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  • Ignacio De Boni**

La reacción incorrecta*


Ilustración: Pawel Kuczynski

La pregunta materialista: ¿de quiénes son las empresas de medios en Uruguay?

Creo que cualquier análisis sobre la función, la importancia o el poder de influencia de los medios de comunicación en una sociedad tiene que partir de un materialismo tan básico como imprescindible. Me refiero a la propiedad de las empresas de medios. Sabemos que los grandes medios de comunicación son empresas, pero lo explicito porque como los medios producen y venden una mercancía tan extraña, intangible y altamente perecedera (la información, las noticias, la comunicación, la actualidad), a veces es difícil verlos como empresas que producen bienes concretos y están animados por el objetivo de la ganancia económica, como cualquier empresa. Entonces por un lado es necesario ver a los medios como empresas con fines puramente económicos, pero sin perder de vista sus particularidades, entre las que destaca su fuerte función ideológica o cultural.

Entonces la primera pregunta es de quiénes son las grandes empresas de comunicación en Uruguay, y en base a esto, a qué sectores del espacio social pertenecen y qué intereses defienden. Una investigación reciente demuestra que en Uruguay la propiedad de los medios tradicionales (prensa escrita, radio y televisión) está fuertemente concentrada (1). En Montevideo los medios tradicionales pertenecen a tres grandes grupos económicos conocidos por los apellidos de las familias propietarias: el grupo Cardoso-Scheck, que maneja Canal 12, El País, Búsqueda y Nuevo Siglo (entre otras); el grupo Villar-De Feo, que administra Canal 10 y TCC; y el grupo Romay, dueño de Canal 4, Radio Montecarlo y Radiocero. Además, los tres grupos tienen canales de televisión abierta, empresas de televisión por cable y radios en el interior del país. Pasando en limpio, cinco familias son dueñas de una buena porción del mercado de los medios de comunicación en Uruguay.

Y estas no son sus únicas propiedades. Sus negocios se han expandido a otros rubros, formando alianzas con poderosos sectores del empresariado. Los Cardoso son los dueños del grupo Disco Uruguay, que controla la cadena de supermercados Disco, Devoto y Géant. El grupo Otegui, dueño de empresas de cable en el interior y de acciones de Canal 10, está vinculado a la industria forestal y es accionista de UPM. Por su parte la familia Romay tiene inversiones en el sector agropecuario y en el comercio importador. Es decir, los medios están concentrados en las manos de grupos empresariales millonarios con intereses en los rubros económicos más importantes del país.

Se podrá decir que este es un repaso parcial, que falta conocer la estructura de propiedad de muchos medios, e incluso que los medios tradicionales han perdido terreno con la irrupción de las redes sociales, pero alcanza para dejar claro que las empresas de medios más importantes del país son, en su gran mayoría, propiedad de las clases dominantes. En abstracto sabemos que la actividad de una empresa consiste básicamente en defender los intereses económicos de sus dueños. Por lo tanto, si los dueños de las empresas de medios son parte de élites poderosas, entonces su función cultural tiene fines determinados. Las grandes empresas de medios son propiedad de las clases dominantes, por lo que en última instancia son defensoras de sus intereses y propagadoras de ideología capitalista. Sé que suena rimbombante, y que hay matices y otros factores que inciden en la acción y los objetivos de los medios, pero el núcleo duro de su funcionamiento es ese.

La importancia de los medios en la batalla por las subjetividades

Ahora bien, puede decirse que los medios tienen, en su labor comunicativa, dos grandes tipos de intereses interrelacionados: económicos e ideológicos. En esta nota nos interesan más los segundos, porque son la principal fuente de poder que tienen los medios, pero vale la pena dedicar unas líneas a los primeros.

Las empresas de medios -lo explicaba lúcidamente Marcelo Jelen en su ensayo Traficantes de realidad- viven de concebir, seleccionar, fabricar, manipular y acondicionar hechos, que luego de todo ese proceso de producción se convierten en (y se venden como) información. Sucede que esta condición estrictamente industrial y mercantil está fuertemente mistificada y no siempre la percibimos como tal. Como señalaba al principio, es fácil entender que cuando compramos un jabón, un rallador de queso o una barra de cereal estamos consumiendo un bien económico. Y sin embargo es mucho más difícil ser conscientes de que cuando miramos televisión, leemos noticias en internet o simplemente escroleamos las redes sociales, también estamos consumiendo productos y siendo clientes de empresas de medios, sea Canal 12 o Facebook.

Los medios tienen mucho interés en mantener esta condición opaca y neutral de simples transmisores de la realidad, e incluso en hacernos creer que les preocupa la vida de la gente, en lugar de transparentar que lo único que realmente les importa es vender su mercancía y obtener ganancias, como a cualquier empresa. De hecho, los dos tipos de intereses de los medios se alternan muy bien para mantener esta condición de opacidad e inocencia. Cuando se les dice que sólo les interesa vender sus productos, responden que su función es principalmente cultural, ya que difunden información importante para la gente. Cuando se les impugna el trasfondo ideológico de los abordajes o la información que transmiten, dicen que sólo son una empresa que, como todas, le vende a la gente algo que la gente quiere.

Es el problema de cuando hay intereses privados cumpliendo una función pública, que en el caso de los medios salta a la vista por su capacidad de incidir en las subjetividades y en el discurso público. Que el acceso a la información y a la comunicación, que se supone son derechos fundamentales para la vida en sociedad, esté controlado por empresas que tienen fines de lucro, que pertenecen a minorías ricas, y que utilizan sus medios para difundir la ideología que beneficia sus intereses, es una aberración que debería avergonzar a cualquier postura democrática.

Ahora bien, si lo que nos interesa más es la función ideológica o cultural de los medios es porque entendemos que tienen la capacidad de influir en la estructura subjetiva de las personas. Que contribuyen a formar opiniones, sentimientos, ideas y estados de ánimo. Que juegan un papel importante en la construcción del sentido común, del imaginario colectivo y de la percepción de la realidad que tiene una sociedad. Esto es obvio, pero lo aclaro porque últimamente se repite mucho que la influencia de los medios en la gente es más un lastre sesentista que un hecho actual, cuando se han pluralizado mucho las fuentes de información y las personas estamos hartas de que nos quieran imponer ideas, y por lo tanto más entrenadas para detectarlo.

Más allá de la cuota de razón que puedan tener, no deja de ser curioso el planteo, porque hoy en día se consume más información que nunca, mientras las empresas, las marcas y las campañas electorales invierten sumas millonarias en aparecer en los medios y en las redes. Así que uno está obligado a preguntarse: si los medios ya no influyen en la gente, ¿por qué se invierte en ellos más que nunca? O hay muchísima plata mal invertida, o de alguna manera los medios siguen influyendo en las ideas y las conductas de las personas.

Es cierto que el tema es paradójico, porque aunque sabemos que los medios y las redes son un mundo de simulacros, de fake-news, de manipulación de la información en función de intereses particulares, de montaje de campañas mediáticas para incidir en asuntos políticos, la noción de realidad y de actualidad sobre la que actuamos está en buena medida definida por lo que absorbemos desde los medios y las redes. Quizá esta creencia está sostenida en una fantasía compartida, una especie de juego donde cada uno entiende que no le cree a los medios pero cree que los demás sí le creen, entonces juega a creerle para mantener la fantasía y en ese juego, les termina creyendo. Pero además la creencia y la influencia no son lo mismo. Uno puede no creerle a los medios, pero eso no implica que su bombardeo constante no termine generando efectos subjetivos de realidad más o menos inconscientes.

Sea como sea, los medios y las redes juegan un papel central en la disputa por la hegemonía cultural, en la construcción de una cultura o una sensibilidad dominante. Su función ideológica y cultural, esa capacidad de incidir en el discurso público y moldear subjetividades, es su principal fuente de poder. Por esa razón los medios -y ahora las redes- son por excelencia el campo donde se da la famosa batalla cultural, donde se ponen en juego discursos y significados que apuntan a expandirse y legitimarse en el mundo social. Por lo menos desde Foucault sabemos que el discurso es el principal instrumento del poder, y que es al mismo tiempo el medio y el fin de las disputas políticas y culturales: el discurso es aquello por lo que, y por medio del cual, se lucha. Y la lucha consiste justamente en voluntades que buscan imponer un discurso hasta que se convierta en sentido común o pensamiento dominante.

Los políticamente incorrectos

De un tiempo a esta parte escuchamos recurrentemente hablar de corrección e incorrección política. Las discusiones sobre asuntos públicos o culturales suelen estructurarse en esos términos. Según este esquema, algunas posiciones u opiniones son políticamente correctas porque quedan bien, porque van a tono con cierto clima de época o pensamiento hegemónico, mientras otras posturas van a contracorriente, señalan cosas que nadie se anima a decir, dicen verdades incómodas, por lo que son políticamente incorrectas. Está claro que este marco es creado por el lado incorrecto, que señala el campo de la corrección política, lo pone a existir y en ese mismo movimiento se le opone. La idea no es aceptar este esquema, sino desmantelar sus fundamentos políticos e ideológicos en vez de verlo únicamente como una disputa formal. Porque se puede ser ingenuo y creer que después de todo la incorrección política es un atrevimiento interesante, una transgresión del orden establecido, un animarse a romper con lo impuesto por el poder. Ahora, si Trump armó su campaña contra la corrección política, si Bolsonaro al asumir la presidencia dijo que pondría fin a lo políticamente correcto, si Agustín Laje celebra la incorrección política en sus charlas contra el feminismo y la diversidad sexual, y si el partido franquista español VOX se define como políticamente incorrecto, conviene preguntarse si la cosa no será más profunda.

La hipótesis que quiero introducir es que la incorrección política es la forma de manifestación discursiva, retórica, de la contraofensiva reaccionaria que viene respondiendo, hace por lo menos cinco años, a ciertos cambios culturales impulsados por las izquierdas. La incorrección política es la forma en que se manifiesta la reacción en el debate cultural. No quiero decir que la incorrección política sea una actitud intrínsecamente de derecha, pero sí que en el contexto actual es el principal instrumento utilizado por el discurso reaccionario para dar la batalla cultural.

Las posturas reaccionarias se autopresentan constantemente como políticamente incorrectas. Quienes se oponen a las políticas sociales dicen que es políticamente incorrecto decir que con ellas se mantiene a vagos con la plata de los trabajadores. Quienes quieren aumentar las penas y militarizar la seguridad dicen que es políticamente incorrecto pedir que se reprima más. Quienes entienden que las disidencias sexuales son patologías o desviaciones, dicen que es políticamente incorrecto decir que las mujeres trans en verdad son hombres que se visten de mujer.

La derecha políticamente incorrecta se basa en la premisa de que la izquierda tiene la hegemonía cultural y que la impone bajo la forma autoritaria de la corrección política. La incorrección política es entonces el discurso disidente que se opone a lo establecido por los nuevos dogmas izquierdistas de la diversidad sexual, el multiculturalismo y las desigualdades de género. Así, la reacción conservadora se presenta como un discurso victimizado y oprimido, pero también valiente, en la medida en que se anima a cantar la justa en medio de la dictadura de lo correcto. La incorrección política es, desde esta perspectiva, una actitud subversiva que se opone a la hegemonía autoritaria de la izquierda. Es decir, lo que mucha gente piensa pero nadie se anima a decir por miedo a que lo censuren o lo tilden de facho.

Además, oponerse a la corrección política rinde mucho, porque la propia expresión ya supone su falta de autenticidad. Cuando se dice que una expresión es políticamente correcta, lo que se dice en el fondo es que quien la expresa no piensa de veras lo que dice, sino que lo hace para quedar bien. Por fuerza, entonces, la incorrección política se presenta como el discurso no hipócrita ni falso, sino sincero, que a fin de cuentas, en el acierto o en el error, dice lo que piensa y no lo impuesto por el poder. Desde su autopercepción, la incorrección política es la única que se anima a decir la verdad. En última instancia, decir que algo es políticamente correcto es decir que aunque suene bien, en el fondo es falso; mientras que decir que algo es políticamente incorrecto es decir que aunque suene mal, en el fondo es verdadero.

El discurso políticamente incorrecto suele expresarse a través del “ya no se puede”: un apego nostálgico a ciertos códigos culturales que si bien siguen vigentes, han sido impugnados por las izquierdas, los feminismos y las disidencias sexuales. Ya no se puede ni decirle un piropo a una mina. Ya no se puede ni decirle puto a un puto.

Pero por supuesto todo esto es falso. Los postulados y las sensibilidades de las izquierdas, los feminismos y las disidencias sexuales están lejos de ser hegemónicos en la cultura uruguaya, y todos los lugares comunes de la cultura machista y homofóbica, lejos de estar censurados, son parte del discurso cotidiano. Si uno atiende al clasismo y el racismo con que se habla de los problemas de inseguridad, al odio a los pichis, al discurso antisindical, a la homofobia, la transfobia y la misoginia ante las conquistas de la comunidad LGBT y los feminismos, a los comentarios fascistas en redes sociales, o a la contundente expresión electoral de un partido militarista de ultraderecha, es bastante ridículo sostener que la hegemonía cultural en Uruguay es de izquierda. Más bien tiende a lo contrario.

Esto no quiere decir que las impugnaciones por izquierda de los códigos culturales de siempre no hayan movido el tablero. De hecho, si la reacción incorrecta existe es porque ciertos pilares del statu quo están siendo cuestionados. Por eso a la incorrección política no le importa la corrección. La corrección política es sólo la excusa, alimentada por algunos manejos excesivamente institucionalizados o directamente torpes sobre prácticas culturales, como la prohibición del acto de fumar en obras de teatro. Lo que le importa a la reacción incorrecta, a lo que reacciona, es a los intentos de cambio cultural impulsados por las izquierdas.

Pero como decía, el problema de fondo es que los contenidos que la incorrección política defiende, lejos de ser subversivos y minoritarios, son culturalmente hegemónicos. Y además muchos de sus defensores son figuras mediáticas con mucha visibilidad pública y legitimidad popular. Tipos escuchados y festejados en los medios, que son referentes de opinión, adoptan frecuentemente el registro de la incorrección, aunque sea por diferentes razones. Veamos algunos ejemplos.

Malos pensamientos y superioridad moral de la izquierda

Si uno aceptara el estado de cosas planteados por los incorrectos, pensaría que son tiempos difíciles para Petinatti. Un programa que se basa en llamar a la gente para burlarse de ella, que explota con lascivia todas las fantasías machistas del imaginario masculino, y que además baja línea constante contra el Frente Amplio, debería estar en apuros. Y sin embargo es año tras año el programa más escuchado de la radio. Eso habla, por un lado, de que sus contenidos son parte de la cultura dominante, y por otro, de la capacidad de formar deseos y construir el sujeto popular que tiene la derecha, que por supuesto es más fácil de hacer si uno controla las empresas de medios y bombardea desde ahí.

Porque Petinatti es de derecha, y a eso no hay mucha más vuelta que darle. Pero aunque su bajada de línea contra la izquierda se intensifique ahora, en tiempos de campaña electoral, no hay que olvidar que su principal función es micropolítica y afectiva, de producción de deseos. Su programa Malos pensamientos es, ya desde su nombre, el lugar donde lo prohibido sale a la luz, donde se exponen las intimidades más miserables que son comentadas con perfectas dosis de morbo por el conductor.

El éxito de la operación ideológica de Petinatti en su programa es presentar ese mundo, esa especie de confesionario morboso, como la verdadera cara de la naturaleza humana. Deja la sensación de que su programa logra mostrar el inconsciente de la gente que vive censurado por la mordaza hipócrita de la corrección política. Y el éxito está en que es la propia gente la que expresa esas fantasías prohibidas, entonces se respira un aire democrático. La clave es que Petinatti logra hacer pasar la voz de esa audiencia construida como el deseo genuino de la gente.

Esos malos pensamientos, expresados por el sujeto popular (la gente) que construye Petinatti gracias a la estructura de su programa, coinciden exactamente con los deseos y la agenda de la derecha. En las llamadas de la gente pululan el anti izquierdismo, el machismo, la homofobia, el éxito económico como máximo valor, el odio a los empleados públicos, el deseo de mano dura con la delincuencia, el rechazo a los políticos porque son todos iguales. La relación de Petinatti con la gente es la de un ventrílocuo con su muñeco, pero sin que se sepa bien cuál es cuál. Y justamente esa difuminación de los roles es lo que le permite reforzar una sensibilidad popular machista y de derecha sin necesidad de decirlo explícitamente. Es como si Petinatti hablara por la gente y la gente hablara por él.

Bastante distinto es el caso de Darwin Desbocatti, aunque comparte con Petinatti la apelación al humor como recurso para traficar ideología. En efecto, no es casual que varios incorrectos sean humoristas. El humor también tiene de enemiga a la corrección politica. Al igual que la incorrección política, el humor se ve a si mismo como el toque atrevido, transgresor, que revela el inconsciente, que dice aquellas verdades que todos pensamos pero no nos animamos a decir. Pero además el humor requiere de una suspensión de la moral y la sensibilidad, juega mucho con su carácter de ficción, de chiste, de cosa que no se dice en serio, entonces se escabulle de la posibilidad de que se juzgue críticamente su contenido. Bajo el paraguas del humor y los chistes, la cultura dominante se sigue riendo de los grupos históricamente bastardeados.

Pero lo de Darwin es distinto a lo de Petinatti, decía, porque Carlos Tanco, su creador e intérprete, no es estrictamente de derecha, aunque también insiste con los lugares más comunes y rancios del humor tradicional, burlándose de un gay que tiene voz afeminada o diciendo que las feministas son tortas o histéricas. Es increíble que alguien que se la pasa burlándose de personas subyugadas y de causas sociales siga siendo considerado un referente de opinión progre por parte de cierta cultura de izquierda.

Y es curioso que se lo siga viendo de ese modo, porque si uno escucha las intervenciones de Darwin y las entrevistas a Tanco, lo primero que salta a la vista es un anti izquierdismo rabioso, casi siempre disimulado con humor. Lo que le molesta a Tanco (que es un rasgo más o menos compartido por la cultura ochentista) es la superioridad moral de la que acusa constantemente a la izquierda. Para él la política y la izquierda son excesos solemnes y ridículos, delirios de grandeza de gente que se toma las cosas en serio, que se cree mejor que los demás y piensa que podrá cambiar algo. Como es un misantrópico convencido de que el ser humano es una mierda, se divierte acusando a la izquierda de buenista, ingenua, hipócrita y autoritaria. Ese es otro rasgo que comparten y repiten los incorrectos: la certeza de que la naturaleza humana es mala y jerárquica, y cierto goce cínico al ver cómo la izquierda se da de boca cada vez que intenta transformarla.

Termino con esto porque creo que en el fondo de este asunto, de cómo la reacción se expresa a través de la incorrección política en los medios y en el cotidiano, está en juego la politización de la naturaleza humana y de las jerarquías sociales. El principal efecto ideológico y cultural de la incorrección es terminar convenciendo de que la injusticia, las jerarquías y la dominación son aspectos intrínsecos al ser humano, y que cualquier intento por subvertir este orden se reduce a una corrección política falsa y soberbia. Por eso la incorrección política, entendida de este modo, es un instrumento cultural de la derecha. Y por eso, también, quizá convenga no usar más su marco. La disputa no es entre corrección e incorrección política, sino entre quienes buscan mantener las jerarquías y las relaciones de dominación, y quienes las impugnan y luchan contra ellas. Y ahí que cada uno decida cuál es el lado correcto.

* Este artículo está escrito a título personal, pero sus argumentos fundamentales fueron tomados del libro “La reacción. Derecha e incorrección política en Uruguay”, escrito colectivamente por Entre, que se publicará próximamente a través de la editorial HUM.

** Sociólogo, docente e investigador. Integrante del colectivo Entre.

Notas

1. Gustavo Gómez, Facundo Franco, Fernando Gelves, Nicolás Thevenet, En pocas manos: mapa de la concentración de los medios de comunicación en Uruguay, Montevideo: Friedrich-Ebert-Stiftung Uruguay (FESUR), 2017

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