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  • Ana Valentina Benjamin*

La posguerra del feminismo


Ilustración: Natalia Comesaña

Dicen quienes han sobrevivido el horror de una guerra, que la posguerra también puede ser un horror. Cuando ya no caen bombas pero aún humea el suelo, cuando el estruendo deja lugar a un silencio ensordecedor y el enemigo es menos visible.

Hora cero

El comienzo de la lucha por los derechos elementales de la Mujer se remonta muy atrás en el tiempo. A lo largo de esta cruenta historia de Caídas en combate, Brujas incineradas y Heroínas, periódicamente han salido a la luz casos que nos permitieron ver todo de un solo bombazo: las logísticas que se ponen en juego, las barricadas montadas para detener el avance de lo irreprimible, las trincheras cavadas a los tumbos para defenderse de absurdos misiles y todos los frentes que se abren cuando una mujer dice basta a viva voz. En 2009, Thelma F., una actriz argentina de 16 años, trabaja en un programa de televisión que realiza una gira por varios países, Nicaragua, entre ellos.

Diez años más tarde, un colectivo de actrices de su país convoca a una conferencia de prensa en un teatro y da a conocer el nombre de un popular actor que ha violado a una de sus compañeras: allí está Thelma, de cuerpo presente y a través de un vídeo, relatando en detalle lo que denuncia haber sufrido una noche en aquella gira. Luego, rueda de prensa con aciertos, desaciertos y un comentario que no se entiende: “es un pedido de que esto que está sucediendo aquí, extraordinario, vaya más allá de las fronteras”. ¿Por qué esta periodista trae a colación niñas abusadas en lejanos continentes? La convocatoria termina con abrazos, cánticos, una difícil mezcla de causas y ánimos, y un halo de fiesta. A partir de allí, se desata la posguerra en los medios: si fue violación o hubo incitación, si es venganza o un espectáculo, si es una batalla feminista o facho-feminismo, si es un momento histórico o la historia que se repite a cada momento.

En principio, nos preocupa la fiesta, porque el suceso ha tenido una enorme repercusión, que en el imaginario colectivo es sinónimo de éxito. La difusión del presunto éxito tiene un efecto inmediato: el contagio. Para bien y para mal, las denuncias se multiplican. Para bien, las mujeres recuperan conciencia sobre la fuerza de la unión; sobre la necesidad de que el tema se imponga definitivamente en la agenda política; sobre su legendaria capacidad de lucha; sobre su propio país que, junto con Uruguay, muestra una vez más liderazgo continental en el plano de los Derechos Humanos. Para mal, hay de todo y hasta los expertos parecen ebrios de fiesta: en un bar de “Palermo Army”, un barrio bonaerense ubicado cerca del hospital militar y otras instituciones afines, una abogada nos escucha debatir el asunto y comenta que una clienta suya, pos-divorcio finiquitado, le ha solicitado ayuda estratégica para montar un escrache a su exmarido, el cual planea llevar a cabo, orgullosa. Quiere saber nuestra opinión. Se la damos: “usted dice que el caso está finiquitado, no hay hijos en peligro ni bienes en disputa y que el ex de su clienta es militar... ¿entonces cuál es su idea, que ahora la finiquitada sea ella?”. La euforia de la abogada se desvanece.

En el argot de varios países latinoamericanos y de España, escrachar es una acción que consiste en dar difusión masiva del nombre y/o domicilio de una persona acusada de abusos. El escrache no es despreciable ni loable per se, sino un instrumento social que, como tal, depende de sus circunstancias sociohistóricas, de quién, cómo y para qué se instrumente. En nuestro caso, la conferencia de prensa es una denuncia pública que, aunque precedida por una penal, se parece a un escrache. Puede entenderse considerando que el delito ha ocurrido en Nicaragua, primero en la lista de países feminicidas en Latinoamérica; ergo, la denuncia probablemente no prospere, salvo que el escrache haya servido como órgano de presión a las autoridades pertinentes. También podría comprenderse considerando un antecedente cercano: incluso existiendo pruebas concluyentes, un juez no condena a los autores de la brutal violación seguida de muerte de una joven, Lucía Pérez. Delito abominable seguido de justicia abominable.

Aún en este contexto a duras penas soportable, que inflama nuestra furia histórica, existe una enorme carga de responsabilidad que deberían asumir quienes promueven un escrache, considerando cada caso: cuánto sana a la víctima, qué hambre de qué justicia favorece y qué apetitos alimenta. Como toda fiera, la Bestia Mediática es voraz, ama el crimen, y su repetición incansable es su alma mater, aunque vaya en contra del código deontológico del periodismo responsable. Muchos organismos, como la Organización Mundial de la Salud y Unicef (1), elaboran rigurosos informes alertando sobre los riesgos de destacar tragedias en la apertura de informativos o portadas de periódicos, describir métodos utilizados para matar o morir y demás decisiones “editoriales” irresponsables que llevan a cabo hasta los medios más “serios”. También alertan sobre el incremento a escala global de la pedofilia y el femicidio, por lo que no es difícil suponer que, frente a videos de violencia sexual, haya un importante auditorio disfrutando lo que ve. Un horror adicional que deberíamos comenzar a considerar para replantear nuestras estrategias de defensa, sin recurrir (al menos, tanto) a quien, en lugar de ayudarnos, nos devora. Al decir de Marshall McLuhan, entregándonos a las bestias perpetuamos la Era de la Ansiedad, en donde no importa el contenido sino su efecto-masaje relajante y evasivo. “Los medios de comunicación son tan penetrantes en sus consecuencias personales, políticas, económicas, estéticas, psicológicas, morales, éticas y sociales, que no dejan parte de nosotros intacta” (2).

Recurso de sobrevivencia

El caso Thelma muestra más circunstancias emblemáticas. Lejos de la ilusión de denunciante exitosa y protegida, aparece la realidad, desprotegiendo: su propio padre ha sido denunciado como violador; violación sufrida por su media hermana, que a su vez desmiente la denuncia de la actriz; la madre de ambas, muda. Un escenario en donde la familia original no apoya o esconde otros dramas, se da en infinidad de casos; tanto como se da, casi como ley, que el agresor sea en su vida pública un ciudadano ejemplar. Igual que en “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, del escritor Robert L. Stevenson, detrás del monstruoso atacante hay un prestigioso médico. Más revelador aún es descubrir que el primer asalto de Hyde es a una niña, y la primera reacción de su familia, el escrache: “Le dijimos a Mr. Hyde que daríamos a conocer su hazaña, que todo Londres, de un extremo al otro, maldeciría su nombre, y que si tenía amigos o reputación sin duda los perdería. Y mientras le fustigábamos de esta guisa, manteníamos apartadas a las mujeres, que se hallaban prestas a lanzarse sobre él”. La doble cara de tanto noble médico tiene su correlato en la víctima: aunque ni el Gran Juez (la Opinión Pública) ni los jueces titulados puedan verlo, es desde todo punto de vista sostenible que una persona abusada muestre durante décadas un supuesto estado de bienestar.

Es un íntimo recurso de supervivencia, su más espontánea estrategia de defensa. Este estado de cara al público no resta verdad al dolor desgarrador que esa sonrisa encubre, de la misma manera que la risa cordial del doctor no desmiente la perversión de sus molares. Para la investigación previa de una novela basada en hechos reales (3), esta periodista recogió, entre 1995 y 2006, testimonios en donde el relato del horror está condimentado con humor; brutal o naif, es un modo de recordar la tragedia sin ahogarse, de revivirla en el relato sin revivirla en el cuerpo. No se trata de una contradicción que sugiere falso testimonio (como lee el Patriarcado Judicial) o de un montaje con propósito de revancha (como lee el Patriarcado Social); no son señales de consentimiento o empatía con el agresor, sino un acto de resistencia. La zarigüeya que ante el acecho de un zorro se queda petrificada en el lugar, fingiendo el rigor mortis e incluso liberando hedores similares al de un muerto, ¿es suicida, desea ser devorada por su depredador? ¿O la tanatosis es la puesta en escena de su instinto de vida? Matices es lo que nos falta en esta posguerra. Aunque todo sea importante, no todo tiene el mismo nivel de gravedad o de urgencia. Dar a conocer públicamente una experiencia dolorosa no es un derecho, es una decisión personal. Que parte de una necesidad entendible, pero no necesariamente trasladable al Derecho. La difusión del nombre de una persona que nos ha hecho daño tampoco es un derecho (concedido por el Estado, legislado); obedece al deseo de ver a nuestro agresor humillado. No es una opinión inculpadora, sino una observación producto de años de diálogo con víctimas que no han querido implementar ese recurso. Experiencia a la que añadimos el sustento conceptual de profesionales con gran autoridad en la materia (4).

En este contexto complejo, polifacético, es atendible que una mujer que no haya podido tener hijos y/o se haya enfrentado a trabas indecibles para adoptar, no quiera vestir el pañuelo verde; o que una mujer violentada en su estructura intrafamiliar encuentre frívola la denuncia mediática de una estrella hollywoodense por incidentes laborales que podría haber resuelto en el ámbito laboral. La actriz y docente teatral Emilia Mazer nos aporta una vivencia reveladora: comenta que, siendo muy joven, durante una temporada teatral es manoseada en cada función por su compañero de reparto, un prestigioso actor cincuentón. La circunstancia y su juventud la paralizan para defenderse; el prestigio público del abusador, para denunciarlo. “Si me pasa hoy, a los 50 años, paro la función”, se sincera, sin advertir que ha sugerido un recurso tan simple como extraordinario. Un ejemplo de cómo la lucha podría librarse sin mover un ejército de recursos estatales o mediáticos, in situ y con una audiencia testigo. Claro está que, en plena guerra, en una situación extrema (como la de millones de Lucías y Malalas en este mundo filicida) ello no es posible, pero es importante indagar los matices, las características de cada situación, en honor a esta lucha renovada con tantos frentes abiertos y ejércitos, que no la pelean siempre como quieren, sino como pueden. Por otra parte, el hecho de que apelar al Estado y a nuestros derechos no siempre asegura el éxito, lo saben de primera mano también, y una vez más, las mujeres que lo han vivido.

En España, cuando una mujer radica una denuncia, se enciende una maquinaria de abogados, psicólogos y policías que la asisten en la guerra, durante el proceso de denuncia-huida, pero luego se retira porque “lo peor ha pasado”. La posguerra encuentra a la mujer todavía vulnerable, sin lograr salir de la trinchera traumática y regresa a veces a la guarida de su agresor. No se trata de un acto insensato o de desobediencia al Estado (que, por su dureza, se asemeja en el espejismo de la huida al maltratador) sino de una reacción ante la incertidumbre: el lema “mejor malo conocido que bueno por conocer” se impone porque el afuera también es hostil. No se ha convertido en una rebelde sin causa sino en una fugitiva con causa. En Alemania, la asistencia económica a mujeres que no responden a ciertos criterios se otorga bajo condiciones denigrantes, al estilo de la ley del maltratador, que “paga las cuentas del hogar y su beneficiada compañera debe aceptar los golpes recibidos como parte de la prestación.” (5). En otra veintena de países, el Estado es el maltratador y la misoginia está legitimada. A la denuncia de las que se atreven, le sigue el exilio, una segunda violación o la muerte.

Todo esto viene a colación de que, ya que la violencia misógina data del Paleolítico y está dramáticamente extendida, deberíamos hacer una sensata estimación de los hechos y una inteligente valoración de los recursos disponibles. El castigo no solo no es un recurso inteligente, sino que pertenece a la estructura punitivo - correctiva del Patriarcado; la que, entre otras atribuciones, se adueña de la mujer. “Las dobles violaciones, la del violador y la del Estado cuando indaga a la víctima, suelen darse dentro de sistemas punitivos que avalan lo que Michel Foucault denomina economía política del cuerpo, en donde éste no pertenece a sus dueñas naturales, sino que es un cuerpo como objeto y blanco de poder” (4). El feminismo original nunca buscó su supremacía sino la equidad social, política y económica; quería la transformación del sistema, no su sanción. Tanto como el Patriarcado no es nuestro dueño, nosotras tampoco deberíamos adueñarnos de la Causa; en ella también hay hombres que transitan sensiblemente el nuevo camino y mujeres que derrapan. Aunque tantos siglos de opresión justifiquen ciertos exabruptos, no deberíamos lanzarnos a la caza de enemigos. Ni el varón ni el lenguaje son los enemigos per se en esta posguerra.

La batalla de la palabra

Es el orador el que tiene que aprender a usar la palabra; no la palabra la que debe enseñar al orador cómo hablar. Forzar modificaciones en el lenguaje por sobre los cambios sociales profundos, resta: claramente, no todo remite a la discriminación sexista: ¡el género gramatical no es el género sexual! Si los artículos de cada idioma fuesen determinantes ideológicos, signos inequívocos de una posición moral, entonces hablar sería un acto de comunicación considerablemente complicado y reduccionista a la vez. Nuestro español tiene “la” y “el”; el alemán, además del femenino y el masculino, tiene un artículo neutral, “das”; en inglés, existe un único artículo, “the”. ¿Indica esto que ingleses y alemanes representan la apoteosis de la tolerancia y el respeto por la diversidad sexual? Si todes nosotres deberíamos generalizar con la E porque es neutral, ¿qué necesidad hay de llamar presidenta a una presidente? Si el lenguaje es culpable de misoginia, deberíamos a su vez acusarlo de misándrico, porque ellos también son víctimas y no “víctimos” de su sexismo.

El uso del lenguaje, igual que el de la narración, reclama experiencia, reflexión, pide no quedarse “mudo de espanto, como el soldado que regresa de la guerra” (6); de ahí la necesidad de intercambiar vivencias de posguerra, no de contraatacar con cartuchos ya usados en guerras anteriores que hemos perdido o ganado a altísimos costos. La obstinada pasión en este campo todavía debe resolver asuntos a partir de lo que ella misma pregona, para no caer en una tarea interminable, más ocupada en la forma que en el fondo... lo cual da cabida incluso al papelón. Uno de tantos: feministas apresuradas y organismos políticamente correctos (ambos, incorrectamente informados) impusieron hace tiempo la expresión familia "monomarental" creyendo eliminar así la supuesta discriminación sexista del término "monoparental", que suponían referido al padre. Pero resulta que “parental” no se relaciona etimológicamente con “padre” sino con “pariente”, es decir: familia con un solo pariente. Como si fuese poco, “pariente” viene del verbo latino parĕre, parir, nada más alejado de un hombre, por ahora. La madre biológica, como única paridora, sería el pariente por antonomasia; o sea que monoparental es efectivamente sexista, pero a favor de la mujer. En todo caso, ¿se podría acusar al español de “biologicista”, porque incluye solo los dos sexos aportados por la Biología? (que, si bien nos define con despotismo, no tiene ideología).

El debate lingüístico es necesario, pero no suficiente. En la posguerra se impone desenterrar las minas. Por supuesto que parte de la lucha se libra en la palabra, pero dado el inquietante escenario, ¿no debería librarse en el terreno donde sus construcciones matan? ¿Qué nos quiere (no) decir quien nos habla de “matrimonio forzado”? No hay boda ni forcejeo; no hay ninguna tierna novia forcejeando en el altar, sino una niña violada con consenso social y verbal; tratamos con un eufemismo infame que los oradores empuñan para ocultar la violación legitimada que se comete... y el lenguaje avala. Es la política correcta la que más se nutre de neologismos, disfraces y artilugios. El filicidio está infectado de lenguaje homicida, más que el femicidio, porque las pequeñas novias sin peluche no tienen Voz para objetarlo. Darles una, incluirlas, no es algo que le corresponda a la maternidad, sino a la Humanidad. Números, además de palabras: actualmente, cada año, doce millones de niñas son cazadas antes de cumplir los 16 años (7). Sucede en el mundo de Allá, pero también acá, en el mundano. Por nombrar un caso, Ecuador: el 76% de las niñas embarazadas tienen entre 10 y 14 años. Así que, del ombliguismo a la sumatoria de barrigas, todavía nos queda un trecho. Posiblemente así lo haya concebido, sabiamente, aquella muchacha en la rueda de prensa ante aquel comentario que parecía tan desubicado: “Me di cuenta de que tenía un rol fundamental en lo que estaba sucediendo, que podía servir para que muchas se animen a hablar”. El ombligo, en realidad y bien mirado, es uno solo: todo sucede en lejanos continentes, pero también a la vuelta de la esquina, en poblaciones indígenas de la región, en el barrio, en tu casa... en Nicaragua, ese lugar tan remoto y tan cercano, donde radica una denuncia. Que prosperará, como otras mociones, si la excepción se convierte en regla, si decimos en imagen y acto lo que el lenguaje no pueda.

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