Trabajo precario, Julio Castillo, 2018.
A nivel global, en el mundo del trabajo se viene implementando una ola de reformas que tienen como objetivo eliminar derechos conquistados, aumentar las horas de trabajo, perseguir la organización sindical, barrer con la negociación colectiva o aumentar la edad mínima de jubilación. Esta situación se viene gestando en un clima mundial de aumento de la precarización, el empobrecimiento, la depresión y exclusión de las grandes mayorías.
Desde la década de 1970 el capitalismo ha venido transformando los procesos productivos como forma de asegurar su supervivencia. Estas transformaciones se expresaron en una profunda alteración de la división internacional del trabajo. Por un lado, en los países industrializados, del llamado modelo fordista-taylorista, caracterizado por las cadenas de montaje para la producción en serie, con grados importantes de planificación, especialización, segmentación y sincronización de las tareas, con una disciplina rígida y una relación marcadamente jerárquica entre trabajadores y dirección, que se tradujo en extrema especialización y aislamiento del obrero, se pasó a la generalización del trabajo inmaterial realizado en equipos, donde se flexibilizan las jerarquías, todos conocen el proceso total de elaboración del bien o servicio, son capaces de desempeñar múltiples funciones a la vez y lo hacen comunicándose, debatiendo, utilizando su creatividad e ingenio. Se diluyen así, en apariencia, los papeles tradicionales, los trabajadores generan proyectos, toman iniciativas, decisiones, evalúan y mejoran la calidad de sus productos. Se enlistan en la carrera de la competitividad empresarial. Adquieren a su vez altos grados de responsabilidad y el imperativo de entregar su tiempo, sus energías y su ideas a las compañías. Se les hace creer, a través de una psicología perversa que forma parte de la “cultura empresarial”, que los intereses de la empresa son los propios, se les instruye en la identificación con tales fines, en la defensa de la marca. De esta forma, el llamado modelo posfordista-taylorista, también conocido como toyotismo, exacerba la apropiación de las capacidades cognitivas del trabajador, moldeando su subjetividad para la máxima valorización del capital .
Por otro lado, junto con la expansión de esta modalidad de trabajo cada más complejo, se expandió en Asia oriental, México y Centroamérica, un tipo de trabajo simple, repetitivo y poco calificado, de la mano de la localización de las industrias de montaje y textil en estas regiones del mundo, las que aprovecharon la existencia de vastos contingentes de fuerza de trabajo barata y disciplinada.
Estos cambios produjeron una profunda fragmentación de la clase trabajadora como sujeto colectivo, la que se superpuso con otras fragmentaciones ya presentes como las que se manifiestan en la división sexual del trabajo o la discriminación racial. No hay que olvidar que son las mujeres, en su mayoría, quienes se encargan del trabajo reproductivo al interior de los hogares, lo que implica una carga importante de trabajo no remunerado a lo que se le suman los altos grados de informalidad, inestabilidad y flexibilidad en los trabajos que desempeñan hacia afuera, como tercerizadas, subempleadas, monotributistas, con contratos a término o en “negro”. Es que el avance tecnológico se combina con trabajos feminizados de alta precariedad y escaso reconocimiento, así como formas de superexplotación intensificadas con las olas migratorias más recientes. Divide y reinarás, es un lema que el capital ha sabido utilizar en su provecho.
En la región, esta situación se intensifica en los países donde gobiernan Macri y Bolsonaro con medidas como el cambio a un régimen semiesclavista para el trabajo rural en Brasil o el reciente recorte jubilatorio para amas de casa en Argentina. De todas formas, más allá del signo de los distintos gobiernos, las manifestaciones estructurales de la precarización están presentes también en nuestro país. A pesar del crecimiento económico, en el ocaso de la primavera progresista es posible ver la dificultad de amplias mayorías para llegar a fin de mes, la impactante cantidad de personas que duerme en las calles si se recorre el centro de la capital, el crecimiento del comercio informal en las principales avenidas de los barrios obreros, así como la falta de servicios básicos cuando se transita por la periferia montevideana o se recorre el interior del país. Hay lugares donde acceder a una ambulancia o ver pasar el camión de la basura se parece más a un privilegio que a un servicio público elemental mientras que el Estado dice presente con cuantiosos efectivos policiales. Por si fuera poco, son esas mismas zonas muchas veces escenarios de luchas intestinas entre bandas de narcotraficantes. El narcotráfico, a su vez, suele vincularse a la trata y explotación sexual de mujeres, signando el territorio de violencia. Nos guste o no, esta es la realidad de muchos pobladores de este Uruguay de contrastes, comandado por el capital como relación social.
Proliferan en nuestro contexto los discursos que exaltan las ventajas de incorporar las nuevas tecnologías al mundo del trabajo, la necesidad de actualizarse, de que la educación debe llevarnos a la era digital. La asociación entre tecnología y bienestar social se enlaza al imaginario de que a mayor maquinización, mejor rendimiento y por tanto, mejores resultados para todos. A esto se agrega la ilusión del “mundo globalizado”, como un entramado real-virtual, en el que las fronteras se expanden y dan paso a un intercambio productivo, comercial, financiero, cultural, humano, tecnológico en el que países desarrollados y dependientes participan en igualdad de condiciones, beneficiándose mutuamente. Aunque lo cierto es que al introducir más tecnología, en lugar de achicar las brechas, lo que se genera es su profundización (aún cuando el despegue del sudeste asiático parece indicar que, en todo caso, no es una ley universal). Por otra parte, se produce una intensificación del trabajo, una necesidad de permanente capacitación (dada la innovación constante y la rapidez con que los conocimientos se vuelven obsoletos), un aumento en las horas de trabajo no remuneradas y una mayor obtención de ganancias de parte de los capitalistas.
Es así que, por una parte, vemos proliferar discursos que piden la abolición de los Consejos de Salarios -como el economista Licandro- o su “modernización”, eufemismo que suelen utilizar políticos y consultores pro patronales para vaciar la negociación colectiva de contenidos. Por otra parte, como consecuencia del modelo productivo y bajo el manto del progreso tecnológico y la máscara de la “autonomía” y el “emprendedurismo”, se multiplican las formas de trabajo precarizado, sumadas a las ya conocidas modalidades freelance, con plataformas de transporte de pasajeros como Uber y de envío de comida y otros productos como Pedidos Ya, Rappi, Globo, Uber-Eats en que los trabajadores deben asegurarse ellos mismos sus herramientas de trabajo así como los aportes a la seguridad social, estar disponibles a todo momento y vivir ante la incertidumbre de trabajar sin contrato y poder ser despedidos en un solo click, sin rostro humano. Al galope del caballo desbocado de las fuerzas productivas, proliferan como novedad trabajos ultra precarizados con tracción a sangre, como si las “apps” nos sumergieran de lleno en el Siglo XIX. O, mejor dicho, parecería que, de no cambiar las cosas, nos depara un futuro a lo Blade Runner.
Un posible escenario de ajuste (gradual o “de shock”) procurará barrer derechos conquistados por los/as trabajadores/as. Este escenario adverso, nos obliga a desarrollar nuestra potencia creadora, para lograr articular la resistencia y defensa de los derechos conquistados con un pasaje a la ofensiva. Es clave seguir apostando a la organización, articular nuevas luchas y nuevas voces, generar otras formas de hacer política, que prefiguren también maneras diferentes de vivir y vincularnos. Comprender las características del trabajo en el siglo XXI es fundamental para enfrentar la precarización y buscar alternativas. Por eso nuestro número de mayo le hinca el diente a este asunto. “El futuro llegó hace rato”: manos a la obra.