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  • Manguiferas*

Ahora que sí nos ven


Ilustración: Laura Becerra

Desde hace ya varios años que el 8 de marzo ha dejado de ser solo una fecha conmemorativa. Desde hace un buen tiempo ya me cuestiono por qué el 8M se ha convertido en un llamado a todas las mujeres para ocupar la calle si el resto de los días, no importa hacia dónde mire, lo único que veo en la calle son mujeres luchando.

Todas las mañanas, desde la (in)comodidad del ómnibus que me lleva a mi trabajo asalariado con destino a Ciudadela, veo pasar cientos de mujeres con sus cuerpos en la calle pero veladas, como si estuviesen suspendidas, inmersas en el régimen en el que nos han criado que me gusta llamar “que no se note.”

Veo mujeres que con kilos de base cubren las ojeras para que no se note que viven vidas cansadas a cargo de la casa, a cargo de la infancia, a cargo de la producción.

Miro hacia adelante en el ómnibus y me topo con madres ocupando los primeros asientos cuidando a sus criaturas, cargando mochilas, viandas, carteras, sin que se note que cuidar es agotador y sumamente demandante.

Por la ventanilla veo mujeres-anuncio vendiendo cremas, fajas y cirugías para que no se noten los cuerpos no hegemónicos que realmente habitamos.

Transitando por la vereda veo mujeres consumidoras bajo la dictadura de la cosmética y de la estética para que no se noten los granitos, las estrías, los vellos ni la celulitis.

Paradas en el pasillo veo mujeres luchando contra el paso del tiempo, maquillando sus canas y arrugas, añorando el estado exacerbado de juventud que la cultura idolatra, cultura que nos quiere siempre jóvenes, inexpertas, jamás ancianas, jamás mujeres sabias. Jamás.

En el celular de la adolescente sentada frente a mí veo una actriz actuando mal un orgasmo y enseñando a su joven espectadora a cómo fingir su placer sin que nunca se note su insatisfacción.

Me veo rodeada de mujeres y no soy capaz de ver en qué momento de sus ciclos hormonales se encuentran: somos expertas en ovular y menstruar sin que se note. Y sonrío para mis adentros al percibir lo expertas que somos cubriéndonos, para que no se note que tenemos tetas con pezones. A mi derecha viaja una administrativa que, como buena parte de las trabajadoras asalariadas, se muestra competente pero sin llegar al punto de destacar. Trabajadoras que se esfuerzan para verse profesionales masculinizando su vestimenta, sin que se noten los codos clavados para que no avancen, ni los obstáculos en sus carreras ni los techos de cristal.

Detrás de mí viaja una mujer con su pareja hombre, él con su brazo pesado sobre los hombros de ella y ella debajo, amándolo a pesar de este mundo enfermo de hombres, sin que se note la amenaza de la violencia doméstica.

Por la ventana veo una mujer barriendo las hojas y en su individualidad no se nota la feminización de las tareas de cuidados ni la división sexual de las tareas.

En el fondo, con la mirada perdida a la calle que pasa, veo una mujer sumida en sus pensamientos, que al sentir mis ojos sobre ella me sonríe, como si fuese un error que alguien la notase triste.

Me frustro.

Entre tanto secretismo, entre tanto disimulo, intuyo que lo más sano sería reconocer de una buena vez que incomodamos todas solo por ser mujeres.

Entonces me enojo.

Pocas paradas antes de llegar sospecho que cada una de nosotras, en algún momento de este viaje, hemos buscado nuestro reflejo sin saber que este mundo patriarcal nos devuelve una imagen desvirtuada de nosotras mismas.

Optamos por pasar desapercibidas, sin que se nos note, porque al mostrarnos tal cual somos el espejo siempre nos devuelve un juicio cuál golpe, nos señala, falsamente, que no somos suficientemente buenas.

Que si nos negamos al hogar somos egoístas, pero si nos entregamos a él somos sonsas y aburridas.

Que si no nos maquillamos, peinamos y depilamos somos incogibles, pero si lo hacemos seguramente somos huecas y frívolas. Que si somos muy flacas no hay carne de dónde agarrarse y si somos gordas tenemos que ir cerrando el buche.

Que si nos hicimos la tinta se nos nota el crecimiento y si nos dejamos crecer las canas nos estamos descuidando.

Que si somos pobres y nos embarazamos seguramente lo hicimos para cobrar un plan; que si quedamos embarazadas de una pareja no estable lo hicimos para atrapar a un hombre y que si no nos embarazamos todavía, ¿qué estamos esperando?

Que somos malas si abortamos dentro de la ley y peores si lo hacemos por fuera.

Que si exigimos paternidades responsables somos unas resentidas, que solo queremos hacer daño tramitando la pensión alimenticia, y si osamos una noche salir dejando a nuestras criaturas en cuidado de otras personas somos unas madres abandónicas.

Que si nos gusta coger somos unas putas y si no lo hacemos somos unas puritanas. Si exigimos alcanzar nuestros orgasmos somos unas ninfómanas y si no los tenemos somos unas frígidas.

Que si dejamos entrever nuestro ser cíclico somos unas histéricas; que nuestras reacciones son siempre exageradas porque siempre nos está por venir.

Que si triunfamos es porque con alguno nos habremos acostado. Que si llegamos a tener un rol de autoridad nos convertimos en mandonas. Que si nos dedicamos totalmente a nuestras carreras es por falta de marido. Que si exigimos a cualquier subordinado seguramente nos falta pija.

Las que tenemos pareja estable debemos estar siendo cornudas sin saberlo y las solteras estables seremos las futuras locas de los gatos. Las lesbianas somos resentidas y feas, y las que salimos de noche con amigas son unas fiesteras.

Las que se nos quejamos de un insulto o un empujoncito al grito de que son violencia es porque somos unas feminazis, y las que los toleramos somos unas boludas cobardes que algo habremos hecho.

Y no importa la clase social, ni el nivel educativo, ni el color de piel ni la apariencia física: nada nos quita lo conchudas si nos hacemos notar. Nada nos quita esa condición. Nada.

Me bajo del ómnibus pensando lo necesario que es vernos en los ojos de otra compañera, lo poderosas que somos cuando todas renegamos del Edén del que supuestamente nos expulsaron; lo liberador que es soltar la culpa del pecado original que nos quieren hacer cargar al nacer con vulva y lo sanador que resulta el reconocer que no venimos de una costilla sino de otro útero.

Es necesario acusar a viva voz todas las costumbres, todas las normas sociales aceptadas que invisibilizan nuestros dolores y padecimientos, denunciar a la justicia patriarcal tejiendo entre nosotras redes tan fuertes como el #YoSíTeCreo

Camino pensando que me gustaría este 8 de marzo encontrarme en la marcha con todas las mujeres que acabo de ver.

Pienso lo necesario que es que nosotras paremos, porque si lo hacemos, el mundo se para, deteniendo esta maquinaria que con violencia y muerte convierte todo en mercancía, en ganancia para pocos, destruyendo toda la vida alrededor.

Me emociono con solo imaginar lo lindo que es para tantas de nosotras que vivimos ocultándonos, sin que nos noten, ocupar la principal calle de nuestra ciudad al grito de: “Ahora que sí nos ven…” y no tener miedo de que efectivamente nos vean.

* Escritora en ómnibus. Madre de 2. Mujer cíclicamente menstruante y feminista a tiempo completo.

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