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  • Aníbal Corti*

El diseño inteligente, o el retorno al orden trascendente


Ilustración: "El relojero", Remedios Varo (1955)

I

La ciencia moderna es una de las conquistas intelectuales más extraordinarias de la humanidad.

Varios de sus pioneros (Copérnico, Galileo, Kepler, Gassendi, Descartes, Boyle, Newton, Leibniz, Euler, entre muchos otros) eran cristianos convencidos. Y aunque es verdad que algunos de ellos tuvieron problemas con la Iglesia (el caso de Galileo es notorio), el hecho de que creyeran en la existencia de una entidad superior, sobrenatural, todopoderosa, omnisciente, inmensamente buena y de tipo personal, que ha creado el mundo y que, en particular, nos ha creado a nosotros, los seres humanos, a su imagen y semejanza, una entidad a la que debemos culto, obediencia y lealtad, no les suponía un conflicto interno. Para todos ellos, de hecho, su religión y su ciencia mostraban una profunda concordancia.

Esto es en parte el resultado de la doctrina de la creación que abraza el cristianismo. Su deidad es un dios personal, una entidad que tiene conocimientos, emociones y voliciones. Ese dios ha creado el mundo. Y nos ha creado a nosotros, los seres humanos, a su imagen y semejanza, entidades con la capacidad de adquirir conocimientos, de sentir emociones y de llevar a cabo actos voluntarios. Ese dios ha decidido, entonces, que tengamos la capacidad de conocer el mundo —y, presumiblemente, también a su creador—. Si consideramos a la ciencia en su nivel más elemental —como la búsqueda de conocimientos acerca de nosotros mismos y acerca de nuestro entorno—, es claro que el cristianismo, así considerado, no entra en abierto conflicto con la ciencia.

Como la creación del mundo es una acción gratuita de ese dios, una acción a la que en modo alguno estaba obligado, así como no estaba obligado a hacer el mundo de una manera tal o cual, ni a crear ningún tipo específico de cosas ni de procesos, ni a someter esas cosas ni esos procesos a leyes tales o cuales, las cosas y los procesos que realmente encontramos en la naturaleza, así como las leyes que gobiernan el mundo, son contingentes, lo que quiere decir son el resultado de un acto libre de su voluntad. Sólo la investigación directa de la naturaleza es capaz de revelar qué cosas, qué procesos y qué orden legal ha elegido crear ese dios, de los muchos, quizás infinitos, que podría haber elegido pero no eligió. No debemos buscar la verdad a través de meras conjeturas, sino a través de observaciones y experimentos. En este aspecto, pues, tampoco entra el cristianismo en abierto conflicto con la ciencia.

En definitiva, la idea tradicional de que el mundo ha sido creado y que el creador ha dado a ese mundo una cierta forma, arbitraria —en tanto podría haber sido cualquier otra—, pero también inteligible —en tanto nos ha dotado de las facultades necesarias para conocerlo—, otorga a la ciencia moderna una licencia o aval metafísico, sobrenatural, para su proyecto de investigación empírica de la naturaleza. Que la ciencia efectivamente requiera de un aval o licencia semejantes ya es otro asunto.

Sin embargo, hay un problema, porque la ciencia tiene sus propias reglas. Y una de ellas es excluir el recurso a entidades sobrenaturales en la explicación de los fenómenos de la naturaleza. Así, aunque la doctrina de la creación del mundo por un cierto dios personal pueda funcionar como un fundamento metafísico para la investigación empírica, la ciencia debe proceder, por lo demás, como si ese creador no existiera en absoluto. El filósofo Ludwig Wittgenstein, en un pasaje de una famosa conferencia, lo explica de una manera muy elocuente:

"Todos sabemos lo que en la vida cotidiana se consideraría un milagro. Evidentemente, es un acontecimiento de tal naturaleza que nunca hemos visto nada parecido a él. Supongan que este acontecimiento ha tenido lugar. Piensen en el caso de que a uno de ustedes le crezca una cabeza de león y empiece a rugir. Ciertamente esto sería una de las cosas más extraordinarias que soy capaz de imaginar. Tan pronto como nos hubiéramos repuesto de la sorpresa, lo que yo sugeriría sería buscar un médico e investigar científicamente el caso y, si no fuera porque ello le produciría sufrimiento, le haría practicar una vivisección. ¿Dónde estaría entonces el milagro? Está claro que, en el momento en que miramos las cosas de esa manera, todo lo milagroso ha desaparecido; a menos que entendamos por ese término simplemente un hecho que toda vía no ha sido explicado por la ciencia, cosa que a su vez significa que no hemos conseguido agrupar ese hecho junto con otros en un sistema científico. Esto muestra que es absurdo decir que la ciencia ha probado que no hay milagros. La verdad es que la manera científica de ver un hecho no es la de verlo como un milagro. Pueden ustedes imaginar el hecho que quieran y éste no será en sí milagroso en el sentido absoluto del término".

Aunque los pioneros de la ciencia moderna fueran en su inmensa mayoría personas con una creencia religiosa, era inevitable que los propios científicos y las demás personas ilustradas empezaran a sospechar más temprano que tarde que la hipótesis del dios personal y su acto de creación del mundo eran por completo prescindibles, que podían ser excluidos sin pérdida en absoluto, no ya del seno de la ciencia natural sino de la entera concepción del mundo. El destacado filósofo y obispo anglicano irlandés George Berkeley, un contemporáneo de Newton, lo advirtió muy pronto. Y luego lo advirtieron otros muchos. Incluso era inevitable que se empezara a sospechar que, en definitiva, no era el ser humano el que había sido creado sino el dios personal. Y que tampoco era sorprendente, después de todo, que ese dios personal tuviera conocimientos, emociones y voluntad, ya que había sido creado a imagen y semejanza de su creador, el propio ser humano.

¿Y de dónde salió el ser humano y el resto del universo si un supremo hacedor no los ha creado? La ciencia no tuvo inmediatamente una respuesta a esta pregunta. Y en algún sentido todavía no la tiene. El mero hecho de que sólo existan respuestas parciales no es en sí mismo un problema. Si tuviéramos una respuesta definitiva para todas las preguntas interesantes, ya sabríamos todo lo que vale la pena saber y la ciencia habría llegado a su fin. Evidentemente no es el caso. Pero de allí no cabe concluir que el recurso a una explicación sobrenatural sea necesario. ¿O será, acaso, que hay algún motivo para creer que la tarea de buscar una explicación no sobrenatural de ciertos fenómenos es, no ya ciertamente muy difícil, sino directamente imposible?

II

Una idea antigua es que las huellas de la acción de un creador sobrenatural pueden ser detectadas, mediante la investigación empírica de la naturaleza, en la forma de un propósito, una guía, una orientación, un plan, un objetivo, una finalidad, un sentido, un significado, una disposición o una tendencia general de las cosas.

La idea es bastante interesante: a partir de lo que podemos conocer directamente (el mundo natural y las huellas de un aparente diseño, orientación, finalidad, propósito, plan u objetivo) sería posible inferir, bajo ciertos supuestos, la existencia de un supremo artífice, hacedor o creador del mundo, que no podemos conocer directamente, pero sí de forma indirecta.

La idea es antigua, como ya se dijo. De alguna manera se encuentra ya en el Timeo platónico, y sin dudas en Tomás de Aquino, quien la presentó como la quinta de sus célebres vías para acceder al conocimiento de la divinidad. Una versión más reciente fue presentada por el reverendo William Paley, un destacado clérigo, filósofo y teólogo inglés, en su influyente obra Natural Theology (1802).

En uno de sus pasajes, de singular fuerza retórica, invitaba al lector a imaginar un paseo por el campo en el curso del cual éste se topa accidentalmente con un reloj. Paley argumentaba que las características de este aparato (el perfecto encastre entre sus piezas y la inusual complejidad de las mismas, por no mencionar la complejidad todavía mayor del conjunto; el hecho de que cualquiera de esas piezas difícilmente tuviera una utilidad separada de la totalidad orgánicamente integrada que constituye el aparato; el hecho de que el dispositivo cumpla o parezca cumplir fines o propósitos específicos) permiten descartar como muy improbable la idea de que éste haya surgido como producto de un proceso puramente azaroso, carente de todo direccionamiento. Si ha habido un direccionamiento u orientación última en el proceso de creación del aparato, entonces es que debe haber habido un artífice —argumentaba Paley—, un hacedor, una inteligencia detrás del proceso de producción de cada una de las partes y del ensamblaje final del dispositivo; en definitiva, si existe algo tan complejo como un reloj, es que debe existir sin dudas un relojero.

Tras hacer esta observación, Paley se preguntaba qué diferencia podría haber entre el reloj del ejemplo y el ojo de un vertebrado. En modo alguno es posible afirmar que el ojo de un vertebrado sea una estructura más simple que un reloj de bolsillo. Por otra parte, se observa también allí esa notable característica que aparentemente comparten sólo los objetos que han sido producidos a partir de un diseño: el servir a un propósito, como ocurre con los relojes, o con los anteojos, que no por azar sino por absoluta necesidad encajan perfectamente en la nariz. Si tal es el caso, nada parece impedir que un razonamiento análogo al anterior se aplique a las estructuras de la naturaleza orgánica, mucho más complejas cualquiera de ellas de lo que cualquier artefacto de factura humana podría llegar a ser.

¿Quién ha diseñado esas complejas estructuras? Paley no tenía dudas al respecto —un dios personal, supremamente inteligente y todopoderoso—, y casi nadie las tenía en la época, hasta que, unos cincuenta años después de la publicación de Natural Theology, Alfred Russel Wallace y Charles Darwin propusieron un agente alternativo, impersonal, mecánico, carente de inteligencia y de voluntad, aunque (a su manera) muy poderoso: la selección natural.

La teoría de la evolución por selección natural propone un mecanismo de retención de aciertos parciales que explica los (no siempre tan) refinados diseños que aparecen en la naturaleza sin apelar a la intervención de un diseñador. Un experimento mental ideado por el psiquiatra inglés W. R. Ashby permite hacerse una idea del poder de ese mecanismo.

Imagine el lector una sala con mil ruletas sin números, sólo con casilleros rojos y negros. Imagine que el objetivo es hacer que todas las ruletas queden detenidas en un mismo color, por ejemplo, el rojo. Imagine ahora dos procedimientos para conseguir esto: uno, por el cual se lanzan todas las ruletas al mismo tiempo y se repite el procedimiento indefinidamente hasta que todas queden detenidas en el color deseado; otro, por el cual se lanzan todas las ruletas, pero las que quedan detenidas en rojo se dejan en ese estado (se conservan los aciertos parciales) y sólo se lanzan las otras, procedimiento que se repite hasta que se alcanza el resultado buscado. Imagine el lector que las ruletas son muy rápidas y que es posible hacer un lanzamiento por segundo. Usando el primer procedimiento habría que esperar aproximadamente una cantidad de años que puede escribirse como un uno seguido de 293 ceros para alcanzar el resultado buscado. Usando el segundo procedimiento es posible alcanzar ese resultado en apenas once segundos.

Wallace y Darwin propusieron explicar la improbable aparición de estructuras biológicas complejas —algo cuya probabilidad sería nula en la práctica si sólo operase el azar— mediante un proceso de retención de aciertos parciales análogo al de las ruletas. Aquellos organismos portadores de características que aumentan sus posibilidades de sobrevida multiplican también su capacidad de dejar descendencia; una descendencia que, a su vez, heredará las características ventajosas que portaban sus progenitores, reteniendo así los aciertos parciales (aleatorios) de la naturaleza.

Una pregunta había quedado pendiente: ¿será que es imposible desentrañar los misterios del mundo natural si se prescinde sistemática y metódicamente de todo elemento sobrenatural en la explicación de los fenómenos? Un obstáculo grande —un obstáculo inmenso, de hecho— para la concreción de esa tarea es la apariencia de diseño que exhiben muchas cosas y muchos procesos naturales. Wallace y Darwin mostraron, sin embargo, que ese obstáculo no era insalvable. ¿O no lo hicieron?

En las últimas décadas, los herederos intelectuales del reverendo Paley, de Tomás de Aquino y de Platón han vuelto a la carga. Y consiguieron algunos éxitos no desdeñables. Consiguieron, por ejemplo, que un texto de cuño creacionista fuera publicado por primera vez por una editorial académica importante, de hecho, por una de las más importantes del mundo. El libro en cuestión, The Design Inference (1998) de William Dembski, uno de los principales referentes del movimiento creacionista del Diseño Inteligente (DI), fue publicado por la prestigiosa Cambridge University Press en su colección Cambridge Studies in Probability, Induction, and Decision Theory, una colección que era supervisada en ese entonces por gente bastante eminente (entre ellos, John C. Harsanyi, que obtuviera junto a John F. Nash y Reinhard Selten el premio Nobel de economía en 1994 por sus aportaciones a la teoría matemática de juegos y Richard C. Jeffery, un muy destacado filósofo, lógico y teórico de las probabilidades).

El libro lidiaba con un problema que, en principio, no tiene nada que ver con asuntos religiosos. La idea es que la ocurrencia de eventos muy improbables indica, bajo ciertas condiciones, la existencia de una mente inteligente, un plan, un diseño, un propósito, una guía o un objetivo detrás de los mismos. Si, por ejemplo, delante de una típica casa de balneario un montón de rocas se encuentran dispuestas de modo tal que forman una palabra o una oración cualesquiera, uno puede inferir que no llegaron allí por la mera acción de causas naturales azarosas (el agua, el viento, un violento movimiento telúrico) sino que fueron dispuestas de ese modo particular por una persona que quiso formar con ellas precisamente la palabra o la oración que puede leerse. La clave para que descartemos de plano la distribución azarosa de las rocas es la enorme improbabilidad de que, en una distribución puramente accidental, pudiera leerse en ellas una palabra o una oración con sentido.

El distinguido astrónomo británico Fred Hoyle (un hombre que creía firmemente en el hecho de que una fuerza superior y ciertamente no natural orientaba los destinos del universo) dijo alguna vez que la idea naturalista según la cual las complejas estructuras bioquímicas que constituyen la base de la vida surgieron sin la superintendencia y orientación de una fuerza superior y sobrenatural era tan absurda y descabellada como pensar que un tornado pudiera ensamblar por casualidad, al pasar a través de un depósito de chatarra, un Boeing 747 completo y listo para despegar.

Antes de que Alfred Russel Wallace y Charles Darwin propusieran su teoría de la evolución por selección natural, argumentos análogos al de Hoyle eran ciertamente muy poderosos, de hecho, prácticamente irrebatibles. Pero Wallace y Darwin propusieron explicar la muy improbable aparición de estructuras biológicas complejas mediante un proceso de ensamblaje lento y acumulativo. Arruinaron así uno de los mejores argumentos que habían existido nunca para creer en la existencia de una realidad sobrenatural. Los fundamentalistas religiosos (particularmente los estadounidenses) jamás perdonaron esa afrenta. Durante décadas los literalistas bíblicos sostuvieron que dios creó todo cuanto existe en seis días, que el séptimo descansó y que Darwin era un embustero de la peor calaña.

Pero Dembski y sus colegas pretendieron hacer del creacionismo algo científicamente respetable. Argumentaron que existe evidencia empírica análoga al ejemplo de las rocas en la casa de balneario para sostener que el mundo es la creación de una mente inteligente, ya que algunas estructuras biológicas ostentan lo que ellos llamaron “complejidad irreductible” (la expresión es de otro creacionista del DI, el bioquímico Michael J. Behe), esto es, una organización compleja de elementos que debió surgir toda de una vez y no por etapas, como pasa en la explicación darwinista.

No hay evidencias, sin embargo, de que existan estructuras de tal tipo en la naturaleza. Por otra parte, el creacionismo del DI no hace predicciones. No puede hacerlas. No es que el DI deje alguna cosa sin explicar; de hecho lo explica absolutamente todo. El problema es que tiene una única explicación: “Dios lo hizo” y esa no es una explicación muy interesante, hay que reconocerlo, pues, al ser las motivaciones del creador por completo inaccesibles, no es posible hacer predicción alguna a partir de allí.

Por todo lo anterior, puede decirse que el creacionismo del DI es esencialmente una ideología y no una ciencia, como afirman sus defensores. Una ideología que resulta particularmente atractiva a quienes añoran las identidades tradicionales, premodernas, aquellas que encuentran su anclaje en la lengua, la religión, la sangre o la tierra. Una ideología que sintoniza con las intenciones de aquellos que buscan poner freno a la arrogancia de la inteligencia secular, que “enseña a reírse de todo lo que es serio y de todo lo que es sagrado”, según sostuvo en su momento el obispo Berkeley. Una ideología, en fin, que sintoniza a la perfección con los vientos de la nueva derecha que soplan con fuerza en el mundo.

* Aníbal Corti tiene una amplia trayectoria como docente e investigador en temas de filosofía de la ciencia, tanto en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República como en el Instituto de Profesores Artigas (IPA).

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