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  • Beatriz Stolowicz*

La estrategia del capital


Ilustración: Federico Murro

Este artículo, presenta la intervención realizado por Beatriz Stolowicz en la mesa redonda por los dos años de Hemisferio Izquierdo: “Derechización y alternativas. El malestar en la coyuntura y los límites del progresismo”, en Montevideo, 28 de abril de 2018.

Estoy muy agradecida y honrada por la invitación de los compañeros de Hemisferio Izquierdo para participar en su segundo aniversario. Me siento en casa en varios sentidos. Pero, al mismo tiempo, debo dejar claro que asumo mi condición de visitante, con las limitaciones que ello supone. Las reflexiones que voy a compartir con ustedes las presento en mi condición de latinoamericanista, de profesión y de corazón.

La coyuntura en la que me coloco es la regional, marcada por crisis políticas y derrotas electorales que desde diciembre de 2015 se suceden en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, más recientemente en El Salvador y ahora Nicaragua, simultáneas a la crisis venezolana. Que algunos han caracterizado como el “fin del ciclo progresista”, y que ubican en el marco del descenso de precios que impacta al modelo neodesarrollista basado en exportaciones del sector primario. No obstante que ése es el contexto simultáneo en que ocurren, la idea misma de “ciclo” no permite clarificar las especificidades y orígenes de las tensiones y contradicciones políticas en cada país, ni sus posibles derroteros.

Al mismo tiempo, el uso del adjetivo “progresista” generalizó una caracterización de suyo ambigua. Desde antes de esta coyuntura hubo distintos ejercicios taxonómicos, que hacían eje en distintos aspectos. Con la aceptación tácita de que se había producido “un cambio de época posneoliberal”, unos priorizaron las posturas geopolíticas frente al gobierno de Estados Unidos; otros, las declaraciones gubernamentales con críticas al capitalismo. A las posturas más moderadas se les calificó entonces como “progresistas”.

Después se generaliza a todos los gobiernos de izquierda y centroizquierda para distinguirlos de las fuerzas conservadoras que venían cosechando éxitos electorales. Y algunos asumieron que del “cambio de época posneoliberal” se “vuelve al neoliberalismo”. Más allá de esos y otros criterios taxonómicos, se asumió que “posneoliberalismo” y “progresismo” eran señas de identidad del programa alternativo consustancial a las diversas expresiones de la izquierda latinoamericana.

Y si de malestar se trata, debo decir que el mío es de larga data. Hace más de 10 años que vengo advirtiendo sobre el error de usar el término “posneoliberalismo” para denominar proyectos realmente de cambio, ya que el término fue acuñado desde los años noventa por los intelectuales y operadores sistémicos para denominar la fase de estabilización de la reestructuración capitalista, que incluía su caracterización política como “progresista”. Tiempo después advertí que la adopción de esos mismos términos por parte de la izquierda quizá no fuera imputable solamente a una escasa imaginación lingüística, sino a la influencia –en grados distintos– de la estrategia dominante sobre su accionar. Podría haber aquí algunas pistas explicativas de por qué se ha gestado una nueva hegemonía burguesa pese a la brutalidad de este capitalismo depredador. Que se manifiesta en renovados consensos activos y pasivos entre sectores populares y medios que vuelven a dar apoyo electoral a la derecha. Ello, no obstante el cúmulo de acciones positivas que pueden reconocérseles a los gobiernos.

Los éxitos de la ofensiva ideológica de los dominantes no pueden ser explicados sólo por defecciones. Entre los muchos factores a contemplar, yo ubico también su capacidad para explotar problemas en el llamado pensamiento crítico. Considero que pensamiento crítico no es sólo oponerse a lo existente y abundar sobre el deber ser, sino la capacidad de develar lo encubierto en el funcionamiento del sistema y su reproducción. Esto remite a problemas epistemológicos y teóricos. Es menester reconocer que en este campo hay un conjunto de equívocos, ya sedimentados en el saber convencional crítico, que facilitaron la retórica de los dominantes de intenso nominalismo haciendo uso de algunas “palabras claves” caras al lenguaje de izquierda.

Uno de los orígenes de los equívocos remonta a cómo se ha pensado la reestructuración capitalista en América Latina. Se la asumió como la época de imposición del neoliberalismo. Y se tomó como realidad lo que sólo era el discurso de los dominantes, que presentaron retóricamente al “neoliberalismo” como una específica política económica –el ajuste fiscal recesivo monetarista–; como Estado mínimo; y como desatención de lo social. Pero no lo pensaban ni lo ejecutaron así. La reestructuración capitalista, cuyo objetivo es la restauración del poder ilimitado del capital y sus ganancias, fue concebida desde comienzos de la década de 1970, antes del golpe de Estado en Chile, como una estrategia de largo plazo con fases diferentes, con distintos instrumentos y, sobre todo, con una gran flexibilidad táctica. La estrategia contemplaba, desde su diseño, una fase de estabilización con cambio del régimen político y un gobierno de coalición. En términos económicos, contemplaba etapas de duración cambiante: una primera antiinflacionaria, otra de “reformas estructurales” aperturistas y liberalizadoras, y otra de retoma del crecimiento.

La demolición con ajuste fiscal tiene por objetivo debilitar el poder relativo de los trabajadores y su institucionalización como derechos. Pero no es el único tipo de ajustes que se hacen para fortalecer al capital. Nunca fue Estado mínimo, ni fue pensado así, sino Estado máximo al servicio del capital. Incluso en los años de Pinochet se ejecutó con distintas políticas económicas, y se implementaron algunas políticas sociales focalizadas. Es más: en 1975, Friedman le recomendaba a Pinochet que además del control de la inflación como objetivo urgente, atendiera la situación de los más desfavorecidos por el ajuste, y que desarrollara una “sana economía social de mercado”.

Entonces, el haber asumido esas tres características presentadas retóricamente por los dominantes hizo posible que los cambios de instrumentos y etapas fueran presentados como “superación del neoliberalismo”; que cada cambio táctico pudiera presentarse como “alternativa”. Y que la fase de estabilización, tras la época de imposición como demolición, pudiera ser presentada como “otra época”.

La estrategia de dos fases sucesivas concebida originalmente se cumplió sólo en Chile. En otros países, la demolición y la estabilización se superpusieron, y también los respectivos discursos para justificarlas. La investigación mostró, además, que la profundización de la reestructuración capitalista se fue ejecutando con varios momentos de demolición y estabilización, utilizando como “oportunidad” las crisis. Esto es de fundamental importancia para pensar la coyuntura actual.

En el diseño de la estrategia, para la estabilización se asigna una funcionalidad diferenciada a los subsistemas de la dominación según las cambiantes circunstancias sociopolíticas. Se asume que el nuevo régimen representativo dará un tiempo de estabilidad, porque la pedagogía de la represión generó (y genera) un “consenso moderado”. Pero reconocen que puede ser temporal, y por eso es fundamental llevar a cabo la reconfiguración de la sociedad para garantizar la gobernabilidad. Lejos de la retórica del individualismo, se promueven formas de microcorporativismo social, con el apoyo práctico e intelectual de la Iglesia y otros “agentes” de la “sociedad civil”, desplegando el discurso de la solidaridad. Y se admite que los sindicatos pueden ser un factor estabilizador si transforman sus funciones. La reconfiguración de la sociedad es uno de los cometidos fundamentales asignados al Estado. Y como es un proceso lento, debe fortalecerse un orden jurídico que dé seguridades al capital, y se le asignan mayores funciones políticas al poder judicial.

Las raíces doctrinarias de este proyecto están en el ordoliberalismo alemán, al que está vinculado Hayek, que impulsa la renovación del liberalismo en la Sociedad Mont Pélerin, y da contenido y programa a la Democracia Cristiana alemana en la posguerra. Que va adaptándose a las condiciones de América Latina desde los años 60, influye sobre el pensamiento cepalino en los 80, y tiene como operador político a la democracia cristiana, con sus históricos vasos comunicantes con los partidos de la Internacional Socialista. El gobierno de la Concertación en Chile, conducido por la DC, se presenta como modelo para la región en toda la década de los noventa.

La integración de los otrora perseguidos al nuevo régimen de democracia gobernable facilitaría la gestación del “partido transversal”, como se lo llamó en Chile, que aseguraría la neutralización de conflictos. Esta fue la primera operación para “modernizar a la izquierda” con su corrimiento al “centro”, explotando, además, los efectos ideológicos de la disolución de la URSS. Esto funcionó en los primeros años de los noventa en la mayoría de los países, dando un margen de gobernabilidad para imponer las políticas aperturistas, liberalizadoras y privatizadoras. Frente al desempleo y empobrecimiento que provocaron no hubo una respuesta equivalente, tanto porque las organizaciones sociales habían sido debilitadas con esas políticas, como porque con la pedagogía de la represión se priorizaba la libertad sobre la igualdad.

El escenario cambió a mediados de los noventa, en el marco de las crisis financieras, con una recomposición de las luchas con especial protagonismo de movimientos indígenas, magisteriales, estudiantiles y de empleados públicos, que en algunos casos llegan a producir crisis de gobernabilidad. En los conciliábulos oficiales se admite que hay “desencanto con la democracia” y con los partidos tradicionales, al tiempo que los gobiernos municipales de la izquierda en Brasil, Uruguay, Venezuela, México y El Salvador ganaban reconocimiento. Preocupaba que cambios políticos pusieran en riesgo la apertura económica. Este es el momento en el que se decide el gran cambio táctico, con nuevos instrumentos en todos los frentes.

Además de hacer algunas reformas al sistema político-electoral, sobre todo hay que hacer actuar al subsistema social para neutralizar conflictos. Se despliegan políticas focalizadas financiadas por el Estado, pero su provisión es entregada a privados, con ingentes ganancias. Se ejecutan con la asistencia de “agentes de la sociedad civil”, lo que da trabajo a profesionales de clase media y amplía el consentimiento entre esos sectores. Simultáneamente, se despliegan acciones de disolución-represión a las organizaciones sociales activas mediante reformas a la educación y a la función pública con lógicas meritocráticas y empresariales. El concomitante aumento del “gasto público social”, financiado con regresivos impuestos indirectos, es presentado como prueba de que se estaban “abandonando las restricciones monetaristas neoliberales”.

En el campo económico los instrumentos se centraron en proteger al sistema financiero de sí mismo: con rescates financieros con recursos públicos, ampliación de sus mercados con reformas a los sistemas de seguridad social y creación de fondos de pensiones y seguros privados; así como nuevas normativas para darle seguridad y expansión, que era regulación para la autorregulación pero se presentaba como el abandono del nunca existente laissez faire neoliberal. Al mismo tiempo, para preservar la apertura económica, se hacen reformas legales y judiciales para dar seguridad expedita a los derechos de propiedad, y un intenso uso del derecho público internacional en tratados de toda índole para que funcionaran como “amarres de salida”, es decir, que fuera más costoso salirse que quedarse en ellos. A ese gran activismo estatal para dar estabilidad al capital y expandir sus ganancias con esas “reformas de segunda generación”, que es una nueva fase de la reestructuración capitalista aprovechando las crisis, se le construyó un halo de justificación teórica en el neoinstitucionalismo, que se convirtió en el mainstream académico “posneoliberal”.

Pero la operación es todavía más sofisticada. Para no cuestionar a los partidos que gobiernan, se monta una operación discursiva que externaliza las responsabilidades: es recién entonces cuando se personifica al neoliberalismo como Consenso de Washington. Así, el neoliberalismo es presentado sólo como una imposición externa, con lo que se exime a la clase dominante latinoamericana, y se lo define sólo como especulación financiera. Fue una gran trampa. Con la que dejan a salvo al gran capital “productivo” –aunque son uno solo–, como el sujeto del “capitalismo bueno”, el de un “nuevo desarrollo” que deja atrás al “neoliberalismo”, con lo que se despeja el camino al asalto al territorio con que comienza el siglo XXI. Que tiene por objetivo rescatar a los capitales en riesgo de desvalorización, articulando el capital dinerario excedente con los ciclos de acumulación, en inversiones de retorno seguro aunque más lento, como los de infraestructura, potenciando las ganancias de los grandes capitales transnacionales, también los de origen criollo o translatinos.

Pero todavía había un gran problema que resolver: los gobiernos nacionales que estaban ejecutando todas estas políticas no dejaban de ser vistos como neoliberales. Era necesario construir un sujeto político “posneoliberal” creíble. Que fuera capaz de impedir política y electoralmente la emergencia de “reacciones populistas de viejo cuño”, decían. Y a eso se abocaron. Desde 1996 se hicieron varias reuniones convocadas por el mexicano Jorge Castañeda Gutman y por el brasileño-norteamericano Roberto Mangabeira Unger, ambos gestores del partido transversal en sus países. El núcleo duro de elaboración, según contaban, estaba integrado por políticos y académicos mexicanos, chilenos, brasileños y argentinos. En 1997 presentaron el documento “Un nuevo camino después del neoliberalismo”, que fue renombrado como Alternativa Progresista.

Lo que vemos aquí es que progresista no es un adjetivo, sino un sustantivo. Es un programa concreto para estabilizar y profundizar los objetivos del capital en contextos de más frecuentes crisis, y para desplazar a la izquierda anticapitalista. Se planteaban la necesidad de ganar elecciones para ejecutarlo. Sus prospectos eran Vicente Fox de México, Ricardo Lagos de Chile, Ciro Gomes de Brasil, Facundo Guardado de El Salvador y Carlos Chacho Álvarez de Argentina. Fox y Lagos ganaron las elecciones, y Chacho Álvarez ocupó la vicepresidencia hasta un año antes de que de la Rúa huyera en helicóptero.

Pero mucho más expresivo, quizá, es que el documento programático más acabado de la Alternativa Progresista fue presentado un año después, en enero de 1999, en coautoría por Roberto Mangabeira Unger y Carlos Salinas de Gortari, titulado “La vuelta al mercado sin neoliberalismo”. Dicen en él que: “A los supuestos progresistas de hoy les falta un programa”. El suyo, “la verdadera alternativa progresista”, tiene un destinatario; dicen que “es una propuesta que convoca tanto a los escépticos como a los esperanzados, y tanto a los radicales del centro como a los herejes de izquierda”.

Construyen su discurso como rechazo a “la forma neoliberal” de hacer una economía de mercado, porque es “excluyente y elitista”, y proponen una “revolución de mercado incluyente”. Aclaran que tampoco es el programa de la socialdemocracia de “instituciones rígidas y derechos sociales establecidos”, “incrustados”, que “dividen a la población entre incluidos y excluidos”. Afirman que es un programa tanto productivista como distributivista, pero aclaran que distributivista “no significa la ampliación de derechos establecidos”, sino “dotación de equipamiento económico y cultural para todos”, de “activos”, para ser “efectivamente ciudadanos y trabajadores”. La inclusión es tener activos para consumir servicios, en otras palabras, están planteando una ciudadanía patrimonial. Transforman la mirada previa sobre el sector informal, que lo planteaba como problema porque al ser desorganizado no era controlable, y lo funcionalizan haciendo de la precariedad una virtud. En esto pensaba Mangabeira cuando hablaba de una “emergente clase media innovadora y de autoayuda”.

La apuesta productivista es presentada para alcanzar un “pleno empleo con crecimiento sustentable y no inflacionario”. Argumentan que la inversión productiva es débil porque se hace en buena medida con ganancias retenidas, por eso los empresarios no invierten o buscan ganancias en la especulación, y entonces, hay que financiarles la inversión. Con tono nacionalista dicen que no es necesario arrodillarse ante las finanzas internacionales, sino crear ahorro forzoso interno. Y así, que “los fondos de pensiones actúen como capitalistas de riesgo y como financistas de rescate”, que “las instituciones financieras locales y las cooperativas inviertan en nuevos negocios”; esta sería la conexión ahorro-inversión posneoliberal. Lo característicamente “progresista” del programa estaría en cómo resolver la “desigualdad y la exclusión”, cuya “mayor causa”, según dicen, es “la división entre la vanguardia moderna y la retaguardia atrasada en la economía”.

Admiten que el asistencialismo focalizado puede ser necesario en algunos casos, pero el eje del programa “incluyente” está en que el mercado proporcione las herramientas a la retaguardia para “que pueda salir adelante por sí misma emprendiendo innovaciones”. Al Estado le corresponde conectar a las pequeñas y medianas empresas de retaguardia con fondos de financiamiento y asistencia técnica de la vanguardia, pudiendo conformar con éstos, dicen, una “constelación de negocios” con “muchas y variadas formas de propiedad, privada, social y no gubernamental”. Este discurso sobre el emprendedurismo innovador de la retaguardia enmascara el objetivo de subordinarla como satélite de la gran empresa para abaratarle costos mediante la tercerización. Y defienden que esto debe ser financiado elevando los impuestos indirectos.

Mangabeira y Salinas aclaraban que su propuesta “indica la dirección pero no ofrece un diseño exacto de sus acciones”. En efecto, en ese momento no eran visibles todas las formas que adoptarían. No obstante, su sistematización exhibe la centralidad del objetivo: financiar la acumulación de capital del “desarrollo productivo” con el fondo de consumo de los que viven de su trabajo actual y pasado, formal o informal. El medio es multiplicar las funciones del Estado que garanticen esa transferencia. Con el plus político de generar un consentimiento satisfecho entre los nuevos incluidos.

A finales de los años noventa ya se habían reformado los sistemas de seguridad social en toda la región. La crisis de 2007 da la “oportunidad” para imponer las otras acciones de “inclusión” que configuran cambios cualitativos en las modalidades de reproducción del capital. Mucho más sofisticados en sus instrumentos y retórica, y en su eficacia para construir consensos activos que renuevan la hegemonía burguesa.

Tan sólo para mencionarlos, están los llamados Negocios Inclusivos, que encadenan a los pequeños productores, especialmente los agrarios, a las transnacionales; las que, sin afectar la pequeña propiedad de la tierra, se apropian de su renta agraria; completan la subsunción real al capital de la pequeña producción campesina; y convierten a esos campesinos en jornaleros de facto del gran capital, aunque se piensen como socios.

Está la llamada Inclusión Financiera que consuma la subordinación forzosa de todos los que viven de su trabajo al capital financiero, con el uso de su fondo de consumo como fondo de acumulación y ganancias. En particular con la bancarización forzosa de los ingresos por salarios, jubilaciones, pensiones y transferencias monetarias gubernamentales de las políticas sociales, que pasan al fondo de acumulación del capital antes de ser propiamente fondo de consumo en manos de sus propietarios y, por lo tanto, tampoco es ahorro en sentido estricto. Esto no estaba contemplado en los análisis de los clásicos: además de valorizarse con el plusvalor, que es expropiado, el capital se valoriza con el valor de la fuerza de trabajo (actual y pasado) mediante su desposesión temporal, y recién después lo devuelve como fondo de consumo. Además, con ese valor desposeído temporalmente –por el que el banco no les paga a sus propietarios la tasa activa de interés en calidad de acreedores o alícuotas de ganancias en calidad de inversores–, les venden créditos por los que les cobran intereses. Significativo es que el Estado, además de imponer coercitivamente todas estas formas de subordinación al capital financiero como si fueran “políticas sociales de inclusión”, le financia al capital los costos de operación. Parte del paquete es la Educación Financiera, asunto gravísimo que merece una discusión específica. El impacto ideológico ha sido muy grande, porque se hace creer que ha habido igualación social por tener tarjetas bancarias igual que los ricos y por acceder al consumo aunque se endeuden de por vida. Y creer que se les ha abierto el ingreso al mundo de la tecnología, cuando en realidad es utilizada para tener a todos como rehenes de estos mecanismos.

También se imponen las Asociaciones Público-Privadas financiadas con los presupuestos públicos, que transfieren fondo de consumo mediante impuestos a la acumulación de capital, impuestos que pagan principalmente los asalariados y los consumidores pobres, que no deducen. Todo ello mediante una legislación que convierte en Estado de derecho esta función reforzada del Estado para transferir riqueza social al capital.

El asunto es que en la primera década del siglo aquellos prospectos también fueron vistos como neoliberales, y los estrategas “progresistas” decidieron no impedir la llegada de la izquierda a los gobiernos nacionales, esperando que ella ejecutara el programa y además le diera glamour a la política. Los rankingssistémicos colocan a México, Colombia, Chile, Perú y Brasil a la vanguardia de aquellas “políticas de inclusión”. Mangabeira Unger fue por un tiempo ministro de Asuntos Estratégicos de la Presidencia en el segundo período de Lula y en el segundo de Dilma. También ocupó ese cargo Marcelo Neri, que fue el gran propagandista de la “nueva clase media”, a la que conceptualiza por el consumo, particularmente de celulares y electrodomésticos, aunque más de la mitad carezca de drenaje.

Debe decirse que en algunos países gobernados por la izquierda y el centroizquierda se han introducido algunas restricciones en la aplicación de esas políticas de “inclusión”, pero se ejecutan. Es bastante significativo que esas acciones se han presentado como de creación propia, endógena.

Ahora quiero detenerme en los usos del endogenismo o el exogenismo para construir justificaciones, usando los equívocos sobre la relación interno-externo en la reproducción capitalista. Hubo argumentos exogenistas para caracterizar al neoliberalismo como Consenso de Washington, cuando en rigor se trata de un Consenso de América Latina, de sus empresarios, sus operadores políticos y sus intelectuales, que elaboran conjuntamente con sus pares norteamericanos y europeos, y además les aconsejan cómo sortear los obstáculos sociales y políticos para acrecentar sus ganancias. Se externalizaron las responsabilidades hacia las instituciones financieras internacionales, que desde luego imponen condicionamientos, pero se oculta que son latinoamericanos los que conducen las políticas de esos organismos hacia América Latina, que además son ideólogos y ejecutores de la estabilización y su retórica. Y después se explota el equívoco endogenista, que atribuye las prácticas y discursos de los actores internos sólo a los intereses político-partidarios en confrontación, sin detectar sus conexiones con una estrategia más general. Lo que puede dar mayor campo de maniobra retórica, presentando los objetivos sistémicos del capital como un “traje a la medida”, como la inevitable solución práctica a problemas pensados como sólo locales.

Debo decir que me impresiona la escasa atención que se les ha dado a los nuevos mecanismos de reproducción capitalista. Es fundamental denunciar el extractivismo, que genera terrible destrucción ambiental y social en muchos casos irreversibles, y que explica en buena medida la militarización de la región para liquidar las resistencias que provoca. Pero aquí estamos ante transferencias inmensas de riqueza social a las ganancias del capital que no son cuestionadas; por el contrario, han ganado aceptación social. No debería sorprender la despolitización de sectores populares que ven al gran capital como socio o amigo, y que puedan ser manipulados como clientelas electorales de la derecha.

Como decía al comienzo, las tensiones y crisis políticas en cada país con gobiernos de izquierda y centroizquierda son distintas. Algunas de las diferencias pueden deberse al distinto grado de influencia de la estrategia dominante “posneoliberal”, que debe ser estudiada en concreto en cada uno. Y no pueden borrarse de un plumazo las diferencias entre estas realidades y las de los países gobernados por la derecha, como algunos analistas han hecho. Donde gobierna la derecha se están ejecutando masacres sociales y se ha consumado la liquidación de derechos. Es un terrible espejo en el cual mirarse. En todos los países gobernados por la izquierda o el centroizquierda el capital se ha fortalecido económicamente y, por lo tanto, también políticamente; pero, sea por voluntad de los gobiernos o por la movilización social, se han restituido o ampliado derechos en distinto grado, y se han construido mediaciones. Lo que muestra esta coyuntura es que, ante los riesgos de disminuir sus ganancias por la crisis, el capital ha decidido demoler los obstáculos que representan esos derechos y mediaciones, para lo cual tiene que recuperar el manejo directo del aparato estatal.

Ahora la derecha está arremetiendo con una nueva demolición, pero tendrá que volver a estabilizar. El talante golpista con que lo está haciendo busca tomar por sorpresa a las bases sociales y políticas de los gobiernos para dificultar su respuesta y desmoralizarlas. La violación de la institucionalidad que le había facilitado iniciar la estabilización de la reestructuración capitalista –y que parece regresarnos al escenario de fines de los ochenta– podría ser usada como “oportunidad” para inducir a consensos aún más moderados que prioricen la defensa de esa institucionalidad por sobre cualquier intento de hacer retroceder el poderío económico y social ganado por el capital en estas décadas. A eso le apuestan unos cuantos con el repudiable encarcelamiento de Lula.

En fin, si algo tiene que aprenderse de este tiempo largo, es a no subestimar la creatividad de los dominantes. Una vez se apropiaron del discurso de la izquierda contra el neoliberalismo. Sería terrible que volvieran a apropiarse de las críticas actuales a estos fenómenos híbridos que son los llamados gobiernos progresistas. En esto no hay que perderse. No se debe permitir que sectores más lúcidos de la derecha desplieguen su retórica para presentarse como aliados contra los demoledores. Siempre han jugado así, cambiando papeles: unas veces como demoledores y otras como estabilizadores, o a la inversa. Cuanto más se conozcan las estrategias sistémicas, más fácil será detectar a tiempo las trampas.

Estos tiempos difíciles pueden ser de gran aprendizaje para fortalecer la identidad de izquierda y las voluntades colectivas anticapitalistas. Condición imprescindible para impedir la destrucción de la humanidad y de su hogar vital.

* Beatriz Stolowicz es Profesora e Investigadora del Departamento de Política y Cultura, en el Área de Problemas de América Latina, de la Universidad Autónoma Metropolitana – Unidad Xochimilco, México.

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