasado por los mismos psiquiatras, cosa que no ha sucedido en nuestra geografía. Sin duda, entre médicos y psicólogos existen asimetrías de poder y salarial, pero seguir planteando las cosas en términos de “modelo médico hegemónico” invisibiliza que un gran contingente de psicólogos, cuando no psicoanalistas, no tiene prurito en decir que Fulanito “es esquizofrénico o bipolar”, “tiene un TOC”, o no sé qué más, reduciendo su práctica a una psicología de manual (DSM-5, CIE-11, PDM-2), mediocre y protocolar. En otras latitudes, son los psicólogos también quienes, no contentos con realizar esos diagnósticos, prescriben también los psicofármacos correspondientes: así es, la receta “verde” no es allí exclusiva de los médicos. En segundo lugar, la indefectible instauración de nuevas tecnologías de control sobre los cuerpos y “mentes” de quienes son diagnosticados, empastillados, normalizados. El ejercicio del poder no es pobre en creatividad. Y, por último, la fagocitación, por parte de las redes estatales o de los juegos del mercado, de aquellas experiencias innovadoras clínicas o comunitarias que ya son llevadas adelante, echando a perder dichas prácticas con su impronta sanitarista o mercantilizada. Hay varias razones, entonces, para que la lucha continúe. Y todo indica que no se detendrá.

En fin, por más escéptico que uno pueda llegar a ser respecto al porvenir de la implementación de la nueva ley, una cosa es clara: la marcha nos permite ver, y he allí lo fundamental, eso que las prácticas de los servicios de salud mental tienen de insoportables y, al mismo tiempo, hacen ver la posibilidad de hacer otra cosa. He allí su potencia instituyente, ya que en lo que allí se enuncia y vuelve visible, se produce una nueva subjetividad: nuevas relaciones con nuestros cuerpos, con lo político (que no se agota en las organizaciones de gobierno, partidarias ni sindicales; de allí que esta marcha surja desde otro tipo de colectivos llamados sociales), con nuestro medio. En definitiva, nuevas relaciones con nuestra “rayadura”: que no se trata de negarla (nada de romanticismo ni de ingenuo lirismo: la locura está acompañada, no pocas veces, de vivencias terribles), sino de decir que no supone meramente una cuestión mental, menos aún personal: remite a singulares formas de vida que salen a nuestro encuentro en su diferencia específica o especial. Sí, quedan muchas alternativas también por inventar.

Montevideo, 12 de octubre de 2019.

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