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  • Beatriz Stolowicz**

Pensamiento crítico y universidad*


No tengo palabras para agradecerles la invitación a compartir la celebración de los 10 años del PIM, en este año especial de los 100 años de la Reforma de Córdoba, los 60 años de la reforma universitaria uruguaya, 50 años de la rebelión estudiantil de vasto alcance en el mundo, y 50 años del asesinato de Líber, Hugo y Susana en la nuestra. Y estar aquí en mi primera alma mater, donde estudié y trabajé por algún tiempo, donde me siento en casa, aunque soy una universitaria mexicana.

Voy a comenzar con dos aclaraciones. La primera es que vengo de una universidad que está aplicando las políticas con lógica de mercado desde hace 28 años. Comenzaron en la UAM antes que en la UNAM. Siempre he pensado que se experimentó para medir las reacciones en una institución distinta, más pequeña, más descentralizada, departamentalizada, que tenía un activo sindicato independiente y único de trabajadores académicos y administrativos. Y, en particular nuestra Unidad Xochimilco, la única con el sistema modular que rompe con la docencia tradicional, promueve la interdisciplina, y que configuró una comunidad universitaria muy activa y crítica. A casi 30 años, los efectos negativos son visibles y han transformado a fondo la vida universitaria. Son cambios que se ejecutan en consonancia con una salvaje reestructuración del capitalismo en México. Desde esta realidad, que ya se ha generalizado a muchas universidades de América Latina, es que hago mis reflexiones. La realidad aquí es distinta, aunque no sé con certeza cuánto se ha transformado la universidad uruguaya en estas décadas. En cualquier caso, que estas reflexiones sirvan como un espejo donde mirarse, sobre todo para saber lo que NO hay que hacer.

La segunda aclaración, tomando en consideración el título de esta actividad, es sobre lo que yo entiendo por pensamiento crítico. Considero que no es sólo oponerse a lo existente y abundar sobre el deber ser, sino la capacidad de develar lo encubierto en el funcionamiento del sistema y su reproducción. Y para pensar en el problema de la universidad pública, hay que considerar que muchas de las elaboraciones, que se asumieron como la teoría crítica de lo universitario, se hicieron durante los llamados 30 años dorados del capitalismo. Hoy surgen nuevos desafíos analíticos, y sé que mucho de lo que diré sonará a herejía. Pero con todo y lo raro que pueda sonar, quizá sirva para hacerse preguntas.

Debe reconocerse que el llamado pensamiento crítico tiene falencias. Quizá la mayor, de origen, es el modo como se caracterizó al neoliberalismo, tomando como cierta la caracterización que del mismo hicieron los intelectuales sistémicos. Se tomó como si fuera realidad lo que sólo era la retórica de los dominantes, que hicieron que se le pensara como una política económica: el ajuste fiscal monetarista recesivo; como Estado “mínimo”; y como desinterés por lo “social”. Tomando esa caracterización como válida, se asumió por contraposición que si se aplican políticas económicas no recesivas, si se aumentan las funciones del Estado, o se desarrollan políticas sociales, se ha salido del neoliberalismo. Esto abarca una cantidad de aspectos, pero me voy a concentrar en los que atañen a la Universidad pública, es decir, en el análisis sobre el Estado, del que ella forma parte.

Una manera de abordarlo, que me parece interesante, es a partir de la consigna que moviliza a los estudiantes de toda la región: “Por una Universidad pública, gratuita y de calidad”. Que parece ser absolutamente clara, pero que deja un enorme margen para asignarle contenidos distintos. Llamo la atención que las contrarreformas universitarias se ejecutan diciendo que es para tener una educación “pública, gratuita y de calidad”. La retórica de los dominantes hace un uso intenso del nominalismo: se apropian de las palabras que en el imaginario popular han representado sentidos virtuosos, para darles contenidos totalmente opuestos, pero no de manera evidente. Y así avanzan en construir un sentido común que pone a los dominados en estado de disponibilidad para la manipulación de la derecha. Por eso convoco a afinar el discurso sobre la Universidad, a darle contenidos precisos e inconfundibles.

Comencemos por la idea de lo público. Con su retórica, los dominantes han presentado al neoliberalismo como negación del Estado, no obstante que la reestructuración del capitalismo denominada neoliberal hace un uso intenso del Estado, es Estado “máximo” al servicio del capital. El discurso del “Estado mínimo” sirvió para que justificaran la demolición de las anteriores funciones sociales del Estado negando al Estado en general. Impusieron retóricamente la lógica del doctrinarismo liberal, que separa ontológicamente lo público y lo privado, basándose en el fetichismo de la forma jurídica de la propiedad. Es necesario que quede claro que lo público no se define solamente porque el Estado tenga la titularidad jurídica de determinadas instituciones, sino esencialmente por los cometidos del Estado, es decir: porque sus acciones estén al servicio de las mayorías.

El gran capital no está constreñido a la dicotomía entre titularidad jurídica pública o titularidad jurídica privada para usar intensamente al Estado como su Estado. La idea de privatización a secas ya había sido abandonada a mediados de los noventa y sustituida por la idea de “posprivatización”. Para los objetivos del capital, la titularidad jurídica estatal de bienes y servicios llega a ser mucho más útil porque garantiza que el presupuesto público sea el vehículo para transferirle riqueza social. Esto se aplicó primero en las políticas sociales, financiadas con presupuesto público, que creció en el rubro del gasto social, pero para ser provistas por privados, que se embolsaron las ganancias. Fue la manera, además, de construir mediaciones sociales. Hoy esto está potenciado con las asociaciones público-privadas, garantizadas por ley hasta por un siglo en algunos países, y con leyes plurianuales de presupuesto público que le garantizan y financian al capital altos niveles de ganancia. Es decir que aunque no esté privatizado en términos de la titularidad jurídica, lo estatal no se usa para fines públicos, mayoritarios, sino para intereses minoritarios. En países como México, el gran capital usa al Estado descaradamente como su propiedad, con leyes que la población identifica como Ley Monsanto, Ley Televisa y otras, aunque aparecen como impersonales y universales y “al servicio del desarrollo nacional”. Por eso hablamos del patrimonialismo estatal, de un Estado neo-oligárquico.

Los intelectuales sistémicos han hecho una trampa adicional: que lo público no es necesariamente estatal, y que los privados dan servicios públicos cuando abarcan a un número importante de la población. Y exigen que el Estado subsidie esas actividades, como ocurre con la educación privada o con los programas gubernamentales de salud subrogados a privados. De modo que lo público debe ser analizado a la luz del contenido de la acción del Estado, y no sólo por la titularidad jurídica de los bienes, servicios e instituciones.

En el caso de la Universidad, no es condición suficiente que sea jurídicamente estatal para que asuma cometidos públicos, al servicio de las mayorías. Que sea estatal es imprescindible, pues sería mucho más difícil lograrlo en una institución de dominio privado. Pero no basta con que sea estatal, tiene que ser autónoma para poder hacerlo. Y tampoco basta con que sea autónoma, tiene que democratizarse como institución, para que no se impongan solamente los intereses dominantes, que también están presentes en ella. Pero, incluso, no basta con que sea democrática, es necesario que haya un consenso mayoritario que asuma como sentido y deber de la Universidad el buscar resolver los problemas que aquejan a las mayorías, lo que debe expresarse en la docencia, en la investigación, en la difusión y la extensión.

Esto era mucho más obvio hace 50 años en América Latina, cuando la Universidad pública se expandió al calor de un patrón de acumulación desarrollista basado en la sustitución de importaciones, que implicaba industrialización, modernización urbana, crecimiento de las capas medias, mayor consumo y cierta redistribución del ingreso. Lo que no resultaba antagónico con las aspiraciones más democráticas de aquella clase media universitaria. Y creó una idea de nación, que a su vez creó un sentido de universidad. No era la universidad de toda la sociedad, porque no toda ingresaba a ella, pero se pensaba a sí misma para toda la sociedad por sus fines. Cuando se decía universidad pública remitía a esto. Fue la primera herencia positiva. Es cierto que también la universidad pública se mantuvo fuertemente profesionalista y jerárquica.

Desde fines de los años cincuenta, y claramente en los sesenta en el marco de la crisis capitalista, aquel modelo desarrollista fue repudiado por la burguesía local, que se asumió como satélite del gran capital del centro del sistema para ser su socio menor, y cumplió con las exigencias de reducir los presupuestos sociales. Los movimientos universitarios se hicieron mucho más definidos en su defensa de los intereses populares, y le imprimieron a las universidades esta segunda herencia positiva, como sentido de universidad pública. Esto se ha ido destruyendo sistemáticamente con las contrarreformas. Por eso hay cortes generacionales en la manera como se piensa el sentido de la universidad.

Vayamos al segundo componente de la consigna, la gratuidad. La universidad estatal no es gratuita. ¿De dónde vienen los recursos públicos? En México, más del 60 por ciento de la recaudación fiscal proviene de los impuestos directos a los asalariados, y de los impuestos indirectos al consumo, profundamente regresivos, que finalmente sólo pagan los asalariados y los consumidores pobres que no pueden deducir impuestos. Por el contrario, el gran capital no paga impuestos, entre exoneraciones y devoluciones, con la excusa de “incentivar la inversión”. El capital mediano y pequeño sí paga, pero menos de lo que paga un asalariado. Si se cobraran cuotas o colegiaturas se estaría cobrando dos veces. Y lo tremendamente grave es que la mayoría de los que financian al Estado y a las universidades públicas son los que no pueden ingresar a ellas. Cada año, más de 300 mil jóvenes son rechazados por las tres universidades federales: la UNAM, la UAM, y el Instituto Politécnico Nacional. Cuando no se explica claramente la “gratuidad”, se piensa que son los gobernantes quienes ponen el dinero para la universidad, a los que habría que “agradecerles”. Mucha gente lo piensa así. Por eso hacen efecto las acciones clientelistas. Y por eso también permean las diatribas de la derecha contra el mentado “populismo” que “todo lo da gratis”. Se necesita ser más didácticos sobre la disputa por el destino del fondo de consumo de los que viven de su trabajo que financia el presupuesto estatal. Pero no es tarea de la Universidad cobrarles a unos y a otros no, sino del fisco, que debe cobrar más a quien más tiene.

Vamos al tercer componente de la consigna: “de calidad”. ¿Qué quiere decir? Porque calidad indica la existencia de un conjunto de cualidades o características (lo otro es la cantidad), pero no dice cuáles. Varios de los movimientos universitarios que proclaman esta consigna no le ponen contenido. Y en esto opera la hegemonía dominante. ¿Qué es lo que está en el imaginario social como idea de calidad de la educación? ¿Más computación e inglés? ¿Aprender a pensar con cabeza propia, como lo hacen las universidades de la élite del poder, que no piensan su educación como ejecutores de lo que deciden otros, y los forman para pensar, para conocer a los dominados y las artes de la dominación? ¿O solamente formar habilidades, como mera capacitación para ser fuerza de trabajo dirigida por otros? Y no sólo estoy pensando en los trabajadores manuales, sino también en los que ocupan los puestos intermedios como operadores del gran capital. No sólo estoy pensando en las licenciaturas o pregrado, también en los posgrados. Conozco a biólogos que no tenían idea del gran negocio que representan los transgénicos y de su uso para ejercer un control inimaginable sobre la humanidad. Estudiantes de ingeniería me han contado que les enseñaban a someter los proyectos a los encargos de las grandes constructoras, no importa si después con un terremoto eso deja un tendal de muertos. O a estudiantes de economía que los forman para ser “corredores” de bolsa, pero que nunca estudiaron economía política. No estamos hablando sólo de los profesionistas que salen a buscar trabajo, también estamos hablando del recambio generacional de la planta docente, que va reproduciendo esto.

No se discuten los contenidos, y tampoco se perciben todas las formas como se van imponiendo. La reducción de los presupuestos universitarios no sólo afecta los salarios, también lubrica que se obligue a las universidades a generar “recursos propios”, tal como discutió la UDUAL (Unión de Universidades de América Latina) hace dos semanas en México. Esa es la vía para subordinar la investigación de la universidad pública a las grandes empresas, que además se quedan con las patentes. O la “venta de servicios” como consultorías a las transnacionales, que pagan por las horas de trabajo del consultor pero no por el costo de su formación con recursos públicos. O talleres y diplomados que se adaptan a las pautas de consumo y de status impuestas por las grandes empresas, como uno de educación continua en mi universidad, que se titulaba: “Marketing personal”; o sea, cómo venderse, cómo prostituirse.

Es sobre la base de este chantaje económico que se construye toda la estructura meritocrática, que opera como mecanismo de presión para modificar los contenidos de la universidad pública. Me parece que ni en las autónomas y democráticas esto es materia de discusión, para conectarlo con lo que decía antes sobre qué tan público es lo público.

En el siglo XIX, se presentaba como una conquista democratizadora liberal la llamada “carrera abierta a los talentos”. Ya no sería la herencia o la cuna, sino el talento, lo que permitiría ocupar puestos de dirección en el Estado o en las empresas. Casi, casi, se disolvían las clases mediante la educación. Pero según cuál educación.

Los nuevos liberales arman una estructura meritocrática para asignar recursos focalizadamente, montados sobre las reducciones presupuestales. Nosotros tenemos casi 30 años con el sistema de puntos y estímulos para salario de productividad que está por fuera del contrato colectivo. Se monta a partir del congelamiento de salarios nominales y una reducción catastrófica del salario real desde los años ochenta. Presentan como criterio de objetividad un tabulador que asigna puntajes con rangos amplísimos a cada actividad, por ejemplo, asignando más puntos a las publicaciones catalogadas como de “excelencia”. Los criterios y padrones de “excelencia” son un potente mecanismo para imponer modificaciones a los contenidos de carreras, posgrados, revistas, libros, etc., porque son condicionantes para becas, financiamientos para movilidad, de proyectos. A esto se dedican los Consejos de Ciencia y Tecnología públicos, con creciente injerencia de los grandes bancos transnacionales, como Santander, por ejemplo. Ha habido acciones estudiantiles demandando por becas, pero nunca se cuestionan los contenidos exigidos para acceder a ellas.

Esta es una meritocracia no de talentos, sino de certificaciones. De cantidad de certificaciones obtenidas al vapor, bajo la lógica de la eficiencia terminal: “que sea rapidito, para que cueste menos”. Son políticas focalizadas hacia la clase media, que hace de la necesidad virtud, porque hacen creer que se accede a ellas por ser los mejores.

Es un círculo cerrado que se alimenta a sí mismo, y que, al menos en las ciencias sociales, ha dado por resultado la renuncia a concepciones teóricas que cuestionan el orden dominante; la renuncia a formaciones sólidas que necesitan tiempo de sedimentación; se mata la investigación científica verdadera, que inevitablemente es de largo plazo.

Esta meritocracia ha agudizado las posturas individualistas y un sentido común conservador. Y que es lo que da contenido a las decisiones autónomas de las universidades públicas, a las decisiones colegiadas.

Los objetivos dominantes se cumplen desde adentro. Y que pese a la obsecuencia no garantizan la empleabilidad, como dicen. En México, el 45 por ciento de los desempleados tienen educación media-superior y superior, lo que prueba que esa formación adquirida bajo los criterios actuales no son “capital humano”, como lo denominan los liberales. Porque capital humano, para Schultz o Gary Becker, sus teóricos, son sólo aquellas habilidades o competencias del factor trabajo demandadas por el mercado; si no las demanda, son un desperdicio. Es que el problema es el lugar de América Latina en la reproducción capitalista. ¿Qué se necesita de conocimiento propio para estas nuevas formas de economía de enclave del capital transnacional, basada en la explotación inmisericorde de nuestros territorios y en la logística para extraer los productos? ¿Qué se necesita de conocimiento propio para expandir el consumo de productos importados? Ahora, como antes y siempre, el problema de la universidad pública tiene que ver con el país que se quiere construir.

Junto a ese panorama sombrío, es importante destacar que desde luego hay esfuerzos, proyectos, acciones y compromisos de individuos y grupos que van a contracorriente. En una pelea dura, pero imprescindible para debatir contra el sentido común impuesto, para demostrar en la práctica que se puede construir una universidad pública distinta. Los éxitos del proyecto dominante, de este capitalismo destructor de la humanidad y su hogar vital están generando contradicciones inéditas, con nuevas interrogantes y respuestas sociales que incluso el instinto de conservación puede desencadenar. Ese trabajo crítico paciente, constante y terco va dando respuestas a esas interrogantes, poco a poco se van recuperando cabezas y corazones. Por eso mi alegría de compartir este aniversario de un programa de la Universidad de la República que hace honor a lo mejor de su historia.

* Ponencia realizada en la mesa redonda “Pensamiento crítico y universidad”, organizada con motivo del décimo aniversario del Programa Integral Metropolitano de la Universidad de la República. Montevideo. Facultad de Arquitectura, 24 de abril de 2018.

** Beatriz Stolowicz es Profesora-Investigadora Titular C del Departamento de Política y Cultura, Área Problemas de América Latina, Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, México.

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