top of page
Nicolás Duffau*

Entre el control social y el conocimiento científico: los orígenes de la clínica psiquiátrica en el


Imagen: Hospital Vilardebó. Manicomio Nacional. Archivo Nacional de la Imagen del SODRE

Del Asilo de dementes al Hospital Vilardebó

En junio de 1860 tuvo lugar el primer traslado de enfermos psiquiátricos internados en el Hospital de la Caridad hacia la quinta de la sucesión de Miguel Antonio Vilardebó en la zona del Arroyo Seco. Ese hecho es considerado por la historiografía dedicada a estudiar el avance de la medicina en nuestro país (Barrán, 1992-1995) como el momento fundacional del primer manicomio uruguayo, llamado Asilo de dementes, regenteado por la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública que otorgó plena potestad para el tratamiento de los asilados (en este y en varios nosocomios) a la Hermandad de Caridad.

El Montevideo colonial no contaba con ningún establecimiento para el tratamiento de los enfermos psiquiátricos. Según diversos documentos del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX, los “locos” podían ser recluidos en los calabozos del Cabildo, junto a personas detenidas o procesadas por distintos delitos, así como en salas específicas del Hospital de la Caridad (1). En el caso de las mujeres, y cuando se trataba de familias pudientes, podían ser enviadas a las celdas del Convento de San Francisco, donde mayoritariamente se dispensaba como tratamiento la recurrencia al ceremonial religioso que intentaba combatir la presencia demoníaca en la persona afectada por alguna patología psiquiátrica (Castro, 1898, f. 131).

Desde fines de la década de 1850 cobró fuerza la posibilidad de contar con un establecimiento exclusivo para enfermos psiquiátricos, propuesta que se concretó el 17 de junio de 1860 con la inauguración del primer Asilo de Dementes, que recibió a 25 o 28 enfermos (el número varía según los documentos). La dirección del establecimiento quedó en manos de un homeópata, el sueco Agustín Cristiano D’Kort, pero un facultativo no especializado en Psiquiatría, el doctor Joaquín Nogueira, se encargaba del tratamiento médico de los internos. Los acompañaban en las tareas un capellán, las hermanas de caridad, un ecónomo, el farmacéutico, los practicantes, el jefe de vigilancia y los sirvientes para los diferentes servicios. El nosocomio era mixto (y lo seguirá siendo a lo largo de toda su historia) por lo que no se fundaron, como en otros países, establecimientos específicos para hombres o mujeres, tal como ocurrió en Europa y en otros países de América Latina, como Argentina, Brasil o Chile (Pita 2012, p. 27).

El médico francés del Hospital de Caridad, Adolphe Brunel, consideró que en el asilo las Hermanas de Caridad debían ser consideradas por los sirvientes “como superiores” y estarían presentes en las visitas realizadas por el médico “para poder darle todos los pormenores que pida sobre cada enfermo”. Asimismo, de ellas dependía “la distribución de los alimentos”, la limpieza y la vigilancia de “la conducta de los empleados inferiores y con especialidad la comportación [sic] de los enfermeros para con los dementes, haciendo que estos sean tratados con paciencia y dulzura.” (Brunel 1862, pp. 320-329). La reflexión de Brunel resulta interesante ya que permite apreciar el rol que los propios médicos asignaban a sus colegas a los que relegaban a una función secundaria dentro del asilo; a ello se agrega la relevancia conferida al ceremonial religioso para el tratamiento de las enfermedades psiquiátricas, que da cuenta del desconocimiento local –pero también regional- sobre las patologías que sufrían los internos del Asilo de Dementes.

En 1874 atendían a los 325 pacientes del Asilo dos médicos, doce sirvientes y siete hermanas de Caridad (Proyecto del presupuesto 1874, planilla n° 3). Las cifras relevadas entre 1860 y 1879 permiten constatar el significativo incremento en el total de pacientes asistidos que pasaron de 25-28 en 1860 a 542 casi dos décadas después (Vaillant 1873, p. 106; Memoria de la Comisión de Caridad 1879). Esto provocó una situación de hacinamiento y de precariedad, por lo que fue imprescindible anexar terrenos linderos y ocupar construcciones de la quinta que no estaban en el mejor estado. En el año 1876 se inició la construcción de nuevas plazas y la reforma de todo el edificio central del Asilo. El nuevo establecimiento, se inauguró el 25 de mayo de 1880 y modificó su nombre por el de Manicomio Nacional.

La administración interna del manicomio fue confiada a doce hermanas de Caridad. Las tareas de las hermanas, secundadas por sirvientes y sirvientas, se repartían en la supervisión de la higiene, el régimen alimenticio, el tratamiento terapéutico y la actuación médica. La influencia de lo religioso en la vida médica era tal que, por ejemplo, las hermanas se negaron a que los estudiantes de Medicina (e incluso los propios médicos) ingresaran a las salas de mujeres. En 1884 el estudiante de Medicina Andrés Crovetto sostuvo que “si me preguntaban del estado de alguna enferma podía dar tanta razón de ella, como el portero del establecimiento, porque solo las veía entrar, a la mitad de las enfermas no las conocía ni de vista.” (Crovetto 1884, p. 49) El ejemplo resulta ilustrativo de la división de poderes que regía la asistencia sanitaria en el país, en tanto los hospitales estaban en manos de un cuerpo no médico, pero a su vez desde 1876, año inaugural de los cursos en la Facultad de Medicina de la Universidad de la República, se estaba formando la primera generación de médicos.

El proceso por el cual lo religioso comenzó a perder potestades en la vida pública del Uruguay fue paulatino: se inició a fines de la década del setenta del siglo XIX, se intensificó en la del ochenta y duró aproximadamente hasta la segunda década del siglo XX. Con un discurso que pedía un cambio administrativo cada vez más científico los médicos se lanzaron a la carrera de sustituir a las religiosas y abandonaron su posición de subordinación, incluso se sublevaron y consolidaron su presencia y, como en toda lucha de posiciones, la presencia garantizó su poder.

La ‘asistencia pública’ fue el nuevo concepto con el que el Estado y los políticos oficialistas comenzaron a tratar a los sectores sociales más desprotegidos (enfermos pobres, pacientes psiquiátricos, niños expósitos, vejez abandonada). Sobre la base de los establecimientos creados por las instituciones religiosas como punto de partida, el Estado laicizó y reorganizó la atención sanitaria pública. Asimismo, tanto en la Comisión de Caridad, como en el Consejo de Higiene Pública y en la dirección de los hospitales asumieron funciones médicos vinculados al proceso de secularización. Finalmente en 1910 la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública fue sustituida por la Asistencia Pública Nacional, nueva institución que se encargó de todos los servicios hospitalarios del país. El período se cierra en 1910, etapa en la que se completó el proceso de secularización de los establecimientos hospitalarios y en la cual por un decreto del Poder Ejecutivo el Manicomio fue redenominado, en 1911, Hospital Vilardebó y se convirtió en un centro estatal laico para los enfermos mentales pertenecientes a los estratos sociales más bajos. (2)

La formación de un campo de especialistas en enfermedades psiquiátricas

Durante el último cuarto del siglo XIX no existió en el país formación en “psiquiatría”, pero varios médicos (Pedro Visca, Francisco Soca, Enrique Castro, Bernardo Etchepare) mostraron un creciente interés por desarrollar un campo de trabajo en relación con los estudios de las enfermedades llamadas “mentales”. Los médicos mencionados estudiaron en Francia, centro de estudios mundial de clínica médica y se encargaron de la divulgación de algunas ideas que permitieron la profesionalización de la disciplina psiquiátrica en Uruguay (3).

No existía en el mundo una formación específica en materia psiquiátrica. El psiquiatra era un polígrafo que se movía entre diversas especialidades que no tenían fronteras totalmente definidas. Eso explica que un “pediatra” como Luis Morquio, un “oftalmólogo” como Joaquín de Salterain o un profesional especializado en cirugía como Bernardo Etchepare destacaran a comienzos del siglo xx en el campo de los estudios psiquiátricos.

Desde 1905 Bernardo Etchepare, profesor de Anatomía, cumplía funciones en el Servicio de Mujeres del Manicomio y comenzó a invitar a los alumnos a que participaran de exámenes clínicos dentro del manicomio. Ese fue el punto de partida para que un grupo de estudiantes comenzara a realizar tareas clínicas. La creación formal de la Cátedra de Psiquiatría tuvo lugar en 1907, pero recién al año siguiente contó con Bernardo Etchepare como responsable académico (de ahí que la fecha fundacional reconocida por la historiografía de la Psiquiatría sea 1908). Contaba también con un jefe de Clínica —Francisco Garmendia—, un médico adjunto honorario —Camilo Paysée— y un médico agregado honorario —Abel Zamora—. Dentro del manicomio la cátedra tenía dos servicios para la observación, uno de hombres y otro de mujeres. Los estudiantes tenían contacto con enfermos crónicos o tranquilos y de forma ocasional podían recibir pacientes llamados agitados.

La evolución en la consideración social de los psiquiatras también se puede apreciar en la documentación del Manicomio o en papelería judicial. A fines del siglo xix y comienzos del siguiente, era frecuente que los familiares solicitaran la internación de un paciente por carecer de medios para su subsistencia. Sin embargo, desde la segunda década del siglo xx podemos ver que había en las solicitudes un reconocimiento a la labor profesional de los especialistas en relación con las llamadas enfermedades mentales. No se trató de un proceso homogéneo, pero sí es una pista interesante para apreciar la estima social con la que empezaban a contar los psiquiatras luego de consolidar su campo de trabajo y extender su radio de influencia. Esa relevancia conferida al tratamiento científico siempre figura en las fuentes –sobre todo en los artículos de la Revista Médica- mediada por la posición de los médicos quienes destacan, en varios trabajos, el interés de los familiares por contar con su ayuda. Aunque en la papelería que se preserva en el actual Hospital Vilardebó o en el fondo de la Comisión de Caridad del Archivo General de la Nación encontramos notas enviadas por los familiares en los que solicitaron la internación y alabaron la tarea de los facultativos. Esto, por supuesto, no anula la complejidad de casos en los que la familia se negó a la internación, lo que automáticamente era censurado por los médicos. Ese tipo de negativa familiar a la internación -que en la época era presentada como una manifestación “bárbara”, o de atraso por parte de la familia-, podría ser vista hoy como prácticas de resistencia que muchas veces pusieron en cuestión el poder médico, aunque no lograron alterar su creciente ascendencia sobre la población.

Los avances que vivió la Psiquiatría durante la primera mitad del siglo XIX (imposibles de resumir en un texto de esta naturaleza) permitieron que la enfermedad mental se alejara de las ideas que lo asociaban con consideraciones místicas o religiosas. Por el contrario, desde la primera mitad del siglo XIX distintas corrientes plantearon el carácter biologicista de la enfermedad mental, asociado a la heredo-degeneración y, en concreto, como lo había sostenido Esquirol, al órgano de la razón: el cerebro. Lo que la nueva conceptualización psiquiátrica ganó de científica la alejó de la religión: las ideas del terreno patógeno, la predisposición, el atavismo o los estigmas, pasaron a ser parte central del discurso psiquiátrico de la segunda mitad del siglo XIX.

Los médicos locales mostraron un fuerte interés por las causas físicas, pero sin un determinismo biológico radical y combinaron todos los avances que estaban teniendo lugar en las discusiones científicas mundiales. Esto permitió incorporar a la etiología de la enfermedad psiquiátrica diversas causas de tipo “moral”. En las historias clínicas relevadas podemos ver que el análisis médico comenzaba con un estudio del cuerpo del enfermo y de los antecedentes familiares para pasar luego a las consideraciones morales que se convertían en causales del trastorno mental. Este tipo de análisis —y su difusión—legitimó el rol del psiquiatra como un moralista, como un reformador social.

En forma paralela a las transformaciones en la delimitación de las causas de la enfermedad, se comenzaron a definir grados en los trastornos psiquiátricos y en las manifestaciones dentro de ese campo que a mediados del siglo XIX solo se llamaba “locura” o “enajenación”. Entre 1860 y 1910 se sucedieron distintos sistemas que explicaban los desórdenes mentales y los médicos locales fueron tomando nota y adaptaron las principales discusiones científicas al contexto en que actuaban. La “locura” dejó de ser una definición general y se avanzó en una clasificación de distintos estados psicopáticos. Esa conceptualización no escapó a los cánones internacionales, es decir a las definiciones que, en simultáneo, también estaban realizando médicos de otras partes del mundo, cuyos trabajos llegaron gracias a la participación de los facultativos locales en redes científicas. Al seguir las principales discusiones es posible apreciar la evolución desde ideas generales acerca de la locura a una posición que dividió y conceptualizó distintos estados psicopatológicos que, a su vez, se vinculaban con formas de cuidado, asistencia y tratamiento. Para ello fue necesario que desarrollaran herramientas que iban desde la división de los enfermos en pabellones o secciones a enfoques del tratamiento o peritajes llevados adelante por más de un facultativo.

La posición médica se acompañó con una construcción jurídica sobre la situación de los enfermos psiquiátricos y la necesidad de establecer disposiciones claras para el ingreso o egreso de los pacientes de los establecimientos hospitalarios. La conflictiva alianza de médicos y abogados permitió que los alienados gozaran de algunos derechos (aunque Uruguay no contó con una ley específica hasta 1936). Las discusiones sobre la internación de facto, la interdicción o la responsabilidad/irresponsabilidad de los locos también expresa la tensión entre las libertades individuales, la transparencia jurídica, las demandas punitivas y los derechos de los pacientes. A comienzos del siglo XX, médicos y abogados elaboraron un protocolo sobre las internaciones y ganaron una batalla contra la Policía, que hasta entonces no reconocía la autoridad de los facultativos y abandonaba a los supuestos enfermos en las celdas de las comisarías, la prisión o en el asilo.

A partir de la segunda década del siglo XX los psiquiatras (ahora sí llamados de ese modo), lograron ser reconocidos como los savants legítimos en materia sanitaria, ganaron en autonomía profesional y científica y continuaron con el señalamiento de los valores considerados más importantes para el desarrollo higiénico del país. Lograban de este modo definir un campo profesional y alcanzar legitimidad y consenso en el ejercicio de una profesión que se presentaba como científica. Pero antes debieron montar la estructura que les permitió contar con una serie de instituciones (hospitales públicos, Facultad de Medicina, etc.), redes (que abarcan desde la prensa popular a publicaciones científicas) y recursos económicos, todos coadyuvantes en la concreción de su propuesta de modernización social y en el estudio de las enfermedades psiquiátricas.

En ese contexto, la Psiquiatría se convirtió en una importante herramienta para difundir el pensamiento de los facultativos no solo relativo a las enfermedades mentales sino en relación a hábitos o prácticas que era necesario erradicar. Todo ello legitimado por un contexto de ideas en el que la urbanización, el malestar ante la modernización, la movilización obrera y la intención de vincular al país con el mercado económico internacional, ambientaron la necesidad de disciplinar a la población a través de distintas conductas “higiénicas”.

La higiene se trasformó no solo en una temática vinculada a quienes hacían de ella su área profesional, sino en una preocupación pública que se tradujo en manuales escolares o de puericultura para mejorar la salud de los individuos. Las recomendaciones que allí aparecían se relacionaban con la nosografía de tipo moral que buscó, y encontró, causas sociales para explicar la enfermedad. Esto abrió el abanico para un amplio número de causas que podían conducir a la degeneración de la especie y a la enfermedad psiquiátrica. Escrutar los rasgos de los enfermos psiquiátricos y la consiguiente degeneración a la que podían conducir ciertos actos, sirvió para reproducir los valores que durante la época eran considerados civilizados y al mismo tiempo justificar las medidas (contra la vagancia, el juego, la “inversión sexual”, el alcoholismo, etc.) que buscaban legitimar la autoridad y contener posibles desbordes o excesos. Gracias a ellos la locura dejó de ser un problema individual y pasó a ser una temática de toda la sociedad; por ende, de un contexto histórico que se preocupó ante el temor que despertaba ser ese otro “anormal”.

* Licenciado en Ciencias Históricas, opción investigación, Magister en Historia Rioplatense y Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires. Docente e investigador en régimen de dedicación total del Instituto de Historia y coordinador académico junto a Ana Frega del programa (CSIC I+D Grupos) Claves del siglo XIX en el Río de la Plata.

Notas

(1) La referencia a palabras como ‘locos’, ‘locura’, ‘alienados’, ‘enajenados’, entre otras conexas a la temática tratada, no responde a una nosografía psiquiátrica sino a la forma en que fueron llamados los enfermos en el período aquí considerado. Por el contrario, la expresión “enfermos psiquiátricos”, que usaremos en el trabajo, no remite a un término de época.

(2) En 1912 se inauguró la Colonia de Alienados de Santa Lucía (en las afueras de Montevideo), que pregonaba el sistema de open door y se convirtió en el segundo establecimiento público para el tratamiento de enfermos psiquiátricos.

(3) Si bien utilizaremos la palabra “psiquiatra” a modo de convencionalismo, cabe señalar que los médicos referenciados que trabajaron con enfermedades psiquiátricas no tenían una formación específica.

Bibliografía y fuentes citadas

Fuentes inéditas

Archivo General de la Nación, Uruguay

Comisión Nacional de Caridad y Beneficencia Pública

Museo Histórico Nacional

Manuscritos del doctor Enrique Castro

Legislación sobre alienados. Manuscrito de la tesis de Enrique Castro para optar al título de doctor en Medicina y Cirugía (1898), Museo Histórico Nacional, Manuscritos del Dr. Enrique Castro, tomos 1436 y 1437.

Fuentes editas

Brunel, A. (1862) Consideraciones sobre higiene y observaciones relativas a la de Montevideo. Montevideo: Imprenta de la Reforma Pacífica.

Crovetto, A. (1884) Algo sobre manicomios. Montevideo: Facultad de Medicina.

(1879) Memoria de la Comisión de Caridad presentada a la Comisión E. Administrativa correspondiente a los años 1876, 77 y 78. Montevideo: Imprenta a Vapor de La Nación.

(1874) Proyecto del presupuesto general de gastos del Hospital de Caridad y sus dependencias para el año de 1875, confeccionado por la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública. Montevideo: Tipográfica de El Mensajero. Archivo General de la Nación, Colección de Folletos, n.º 116.

Universidad de la República. (1915) Memoria Universitaria correspondiente a los años 1909-1914. Informe presentado por Claudio Williman, Rector de la Universidad. Montevideo: Universidad de la República.

VAILLANT, A. (1873) La República Oriental del Uruguay en la exposición de Viena. Montevideo: La Tribuna.

Bibliografía

BARRÁN, J. P. (1992-1995) Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.

Pita, V. (2012). La casa de las locas: una historia social del Hospital de Mujeres Dementes: Buenos Aires, 1852-1890. Rosario: Prohistoria.

bottom of page